* Foto de Paula Novoa.
*
Hay un viento frío a mis espaldas
y una noche frente a mí toda completa.
Un zigzagueo que respira,
el trepidar de la chapa,
la lluvia que amordaza,
una puerta que conduce a ningún lado.
Todos los días
dejo una máscara sobre la mesa
y soy de agua.
-Poema incluido en "El paso de la
babosa", Cave Librum Editorial, 2018.
-Paula Novoa nació en San
Antonio de Padua en marzo de 1976. Es Licenciada en Lengua y
Literatura, docente en escuelas secundarias del oeste del GBA y en
la Universidad Nacional del Oeste (Merlo). Autora de los
poemarios El año que fui homeless (Cave
Librum, 2014), Hija de mala madre (Cave
Librum, 2016) y El paso de la babosa
(Cave Librum, 2018).
PARA ABRIR-PARIR UNA NUEVA PUERTA...
*
Desconocidas geografías
grabadas a fuego.
Caminos trazados
con inútiles heridas piel adentro.
Mapa humano que aún
salva territorios...
Genuino cofre de misterios.
Me veo en el portal
del camino de cipreses y,
a pesar de ellos
¡hay tanta luz que irradian
las ternuras salvadoras!
Me sentaré en el borde de la noche.
A pensarme.
Veo que descansa en mi mano
la llave del candado.
Creo que aún debo
usar la clave para abrir-parir
una nueva puerta.
--No sé si quiero hacerlo--
PARIR LA LEJANÍA.*
La vida estaba ardiendo.
Iban los días
como cristales ebrios,
canturreando.
Deshilachando soles erizados
con su alba de ceniza
y sus ocasos.
Iban los días,
lentos,
en la arena,
jazmineando horizontes.
Destilando
el mosto enrojecido del verano.
Y la vida era,
siempre,
un fulgor desatado.
Un concilio de lámparas agudas.
Un racimo desnudo de milagros.
Porque éramos,
entonces,
la ternura.
Una hoguera de amor.
Brillos delgados
cuajando arquitecturas de panales
bajo la sombra antigua de los plátanos.
Pero la noche levantó en el viento
sus tinieblas de otoño amordazado,
sus espadas de luna y cicatrices
mutilando los sueños incesantes.
Socavando corolas derribadas.
Ensangrentando el vuelo de los pájaros.
Y así quedamos:
indefensos,
solos.
Invadiendo de olvido los relámpagos.
Hundiendo los colmillos en las venas
de todos los recuerdos.
Clavándonos las uñas de humo amargo.
Porque el amor parió sus lejanías
desde el útero azul de la distancia
marchándose de mí
-piedra y silencio –
Y,
nunca más,
volvió sobre sus pasos.
*De Norma Segades-Manias.
-De su libro El amor sin mordazas.
Tierra en la boca*
Es agosto y tocan la puerta. Mi madre se levanta del sillón y se
acerca a la entrada. Está unos segundos indagando por la mirilla hasta que
escuchamos la voz de un hombre. Dice que encontró a mi padre. Mi madre no le
cree y le pide una prueba. El hombre le muestra algo pero ella, aún dudosa, no
quiere abrir. El hombre le dice que dejará a mi padre en la puerta y se va
corriendo. Escucho su carrera nerviosa. Estamos un rato, indecisos, mirándonos
en silencio. Es peligroso salir y asomarse a la calle. Los balazos son cosa de
todos los días. Sin embargo, puede más la curiosidad, así que abrimos con mucho
cuidado y, casi al instante, cae el cuerpo ensangrentado de mi padre. Aún tiene
la gabardina con la que salió en la mañana. Su camisa amarilla está roja y llena
de agujeros por donde entraron las balas. El pantalón hecho pedazos y la pierna
derecha, medio descoyuntada, indican que fue arrastrado. Imagino sus piernas
atadas por una gruesa cuerda a la defensa de una camioneta. Imagino, también,
las sordas risas de sus ejecutores. Mi padre salió muy temprano en dirección al
pueblo vecino. Le dijimos que no lo hiciera. Salir, caminar o asomarse por una
ventana son, desde hace mucho, actos muy peligrosos. Pero a él se le metió la
idea de ir con su madre. Soñó varias noches que ella agonizaba y, ante la
imposibilidad de comunicarse por el corte de las líneas telefónicas, decidió
visitarla.
