*Dibujo de Erika Kuhn.
ASÍ ERES*
Apacible
como suelen ser
los ríos
y violenta
como también
pueden serlo.
Mar que en
grave atardecer brinda calma
y en brava
tempestad hunde los barcos.
Así eres.
Agua cristalina
que detrás del
cristal de una ventana
es espejo del
alma de un fantasma.
Risa y llanto.
Fuego y nieve.
Sol que alumbra
y quema.
Así eres.
*De Miguel
Crispín Sotomayor. miriamlg@rimed.cu
SEMILLAS DE
GRANADA*
Un pájaro ciego
ha huido de mi pecho.
Picotea frutos
de arbustos carnívoros.
¿Qué haré sin
vos pájaro de lluvia?
Mi madre me ha
iniciado en el arte de la poda.
Estoy de pie.
Frente al espejo que refleja al lobo.
Un hombre, otro
hombre, uno más.
Me sigue su
mirada de animal derrotado.
Diosa y Satán.
Habitante de la noche. Soy.
Ven…revuélcate
en mi fango.
Yo, usurera de
amores.
Enfrento al
tribunal del inframundo.
Talo cabezas,
sandías y “las flores del mal”
Podo todo lo
que sobra y falta.
A vos y a mi
nos falta un hipocampo.
¡Llora sobre mi
pecho ángel de arena!
Dispersa tus
migajas en mi cama.
Bebe mí vino.
Trinca .Traga.
Ven… hombre
universal, guarda las monedas.
En huesos
ásperos, la carne se consume
El mundo que
nos habita es una babosa.
No, hijo mío,
no toques los albores, aguas vivas, son.
Las siento en
mi pubis y en mis voces.
¿Quién arrojó
este fuego en mi frontera de agua?
¿Quién me
cubrió de esta tristeza insomne?
Líquida. Como
una lágrima.
Un jadeo, un
beso de amante.
Una hembra
ávida de lobos .Soy.
Devuelvo diente
por ojo. Ojo por boca.
No creo es los
milagros. Bendíceme, oscuridad.
Apaga la luz y
las antorchas.
Hay un
campanario que pronuncia mi nombre.
Él me ama así.
Mujer lóbrega. Umbrosa.
Atrincherada en
improvisados lechos.
Lágrimas de
cocodrilo. “Nanas de la cebolla”
No hay pañuelos
para el desamparo.
Roja, rojiza,
sangra la granada.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
RETRATO DE MUJER
ENTRE LAS NUBES*
Esa joven mujer
poeta
camina
por las nubes
con un bolso
de relámpagos
y truenos,
con el pelo
desafiando
a la vejez,
con un paquete
de frescas alas
florecidas
en las manos.
Es la joven
mujer de rostro
inseguro,
cuyos ojos
vieron al pasar
tanta belleza
por su vientre
del mar,
encinta,
buscando
al padre
de sus
criaturas
en el idioma
de Cervantes.
Esa joven
con brazos
y piernas
largos
y de estrechas
caderas
llamadas
a ser madre
de lo que
siente
y palpita,
habita
el milagro
sobre las aguas
turbias
de la desdicha.
Esa mujer
luz de piedra,
color
en la nada,
sin caminar
camina. Esa
mujer joven
Violeta, Julia,
Silvia,
Alejandra
y Alfonsina.
Esa mujer
que no se siente
esa mujer
sin hablar
habla
de lo perenne
del poema,
de lo asexual
de la palabra
niña, mujer
tierra, luz
agua.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
LA LIBERTAD*
El arte es
libertad, le dice mi nieta Pilar a mi hija. Y tiene razón.
Tal vez sea el
último refugio que le queda al ser humano donde pueda ejercer, vía imaginación
y creatividad, su condición ínclita e inclaudicable de decidir fuera del poder
y de las órdenes.
“Me senté a
escribir en el lugar donde cesan las órdenes”, supo escribir el poeta Raúl
Gustavo Aguirre para siempre.
Mi hija había
anotado a Pilar en una escuela de arte y en algún momento casi a fin de año
ella le dijo estas palabras entre otras, que por qué si el arte es libertad no
la había consultado para anotarla allí. Pero este año se arrepintió y quiso
volver. Pilar tiene seis años y cursa primer grado en una escuela estatal. La
escuela de arte también lo es. Son ambas muy buenas.
