*Dibujo de Erika Kuhn.
En el bolsillo*
Tengo guardados en el bolsillo
un beso robado, chiquito,
un rubor, una lágrima,
olor a glicinas, un pimpollo seco.
tengo una almendra mordida,
un viejo libro de cuentos,
el ruido de un tranvía,
... un campo de lino celeste.
Aquel primer día de escuela con guardapolvo almidonado.
Tengo el bolsillo estirado ya no caben más recuerdos,
pero vienen a montones cabalgando golondrinas.
Quiero guardarlos a todos, que me acompañen, me mimen,
tenerlos apretaditos, que no escapen.
tengo el bosillo pesado. No importa.
La vieja métrica del silencio*
Atentos a la vieja métrica del silencio,
a la disección de los cuerpos muertos,
hemos velado ese misterio inmemorial
que engendran las auroras y los astros.
Hoy despoblé de pájaros las ventanas,
quedé ciego de epitafios y de brumas.
Me torné espejismo de vagos caminos
para quitarme el delirio del destiempo.
Mejor que sea el dolor y no la fiebre,
la herida y no el torniquete insidioso,
de saberme desposeído de tus verbos,
sumiso a la vieja métrica del silencio.
Se me hace que el infinito es cosa seria,
tejemaneje hostil en viejos planetarios,
la permuta de elementos primordiales,
en esa eternidad que es plural y álgida.
Solícitos frente a la elegía de la sangre,
al errar de los parásitos de la memoria,
hemos descifrado los posos y las heces
que decantan las sendas de la historia.
Quizás sea el olvido y no la angustia,
la vena abierta y no la bestia ausente,
de hurgarme la corteza poco a poco,
para pregonar al destino mis poemas.
La papelera: resignificar
los restos*
Un libro de poemas como quería Oliverio Girondo no necesita de
prólogos, no necesita ser “protocolizado” porque corre el albur de cansar al
lector que debe descubrir por sí mismo sin estar condicionado en su espíritu
para que en entera mansedumbre encuentre el poema que lo estaba esperando.
Encuentro, comunión que no siempre se produce en la primera lectura
y hasta puede tardar años en producirse o no consumarse nunca.
César Actis Brú ha querido en La Papelera –un libro de 1996--
salvar los restos de una escritura destinada metafóricamente al lugar de los
papeles inútiles. Ha salvado esta “borra” de sentido, que como na adherencia no
quiere morir, e insiste en ser aireado en un conjunto que el autor supone
“heterogéneo”.
Si me lo permite el autor y con el permiso del benevolente lector
de estos poemas que sucederán a mi letra salteable, escribiré un par de cosas
que me sugiere este libro.
En primer lugar, podríamos objetar la opinión del propio autor ya
que debemos partir de una premisa: los libros de versos no tienen por qué ser
reunidos necesariamente en una secuencia “temática”. Y me hago esta pregunta
para mí mismo, ya que no le he encontrado respuesta: ¿existe en la poesía
aquello que la tradición nombra como “tema”? ¿Acaso Roland Barthes no aseguraba
que toda literatura de occidente circulaba alrededor de dos definiciones o “lev
motivs”: “te amo” y “tengo miedo a la muerte”?
Creo firmemente —si bien cuando de poesía se trata toda aseveración
puede no ser pertinente— que “armar” una colección de poemas implica siempre un
acto de inspiración como su previa escritura. ¿Con qué razón o sobre qué
presupuestos se ordena un libro de versos? ¿No cambia la escena de esa baza
compacta cuando sus piezas son movidas de lugar? ¿Y qué pasa cuando el lector
de versos lo tiene entre sus manos? ¿Acaso los lee de la primera a la última
página? ¿Nos acostumbramos a saltear —desordenado, arbitrario— la paginación
numerada y leemos, al azar, deteniéndonos en este poema o aquel verso que más
concita nuestro deseo o nuestro placer?