Lo arrastramos por el pasillo y lo llevamos a la cocina. Resoplamos
por el esfuerzo. Mi madre siente alivio cuando comprueba que el reguero de
sangre no ha llegado al tapete que está en el centro de la sala. Ese tapete,
dice con frecuencia, es uno de los pocos regalos de bodas que aún conserva.
Recupera el aliento, su pecho se estremece y me dice que no podremos
enterrarlo. Me encojo de hombros. Después mira las baldosas blancas de la
cocina y se sienta en una silla de madera. Me acerco al cuerpo de mi padre. Aún
sale un leve flujo de sangre; pequeños borbotones en el estómago, coágulos que
ceden y comienzan a vaciarse. Pienso en los autos viejos, que siempre tienen
fugas de aceite o de anticongelante. Hay que limpiar este desastre, sin
embargo, no tenemos cloro y el agua que queda hay que racionarla. Así que,
quizás para no verlo y suponer que no ha pasado nada, subimos las escaleras y nos
metemos en nuestros cuartos. Me tumbo en la cama y escucho las detonaciones que
retumban en las calles aledañas. Es tan natural como escuchar el agua hervir o
los truenos que anteceden a una larga tormenta. Explosiones grandes y pequeñas.
Oscuros fuegos artificiales.
No puedo dormir. El insomnio me atenaza la cabeza. Me pregunto si
la abuela ha muerto. Mi madre dice que no existe el pueblo vecino. Está segura.
Todos, animales y personas, han ardido. Quizás somos el único lugar habitado
del mundo. Recuerdo la necedad de mi padre y las palabras que le dijimos para
disuadirlo de su empresa. Pero él nos miró, se puso la gabardina y enfiló por
la calle desierta. Trato de recordar más cosas, detalles que hagan vívida la
escena. La noche gana en temperatura y en balazos. A veces se oye el motor de
un auto. A veces un alarido. No sé de dónde salen tantas balas. Es como si
hubiera, en algún lugar del pueblo, una bodega inmensa con armas de todo tipo.
No me explico de dónde salen tantos muertos. Tal vez muchos habitantes han sido
reciclados y ahora son pólvora que flota sobre los tejados de las casas. Sus
voces son humo. Sus almas, quizás, están atrapadas en el olor a carne quemada.
Tal vez los muertos recientes, aquellos que aún están de una sola pieza, son
apilados como sacos de arena y fusilados una y otra vez, para que nosotros,
escondidos bajo nuestras camas, creamos que sigue la fiesta.
Renuncio a dormir. La única ventana del cuarto está clausurada con
unas tablas de madera. No hay electricidad desde hace varios meses. Hemos
aprendido a movernos en la penumbra. Mi madre y yo tenemos un mapa mental
detallado de la casa. Sabemos la disposición de las sillas, de la mesa del
comedor y los pasos que hay que dar desde la cocina hasta el pequeño escalón
que conduce a la puerta de la entrada. Ahora tendremos que añadir a mi padre
como una nueva referencia. En verano, cuando se desplazan por el cielo nubes
pesadas, cargadas de lluvia, pienso en que dejarán de arder los esqueletos que
se apilan, como llantas viejas, en las esquinas.
Salgo de mi cuarto y trato de averiguar si mi madre duerme. A veces
la escucho sollozar, a veces su voz se sumerge en monólogos agrios que parecen
retar a los que se solazan con la sangre. Me acerco a su puerta pero no escucho
nada. Bajo por las escaleras y me dirijo a la cocina. La luna apenas deshace la
penumbra; boquea entre las nubes como un pez que está muriendo. Aprovecho para
inspeccionar: aún se percibe el rastro de sangre en el pasillo. Es como un
brochazo que se ramifica hasta desaparecer. Miro a mi padre: tiene los brazos
rígidos y la cabeza echada hacia adelante. Sus cabellos parecen húmedos.
