*
Anhelante no es
respirar
ni el pecho colmado
tan feliz de tenerte
sonrisas
no es
dormir tranquila
esa calma
ni sosiego ni paz
ni sueño ni paz
no es tranquila en ausencia
no es despreocupada
es boca ahogada entregada al aire
la piel y el alma sobrepuestas
el alma y la piel montadas
sobre el ritmo acelerado de mis pechos
la piel y el alma
el alma y la piel
moradas del fuego azul y frío
es pensarte otro
con los ojos recorriendo el velo de otro cielo
con tus manos cubriendo tu piel sin mis dedos
de aire llenando tu boca saciada regada con tanto amor
y yo anhelante
enloquecida
después de donar el aire
la estatura de mis ideas
el pulso de mi cuerpo rozando tu perfil hipnótico
en mi último intento por olvidar
por calmar
anhelante
el fuego
en el vacío.
- Lorena nació en 1975 en la Ciudad
de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga
Social.
En 2016 publicó Intemperie, su
primer libro de poemas, por Viajera Editorial. Participó en 2015 con su relato “Desde el Mandarino” de la Antología Tetas.
Historias de Pecho, por Textos Intrusos. Hace varios años es
convocada para leer en la Feria del Libro, en ciclos de poesía, programas de
radio y eventos artísticos. El 11 de agosto de 2018 publicó Mis Vendavales, su primer libro infantil por la editorial
Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales
viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como bibliotecas,
radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil. Hoy, se encuentra
escribiendo un libro de ficción para adultos y dictando un taller sobre “Las emociones en la palabra escrita”.
EL VELO DE OTRO CIELO...
Cenizas*
En el acantilado
ella
entre remolinos
recicla la despedida.
DIOS IMPERFECTO*
Desde el refugio situado en lo alto de la montaña, el Dios observa
incrédulo las columnas de caminantes que, sin cesar, siguen acercándose por los
cuatro puntos cardinales. Surgidos desde las entrañas del horizonte, millones
de peregrinos marchan jubilosos hacia el lugar, dispuestos a ofrecer su
profundo agradecimiento a aquél que los ha salvado.
Vencido por la culpa, el Dios menea la cabeza con melancólica
resignación. "No entienden", se dice, "no entienden que todo lo
hice por mí". Y vuelve a esconderse, infinitamente avergonzado.
*De Alfredo Di Bernardo.
Renuncia*
He renunciado a nombrar los días que no vienen.
He renunciado a sorber la espuma de tus belfos.
He renunciado al obstinado silencio de tu cuerpo.
A ser huésped de los platos vacíos.
A lamer las manos furibundas del hambre.
A no mirar los calendarios tristes de la muerte.
A los retratos, a espejos que han caído.
Al jinete ruidoso del corcel oscuro.
No he renunciado, sin embargo a las ruedas de carro.
Al olor de la rosa té de china.
Al agua de las albas cenicientas.
A los desnudos faunos que me nombran.
Al ritual del silencio escondido en la parra.
He renunciado a ser mortal. Pedregal. Espectro del oeste.
A ser ritual de duelo de pañuelos.
A la umbría virgen que yace en la espesura.
Y a ser tu sombra. Tu puñal. Tu sombrero.
He renunciado a que me broten violetas de los ojos.
No he renunciado, sin embargo al grito.
Ni al rumor del aura que contesta, llorando.
Llorando. Que contesta llorando.
El que toca este libro,
toca un hombre*
Antes escribía para recordar. Ahora escribo para olvidar. Para no
encenderme en una sucesión de objetos materiales, que brillan contra la luz del
sol.
La luz de este sol no es el sol de mi infancia, que recuerdo como
un resplandor ardido, asistido contra toda aquella cremallera celeste que se
incrusta sacudiendo el aire y se hace grande en las retinas.
Mis amigos se alegran con mis descripciones. Los que son de mi
pueblo o los que alguna vez fueron de allí. Pero no dejaron su corazón, sino
que lo llevaron puesto.
Los que más insisten con mis textos nostálgicos son aquellos que
nunca vieron el pueblo, y que son de otra parte, que nacieron cerca de la
montaña o se rodearon con las aguas saladas de otros mares que nunca conoceré.
Ellos sí disfrutan y de vez en cuando o de vez en vez me tiran unas líneas
atravesadas por la distancia y el estupor, cuando no, lo hacen con sus lágrimas
bailando en la garganta, y el sudor en las manos.
Los textos de estos amigos, reconozco que a alguno de ellos no los
vi nunca, son más afectuosos, tal vez porque alguna vez alguien escribió: En mi
pueblo se concentran todos los pueblos que no conocen el mal. Sin embargo, está
en todas partes amigo, le advierto yo. Pasa que no le doy lugar en mis
escritos, que como una vez me dijo una docente “son un ejemplo de trabajo y de
virtudes perdidas y debían leerse en las escuelas”.