Esto, claro, a menos que uno fuera el autor del “Roman de la Rosa”
o el “Cantor del mío Cid”.
Resumiendo entonces, amigablemente con el autor podríamos decir que
no hay tal arbitrariedad en esa inteligente “recopilación” de La Papelera.
Porque hay una razón y es que entre las piezas que componen el
libro Actis Brú ha permitido estacionar uno de los más excelente poemarios
suyos —sino el más— y es el que nos presenta con su idea de “lectura”, pero que
nos permite a nosotros, sus lectores, reformularla. Esa es, justamente, la
maravilla y la riqueza de la poesía.
Ante su temor de no poder conformar un libro homogéneo, deberé
aseverar que entre esas piezas aparentemente anómalas, se desplaza un hilo
sutil, un tono de parentesco lírico que las cohesiona de un modo que evita toda
monotonía y nos depara una sensación de auténtico goce al repasar esos versos.
La vasta y reconocida cultura de su autor asoma en La Papelera,
apenas entre las junturas de los versos que no admiten ripios ni excesos.
Escritura sin adherencias —entonces— en un corpus que quiere presentarse como
una muestra metafórica de ella.
Escritura engañosamente simple, que nos trae y nos lleva casi
imperceptiblemente por el hondo y amable carril de sus versos.
Ociosamente actuaríamos si nos pusiéramos a elegir entre una y
otra, ya que no podríamos acentuar preferencias sin llamar a la puerta de lo
injusto. Pero para no evadir una opinión, que no por humilde puede a veces
resultar atinada, nos inclinamos por alguna pieza de antología. Se trata de
“Flumen Fluminis”, donde se juntan en un mismo accionar al pescador y al poeta,
metaforizando así la paciencia de esa búsqueda axial de los poetas: la de la
esperanza de la palabra aquella que le ayude en la construcción del verso
perfecto.
La Papelera se presenta entonces como un artilugio, porque quiere
presentar como inútil lo útil. Simulacro de inutilidad, entonces.
Es un libro que debe leerse con el corazón encalmado, con la misma
“ardiente paciencia” con que algún día entraremos a las ciudades como quería
Rimbaud. Solaz entonces para cuando no lo tengan los años nuestros, tan
vapuleados y actuales.
Si fuéramos Borges, podríamos decir que un poeta es bueno cuando
evita errores y no cuando perpetra hallazgos. En “Arte menor”, el poema se va
desplazando como en filamentos de sentido y relumbran por entre la textura de
esa trama que tanto la araña como el poeta tejen. Sentido hacia afuera pero
también hacia adentro, íntimo, como una introspección que se hace metáfora.
Leemos: “con las redes desechas/ de la vida, la esperanza y el tiempo”.
Nada más. Y nada menos podemos agregar, pues tal vez como en un espejo
ilusorio el poeta puede suponer que existe una conexión muy íntima entre el
tejido de la araña paciente y sus propias cavilaciones tejidas en absoluto
silencio, que ni el laborioso accionar del arácnido perturban. Esa vigilia tal
vez necesaria. Uno tal vez a cierta edad prefiera el silencio a las voces que
son estentóreas. Prefiere entonces aquellos poemas que nos toquen con su
antenita invisible, que nos toquen “como las olas del mar”, escribía Borges,
esos poemas que convergen en nosotros como algo sensible, algo que nos deja un
recuerdo indeleble, que nos protege de la vastedad del desastre. Si esta
opinión es compartida por el lector, los versos también los serán.
