miércoles, abril 15, 2020

DESDE LO IMPOSIBLE...


*Obra de Walkala.
-Recordando a Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)-.

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam















CORDÓN*



Con dos vueltas del cordón umbilical

intenté, cegada de peste

dejar de arrastrarme por la tierra

he frenado mi pulso

luego de la permanencia

dentro de una mujer partida

con toda la voluntad de la sangre

he frenado mi pulso

soy la criatura

que se consagra

frente a los espejos


*De Milagros Losa.














8 *



En mi cuaderno
una mañana
floreció el hueso del padre
(¿o era el pasado?)

Había también una infancia
multiplicada
como postales,
como lápidas.

En mi cuaderno
–detrás del pino–
la muerte se estremece
entre algodones
–rostro
ahora
improbable.


Su horizonte
poco nítido
es una semilla
anclada en el dibujo de un borcego
o
una hoja
inútil
en el viento.



*De Noelia Palma.
-Poema de su libro La casa. Editorial Mascarón de Proa. 2019



-Noelia nació en Morón, provincia de Buenos Aires, en octubre de 1984. Textos de su autoría fueron publicados en diversas antologías y revistas digitales como Digo.palabra.txt, Letralia, entre otras. Realizó talleres literarios con Alberto Ramponelli y Eduardo Espósito.

Su primer libro de poemas, “Que la muerte nos ampare”, fue editado por Francia Ediciones en 2017. Tradujo a Charles Bukowski desde 2011 y en 2017 publicó junto a Editorial Postales Japonesas su primera antología bilingüe: “Solo con todo el mundo”. En noviembre de 2018 editó en Ombligo Cuadrado “0034-Buitre hacia la nada”, que consta de dos libros en un solo ejemplar. En junio 2019 la editorial cordobesa Mascarón de proa publicó “La casa”.