Este año se
cumplen cien años de la muerte de uno de los más grandes poetas de la
lengua castellana, es decir, Rubén Darío, un hombre libre que nos limpió el
idioma y lo dotó de la plasticidad que nos permite expresarnos, y como escribió
Borges, poco importa que nosotros lo hayamos leído, porque tal vez su estética
hoy nos resulta un poco envejecida, pero sigue cantando con su voz tan plena,
como afirma Ángel Rama.
La situación de
la libertad tiene que ver con la vida, por supuesto.
En otro tiempo
ya lejano, ya remoto, en un lugar pequeño, lleno de aire no contaminado, de
pájaros libres, de mariposas y de abejas, participé como un integrante más de
una barrita de niños, amigos o compañeros de escuela, o ambas cosas a la vez.
Todos vestíamos de la misma manera, uniformados por decirlo de algún modo, que
nos hacía integrantes de una clase social a la que pertenecíamos por la
identidad de de nuestros padres. Éramos hijos de obreros rurales, agremiados y defendidos
por “el sindicato”, como llamaban al de Obreros rurales y Estibadores adheridos
a la FATRE.
La ropa que
vestíamos era confeccionada por nuestras madres hacendosas y creativas,
raramente usábamos zapatos, como mucho teníamos un par para los domingos y
teníamos prohibido patear una pelota con ellos, y nos lo teníamos que quitar
cuando volvíamos del cine los domingos por la tarde. Para la escuela usábamos
unas zapatillas marca Pampero que nos sacábamos junto al delantal. Y allí
nuestras madres nos hacían calzar unas alpargatas que el uso les sacaba un hilo
largo al que llamábamos “bigote” y en el verano éramos completamente libres.
Nos permitían andar descalzos la mayor parte del día. Nos juntábamos en
la cortada de gramilla muy verde donde no pasaba casi nadie. Salvo los perros
vagabundos y el carro del lechero, y de allí partíamos hacia los profusos
cañadones, munidos de hondas matadora de pájaros o tramperas donde cazábamos
grandes cantores para venderles a los vecinos.
En estas
incursiones casi siempre veíamos volar bandadas de garzas blancas que eran,
para nosotros, la representación de la libertad sin más, bajo el cielo celeste
como una chapa reseca.
*De JORGE
ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
*
No hay dónde
escapar.
No hay dónde.
Ladran, padre.
Están cerca,
los dientes
afilados,
las garras
prestas.
Corramos.
Bajo el pinar
huele a resina.
¿Ves cómo
llueven
las hojas
en la sombra
fresca?
Huyamos, padre.
Vienen, vienen.
Borremos
nuestras huellas
con las ramas
caídas,
cubrámonos de
hierba
las cabezas
desnudas.
Ladran tu
nombre, padre.
No me sueltes
la mano.
No me sueltes.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
LA MUJER QUE ME
HABITA*
La mujer que me
habita lleva soledad de cipreses en sus criptas.
Un rumor de
parpados anuncia el presagio del agua.
El mundo huye o
fagocita los retazos de su piel.
Está hecha de
retazos esa mujer tan mía.
La mujer que me
habita sabe el placer de la espesura.
No ignora que
es solo vida la vida. Ha construido casa sobre la ruinas.
Ay, como duelen
los arneses en el alma.
Solo quería
amanecer contigo. Una vez sola.
Alas de arcilla
y greda. Una tormenta dentro de una fosa.
He muerto tan
despacio que solo el frío certifica mi adiós.
En el lomo del
mar se duermen los albatros del sueño.
Ay, este
aguijón de escarcha y miel
Beso despacio y
cuidadosamente nuestros nombres.
Sé, ya no
volverán los almendros ni la niña cándida.
No pude
descifrar la caligrafía de la arena.
Miro tus ojos
extraviados .Pongo a secar mi corazón.
No soy culpable
que haya pobres en los mausoleos.
No soy culpable
de esta paradoja me alejo, para siempre quizás.
Ay, este
esqueleto de cristal mohoso.
La mujer que me
habita lleva un campo santo de dudas.
Y una
descomunal certeza:
Profanar la
soledad de los féretros. Ultrajar su memoria.
Amanece, solo
mi útero late.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
AGUAS ADENTRO*
Cae el sol en
el río
y deja una
cicatriz de luz
en el anverso
del agua.
En un momento
así
es inevitable
asumir los sueños
y su orfandad.
Un pescador
solitario intenta
arrebatar al
agua
su esquiva
presencia
y es una
confesión a media voz
su desolado
empeño.
La piel del
agua, estremecida
avanza y
retrocede.