En la página dieciocho, leemos: “Como estas aguas”; una
comunicación, un compartir la emoción con un amigo poeta —Arturo Lomello— según
la dedicatoria. Lleva al sujeto poético a interrogar sobre la densidad de “esas
aguas”, que no solo son las que rodean la ciudad en que ambos vivían (digo:
Actis y Lomello), la ciudad a la que se alude, sino las de la purificación, las
primigenias del bautismo cristiano tal vez, aquello que nos compromete con
Dios, que nos pone en este camino limpios de pecado original y a la espera (el
compromiso) de seguir por la vida con la exclusiva responsabilidad de los actos
futuros. “Remota y bautismal” será también esa reflexión que produce en nuestro
ánimo el recuerdo del río “que nos interroga con sus aguas”, esas aguas que van
a dar en la mar y nos grafican en su fluir interminable la finitud de nuestro
paso por la tierra. Acaso ofrenda: “En el pálido hueco de mi mano”, sea la
ofrenda al mensajero un recuerdo que somos solamente un “pedazo de carne
pasajera” como escribió Cátulo Castillo. El agua es también el partir de los
amigos, que como ellos, nos avisa que parte dejándonos más solos, como un niño
a la intemperie.
La Papelera entonces se nos presenta como dijimos más arriba
“simulando” una inutilidad que no tiene, que está lejos de percibirse apenas
uno hojea y ojea sus páginas prietas. Es sin lugar a dudas un trabajo que
adensa y profundiza la obra de César Actis Brú, enriqueciéndola diría yo, con
estos textos que por suerte salvó, con sus manos llenas de amor, su clara
adherencia a la mejor poesía de estos tiempos terribles.
*
Todo el día
anduvo el viento
corriendo por las calles.
Todo el día
detrás de las ventanas
vi al mundo moverse y agitarse,
caer en un estrépito de sauces
en la vereda inmóvil.
Y ni una sola vez
logré escucharte,
corazón.
Los Jíbaros*
Otra vez una llamada del Coiro viene a poner en jaque la
tranquilidad de mi vida. Aquí transcurren los días con la perfecta paz de las mañanas
que suceden a las noches y anuncian siestas con arrullo de torcazas, gritos de
benteveos y ladridos de perros. Una que pone la pava a calentar cuando el sol
ya disipó las tinieblas, y sabe que le espera apenas el regado de las
juveniles, el recogido avaro de las paltas en el fondo, una excursión, y esto
es lo más aventurado, hasta el súper de los chinos con el changuito, rebotando
en los pozos de las calles de arena.
Pero el Coiro, ser amable y manso, hombre de paz y escaso
conflicto, llama para pedirme un escrito sobre las transformaciones,
mutaciones, algo así, siempre explicando desde su propia confusión y el enredo
sempiterno de sus propias ideas.
Como ejemplo, me da una idea de las paltas del fondo de la quinta,
cuyas semillas talladas terminan cobrando vida y convirtiéndose en jíbaros. Se
me erizan los vellos de la nuca, porque sé perfectamente dónde terminan los
ensueños, y cómo la realidad es permeable a tales corrosiones.
Miro a través del gran ventanal que da al norte el enorme palto.
Los vidrios azules que enmarcan el cuadriculado translúcido y el centro
transparente funcionan como un encuadre perfecto de un trozo de realidad ya
despegado de lo real, ya partícipe de este hechizo que el hombre de Témperley
ha echado sobre mi vida. El fondo de la quinta ahora, y a través de la ventana,
es un cuadro, una ficción de lo que antes era tangible y verdadero.
Con el teléfono en la mano veo desde lejos el rincón donde arraiga
el enorme árbol. En ese sitio sombrío por el tamaño y espesor de la copa, paraguas
vegetal, se ha creado un ambiente húmedo y umbrío donde prosperan
esparragueras, unas plantitas de hojas moradas, una enorme planta tropical de
hojas generosas, un arbusto blanco.
Este año caen tantas paltas que he regalado cientos. Los zorzales
con sus pechos anaranjados han acudido en bandada, y se quedarán hasta que
termine la temporada, atiborrados de fruta, tallando prolijamente con sus picos
la pulpa firme hasta que dejan sólo las cáscaras negras retorcidas al sol.
