lunes, julio 01, 2019

PARA ABRIR-PARIR UNA NUEVA PUERTA...



* Foto de Paula Novoa.






*


Hay un viento frío a mis espaldas
y una noche frente a mí toda completa.
Un zigzagueo que respira,
el trepidar de la chapa,
la lluvia que amordaza,
una puerta que conduce a ningún lado.

Todos los días
dejo una máscara sobre la mesa
y soy de agua.


*Paula Novoa. novoapaula8@gmail.com
-Poema incluido en "El paso de la babosa", Cave Librum Editorial, 2018.

-Paula Novoa nació en San Antonio de Padua en marzo de 1976. Es Licenciada en Lengua y Literatura, docente en escuelas secundarias del oeste del GBA y en la Universidad Nacional del Oeste (Merlo). Autora de los poemarios El año que fui homeless (Cave Librum, 2014), Hija de mala madre (Cave Librum, 2016) y El paso de la babosa (Cave Librum, 2018).








PARA ABRIR-PARIR UNA NUEVA PUERTA...










*


Desconocidas geografías
grabadas a fuego.

Caminos trazados
con inútiles heridas piel adentro.

Mapa humano que aún
salva territorios...
Genuino cofre de misterios.

Me veo en el portal

del camino de cipreses y,

a pesar de ellos

¡hay tanta luz que irradian

las ternuras salvadoras!


Me sentaré en el borde de la noche.
A pensarme.

Veo que descansa en mi mano
la llave del candado.

Creo que aún debo

usar la clave para abrir-parir

una nueva puerta.

--No sé si quiero hacerlo--



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar











PARIR LA LEJANÍA.*



La vida estaba ardiendo.
Iban los días
como cristales ebrios,
canturreando.
Deshilachando soles erizados
con su alba de ceniza
y sus ocasos.
Iban los días,
lentos,
en la arena,
jazmineando horizontes.
Destilando
el mosto enrojecido del verano.
Y la vida era,
siempre,
un fulgor desatado.
Un concilio de lámparas agudas.
Un racimo desnudo de milagros.
Porque éramos,
entonces,
la ternura.
Una hoguera de amor.
Brillos delgados
cuajando arquitecturas de panales
bajo la sombra antigua de los plátanos.
Pero la noche levantó en el viento
sus tinieblas de otoño amordazado,
sus espadas de luna y cicatrices
mutilando los sueños incesantes.
Socavando corolas derribadas.
Ensangrentando el vuelo de los pájaros.
Y así quedamos:
indefensos,
solos.
Invadiendo de olvido los relámpagos.
Hundiendo los colmillos en las venas
de todos los recuerdos.
Clavándonos las uñas de humo amargo.
Porque el amor parió sus lejanías
desde el útero azul de la distancia
marchándose de mí
-piedra y silencio –
Y,
nunca más,
volvió sobre sus pasos.



*De Norma Segades-Manias.
-De su libro El amor sin mordazas.