Murmura.
respira
lo escucha
lo envuelve
en la calma que
emana.
Atardece.
Ahora el
espejismo del horizonte
es la frontera
entre
esta grandeza
incontenible
y la vulnerable
presencia
del hombre en
el imaginario
de encuentros y
de esperas.
La tarde se
consuma frente al río
y si el
misterio desciende
un instante,
probablemente
no sea
para quedarse.
Sólo abriga ese
instante
la orfandad de
nuestros sueños
que navegan por
la sangre
aguas adentro.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Secretos*
Desde niña
coleccionaba botellas, tenía por las mismas un atractivo especial, siempre
conseguía que le regalasen alguna, o bien las compraba si estaban a la venta.
De ese modo con
el paso de los años había acumulado docenas de botellas de diferentes tamaños,
formas y colores, hacía de esta preferencia un verdadero ritual, las acomodaba
sobre repisas o sobre algún mueble o mesa, las había de boca ancha o menuda,
con tapas a rosca o con apretados corchos, cada día repasaba con una gamuza
cada botella, las volvía a reacomodar por tamaño, por altura o simplemente por
el espacio disponible.
Botellas
transparentes, opalinas, decoradas, grabadas, con incisiones y decorosas
etiquetas, la transparencia u opacidad daban un bello conjunto digno de
apreciar, por la noche, cuando la luz de la luna penetraba por la ventana,
producían sombras largas y fantasmales figuras proyectadas en la pared, la
planicie de la imagen eran producto de la sumativa de formas de las que se
borraban los detalles y solo quedaban estampas acopladas, similares a ciudades
exóticas con torres y cúpulas.
También
escribía, sus poemas eran bellos y sensibles, surgían de sus caros
sentimientos, de su particular manera de ver el mundo, desde la profundidad de
su corazón comprometido con la vida.
Su manera de
comunicarse era mediante diálogos interminables sobre una vieja costumbre que
tenía y consistía en enviar una botella con un poema en su interior en el
vaivén de las olas.
Vivía al lado
del mar, tenía un vínculo especial con los elementos naturales de arena, sol,
agua, viento, maravillas que atemperaban su búsqueda de la belleza, acentuaban
su espontánea expresión, por lo que no cesaba de incorporar nuevos temas
a sus poemas.
Botellas,
poemas, mar, una trilogía abundante a sus requerimientos, abonado sus fantasías
de regalar al mundo un tesoro que para ella era parte de si, de su vida
presente y pasada.
Poemas que
imaginaba eran recogidos por marinos, navegantes, nadadores, pescadores al otro
lado del mundo recogidos en las playas o bien flotando al costado de barcos,
botes y plataformas en los puertos.
Cada tanto,
(nadie supo bien porqué, o que impulsaba este accionar) Clara seleccionaba una
botella, la limpiaba con premura, también seleccionaba un poema y con mucho
cuidado, lo enroscaba e introducía dentro de la botella, luego como en un
ceremonial, caminaba descalza hacia la playa, miraba con fijeza al horizonte y
el ritmo de las olas luego calculaba la ola más alta y con un ademán rápido y
decidido la arrojaba , se quedaba paralizada mirando como las olas la llevaban
al mismo vientre del mar, se quedaba hasta que ya no veía más y quedaba
prendada con nostalgia y creo yo también con la esperanza de llegue a las
manos de alguien.
Otras veces su
despedida era más lenta y nostalgiosa, acariciaba la superficie de la botella,
la acercaba a su rostro y la pasaba por sus mejillas y hasta la bañaba con un
llanto suave y silencioso, luego se arrodillaba y la depositaba en la falda de
la playa a modo de que las olas la recogieran.
Proyectarse eso
deseaba, soñaba con esos anónimos qué hallasen el tesoro, los imaginaba con la
ansiedad de abrirlas y encontrar su corazón en su interior dejados en total
virginidad y anonimato.
Escribía, los
poemas surgían naturales y breves en un pentagrama sin notas musicales ya
que poseían su propia y virtuosa música.
Al arrojarlos y
verlos partir en el universo acuático del interminable cielo-mar turquesa o
enrojecido de madrugadas o venturosos atardeceres, quizás también en días de
tormenta y lluvia, sentía que cumplía un sueño, una promesa como una innegable
y auténtica religión.