Mi inolvidable amiga Alma Maritano alguna vez escribió que si yo
hubiera tocado anónimamente su puerta y me hubiese ofrecido su mejor vino y
leer mis libros sin firmas, ella los hubiera reconocido. "Yo estoy segura
de que habría sabido que eran tuyos", afirmó. Mientras nos vamos metiendo
en “Oficios de Abdul”, curiosamente y felizmente desaparece el autor. Tal como
decir “La gloria no es más que un verso recordado”, del inolvidable José
Pedroni.
¡A donde íbamos con esto! A que uno hace poco por atraer al lector,
pensando tal vez desde siempre que uno debe su cabeza y a sus manos al “Arte”.
¿Cuál? Yo coincido con mi maestro José Pedroni, quiero que llegue al corazón
del ser humano.
Cuando gané un premio literario en la escuela secundaria, mi
profesora, la inolvidable Rosalía Suárez, me regalo un libro de Vicente
Aleixandre y en la dedicatoria cita un verso de Walt Whitman: “camarada quien lee este libro sabe que está tocando a un hombre”.
Nada más pretendo y eso es enorme.
Todo aquello que uno puede hacer por otro es impagable, una huella
que uno transita como aquellas caminatas de los campos que partían al empezar
el “El camino del diablo”, con su sinuoso transito entre los campos verdes que
cruzan bandadas de gaviotas ateridas. De teros histéricos. De grandes cigüeñas
que buscan el bañado de Omar Aguilar o del gringo Zampelungue.
“El camino del diablo”, con tantos recuerdos que hoy quiero tapar
con una ceniza tibia, para revolver y tal vez descubrir una brasa cuando esté
muy triste.
*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com
*
Un extraño sentimiento se aloja aquí nomás, en mí,
no encuentra la puerta, ni la ventana para fugar
ni el vidrio que corte
un trozo de pan para su hambre.
Lo oí llorar bajito
pero
desgarradoramente
juro que lo oí...
*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Trama*
En el hospedaje
un ramo de alelíes
aromatiza la desazón
Las masitas
lucen empolvadas
y en el principado de los hostigadores
el entramado
de las cortinas de tafeta.
Hoy me miré al espejo*
Hoy me miré al espejo.
Los años han pasado muy deprisa.
He visto arrugas, una sombra
bajo mis párpados, un deje
de tristeza en mis ojos.
Fue tan solo un instante.
Un hombre viejo me miraba, confundido.
Alguno de estos días
enterrarán mi cuerpo,
pero esos ojos grises
-esos ojos que miran desde el fondo
del turbulento espejo-
seguirán preguntando
y no estarán escritas las respuestas.
LOS ÁNGELES Y LOS PUENTES*
Hay ángeles que, a su manera, son ingenieros. Rozan a la gente con
sus alas y, con ese suave toque celestial, la incitan a levantar puentes.
Entonces, esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con
más entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construirlos. Y aunque los
puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre
ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto
mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan
seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo.
Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e
inoculan a la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones.
Entonces, la gente se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus
miedos y mezquindades, permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al
mirar cada tanto para arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo
que hacen esos seres aparentemente tan felices suspendidos en el aire.
*De Alfredo Di Bernardo.
*
Tenemos dos ojos que miran la superficie y otros
dos ojos separados del cuerpo que son capaces de entrar en la mirada de los
objetos. Esa mirada milenaria sabe que los objetos tienen un alma escondida,
que se ríen muchas veces sin que lo advirtamos y lloran nuestro desamor.
Inventren
EL BLUES DEL TREN DE LAS
11.40*
El miedo había estado allí; ahora lo sabía. El miedo había estado
acompañándolo todo el tiempo, como un monstruo en estado embrionario, en cada
instante de las once horas transcurridas desde el histórico
"suficiente" pronunciado por Gómez Laurenz para convertirlo en
abogado.
Había estado allí, oculto entre los pliegues de su conciencia,
aguardando el momento propicio para asestarle esta dentellada feroz y
traicionera, para inocularle este hielo en la sangre que lo retenía impávido en
la vereda penumbrosa de la pensión, clavado junto a la puerta de calle con el
corazón sobresaltado, temeroso de volver a los festejos del patio.