Tierra en la boca*



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




Es agosto y tocan la puerta. Mi madre se levanta del sillón y se acerca a la entrada. Está unos segundos indagando por la mirilla hasta que escuchamos la voz de un hombre. Dice que encontró a mi padre. Mi madre no le cree y le pide una prueba. El hombre le muestra algo pero ella, aún dudosa, no quiere abrir. El hombre le dice que dejará a mi padre en la puerta y se va corriendo. Escucho su carrera nerviosa. Estamos un rato, indecisos, mirándonos en silencio. Es peligroso salir y asomarse a la calle. Los balazos son cosa de todos los días. Sin embargo, puede más la curiosidad, así que abrimos con mucho cuidado y, casi al instante, cae el cuerpo ensangrentado de mi padre. Aún tiene la gabardina con la que salió en la mañana. Su camisa amarilla está roja y llena de agujeros por donde entraron las balas. El pantalón hecho pedazos y la pierna derecha, medio descoyuntada, indican que fue arrastrado. Imagino sus piernas atadas por una gruesa cuerda a la defensa de una camioneta. Imagino, también, las sordas risas de sus ejecutores. Mi padre salió muy temprano en dirección al pueblo vecino. Le dijimos que no lo hiciera. Salir, caminar o asomarse por una ventana son, desde hace mucho, actos muy peligrosos. Pero a él se le metió la idea de ir con su madre. Soñó varias noches que ella agonizaba y, ante la imposibilidad de comunicarse por el corte de las líneas telefónicas, decidió visitarla.
Lo arrastramos por el pasillo y lo llevamos a la cocina. Resoplamos por el esfuerzo. Mi madre siente alivio cuando comprueba que el reguero de sangre no ha llegado al tapete que está en el centro de la sala. Ese tapete, dice con frecuencia, es uno de los pocos regalos de bodas que aún conserva. Recupera el aliento, su pecho se estremece y me dice que no podremos enterrarlo. Me encojo de hombros. Después mira las baldosas blancas de la cocina y se sienta en una silla de madera. Me acerco al cuerpo de mi padre. Aún sale un leve flujo de sangre; pequeños borbotones en el estómago, coágulos que ceden y comienzan a vaciarse. Pienso en los autos viejos, que siempre tienen fugas de aceite o de anticongelante. Hay que limpiar este desastre, sin embargo, no tenemos cloro y el agua que queda hay que racionarla. Así que, quizás para no verlo y suponer que no ha pasado nada, subimos las escaleras y nos metemos en nuestros cuartos. Me tumbo en la cama y escucho las detonaciones que retumban en las calles aledañas. Es tan natural como escuchar el agua hervir o los truenos que anteceden a una larga tormenta. Explosiones grandes y pequeñas. Oscuros fuegos artificiales.
No puedo dormir. El insomnio me atenaza la cabeza. Me pregunto si la abuela ha muerto. Mi madre dice que no existe el pueblo vecino. Está segura. Todos, animales y personas, han ardido. Quizás somos el único lugar habitado del mundo. Recuerdo la necedad de mi padre y las palabras que le dijimos para disuadirlo de su empresa. Pero él nos miró, se puso la gabardina y enfiló por la calle desierta. Trato de recordar más cosas, detalles que hagan vívida la escena. La noche gana en temperatura y en balazos. A veces se oye el motor de un auto. A veces un alarido. No sé de dónde salen tantas balas. Es como si hubiera, en algún lugar del pueblo, una bodega inmensa con armas de todo tipo. No me explico de dónde salen tantos muertos. Tal vez muchos habitantes han sido reciclados y ahora son pólvora que flota sobre los tejados de las casas. Sus voces son humo. Sus almas, quizás, están atrapadas en el olor a carne quemada. Tal vez los muertos recientes, aquellos que aún están de una sola pieza, son apilados como sacos de arena y fusilados una y otra vez, para que nosotros, escondidos bajo nuestras camas, creamos que sigue la fiesta.
Renuncio a dormir. La única ventana del cuarto está clausurada con unas tablas de madera. No hay electricidad desde hace varios meses. Hemos aprendido a movernos en la penumbra. Mi madre y yo tenemos un mapa mental detallado de la casa. Sabemos la disposición de las sillas, de la mesa del comedor y los pasos que hay que dar desde la cocina hasta el pequeño escalón que conduce a la puerta de la entrada. Ahora tendremos que añadir a mi padre como una nueva referencia. En verano, cuando se desplazan por el cielo nubes pesadas, cargadas de lluvia, pienso en que dejarán de arder los esqueletos que se apilan, como llantas viejas, en las esquinas.