Una tarde en
que el océano se mostraba más rojizo que nunca, en que las gaviotas
danzaban en el aire cruzándose con graznidos y aleteos, el poniente
espectacular ofrecía un marco celestial para su ceremonia, Clara llevó la
botella al mismo interior de las tumultuosas aguas sin soltarlas de sus manos,
lo hizo y continúo con firmeza hasta ser atrapada por las olas.
EL viento
habla, lo has escuchado?, porque el viento lee sus poemas, los pronuncia con
verdadero énfasis, los lee y al hacerlo nos despeina, nos caricia el rostro,
seca las lágrimas vertidas acaricia los oídos en el borde irregular de
arena-agua, la sal deja dibujos inspirados junto a cromadas caracolas
esparcidas, si encuentras una , colócala al oído y escucharás las palabras de
algún poema emocionado.
*De Mirta
Gaziano. mirtagaziano@gmail.com
Abril 2016
*
Sin la
literatura el hombre niega su condición confusa. La literatura le devuelve su
irrealidad. Se trata de cambiar la necesidad por la contemplación. Es una
operación alquímica de transmutación. De ser títere de fuerzas desconocidas
pasa a ser creador y sus irrealidades le dicen que también él es irreal. Y lo
asume con humor, con paradoja, con ironía. No hay más gozo que éste.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
http://inventren.blogspot.com/
ESTACIÓN CERES*
*Por Oscar
Angel Agú oscarcachoagu@yahoo.com.ar
Claro esta que
estoy escribiendo desde lo que fue. Desde esa realidad ahogada por no sé
qué intereses, pero intereses al fin.
Ceres, un
pueblo-ciudad en el límite de las provincias de Santa Fe y Santiago del Estero.
Mixturado de colectividades en ese entonces. Casi en el límite de la pampa
húmeda. El tren era una necesidad. Necesidad de transportar pasajeros,
noticias, mercaderías. Nada escapaba a su llegada o a su partida. El tren
estaba presente en la vida cotidiana de la gente.
No era una
metáfora bella. Era una realidad contundente. Una costumbre, un paisaje que hacia
móvil a la vastedad pampeana, un acercamiento de decires y de laboreos varios.
Desde Ceres
partía, día por medio, el tren “Morteros”. Llegaba a Rosario. Pasaba por San
Francisco, seguía por Zenón Pereyra hasta Rosario. Encadenaba colonias que
saludaban su paso. Era el punto de reunión, de encuentro obligado para la
tertulia, los recibimientos, las despedidas, el paseo, la novedad.
En ese tren,
siempre desparejo en sus horarios, supe viajar. Era un niño que leía en los
rostros sus decires ocultos, sino no estaría hoy escribiendo y repasando esos
vagones, esos rostros, esas esperas en los andenes.
Hubo un día,
ese día, en que viajé por primera vez solo; es decir, sin compañía de
familiares.
La locomotora
se exigía al máximo. El bamboleo leve de los vagones en su marcha, hamacaba el
horizonte. Vi llegar al tren con mis ojos de niño. Debía subirme en esa
estación, anterior a la parada final. Ese día venia con tres horas de retraso,
cosa normal por esos tiempos. Eso nos hacía averiguar en la estación cómo estaba
el tren con el horario antes de ir a esperar. El telégrafo que usaba el
ferrocarril era lo más veloz en comunicación. De esa manera se podía saber a
qué hora estaría, aproximadamente, llegando. Siempre, la última estación
avisaba a la próxima; el tren, por lo general, tocaba pito dos o tres
kilómetros antes de llegar para ir avisando a los pobladores de su llegada. Y
medio pueblo se arracimaba en el andén. Manera muy natural de socializar,
enterarse de quién llegaba o despedir a alguien.
Yo, ese día, a
la tardecita, me subí al tren. Iba a la estación Ceres, parada final del mismo.
Era un niño de 8 años. Viajé, por supuesto, solo. Una tía me acompañó hasta el
andén, me saludó al subirme y regresó a su casa. No era para preocuparse: el
guarda me conocía y conocía a mi padre, el quiosquero de la estación Ceres, que
me estaba esperando.
Decía, me subí
al tren. Caminé los vagones de pasajeros hasta llegar al último. Allí me fui a
la parte final y me senté en la escalinata de acceso o descenso del vagón.
Estaba protegido y absorto con el paisaje. Quería llegar para encontrarme con
los chicos de la barra del barrio. En ese ínterin, un hombre joven con un bolso
de correa sobre el hombro venía corriendo al tren porque se quería subir. Salió
de una alcantarilla del terraplén de las vías, a medio camino entre un pueblo y
otro. Agitaba sus brazos como banderas al viento.