"Me pasaron la mesa de Sociedades para mañana a la 8; vos ya
serás todo un doctor, pero nosotros tenemos que seguirle dando, nene". La
excusa invocada por Fabiana para justificar su decisión de abandonar la fiesta
todavía resonaba en su cabeza, estableciendo crudamente un límite, un antes y
un después. El abrazo fuerte y emocionado de su amiga, su largo beso en la
mejilla, su promesa de escribirle cartas, su grito cariñoso mientras el taxi se
alejaba pidiéndole que no se olvidara de ella, habían quebrado algo en su
interior. La sensación de eternidad se había desmoronado de golpe, dejando al
descubierto el miedo (el miedo que siempre había estado allí), anunciando el
previsible final de la tregua, la confirmación innecesaria de lo que él ya
sabía. (Porque él lo sabía, lo había sabido perfectamente durante mucho tiempo,
quizás desde aquel lejano recelo experimentado al subir por primera vez las
escalinatas de esa Facultad que parecía tan enorme. Era como entender algo sin
palabras, sin pensarlo en forma expresa. Sólo que una cosa era presentir que
iba a doler, y otra muy distinta comenzar a sufrir el dolor real).
Miró la hora en un gesto casi inconsciente: las 4 y 10 de la
madrugada. El sonido de la música y las risas llegaba desde el patio como un
rumor asordinado. Cerró la puerta tras de sí y regresó por el pasillo a oscuras
con una vaga sensación de malestar hormigueándole en las venas. El patio bullía
en animado desorden y nadie lo vio reaparecer desde las sombras. De pie bajo el
farol macilento que iluminaba tenuemente la reunión contempló a sus amigos con
una mirada melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo que no podría
atraparlo nunca. Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato riéndose de
cualquier cosa, atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo payasadas parada
sobre una silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los restos fríos de una pizza
de tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos malos; en el centro del
patio, Fernanda y el Negro bailando con incansable entusiasmo, como si se
hubieran recibido ellos, contagiando su alegría a Marita y a Willy; allá en el
fondo, Jorge borracho bailando con una escoba para delicia de todos los
presentes.
Se sintió raro. Recordó que apenas una hora atrás se había
deslizado hacia la pared de la enredadera con sigilo, como si temiese romper un
hechizo, con el único objeto de gozar del alegre trajín de brazos, manos y
bocas, la alborozada evolución de los gestos en torno a la mesa rectangular.
Recordó que, merced a una súbita y mágica revelación, había comprendido
entonces que se hallaba en el medio de uno de esos infrecuentes y escurridizos
momentos plenos de su vida, una de esas seis o siete ocasiones anuales en que
podía afirmarse que vivir valía la pena. Y recordó también que en ese instante,
justo en ese instante, había concebido la delirante idea de clausurar todas las
salidas y secuestrar a sus amigos, tomarlos por rehenes y exigir desafiante a
Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien fuere, que esa reunión durara para
siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana, sin quererlo, acababa de destrozar
la frágil utopía. Ahora que las heridas invisibles comenzaban a sangrar no
existía modo de volver a construirla.
-¿Bailamos, caballero?
La voz inesperada lo sobresaltó. Sumido en su confusión mental no
había advertido aquella presencia cercana. Giró su cabeza hacia la derecha y
pudo ver a Laura haciendo una reverencia burlona que acompañaba la invitación.
Improvisó una tontería para disimular y se dejó arrastrar por la
muñeca hacia el centro del patio. Por unos segundos se olvidó de todo -del
monstruo y los fantasmas, del porvenir, del tren de las 11 y 40-. Revivir la
magia pareció posible. Pero fue sólo un espejismo transitorio. Un instante
después, al recibir el perfume de Laura en pleno rostro como una bofetada del
Tiempo, no pudo evitar el recuerdo de aquel Baile de la Primavera en que se
habían conocido y la grieta en su interior se abrió de nuevo. Pensó en los seis
años que habían pasado desde aquella noche, desde aquella Laura aniñada, y lo
categórico de la cifra -¡seis años, Dios!- le ocasionó un vértigo fugaz, una
suave opresión en la boca del estómago que ni siquiera el ruidoso trencito que
los bailarines habían comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se acrecentó. Comprendió que la fiesta -su fiesta, esa
misma fiesta que para los demás estaba en su apogeo- había terminado para él.
Descubrió que él y los otros respondían ahora a tiempos diferentes,
irreconciliables. No importaba que él volviera a su pueblo y ellos se quedaran.
Lo que contaba no era la distancia física sino otra clase de lejanía.
"Ahora vas a tener que usar corbata todo el día, bagre", le había
dicho Aldo al llegar, y sólo en este momento se le revelaba el significado
oculto de esas palabras. No más Facultad, no más pensión, no más trasnochadas
en los bares del bulevar, no más vino con amigos. Final del juego; estaba solo
otra vez. Él quedaba afuera, como si una puerta se cerrara inexorablemente a
sus espaldas. Como si, al igual que la fiesta, la vida siguiera sólo para sus
amigos, no para él.