Tierra en la boca*



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



Es agosto y tocan la puerta. Mi madre se levanta del sillón y se acerca a la entrada. Está unos segundos indagando por la mirilla hasta que escuchamos la voz de un hombre. Dice que encontró a mi padre. Mi madre no le cree y le pide una prueba. El hombre le muestra algo pero ella, aún dudosa, no quiere abrir. El hombre le dice que dejará a mi padre en la puerta y se va corriendo. Escucho su carrera nerviosa. Estamos un rato, indecisos, mirándonos en silencio. Es peligroso salir y asomarse a la calle. Los balazos son cosa de todos los días. Sin embargo, puede más la curiosidad, así que abrimos con mucho cuidado y, casi al instante, cae el cuerpo ensangrentado de mi padre. Aún tiene la gabardina con la que salió en la mañana. Su camisa amarilla está roja y llena de agujeros por donde entraron las balas. El pantalón hecho pedazos y la pierna derecha, medio descoyuntada, indican que fue arrastrado. Imagino sus piernas atadas por una gruesa cuerda a la defensa de una camioneta. Imagino, también, las sordas risas de sus ejecutores. Mi padre salió muy temprano en dirección al pueblo vecino. Le dijimos que no lo hiciera. Salir, caminar o asomarse por una ventana son, desde hace mucho, actos muy peligrosos. Pero a él se le metió la idea de ir con su madre. Soñó varias noches que ella agonizaba y, ante la imposibilidad de comunicarse por el corte de las líneas telefónicas, decidió visitarla.
Lo arrastramos por el pasillo y lo llevamos a la cocina. Resoplamos por el esfuerzo. Mi madre siente alivio cuando comprueba que el reguero de sangre no ha llegado al tapete que está en el centro de la sala. Ese tapete, dice con frecuencia, es uno de los pocos regalos de bodas que aún conserva. Recupera el aliento, su pecho se estremece y me dice que no podremos enterrarlo. Me encojo de hombros. Después mira las baldosas blancas de la cocina y se sienta en una silla de madera. Me acerco al cuerpo de mi padre. Aún sale un leve flujo de sangre; pequeños borbotones en el estómago, coágulos que ceden y comienzan a vaciarse. Pienso en los autos viejos, que siempre tienen fugas de aceite o de anticongelante. Hay que limpiar este desastre, sin embargo, no tenemos cloro y el agua que queda hay que racionarla. Así que, quizás para no verlo y suponer que no ha pasado nada, subimos las escaleras y nos metemos en nuestros cuartos. Me tumbo en la cama y escucho las detonaciones que retumban en las calles aledañas. Es tan natural como escuchar el agua hervir o los truenos que anteceden a una larga tormenta. Explosiones grandes y pequeñas. Oscuros fuegos artificiales.
No puedo dormir. El insomnio me atenaza la cabeza. Me pregunto si la abuela ha muerto. Mi madre dice que no existe el pueblo vecino. Está segura. Todos, animales y personas, han ardido. Quizás somos el único lugar habitado del mundo. Recuerdo la necedad de mi padre y las palabras que le dijimos para disuadirlo de su empresa. Pero él nos miró, se puso la gabardina y enfiló por la calle desierta. Trato de recordar más cosas, detalles que hagan vívida la escena. La noche gana en temperatura y en balazos. A veces se oye el motor de un auto. A veces un alarido. No sé de dónde salen tantas balas. Es como si hubiera, en algún lugar del pueblo, una bodega inmensa con armas de todo tipo. No me explico de dónde salen tantos muertos. Tal vez muchos habitantes han sido reciclados y ahora son pólvora que flota sobre los tejados de las casas. Sus voces son humo. Sus almas, quizás, están atrapadas en el olor a carne quemada. Tal vez los muertos recientes, aquellos que aún están de una sola pieza, son apilados como sacos de arena y fusilados una y otra vez, para que nosotros, escondidos bajo nuestras camas, creamos que sigue la fiesta.
Renuncio a dormir. La única ventana del cuarto está clausurada con unas tablas de madera. No hay electricidad desde hace varios meses. Hemos aprendido a movernos en la penumbra. Mi madre y yo tenemos un mapa mental detallado de la casa. Sabemos la disposición de las sillas, de la mesa del comedor y los pasos que hay que dar desde la cocina hasta el pequeño escalón que conduce a la puerta de la entrada. Ahora tendremos que añadir a mi padre como una nueva referencia. En verano, cuando se desplazan por el cielo nubes pesadas, cargadas de lluvia, pienso en que dejarán de arder los esqueletos que se apilan, como llantas viejas, en las esquinas.
Salgo de mi cuarto y trato de averiguar si mi madre duerme. A veces la escucho sollozar, a veces su voz se sumerge en monólogos agrios que parecen retar a los que se solazan con la sangre. Me acerco a su puerta pero no escucho nada. Bajo por las escaleras y me dirijo a la cocina. La luna apenas deshace la penumbra; boquea entre las nubes como un pez que está muriendo. Aprovecho para inspeccionar: aún se percibe el rastro de sangre en el pasillo. Es como un brochazo que se ramifica hasta desaparecer. Miro a mi padre: tiene los brazos rígidos y la cabeza echada hacia adelante. Sus cabellos parecen húmedos. Supongo que seguirá engarrotándose hasta quedar en una posición definitiva e imposible de modificar. Será muy difícil enterrarlo pues son pocos los momentos en que menguan las balas. Lo arrimo un poco más hacia la esquina. Me siento observado por él a pesar de que no pueda verle los ojos. Las calles están oscuras y la luna apenas sirve como referencia. Bebo un poco de agua. Desde hace mucho recolectamos la lluvia en cubetas que dejamos en el patio. Salimos por ellas a pesar del riesgo que entraña alguna bala perdida. Después llenamos un par de garrafones de plástico. El agua está tibia. Bebo sin dejar de mirar a mi padre. El sabor del agua es metálico y pienso que, en este momento, estoy probando la sangre de innumerables muertos. Afuera regresan los tiros dispersos, las granadas y el fuego. La cadena de estruendos es tan cotidiana que, cuando llega el silencio, parece algo ajeno, impostado. Una sustancia artificial. Me asomo por la ventana. Algunos árboles son iluminados por la luna. En la parte superior izquierda, muy cerca del marco, está el agujero dejado por un balazo. Por alguna razón desconocida –mi madre dice que es un milagro– el impacto no ha estrellado la superficie. Ahora tenemos un agujero por el que se cuela el viento. Por las noches se puede escuchar una especie de silbido que se mete en la cocina, sube por las escaleras y llega a los cuartos.
Me siento en la silla de madera. En una pequeña mesa, amontonados, están nuestros últimos bastimentos: un par de latas de atún y un paquete de galletas. No hay nada más. Salimos de casa cuando pierden intensidad las balaceras para buscar comida con algún vecino. Llevamos cosas para intercambiar. Mi madre primero se deshizo de sus aretes de perlas y de algunos electrodomésticos que habían sido obsequios en su boda. Después fueron muebles y algunas herramientas. El último sobreviviente que podrían codiciar es el tapete de la sala. Es color verde y sus contornos ya están deshilachados. Me pregunto para qué querrán los electrodomésticos. Supongo que los guardan por avaricia y que piensan venderlos cuando acabe la violencia. También me gusta pensar que los desmontan para tratar, inútilmente, de fabricar aparatos nuevos, máquinas que no necesiten electricidad. Por eso, en las noches, intento descubrir si hay algún fogonazo de luz en las ventanas de los vecinos. Pero las probabilidades son escasas. Cada vez quedamos menos y es frecuente que, atrás de cada puerta, haya un montón de cuerpos endurecidos, aún calientes.
Me acerco a mi padre. Los arroyos de sangre ya se han secado. Algunas partes de su camisa amarilla se han fundido con la piel. Huele a chamuscado y a una incipiente descomposición. ¿Qué haremos con él? Con el tiempo llenamos el patio con fosas improvisadas en las que enterramos a tíos, primos y a cualquier transeúnte que fuera abatido cerca de casa. Pero conforme se agudizó el intercambio de balas optamos por prenderles fuego y dejar que se consumieran. A veces las personas alcanzadas por la metralla tardaban en morir. Las veíamos retorcerse en el piso, con las bocas llenas de polvo. A veces perdían el conocimiento y quedaban varadas a la orilla de la muerte. Cuando anochecía arrastrábamos a algún caído a la parte trasera de la casa, pero ya no era posible quedarnos mucho tiempo. Simplemente encendíamos un pedazo de cartón y lo metíamos entre sus ropas con la esperanza de que el fuego contagiara todo el cuerpo. Después ya no nos quisimos arriesgar y ahí estaban, náufragos en la calle, mientras nosotros espiábamos.