Salgo de mi cuarto y trato de averiguar si mi madre duerme. A veces la escucho sollozar, a veces su voz se sumerge en monólogos agrios que parecen retar a los que se solazan con la sangre. Me acerco a su puerta pero no escucho nada. Bajo por las escaleras y me dirijo a la cocina. La luna apenas deshace la penumbra; boquea entre las nubes como un pez que está muriendo. Aprovecho para inspeccionar: aún se percibe el rastro de sangre en el pasillo. Es como un brochazo que se ramifica hasta desaparecer. Miro a mi padre: tiene los brazos rígidos y la cabeza echada hacia adelante. Sus cabellos parecen húmedos. Supongo que seguirá engarrotándose hasta quedar en una posición definitiva e imposible de modificar. Será muy difícil enterrarlo pues son pocos los momentos en que menguan las balas. Lo arrimo un poco más hacia la esquina. Me siento observado por él a pesar de que no pueda verle los ojos. Las calles están oscuras y la luna apenas sirve como referencia. Bebo un poco de agua. Desde hace mucho recolectamos la lluvia en cubetas que dejamos en el patio. Salimos por ellas a pesar del riesgo que entraña alguna bala perdida. Después llenamos un par de garrafones de plástico. El agua está tibia. Bebo sin dejar de mirar a mi padre. El sabor del agua es metálico y pienso que, en este momento, estoy probando la sangre de innumerables muertos. Afuera regresan los tiros dispersos, las granadas y el fuego. La cadena de estruendos es tan cotidiana que, cuando llega el silencio, parece algo ajeno, impostado. Una sustancia artificial. Me asomo por la ventana. Algunos árboles son iluminados por la luna. En la parte superior izquierda, muy cerca del marco, está el agujero dejado por un balazo. Por alguna razón desconocida –mi madre dice que es un milagro– el impacto no ha estrellado la superficie. Ahora tenemos un agujero por el que se cuela el viento. Por las noches se puede escuchar una especie de silbido que se mete en la cocina, sube por las escaleras y llega a los cuartos.
Me siento en la silla de madera. En una pequeña mesa, amontonados, están nuestros últimos bastimentos: un par de latas de atún y un paquete de galletas. No hay nada más. Salimos de casa cuando pierden intensidad las balaceras para buscar comida con algún vecino. Llevamos cosas para intercambiar. Mi madre primero se deshizo de sus aretes de perlas y de algunos electrodomésticos que habían sido obsequios en su boda. Después fueron muebles y algunas herramientas. El último sobreviviente que podrían codiciar es el tapete de la sala. Es color verde y sus contornos ya están deshilachados. Me pregunto para qué querrán los electrodomésticos. Supongo que los guardan por avaricia y que piensan venderlos cuando acabe la violencia. También me gusta pensar que los desmontan para tratar, inútilmente, de fabricar aparatos nuevos, máquinas que no necesiten electricidad. Por eso, en las noches, intento descubrir si hay algún fogonazo de luz en las ventanas de los vecinos. Pero las probabilidades son escasas. Cada vez quedamos menos y es frecuente que, atrás de cada puerta, haya un montón de cuerpos endurecidos, aún calientes.
Me acerco a mi padre. Los arroyos de sangre ya se han secado. Algunas partes de su camisa amarilla se han fundido con la piel. Huele a chamuscado y a una incipiente descomposición. ¿Qué haremos con él? Con el tiempo llenamos el patio con fosas improvisadas en las que enterramos a tíos, primos y a cualquier transeúnte que fuera abatido cerca de casa. Pero conforme se agudizó el intercambio de balas optamos por prenderles fuego y dejar que se consumieran. A veces las personas alcanzadas por la metralla tardaban en morir. Las veíamos retorcerse en el piso, con las bocas llenas de polvo. A veces perdían el conocimiento y quedaban varadas a la orilla de la muerte. Cuando anochecía arrastrábamos a algún caído a la parte trasera de la casa, pero ya no era posible quedarnos mucho tiempo. Simplemente encendíamos un pedazo de cartón y lo metíamos entre sus ropas con la esperanza de que el fuego contagiara todo el cuerpo. Después ya no nos quisimos arriesgar y ahí estaban, náufragos en la calle, mientras nosotros espiábamos.