Alucinado y sin
poder hacer mucho, le hacia señas. Pero como que no las veía. Sólo agitaba sus
brazos. El guarda, llamado Avelino, se acercó y me dijo: No le hagas caso, pasa
siempre lo mismo. Una vez vine a ver si lo encontraba, pero no había rastros de
él. Dicen los parroquianos que es un fantasma.
¿Un fantasma?,
le pregunté. Sí, me dijo muy serio.
Se sentó al
lado mío, carraspeó y encendió un negro sin filtro. Te voy a contar una
historia, me dice, largando una bocanada de humo; una historia que me supo
contar mi padre y tiene que ver con éste hombre. Como ves, me dice, ha
desaparecido. Ya no está corriendo el tren.
Según mi padre,
hace años atrás, iban llegando pobladores nuevos a estas tierras. Muchos venían
de la Italia, otros de España y de otros sitios del viejo continente. Muchos
venían a probar suerte, otros porque algún pariente vino antes y los llamaba.
Los primeros, terminaron arrendando tierras, haciendo algún trabajo en los
pueblos o peones en campos o estancias, que no faltaban. Este muchacho, según
cuentan, vino de la Italia a estos pagos llamado por una familia amiga allá en
el pueblo natal y ya afincada aquí. Lo que se dice, de castilla entendía poco y
nada. Se manejaba con un papelito que decía: Figlia Morbidoni; Colonia
Ambrosetti, Santa Fe -Ferrocarril Mitre- En Retiro le dieron pasaje hasta
Ceres. Vos sabes que tendrían que haberle dado hasta Hersilia, pero el tren
rápido no para allí, para en Ceres.
Se llamaba
Italo. Lo que se sabe es que nunca llegó al campo de la familia Morbidoni.
Nadie lo vio. Sí en el tren, según contaron testigos. Sin hablar. Dormitando.
Comiendo un pan casero y salame que seguro compró en la estación antes de subir,
con un vino aguachento para ayudar a bajarlo. Venía en la clase turista. Pero a
Ceres no llegó nunca. Y aquí empiezan las distintas versiones de lo que pasó
con él.
La primera es
que, en un descuido, pasando de un vagón a otro, trastabilló y se cayó por la
escalinata de uno de ellos. Medio dormido, tal vez, intentó caminar para estar
presto y bajar rápido dada la cercanía de la estación. Pero, son suposiciones.
La segunda
versión cuenta que, me dice Avelino, en el tren viajaba todo tipo de personas y
personajes. Que Italo traía un fajo de billetes que lo mostró ostentosamente o
inocentemente para pagar un café en el vagón comedor. Al volver a su asiento,
dos de estos personajes, amigos de lo ajeno, se aprovecharon de su inocencia o
le hicieron pagar caro su ostentación, y lo arrojaron del tren por una de las
escalinatas de esos vagones, previo quitarle el fajo de billetes.
La tercera
versión es la de mi padre, me dice. Según él, cuando lo vio la primera vez
corriendo por las vías persiguiendo trenes, decidió emboscarlo. Así pudo hablar
dos minutos o tres con Italo. Se enteró de su nombre y, además, que estaba
muerto. Mi padre sabía hablar el idioma de Italo. Tal vez por ello el espectro
le contestó. Sólo le dijo que estaba agotado de tanto viaje por una nada
infinita, una pampa sin fin, con un horizonte monótono, voces desconocidas,
ausencias de rostros conocidos, desesperado por no entender una palabra y
asustado por muchos de los rostros en el tren, salió corriendo del vagón con el
impulso de volver a su Italia y cayó al vacío, al duro vacío de esa pampa sin
fin. Y allí se quedó. Sólo sabe que cuando pasa un tren desea alcanzarlo para
llegar a su destino pero no sabe dónde está su cuerpo, su deshabitado cuerpo.
Avelino terminó
de fumar su cigarrillo y entró al vagón para ir anunciando la llegada a Ceres.
Me quedé mirando el horizonte, el último saludo de luz solar y empecé a
entender un poco a esa tribu de gente que gime aún idiomas tras la mar.
***
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***
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2 comentarios:
Gracias por la selección de textos, siempre un placer recibir la edición
Muchas gracias Eduardo. Amigo de tantos años. Gracias por el esfuerzo , por la perseverancia para lograr un Revista de alto nivel. Ademàs sumo tu cuota de humildad. Un lujo mis compañeros. La leo con mucho plcer.
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