Me sirvo otro vaso con agua. Por un instante creo que mi padre está dormitando o que ha sucumbido a una espesa borrachera. A veces sueño con una máquina que llora a los muertos. Una caja metálica que activa una grabación de gente gimiendo y lamentándose. En las noches le cuento a mi madre de una máquina aún más sofisticada que proyecte hombres y mujeres artificiales. Le digo que ellos irán vestidos de negro y que enterrarán a los que mueren todos los días. Subo a mi recámara. El agua dejó un latido en mi lengua. Un aire metálico se mete en mi garganta. Me acuesto e imagino que en los próximos días lloverá tanto que el suelo del pueblo se reblandecerá. Entonces saldremos a escondidas, sin llamar la atención, a dejar a mi padre en el patio. Quizás, con un poco de suerte, comenzará a hundirse. Parecerá un barco atrapado por corrientes lentas, algas pegajosas, raíces submarinas que lo llevarán, después de varias jornadas, entre el fuego que nos rodea, a la profundidad de la tierra.





**


-Alejandro. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.












*



Pobre de aquel
que niega la certeza del abismo,
del que no teme
otra cosa
que al llegar la mañana
lo encuentre despierto.

Pobre de aquel
que no ha visto en los espejos
las máscaras
de sus monstruos
habitar piel adentro.