Me sirvo otro vaso con agua. Por un instante creo que mi padre está dormitando o que ha sucumbido a una espesa borrachera. A veces sueño con una máquina que llora a los muertos. Una caja metálica que activa una grabación de gente gimiendo y lamentándose. En las noches le cuento a mi madre de una máquina aún más sofisticada que proyecte hombres y mujeres artificiales. Le digo que ellos irán vestidos de negro y que enterrarán a los que mueren todos los días. Subo a mi recámara. El agua dejó un latido en mi lengua. Un aire metálico se mete en mi garganta. Me acuesto e imagino que en los próximos días lloverá tanto que el suelo del pueblo se reblandecerá. Entonces saldremos a escondidas, sin llamar la atención, a dejar a mi padre en el patio. Quizás, con un poco de suerte, comenzará a hundirse. Parecerá un barco atrapado por corrientes lentas, algas pegajosas, raíces submarinas que lo llevarán, después de varias jornadas, entre el fuego que nos rodea, a la profundidad de la tierra.





*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.













AROMAS, INVISIBLE RÍO*



Elijo una palabra abierta: aromas
para engañar al tiempo y reestrenar la infancia

para vestirme con mi nombre y mi lugar
porque he dejado mucho de mí en ese sitio

vengo para recuperar aquel olor a tierra mojada
y algunas voces que me nombraron...

sigue luminosa la glicina de color azul-cielo
y parece el jardín un ademán del tiempo.

Aquí la lluvia ya no hace falta. Y el viejo amor
no reconoce los caminos del regreso.

Los aromas abren un espacio extraño.

Es como llegar a casa navegando

sobre un invisible río

amoroso

y

sin apremios.


*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar














Del saber, de la ignorancia y Venecia*



*Por Miriam Cairo.


En el aeropuerto, en el tren o en el aula estoy a merced del narrador que me concede en la misma proporción milagros y sacrificios.
A las ocho de la mañana llega el primer cordero, o ángel caído, o verbo no conjugado. Llega con los ojos irritados de haber dormido poco. En este cuento el narrador me asigna el rol secundario para que pueda vivenciar en toda su dimensión la purificación del martirio. Quien asume el rol protagónico del relato, llámese, por ejemplo, Puntos Suspensivos, reparte papeles fotocopiados: en el punto A, dudas hamletianas. En el punto B, preguntas edípicas. En ningún momento A y B se juntan. Son paralelas literarias.
Los Puntos Suspensivos mandan y yo silencio. Porque silencio, el narrador se apiada y deja el cuerpo sentado en el sitio que me ha sido asignado, pero toma con la punta de los dedos el envés del alma y la sube al vaporetto, que me conduce al hotel La Fenice.
Mi amante me espera en la Parada S. Angelo. Se alegra de verme llegar antes del anochecer porque de lo contrario nos pasaríamos horas entre canales, pasajes y escondrijos, prodigando improperios contra el narrador que nos escribe, pues de noche es imposible encontrar el hotel. El ángel caído garabatea en su hoja. El narrador me saca de Venecia y me coloca nuevamente en la silla del aula, a la vez que colma los labios de mi amante con cálidos sorbos de oporto mientras aguarda que regrese a su plano narrativo.
El ángel caído escribe. Mi amante espera. Los Puntos Suspensivos, ajenos a estos menjunjes literarios, me cuentan, en voz baja, la historia de su alumno: hace cuatro años que viene a rendir la misma materia y siempre sale mal. Trabaja para ayudar a la familia. Hace cuatro años que los Puntos Suspensivos les toman el mismo examen y el muchacho no aprueba. (El narrador es un carnicero).
El ángel caído entrega la hoja. Mientras los Puntos Suspensivos leen y se espantan, yo completo con letra de vocal de mesa cada renglón del libro de actas. Negra es la sangre vuelta tinta que se vierte sobre el papel. Con indignación, los Puntos Suspensivos me revelan que el ángel caído ha confundido a Hamlet con Edipo. Si el narrador se apiadara de mí y tuviera a bien traer a mi amante a este plano narrativo, él diría: "¡Joder! ¡El chico tiene razón! ¡El chico no sabe todo lo que sabe, y los Puntos Suspensivos no saben todo lo que no saben!". Pero tengo claro que sacar a mi amante de Venecia y colocarlo entre los pupitres sería una maniobra fraudulenta, inverosímil, para un narrador de su estirpe.
Los Puntos Suspensivos salen del aula. Mi amante me reclama. Llueve mucho, allá, en Venecia. Acá el sol de diciembre brilla como una linterna. Allá suena "Misty" en el piano de Erroll Garner, no sé si en el aire o en la cabeza de mi amante. Acá suenan los tacos negros de los Puntos Suspensivos que regresan al aula y dan el veredicto: uno.
El narrador me asigna el derecho de formular una pregunta: "¿No le das oportunidad en el oral?". "Ya fui a preguntarle y me dijo que no estudió, para qué vamos a perder el tiempo". Con sangre hecha tinta echada a perder, lleno el casillero de las notas: 1 (uno), 1 (uno). Uno. Dentro de un paréntesis me pregunto de dónde les viene a los personajes protagónicos la convicción de su propia sabiduría. De dónde les viene la idea de la ignorancia. Por qué el narrador les ha hecho a ellos parcelas tan bien delimitadas de lo que es y de lo que no es, y en cambio, a mí me ha encomendado el revoltijo de las vinculaciones, el recóndito y difícil mar interpretativo, el inmensurable territorio de los posibles, los otros criterios. Cierro el paréntesis de mis cavilaciones y firmo.
Más temprano que tarde, el narrador deja mi rol letárgico en el cadalso escolar y transporta mi vitalidad al cuarto de La Fenice. Dice mi amante que "Misty" tiene el poder de tapar los agujeros del infierno. Yo lo admiro por eso. Dice que estamos en un lugar donde la lluvia inunda lo imposible. Yo lo amo por eso. Dice algo sobre "il camparino" que me hace reír y dice que dos ríen más que uno. Yo brindo por eso. Dice, en Pavoda, ante el Giotto, que el beso de Eva y Adán es el primer beso humano y yo levito por eso. Mientras él dice y besa, "Misty" suena en la cabeza del narrador que se embriaga y nos escribe en todos los planos sensitivos.




