"Si supieran que estoy triste a once horas de haberme recibido
dirían que estoy loco", pensó, riendo para sí, mientras se refugiaba en la
cocina con la excusa de buscar hielo. Pero era irreversible: el miedo comenzaba
a derrotarlo. Había buscado en esos seis años de Facultad un desvío, una salida
tan sorpresiva como inexistente y no la había hallado. "Vos querés sacarte
una especie de lotería metafísica", le había dicho una vez Gonzalo y era
cierto, pero su número no había salido premiado. Ahí estaba el monstruo,
entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su ridícula impresión de
sentirse un viejo a los veinticuatro años.
Descubrió con estupor que el título de abogado le confería carácter
de extranjero. La ciudad lo rechazaba sutilmente, haciéndole comprender su
condición de cuerpo extraño, pero el regreso a su pueblo sólo serviría para acrecentar
su certeza de que él ya no pertenecía a aquel lugar. Imaginó el orgullo
emocionado de padres y hermanos, la alegría vulgar de su novia, la infantil
idolatría de sus sobrinos y supo de antemano que en nada ayudarían a aliviarlo.
Se vio a sí mismo desterrado en la calma soñolienta de un perpetuo domingo y se
sintió vacío, como si la vida se acabara mañana mismo.
Como si la vida se acabara con el tren de las 11 y 40.
Sin embargo, no era eso lo que espoleaba su tristeza. No se trataba
de la preocupación por un futuro forzado, previsible y ajeno a sus deseos. Se
trataba de algo mucho más urgente y visceral, una etapa desvaneciéndose sin
remedio, la desesperante sensación de agua que se escurre entre las manos.
Se trataba de las peñas, los bailes, los asados de comisión, los
campeonatos de truco, las reuniones de damajuana y choripán, las mateadas
interminables hasta el amanecer, las imponderables horas gastadas en el bar de
la Facultad para hablar de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil y una
revoluciones planeadas y ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se
trataba de la nostalgia, ese roedor implacable que había comenzado a
mordisquearle las entrañas.
Se acercó con el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la
galería bebiendo vino. Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y
se dejó caer sobre una de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa
rectangular. Se quedó mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar
incierto de la noche estrellada de diciembre, bosquejando mentalmente el
momento en que partiría rumbo a la estación acompañado por los sobrevivientes
de la fiesta. Suspiró resignado. Supo que Dios, el Tiempo, la Vida o quien
fuere lo había vencido. Se podía, sí, escuchar a José Luis contando cuentos
verdes, rogarle a Mónica que recitara poemas de Machado y a Willy que imitara
profesores, se podía pedirle al Pato que cantara un blues de los suyos, pero ya
nada sería igual. Incluso podía él mismo, como tantas otras veces, ladrar
Muchacha ojos de papel o El oso hasta quedar disfónico, pero era inútil; el
tren permanecería allí, como una obsesión, ensombreciendo la fiesta. Estaba
perdido: ni siquiera quedaba el frágil consuelo de dedicarse a construir un
último recuerdo, el recurso demencial de disfrutar del incendio antes de que
solamente quedaran cenizas.
A lo sumo, pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y
le pedía que cantara algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren
con la conciencia adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave
y confortable. Quizás fuera posible buscar en el fondo del vaso una última
anestesia y aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente comparación
entre la imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una noche de viernes,
recién llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y para siempre lo que
era sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más cercana, virgen todavía de
nostalgia, la del abogado recién recibido saliendo del aula después del examen
para encontrarse con el abrazo de sus compañeros. Resultaba imperioso saturar
las horas restantes, evitar los minutos vacíos, embotar los sentidos y
aturdirse para no pensar, vaciar vaso tras vaso hasta hacer que las voces se
independizaran de quienes las emitían, convertirlas en ecos que resonaran
lejanos, como un ruido más en la madrugada. Había que hacer lo que fuera
necesario para perder la noción clara de las cosas y remover de la boca ese acre
sabor a final, a despedida.
"Ojalá no amaneciera nunca", dijo Mónica a su lado, con
un dejo de melancolía, como si hubiese adivinado sus pensamientos. La miró
sorprendido, con una sonrisa entre amarga e indulgente. Vaciló unos instantes,
pero no dijo nada. Sólo extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí en un
abrazo tierno que pretendía ser indestructible. Dejó luego que su cabeza
resbalara indolente y se acurrucó en el regazo de su amiga.
Alguien apagó el radiograbador y el brusco silencio de los parlantes
se le antojó sobrenatural. Cerró los ojos para no ver el momento en que las
primeras caricias del sol desperezaran, allá en lo alto, a la enredadera del
fondo. Después se fue hundiendo lenta, tibiamente, en una serena y profunda
lasitud, mientras la guitarra del Pato comenzaba a gemir un blues.
*De Alfredo Di Bernardo.
-Texto incluido en "Las cosas como
somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa Fe - 2009
-Próximas estaciones de escritura:
Apeadero KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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