Pobre de aquel
que no ha caminado
en sus infiernos.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com















LOS JINETES*



*Por Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com



Cuando era el tiempo de las lluvias, se les llamaba "temporales", debiendo aclarar entonces que sólo tenían ese derecho o categoría cuando el mérito era frondoso en días y en vendavales grandes vientos que hamacaban grandes árboles con las ramas que golpeaban tocando el suelo, y por supuesto, quedando algunos con un muñón abierto al cielo cuando el escampe era seguro y un solcito tímido aparecía luego del arco iris.
Uno, como en el poema de Tuñón podía pensar en cementerios abandonados o en barcos que naufragaban o en islas que iban constantemente a la deriva. Aquellas islas que se llevaban los sueños, pero que quedaban adheridas a la materia con que los poetas arman sus versos, nos dan ese alimento que no tiene precio porque si bien no se vende, es el alimento que nos hace vivir, que no nos deja tan inermes ante la posible muerte de los sueños, que se hacen, se formulan y se comparten en un espacio que se nos torna insustituible. Forman, por decirlo de algún modo aquello tan inasible que no podemos nombrar ni definir. Porque como alguna vez dijo Juan L Ortiz "la poesía es tan indefinible como el amor". Sólo sabemos que tiene que ver con las palabras y con los sentidos, con aquellos que nos hace más humanos, menos miserables, más próximos a la dúctil sensibilidad de los niños.
Todo esto me pasa porque esta lluvia de algún modo invade hasta el más recóndito de todos los recuerdos.
Esos recuerdos tienen que ver con los años idos, con las vidas de hombres y mujeres que arracimaron una parva de anécdotas, de situaciones, de días que se ensañaron en la carne, de rostros queridos, de rostros que aparecen desde lo más remoto de los tiempos.
Y piden su lugar en mis historias, en la simple vida de todos, girando, girando en los amaneceres y agonizando con todos los crepúsculos.
Esos atardeceres que precedía las noches cerradas, pero que en sus última luz tal vez mostrara contra el horizonte un grupo de jinetes con sus sombreros que le comían los rostros cubiertos del polvo que las tareas a cielo abierto con la hacienda brava les había regalado en otro día de esfuerzo que tal vez atemperaran con una parada en uno de los tantos boliches de las afueras y esos jinetes cansados se apearan, atando las riendas de sus cabalgaduras en algún palo de ñandubay que oficiara de improvisado palenque y bajaran a tomar un par de copas para sus gargantas resecas y aflojara esos cuerpos que venían atenazados sobre los caballos, sentados sobre esos aperos sudados y luego seguir hasta sus casas donde en casi todos los casos una mujer con una ronda numerosa de hijos los esperara con la cena, de la cual darían cuenta muy pronto y que empujada con un par de grueso tinto llegara más rápido al estómago. Y luego el hombre sacaría una silla al patio de tierra apisonada, y en la oscuridad, armaría un cigarro y lo fumaría en silencio y sumo placer merecido. Los vecinos saludarían a ese hombre, o mejor a esa brasa que brillaba en la oscuridad de la noche, hasta que el hombre abandonaría esa silla e iría con sus huesos molidos, a depositarlos como una bolsa muerta sobre el humilde colchón de chala donde muy pronto también llegaría esa mujer que compartía esa vida de penurias con él y sus hijos, en esa casa humilde, en el mejor de los casos de ladrillo sin revocar y en el peor, un rancho de adobe con techo de paja, que una caterva de perros llenaría de huesos y no faltaría alguna gallina flaca que picoteaba en el medio de la mañana soleada esos granos de maíz o de trigo que la mujer arrojaría con desgano, mientras que en la otra mano llevaría un mate, único desayuno antes de empezar con las tareas domésticas, luego de que los hijos se hubieran ido a la escuela.
Su hombre en cambio, habría salido antes del alba, cuando recién cantaba el primer gallo, luego de ensillar prolijamente uno de sus caballos, luego de tomarse sus mates.
Como la calle en que vivía era la última del pueblo, no le costaría mucho tiempo encontrar ese callejón que lo llevaba al ancho camino de esa gran estancia donde trabajaba, y que iría a su vez despertando para las distintas tareas.
Entonces el hombre, inclinando levemente el cuerpo hacia delante, apretaría con sus espuelas las verijas el alazán y al galope incipiente lograría una regularidad en su ritmo y todos los ruidos del campo al despertar lo recibiría con ese aire puro que le llenaría los pulmones y el corazón de una dicha conocida, que no por repetida lo abandonaba ese día.



