Supongo que seguirá engarrotándose hasta quedar en una posición definitiva e
imposible de modificar. Será muy difícil enterrarlo pues son pocos los momentos
en que menguan las balas. Lo arrimo un poco más hacia la esquina. Me siento
observado por él a pesar de que no pueda verle los ojos. Las calles están
oscuras y la luna apenas sirve como referencia. Bebo un poco de agua. Desde
hace mucho recolectamos la lluvia en cubetas que dejamos en el patio. Salimos
por ellas a pesar del riesgo que entraña alguna bala perdida. Después llenamos
un par de garrafones de plástico. El agua está tibia. Bebo sin dejar de mirar a
mi padre. El sabor del agua es metálico y pienso que, en este momento, estoy
probando la sangre de innumerables muertos. Afuera regresan los tiros
dispersos, las granadas y el fuego. La cadena de estruendos es tan cotidiana
que, cuando llega el silencio, parece algo ajeno, impostado. Una sustancia
artificial. Me asomo por la ventana. Algunos árboles son iluminados por la
luna. En la parte superior izquierda, muy cerca del marco, está el agujero
dejado por un balazo. Por alguna razón desconocida –mi madre dice que es un
milagro– el impacto no ha estrellado la superficie. Ahora tenemos un agujero
por el que se cuela el viento. Por las noches se puede escuchar una especie de
silbido que se mete en la cocina, sube por las escaleras y llega a los cuartos.
Me siento en la silla de madera. En una pequeña mesa, amontonados,
están nuestros últimos bastimentos: un par de latas de atún y un paquete de
galletas. No hay nada más. Salimos de casa cuando pierden intensidad las
balaceras para buscar comida con algún vecino. Llevamos cosas para
intercambiar. Mi madre primero se deshizo de sus aretes de perlas y de algunos
electrodomésticos que habían sido obsequios en su boda. Después fueron muebles
y algunas herramientas. El último sobreviviente que podrían codiciar es el
tapete de la sala. Es color verde y sus contornos ya están deshilachados. Me
pregunto para qué querrán los electrodomésticos. Supongo que los guardan por
avaricia y que piensan venderlos cuando acabe la violencia. También me gusta
pensar que los desmontan para tratar, inútilmente, de fabricar aparatos nuevos,
máquinas que no necesiten electricidad. Por eso, en las noches, intento
descubrir si hay algún fogonazo de luz en las ventanas de los vecinos. Pero las
probabilidades son escasas. Cada vez quedamos menos y es frecuente que, atrás
de cada puerta, haya un montón de cuerpos endurecidos, aún calientes.
Me acerco a mi padre. Los arroyos de sangre ya se han secado.
Algunas partes de su camisa amarilla se han fundido con la piel. Huele a
chamuscado y a una incipiente descomposición. ¿Qué haremos con él? Con el
tiempo llenamos el patio con fosas improvisadas en las que enterramos a tíos,
primos y a cualquier transeúnte que fuera abatido cerca de casa. Pero conforme
se agudizó el intercambio de balas optamos por prenderles fuego y dejar que se
consumieran. A veces las personas alcanzadas por la metralla tardaban en morir.
Las veíamos retorcerse en el piso, con las bocas llenas de polvo. A veces
perdían el conocimiento y quedaban varadas a la orilla de la muerte. Cuando
anochecía arrastrábamos a algún caído a la parte trasera de la casa, pero ya no
era posible quedarnos mucho tiempo. Simplemente encendíamos un pedazo de cartón
y lo metíamos entre sus ropas con la esperanza de que el fuego contagiara todo
el cuerpo. Después ya no nos quisimos arriesgar y ahí estaban, náufragos en la
calle, mientras nosotros espiábamos.
Me sirvo otro vaso con agua. Por un instante creo que mi padre está
dormitando o que ha sucumbido a una espesa borrachera. A veces sueño con una máquina
que llora a los muertos. Una caja metálica que activa una grabación de gente
gimiendo y lamentándose. En las noches le cuento a mi madre de una máquina aún
más sofisticada que proyecte hombres y mujeres artificiales. Le digo que ellos
irán vestidos de negro y que enterrarán a los que mueren todos los días. Subo a
mi recámara. El agua dejó un latido en mi lengua. Un aire metálico se mete en
mi garganta. Me acuesto e imagino que en los próximos días lloverá tanto que el
suelo del pueblo se reblandecerá. Entonces saldremos a escondidas, sin llamar
la atención, a dejar a mi padre en el patio. Quizás, con un poco de suerte,
comenzará a hundirse. Parecerá un barco atrapado por corrientes lentas, algas
pegajosas, raíces submarinas que lo llevarán, después de varias jornadas, entre
el fuego que nos rodea, a la profundidad de la tierra.