Con tanta palta, he preparado muchas ensaladas, frascos y frascos
de guacamole, y, ya que se me ofrecían y una tiene esa cuestión de transformar
las cosas, he tallado las semillas.
Al principio, con un cuchillo tramontina, hice cuentas y dijes para
fabricar colgantes. Las piezas secas toman la consistencia y el color de la
madera. Luego, con la blandura del material, me animé a tallar cabecitas de
rostros grotescos, que remiten de inmediato a los horripilantes souvenires que
he visto de niña en alguna casa, cabezas reducidas por los jíbaros, con un
color y una apariencia en general bastante afín al cuero o a la madera.
Justamente en estos días hice una serie de cabecitas, y estaban
secándose en fila en el alféizar de la ventana de la cocina.
Tengo aún el teléfono en la mano. Miro la ventana a mi derecha. Las
esculturitas no están.
Ay Coiro, qué me hizo. Qué me hizo Coiro.
En el rincón selvático del fondo, a la sombra del palto, advierto
oscuras figuritas que se agitan entre las plantas. Un zorzal está comiendo una
palta cerca de los ligustros. El pájaro da un salto, aletea sin conseguir
levantar vuelo, se desploma. Los pequeños monstruitos se apresuran a arrastrar
el ave hacia la sombra, creo que llevan cerbatanas.
Le digo al Coiro que no, que no voy a escribir nada, tengo trabajo
en la quinta, hay que comprar trampas, veneno, quizás deba pasar un tiempo en
Santa Fe, o quizás me vaya definitivamente. No se debe modificar el mundo de
esta manera, no es justo. Cuidado con lo que imagina el Coiro, cuidado con las
palabras.
Decisión*
Se desprendió del tedio y del cansancio
emergió renacido desde la piel gastada,
arrojó lejos el miedo a no poder.
Y se irguió desafiante.
Reaprendió la firmeza de sus pasos,
la persuasiva voz.
Se revistió con galas de esperanza,
soñó proyectos, ensayó la risa
y decidió estar vivo
hasta el exacto día
y el momento
preciso
de morir.
Cuando las vendas caen
suele ser el silencio, estrepitoso.*
Ese vacío se colma de imágenes rotas, si algo es el vacío.
La noche sigue, serena y distante
alejada de los seres y su maraña de intrigas
se mantiene en esa suprema indiferencia
que a veces parece tener el universo con nuestras pequeñeces.
No es para menos. Ella ignora
el sentido y el orden razonable que
-se supone- el hombre a puesto a regir en este mundo.
Cuando las vendas caen suele ser el silencio, estrepitoso.
Lo confirma esta noche y su callada manera.
Su palidez lunar deslizando indiferente
la proa de su curso hacia la madrugada
que choca sobre mi frente.
La luz da su primera señal.
No sé si es el amanecer
o arden en mi alma –como madera-
las creencias baldías, cuando las vendas caen.
*
Soñé que nos hundíamos y que después nadábamos
hacia la costa lentamente y que de nuestras sombras de color verde claro huían
los tiburones.
(1978)
*De Héctor Viel Temperley
(Argentina, 1933-1987)
Inventren
SAN SEBASTIÁN*
Allá en el fondo Donosti. Allá en el fondo la Donosti que no debe
ser invocada porque una vez que se la invoca aparece, y cuando aparece ya se
sabe, es tirar de la soguita y no hay caso, el hilito de memoria viene con todo
lo que está comprimido y de pronto se despliega y todo está intacto y vívido.
Es Donosti y son los abuelos, y el monte y los caseríos, y la niñez con árboles
de manzana y las cinco hermanas que cuatro se fueron de monjas y una no, y es
el colegio y la monja Imelda puro rencor reconcentrado pobre vieja que ya habrá
muerto. Es la Donosti que vocea como en sueños a esta estación que se llama San
Sebastián, extemporánea y tan ajena en la pampa sudamericana.