Nostálgico animal*



Nostálgico animal que como yo te atreves
a la inmensa grandeza del deseo
de mirar con ternura hacia el pasado
sabiéndolo ya muerto
ya marchito.

Nostálgico animal que como yo te asumes
catarata de luz despedazada
y anhelas la llegada de la noche
para fundir tu llanto con las sombras.

Nostálgico animal que como yo te entregas
al censo de mañanas y tardes ya perdidas
cuando trenzando el aire fuimos brisa,
fuimos nido trinchera bosque río.

Nostálgico animal que como yo agonizas
frente al paso del tiempo.
Cada hora
te aleja de mis ojos.
Cada hora
me hiere en el silencio inhabitado.

Nostálgico animal que como yo confiesas
con un hilo de pena tu derrota
y como yo te apagas y apagas y sumerges
en ese oscuro mar que es la apatía.

Nostálgico animal cargado de tristeza,
de tristeza fatal como un labio tronchado,
como un viento funesto de tragedia,
como un cielo abrasado por los rayos.

Pero una luz de fuego,
fundiendo tu pupila con los cielos,
estalla en mi retina.

¡Despierta, anda, combate!
Aún es posible andar hacia adelante.

Allende el calendario alguien espera
ecos de nuestros pasos en la arena.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com













TAREA*



Armar de nuevo

la geometría

de la soledad

coser sus aristas deshilachadas
limar sus contornos astillados
armarla con una esperanza
apta para enfrentar la realidad
- a pesar de la mariposa
empecinada tras la frente -
y ganarle a las sombras

cuando la luz del día

y de la verdad

se van...


¿O será la esperanza una utopía más?



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar

















Ellos y el Universo*



Cuando la imagen de la desdicha de una familia puesta delante de nuestros ojos era irreversible, le pregunte a Kalman si tenía alguna buena historia que dejara pequeña a la soberanía de la muerte.
Kalman se quedo pensativo, había pasado muchas horas de vuelo para apenas llegar a ver a Esteban nuestro amigo de juventud adentro de un ataúd. A punto de ser enterrado en un cementerio privado.
Estábamos pisando lápidas con nombres de personas desconocidas bajo un cielo gris que por momentos se acercaba como llovizna.


-Sí. Tengo una historia justa para achicar la importancia de la muerte.


Lo relató un arqueólogo. El hombre participa de un equipo que desarrolla una investigación en cuevas a las que se accede desde la ciudad de Dubrovnik. Son cuevas que ya habían sido bastante estudiadas en el pasado. La data de actividad humana realizada por carbono 14 muestra presencia desde veinte mil años atrás.

En este nuevo estudio se realizaron sorprendentes hallazgos que fueron interpretados en el primer momento como independientes pero ahora están siendo pensados -al menos como hipótesis- en conjunto.
Las excavaciones que se realizaron hace más de una década habían hallado piezas de cerámica de unos 15.000 años. Uno de esos pedazos había quedado bajo la mirada curiosa de aquel equipo científico, era parte de un objeto desconocido y aparentemente inútil para aquel grupo humano primitivo que habitaba allí. No era  vasija ni urna funeraria.

La reconstrucción digital de los pedazos daba una imagen similar a una mascara con aperturas para ver y respirar. Quizá era este el primer casco inventado como forma de defensa ante presumibles garrotazos de grupos hostiles.