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC
Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
AROMAS, INVISIBLE RÍO*
Elijo una palabra abierta: aromas
para engañar al tiempo y reestrenar la infancia
para vestirme con mi nombre y mi lugar
porque he dejado mucho de mí en ese sitio
vengo para recuperar aquel olor a tierra mojada
y algunas voces que me nombraron...
sigue luminosa la glicina de color azul-cielo
y parece el jardín un ademán del tiempo.
Aquí la lluvia ya no hace falta. Y el viejo amor
no reconoce los caminos del regreso.
Los aromas abren un espacio extraño.
Es como llegar a casa navegando
sobre un invisible río
amoroso
y
sin apremios.
Del saber, de la ignorancia y Venecia*
*Por Miriam Cairo.
En el aeropuerto, en el tren o en el aula estoy a merced del
narrador que me concede en la misma proporción milagros y sacrificios.
A las ocho de la mañana llega el primer cordero, o ángel caído, o verbo
no conjugado. Llega con los ojos irritados de haber dormido poco. En este
cuento el narrador me asigna el rol secundario para que pueda vivenciar en toda
su dimensión la purificación del martirio. Quien asume el rol protagónico del
relato, llámese, por ejemplo, Puntos Suspensivos, reparte papeles fotocopiados:
en el punto A, dudas hamletianas. En el punto B, preguntas edípicas. En ningún
momento A y B se juntan. Son paralelas literarias.
Los Puntos Suspensivos mandan y yo silencio. Porque silencio, el
narrador se apiada y deja el cuerpo sentado en el sitio que me ha sido
asignado, pero toma con la punta de los dedos el envés del alma y la sube al
vaporetto, que me conduce al hotel La Fenice.
Mi amante me espera en la Parada S. Angelo. Se alegra de verme
llegar antes del anochecer porque de lo contrario nos pasaríamos horas entre
canales, pasajes y escondrijos, prodigando improperios contra el narrador que
nos escribe, pues de noche es imposible encontrar el hotel. El ángel caído
garabatea en su hoja. El narrador me saca de Venecia y me coloca nuevamente en
la silla del aula, a la vez que colma los labios de mi amante con cálidos
sorbos de oporto mientras aguarda que regrese a su plano narrativo.
El ángel caído escribe. Mi amante espera. Los Puntos Suspensivos,
ajenos a estos menjunjes literarios, me cuentan, en voz baja, la historia de su
alumno: hace cuatro años que viene a rendir la misma materia y siempre sale
mal. Trabaja para ayudar a la familia. Hace cuatro años que los Puntos
Suspensivos les toman el mismo examen y el muchacho no aprueba. (El narrador es
un carnicero).
El ángel caído entrega la hoja. Mientras los Puntos Suspensivos
leen y se espantan, yo completo con letra de vocal de mesa cada renglón del
libro de actas. Negra es la sangre vuelta tinta que se vierte sobre el papel.
Con indignación, los Puntos Suspensivos me revelan que el ángel caído ha
confundido a Hamlet con Edipo. Si el narrador se apiadara de mí y tuviera a
bien traer a mi amante a este plano narrativo, él diría: "¡Joder! ¡El chico
tiene razón! ¡El chico no sabe todo lo que sabe, y los Puntos Suspensivos no
saben todo lo que no saben!". Pero tengo claro que sacar a mi amante de
Venecia y colocarlo entre los pupitres sería una maniobra fraudulenta,
inverosímil, para un narrador de su estirpe.
Los Puntos Suspensivos salen del aula. Mi amante me reclama. Llueve
mucho, allá, en Venecia. Acá el sol de diciembre brilla como una linterna. Allá
suena "Misty" en el piano de Erroll Garner, no sé si en el aire o en
la cabeza de mi amante. Acá suenan los tacos negros de los Puntos Suspensivos
que regresan al aula y dan el veredicto: uno.
El narrador me asigna el derecho de formular una pregunta:
"¿No le das oportunidad en el oral?". "Ya fui a preguntarle y me
dijo que no estudió, para qué vamos a perder el tiempo". Con sangre hecha
tinta echada a perder, lleno el casillero de las notas: 1 (uno), 1 (uno). Uno.
Dentro de un paréntesis me pregunto de dónde les viene a los personajes
protagónicos la convicción de su propia sabiduría. De dónde les viene la idea
de la ignorancia. Por qué el narrador les ha hecho a ellos parcelas tan bien
delimitadas de lo que es y de lo que no es, y en cambio, a mí me ha encomendado
el revoltijo de las vinculaciones, el recóndito y difícil mar interpretativo,
el inmensurable territorio de los posibles, los otros criterios. Cierro el
paréntesis de mis cavilaciones y firmo.