ALQUIMIA*



Todo amor
se merece
un cielo,
un nido,
un vuelo
o dos.

Porque el amor
que no es pájaro
se vuelve
piedra.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

-Nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

Publicó:

Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014)
Jardines, en coautoría con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016)
Y Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.






Inventren







Corbett*


La vida me permitió acceder al fantástico mundo del arquitecto Jerome Ricardo Klepka.

Antes de partir a Corbett, su gran obra, había recibido de su amiga Irene una caja con planos, dibujos de esculturas y cuadernos donde Jerome anotaba frases o explicaba el significado de sus obras.

Mientras viajaba en tren me daba cuenta que el arquitecto Klepka tenia una lúdica creatividad que le permitió colocar sus esculturas "Como los 109 trofeos que debía cazar un Maharajá". En su cuaderno explicaba: “esta es una cacería de recuerdos propios a los que debo darles una materialidad”.

**

El hotel se llama "Edward James Corbett Resort". Bien visible a metros de la estación de tren. Es un hotel de tres estrellas con baño privado. Pedí una habitación sin saber cuanto tiempo necesitaría para recorrer el parque natural y las obras de arte que Jerome había dejado allí plantadas para que sean vistas e interpretadas por los visitantes.
Ni bien entré pude escuchar del conserje una historia que habla de la personalidad del arquitecto. Durante la obra del reciclado del hotel, el hombre había tenido una fuerte discusión con el contratista que colocaba el parquet. La discusión había llegado al punto de la furia y los hombres iban a arreglar sus diferencias a trompadas. Hasta que el parquetista lo insulto en ruso y Klepka le contesto con otro insulto similar también en idioma ruso. -Irene me había contado que Jerome había aprendido ruso porque su padre lo hablaba como segundo idioma; ya en su adolescencia había decidido estudiarlo bien para leer a Gorki en su idioma madre.-
La cosa es que el conocimiento común de un idioma y de cultura eslava los amigó. El contratista y el arquitecto comenzaron a cantar juntos canciones tradicionales. Para festejar el descubrimiento, Jerome fue hasta su auto, trajo una botella de Grappa Chizzotti y brindaron con los obreros presentes en la obra.

-Como Ud. mismo podrá observar, el parquet de pinotea ha quedado impecable. -Remató el conserje.


**

Me di cuenta durante un buen rato antes de lograr dormir en una cama desconocida que la idea de escribir sobre un hombre y su obra no es tarea sencilla -al menos con Klepka- . Una segunda idea que había tenido durante el viaje en tren estaba en cuestión, ¿Podría escribir algo más que una crónica sobre lo visto en Corbett? No quería -como muchas otras veces- plantearme objetivos demasiados alejados, tenía certeza sobre las limitaciones de mi escritura. Sin respuesta, lo mejor fue dormirme y esperar que el día siguiente aclarara con su luz las cosas.

Desayune mirando al verde del parque, un cielo amplio, celeste hasta el horizonte. El día se mostraba como una promesa esplendida. Como muchas otras veces sentía incomodidad con la soledad. Casi siempre mi trabajo me llevaba a llegar y permanecer solo en diferentes hoteles, la soledad me convertía en un observador o en un cazador de imágenes más precisamente. Me llamó la atención la leyenda impresa en la remera  del hombre de la cabeza afeitada. Tenía menos de cuarenta años, un cuerpo trabajado en horas de gimnasio. Parecía estar en gira de negocios desayunando con socios o clientes. La remera decía en letra enorme: "Y si la mujer del prójimo me desea a mí".