Ya al ver en el recorrido el nombre de la estación San Sebastián,
se le recortó en rojo y se dijo que no, que esta es otra San Sebastián tan
lejos tan inconmensurablemente lejos de la baska Donosti de edificios delicados
y puentes ornamentados. Sabe, ella, que esta San Sebastián argentina no es ni
puede parecerse a la Donosti euskera, y sabe por haberlo sufrido que los viajes
deben ser hacia adelante, porque el que mira hacia atrás se transforma en sal,
en estatua, en lágrima y dolor visceral.
Pero este tren va a hacer parada en San Sebastián, y el no pensar
es difícil y el no sentir es imposible. Detrás de las ventanillas se suceden
los campos llanos y el pasto mientras se superpone una capa delgada de
helechos, de coníferas, de ovejitas blancas con cencerro. Será una niebla
quizás la que nubla la vista y hace aparecer montes redondeados, casas blancas
con tejados rojos, olor a mar allá donde los barcos se enfrentan con sus
hombres al Cantábrico.
Euskadi que ya no es, Euskadi de la niñez que tan ligada está a la
muerte, como eso de que la meta y la largada suelen converger en las pistas
circulares.
Miedo, ahora. Miedo del tren que es como la luna y las monedas, como
la lluvia y la tristeza, imágenes que devienen en metáforas tan exactas que se
confunden. El tren y el viaje hacia la muerte, fin de viaje, la vida que
traqueteando se precipita en la nada final. Y ahora que el tren llegará a San
Sebastián se cierra el círculo sobre la infancia. Miedo. Miedo a desear que de
una vez acaben los trabajos y las agitaciones, se pare el péndulo y la San
Sebastián ésta sea la Donosti aquella. Miedo a querer estar en la muerte
mientras el tren se precipita sobre los rieles negros.
Vuelven los parques y las estatuas, vuelve la nieve derritiéndose
en las botas y vuelven los temporales y las galernas que devoraban barcos allá
donde el mar es océano poderoso. Vuelven aquellos trenes que, se lo debe decir
a si misma, no son éste tren.
Anochece.
Ya casi llega. Las penumbras permiten que el paisaje se levante
como un libro troquelado, abetos y robles suplantan los eucaliptus, iglesias de
piedra, ríos estrechos con puentes de pretiles gastados y sombras de peregrinos
con sus maquillas, esos báculos de andar por el monte. Ya ni hace falta mirar
por la ventanilla, si todo está más adentro de la superficie de los ojos, si ya
es todo una yuxtaposición de bailes con vestido blanco y cintas verdes y rojas,
el gato Holofernes cayendo de la terraza, los jacintos en las macetas, y el
desgarro del puerto desapareciendo en el horizonte, tan pequeño, tan pequeño,
en la nefasta jornada de la partida.
Ya no hay planos, todo está allí comprimido y necesario, compacto.
Un todo en el que la violencia de la partida, el amor de los abuelos, el olor a
los lápices de madera, la voz de la radio BBC durante la segunda guerra, las
amigas y, también, todo lo malo, son una madeja indistinguible que le está
haciendo estallar el pecho.
No le importa morir aquí, hoy, esta noche. En este momento se ha
alineado la vía hacia Donosti, y con lágrimas advierte que el tren se detiene.
Baja del vagón sin sentir el suelo bajo los pies. Sabe que la
recibirá el mar y el monte, que la querida silueta del abuelo la esperará en el
andén. Con ojos fijos mira su propia muerte.
El hijo y el nieto la esperan. Desciende la abuela con un rostro
extraña, casi como si no hubiese nadie detrás de esa máscara rígida para
responder a la llamada. La llaman. Al hijo le ha temblado un poco la voz.
La abuela vacila levemente, advierte al nieto, ve al hijo ya
canoso. Retorna, sonríe, vuelve a entrar en sí. Sale de Donosti, camina hacia
ellos por San Sebastián. Ha de vivir un poco más.
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
-Por Ferrocarril Midland-
Km 55
ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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