Más temprano que tarde, el narrador deja mi rol letárgico en el
cadalso escolar y transporta mi vitalidad al cuarto de La Fenice. Dice mi
amante que "Misty" tiene el poder de tapar los agujeros del infierno.
Yo lo admiro por eso. Dice que estamos en un lugar donde la lluvia inunda lo
imposible. Yo lo amo por eso. Dice algo sobre "il camparino" que me
hace reír y dice que dos ríen más que uno. Yo brindo por eso. Dice, en Pavoda,
ante el Giotto, que el beso de Eva y Adán es el primer beso humano y yo levito
por eso. Mientras él dice y besa, "Misty" suena en la cabeza del
narrador que se embriaga y nos escribe en todos los planos sensitivos.
ALQUIMIA*
Todo amor
se merece
un cielo,
un nido,
un vuelo
o dos.
Porque el amor
que no es pájaro
se vuelve
piedra.
-Nació en General
Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó:
Cuadernos
de la breve ceguera (La Magdalena 2014)
Jardines, en coautoría
con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija
del pescador (La Magdalena, 2016)
Y Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
Inventren
Corbett*
La vida me permitió acceder al fantástico mundo del arquitecto
Jerome Ricardo Klepka.
Antes de partir a Corbett, su gran obra, había recibido de su amiga
Irene una caja con planos, dibujos de esculturas y cuadernos donde Jerome
anotaba frases o explicaba el significado de sus obras.
Mientras viajaba en tren me daba cuenta que el arquitecto Klepka
tenia una lúdica creatividad que le permitió colocar sus esculturas "Como
los 109 trofeos que debía cazar un Maharajá". En su cuaderno explicaba:
“esta es una cacería de recuerdos propios a los que debo darles una
materialidad”.
**
El hotel se llama "Edward James Corbett Resort". Bien
visible a metros de la estación de tren. Es un hotel de tres estrellas con baño
privado. Pedí una habitación sin saber cuanto tiempo necesitaría para recorrer
el parque natural y las obras de arte que Jerome había dejado allí plantadas
para que sean vistas e interpretadas por los visitantes.
Ni bien entré pude escuchar del conserje una historia que habla de
la personalidad del arquitecto. Durante la obra del reciclado del hotel, el
hombre había tenido una fuerte discusión con el contratista que colocaba el
parquet. La discusión había llegado al punto de la furia y los hombres iban a
arreglar sus diferencias a trompadas. Hasta que el parquetista lo insulto en
ruso y Klepka le contesto con otro insulto similar también en idioma ruso.
-Irene me había contado que Jerome había aprendido ruso porque su padre lo
hablaba como segundo idioma; ya en su adolescencia había decidido estudiarlo bien
para leer a Gorki en su idioma madre.-
La cosa es que el conocimiento común de un idioma y de cultura
eslava los amigó. El contratista y el arquitecto comenzaron a cantar juntos
canciones tradicionales. Para festejar el descubrimiento, Jerome fue hasta su
auto, trajo una botella de Grappa Chizzotti y brindaron con los obreros
presentes en la obra.
-Como Ud. mismo podrá observar, el parquet de pinotea ha quedado
impecable. -Remató el conserje.
**
Me di cuenta durante un buen rato antes de lograr dormir en una
cama desconocida que la idea de escribir sobre un hombre y su obra no es tarea
sencilla -al menos con Klepka- . Una segunda idea que había tenido durante el
viaje en tren estaba en cuestión, ¿Podría escribir algo más que una crónica
sobre lo visto en Corbett? No quería -como muchas otras veces- plantearme
objetivos demasiados alejados, tenía certeza sobre las limitaciones de mi
escritura. Sin respuesta, lo mejor fue dormirme y esperar que el día siguiente
aclarara con su luz las cosas.
Desayune mirando al verde del parque, un cielo amplio, celeste
hasta el horizonte. El día se mostraba como una promesa esplendida. Como muchas
otras veces sentía incomodidad con la soledad. Casi siempre mi trabajo me
llevaba a llegar y permanecer solo en diferentes hoteles, la soledad me
convertía en un observador o en un cazador de imágenes más precisamente. Me
llamó la atención la leyenda impresa en la remera del hombre de la cabeza
afeitada. Tenía menos de cuarenta años, un cuerpo trabajado en horas de gimnasio.