**

No quise distraerme más. Llevaba en mi bolso un par de cuadernos donde Jerome describía el origen de las obras que iba a ver ni bien me animara a salir al afuera del hotel.

En el pequeño parque lindero al que miran los ventanales del comedor esta el monumento a Edward J. Corbett. Es una escultura de hierro negro. Teriántropos en lucha: Cuerpo humano con cabeza de Tigre. Arriba de la cabeza lleva el sombrero clásico que hemos visto en las películas llevar a los cazadores. Esa figura lucha con una enorme víbora que se enrosca por su cuerpo desde su pie izquierdo. La serpiente termina en una cabeza humana que mantenía colmillos y lengua de serpiente.

La estatua tiene el subtítulo de "Metamorfosis". Se lee en su enorme base de cemento la inscripción de autoría: JEROME RICARDO KLEPKA. ESTATUARIO. ARQUITECTO. CLONADOR PAISAJISTA.

En el cuaderno dice -textual- : "Metamorfosis". Fue con la infección del colmillo izquierdo. Tenía la mitad del rostro con aspecto felino. Sentía que la fiebre era una enorme serpiente que se enroscaba. Deliraba. Lo más lógico es que la serpiente tuviera en su rostro el aspecto de la serpiente a la que llamamos, afiebrados de autoengaño, "ser humano".



Alejándose de la estación hacia el norte esta la entrada al Parque Natural, situado en las tierras de la antigua estancia de los Corbett. Allí quedaron al aire libre las obras de arte de Klepka. La primera obra que pude observar se titula: "El rollo del tiempo".

Escribe: "Después de la salud, el tiempo es lo más valioso que posee una persona. (...) Pensé en las manos de mi padre, en los objetos que había dejado abandonados en el galpón de la casa. Había dos lavarropas oxidados, una heladera Siam. Los alambres que sostenían la antigua parra habían quedado formando un rollo, una nebulosa galaxia que ya no podría volver a extenderse. Fue mi hijo quien lo bautizó como rollo del tiempo"

Me maravilló mucho la obra dedicada a Kurt Vonnegut. "Insectos atrapados en ámbar" Son piedras traslucidas apiladas como un muro adentro hay cuerpos de insectos con cabeza humana. Arriba del muro desfila un soldado con un uniforme alemán de la segunda guerra.

Jerome anotó: están mi padre y mi tío en la guerra, nunca saldrán del todo. Llegaron a la Argentina, no quedaron enterrados en el cementerio polaco. En el oído les quedara el zumbido de los proyectiles que reventaban el tímpano. Puedo volver a los ojos vivaces de mi padre cuando recordaba la noche iluminada por los proyectiles en la batalla de Montecassino.


**


Cuando retorné del parque estaba bastante cansado, era de noche, había comido en un pequeño restaurante ubicado en la antigua residencia del comisionado inglés. Volví a la habitación, me bañe con una ducha que no logre regular bien, afloje el cansancio y me dispuse a dormir. La cercanía al campo convertía al hotel en un espacio de resonancia de lo lejano y lo inmediato a la vez. Desde la habitación contigua se oía hacer el amor. En un trance interminable la mujer jadeaba o gritaba. Mi primera idea no fue nada romántica: este Jerome, ha sido un gran artista, pero como puede ser que haya construido paredes con paneles de yeso que aíslan poco y nada.

Desde el campo empezó a ganar espacio un tren acercándose con el inconfundible sonido de las vaporeras.
Por momentos para mis oídos la furia del vapor de la locomotora se mezclaba con los jadeos de la pareja.

Una locomotora atraviesa la noche. Otra mujer se enciende, hecha vapor, jadea. Hay viajes que crean vida y otros que la llevan de un sitio a otro. Antes de lograr conciliar el sueño pensé en lo apropiado que era el título de una de las obras de Klepka: "Lo erótico es la vida".



*De Eduardo Francisco Coiro.







-Próximas estaciones de escritura: 


KM. 55.  


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

  ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.




JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.


***



InventivaSocial
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