El equipo en el que colabora el arqueólogo hizo otro descubrimiento que resignifica la lectura de los trozos de cerámica.
En otra cueva, cuya ubicación se mantiene discretamente oculta para preservarla se hallaron pinturas y huesos tallados con imágenes con la misma data AP de los pedazos de cerámica en cuestión.
Son imágenes de la vida de los habitantes de esas cuevas: escenas de cacería de animales, mujeres talladas tipo Venus. Lo sorprendente fue el reciente hallazgo de pinturas de humanos teniendo sexo montándose como lo hacen los mamíferos de cuatro patas. Las mujeres representadas con enormes pechos colgantes. Los científicos quedaron admirados por aquellos antepasados que representaban al sexo y la procreación de nuestra especie como forma de derrotar a la muerte. Otro gran descubrimiento fue observar que algunas de esas figuras humanas representadas en el coito llevaban puesta en su cabeza ese casco -o lo que fuese- similar al que se reconstruyo a partir de los pedazos de cerámica. La lectura inicial de los antropólogos suponía que hombres considerados "vencedores" podían tener sexo con las mujeres otro clan o tribu rival "vencido". Un detalle falseaba esta hipótesis, también había mujeres representadas con ese ¿casco? puesto teniendo sexo con hombres desprovistos de ese objeto en su cabeza.
La duda inicial los llevo al tiempo a descartar que esa cerámica fuese parte de una defensa de guerreros o una máscara ritual.
La hipótesis que siguió los llevaba a pensar que ese grupo humano representaba su relación -incluso sexual- con otros provenientes de una civilización "técnica". La cerámica sería entonces una imitación -digamos- de una escafandra de seres llegados del espacio sideral.
O -porque no- parte del atuendo de viajeros temporales huyendo de una cercana extinción por epidemias o catástrofes en el impredecible futuro del planeta.

-No hay, cómo te imaginaras, ninguna conclusión en los estudios en marcha. A Esteban le hubiera gustado conocer esta historia. Más aún por título del proyecto bajo el cual se sigue investigando: "Ellos y el universo"



*de Eduardo Francisco Coiro.



















LA NOCHE ESE IRREMEDIABLE ESPEJO*


La mujer permanece en la cocina/ y no quiere desperdiciar kerosén encendiendo una lámpara (...)
Robert Bly



La belleza
pega manotazos abruptos
como pájaro
que afanosamente
mueve sus frágiles alas
mientras muere

unas frágiles manos
se abalanzan
desesperadas
a detener lo que parece
imposible

la noche se hace noche
en las palmas
de las manos
y un insondable ataúd
se vislumbra

en el reverso
del espejo


*De Daniel Montoly.















Desde lo imposible*



Anoche soñé con mi papá.

En realidad, soñé que quería reencontrarme con un amor del que me acordaba muy poco, y publicaba una declaración de amor en facebook con los datos que tenía, y una fecha para casarnos.
Llegaba el día y yo me ponía mi vestido blanco, y mientras esperaba la hora entraba mi viejo. Y nos sentábamos a charlar, y nos abrazábamos tanto.
Me acompañaba, después, a la iglesia (que era en un antiguo local de cotillón de mi pueblo), y aunque no tenía muchas ilusiones, el muchacho en cuestión me estaba esperando: rubio, lindo, ojos de hombre bueno. Y doctor (hasta de ambo estaba).
La cuestión es que me casé, en la casa de cotillón devenida en iglesia. Y estuve contenta todo el tiempo que duró mi sueño, y estuve contenta al despertarme, como se está cuando te enamorás o te abraza, desde lo imposible, tu viejo.



 *De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com


- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera  (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador  (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.







Inventren








EL TREN DE LOS SUEÑOS*


“Si yo hubiera inventado el ferrocarril no habría consentido que nadie montara en él sin mi permiso.”

GUSTAVE FLAUBERT



Nunca he visto ese tren.

Pero conozco sus bifurcaciones.

Tal como las líneas de mis manos.

Conozco el territorio que lo define.

Sus cruces. Sus andenes.

Las líneas de la vida y de la muerte.

Habría que nombrarlo despacio y decirle.

Al oído, decirle, no hay líneas de la fortuna.

Que su línea del corazón señala que es larga.

Larga y profunda.

Que su oficio es el de muchos.

Andar y andar.

No elegir el caballo ni el jinete.

No preguntar. No parar. Huir. Ir. Venir

Soñar que es una la línea de la vida y es corta.

Reino de líneas paralelas.

Nunca he visto ese tren. Pero lo sueño.

Lo miro, a la distancia, lo miro… y lo sueño.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com





-Próxima estación:

JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.



***


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

ELÍAS ROMERO.

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





InventivaSocial
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-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@

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