Parecía estar en gira de negocios desayunando con socios o clientes. La remera
decía en letra enorme: "Y si la mujer del prójimo me desea a mí".
**
No quise distraerme más. Llevaba en mi bolso un par de cuadernos
donde Jerome describía el origen de las obras que iba a ver ni bien me
animara a salir al afuera del hotel.
En el pequeño parque lindero al que miran los ventanales del
comedor esta el monumento a Edward J. Corbett. Es una escultura de hierro
negro. Teriántropos en lucha: Cuerpo humano con cabeza de Tigre. Arriba de la
cabeza lleva el sombrero clásico que hemos visto en las películas llevar a los
cazadores. Esa figura lucha con una enorme víbora que se enrosca por su cuerpo
desde su pie izquierdo. La serpiente termina en una cabeza humana que mantenía
colmillos y lengua de serpiente.
La estatua tiene el subtítulo de "Metamorfosis". Se lee
en su enorme base de cemento la inscripción de autoría: JEROME RICARDO KLEPKA.
ESTATUARIO. ARQUITECTO. CLONADOR PAISAJISTA.
En el cuaderno dice -textual- : "Metamorfosis". Fue con
la infección del colmillo izquierdo. Tenía la mitad del rostro con aspecto
felino. Sentía que la fiebre era una enorme serpiente que se enroscaba.
Deliraba. Lo más lógico es que la serpiente tuviera en su rostro el aspecto de
la serpiente a la que llamamos, afiebrados de autoengaño, "ser
humano".
Alejándose de la estación hacia el norte esta la entrada al Parque
Natural, situado en las tierras de la antigua estancia de los Corbett. Allí
quedaron al aire libre las obras de arte de Klepka. La primera obra que pude
observar se titula: "El rollo del tiempo".
Escribe: "Después de la salud, el tiempo es lo más valioso que
posee una persona. (...) Pensé en las manos de mi padre, en los objetos que
había dejado abandonados en el galpón de la casa. Había dos lavarropas
oxidados, una heladera Siam. Los alambres que sostenían la antigua parra habían
quedado formando un rollo, una nebulosa galaxia que ya no podría volver a
extenderse. Fue mi hijo quien lo bautizó como rollo del tiempo"
Me maravilló mucho la obra dedicada a Kurt Vonnegut. "Insectos
atrapados en ámbar" Son piedras traslucidas apiladas como un muro adentro
hay cuerpos de insectos con cabeza humana. Arriba del muro desfila un soldado
con un uniforme alemán de la segunda guerra.
Jerome anotó: están mi padre y mi tío en la guerra, nunca saldrán
del todo. Llegaron a la Argentina, no quedaron enterrados en el cementerio polaco. En el oído les quedara el zumbido de los proyectiles que reventaban
el tímpano. Puedo volver a los ojos vivaces de mi padre cuando recordaba la
noche iluminada por los proyectiles en la batalla de Montecassino.
**
Cuando retorné del parque estaba bastante cansado, era de noche,
había comido en un pequeño restaurante ubicado en la antigua residencia del
comisionado inglés. Volví a la habitación, me bañe con una ducha que no logre
regular bien, afloje el cansancio y me dispuse a dormir. La cercanía al campo
convertía al hotel en un espacio de resonancia de lo lejano y lo inmediato a la
vez. Desde la habitación contigua se oía hacer el amor. En un trance
interminable la mujer jadeaba o gritaba. Mi primera idea no fue nada romántica:
este Jerome, ha sido un gran artista, pero como puede ser que haya construido
paredes con paneles de yeso que aíslan poco y nada.
Desde el campo empezó a ganar espacio un tren acercándose con el
inconfundible sonido de las vaporeras.
Por momentos para mis oídos la furia del vapor de la locomotora se
mezclaba con los jadeos de la pareja.
Una locomotora atraviesa la noche. Otra mujer se enciende, hecha
vapor, jadea. Hay viajes que crean vida y otros que la llevan de un sitio a
otro. Antes de lograr conciliar el sueño pensé en lo apropiado que era el
título de una de las obras de Klepka: "Lo erótico es la vida".
*De Eduardo Francisco Coiro.
-Próximas estaciones de escritura:
KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
InventivaSocial
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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