*Foto: Estación típica del Provincial. Circa 1940
Estación Juan Tronconi*
Como consecuencia de un desastroso año escolar, a los 14 me
enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un
paraje desconocido en el centro de la provincia, cerca de Roque Pérez, en donde lo único que
se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.
Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había
sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su
esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese
ambiente hasta que encontrase alguna salida.
En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible
diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a
mirar lo que la repetidora transmitía.
Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su
adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.
No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un
militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que
había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante
que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había
dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco
movimiento que tenía el lugar. Un conocido
de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos
pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.
Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para
internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas
y prolongar sus descansos en la cama.
Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde
el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas
las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las cortinas añejas y
vetustos retratos familiares. Si
no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las
vacaciones en aquel lugar, pero mi
curiosidad siempre me había ayudado en
situaciones y lugares difíciles.
Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros
de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta
con sólo verlo. Pero en una de las casas
vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela
daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente
florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café
y corría la cortina para que entre el
sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa
fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a
verlos. No durarán mucho”.
Mientras la escuchaba, pensé
cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón
de nuestra mesa.
Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos
separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en
los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían
las ramas.
Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor
que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una
ramita y cortó varias. Cuando me alcanzó
ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros. Le pregunté su nombre y él el mío y nos
saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se
había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela,
no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que
estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía
conseguir algunas.
El sol ardía. Caminé un buen rato
por ese monótono terreno: pastos secos,
unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la
desolada estación de tren. Algunas de
las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos ya no brillaba. Pero todo parecía haber quedado en suspenso. Hasta el viejo
pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.
Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado
del andén, como si estuviese esperándome.
Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el
tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a
poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado
del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en
orden y que nadie hubiese violentado el cuarto de depósito, él único que estaba
cerrado y contenía papeles, muebles y
algunas máquinas y herramientas que
esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.
Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos
lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por gatos o perros sin dueño, buscando albergue o
comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aún
así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me
tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían
o o escaparían al oír nuestros pasos.
El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente
vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las
columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez sería la oficina del Jefe de Estación o algo
así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese quedado en las paredes tantos años.
Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino
hacia mí.
No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su
boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía
todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras
manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la
siesta. Nos encontramos allí así, sin
saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más
honesto que ése?.
Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la
estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la
más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas
verdes y frutos dorados.
Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi
casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía.
Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba?. Entre
mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.
A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi
dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando
escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras
el picaporte subía y bajaba furiosamente y
los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.
Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con
asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga
nada, don. No volveremos aquí”. El
hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró
con enojo. Asustada, recurrí a su
comprensión:
_ Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría
afectarla este disgusto…
Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado
durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona
y muchos le debían favores y gratitud.
Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan
Tronconi, nos dejó ir.
Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía
conmocionados por el suceso. Ví un
lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él por última vez con ese brazo que tantas veces
había envuelto mi espalda, que me había sostenido vibrante cuando lo amaba.
No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un
nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de
mis compañeras.
Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá
y la enterró en el cementerio de Roque
Pérez.
La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de
valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras
cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente
de su marido y nos fuimos a vivir, las
dos solas, a un departamento más chico.
Diez años después volví a Juan Tronconi.
Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién
hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente.
Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el
paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.
Llegué a la estación, más abandonada que nunca. Maderas despintadas, tejas salidas, algunos
vidrios rotos. El tiempo y la tristeza
me recibían
Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía?. ¿A qué
había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?
No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría
siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado
montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que
no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba allí. Había manejado tanto, planeado el viaje tanto tiempo antes, no
podía volver sin intentarlo.
Bajé del auto y caminé.
El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No
muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La
casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra
habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía
entrar, que era una extraña para los que vivían allí.
La casa de Manuel…ya no existía.
En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que
albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la
pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los
durazneros.
A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo
que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.
No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi
abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían
florecidos para siempre.
La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el
espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería
nunca. Un sitio que ya no pertenecería
al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin
datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.
3 *
Tan poco quedó de mí,
que con poco vuelvo.
Como una mariposa
hacia la luz de un tren.
-Poema incluido en El año que fui homeless.
LA RAZÓN CENTRÍFUGA*
Llegué a Roque Pérez. Desde aquí no me queda otra opción que hacer
dedo. Pedir aventón traducen los españoles, pero aquí no aventamos las cosas,
las tiramos, las revoleamos como quien dice que se saca algo de encima, lo
agarra de una esquina, mueve el brazo en redondo por sobre la cabeza, suelta y
la cosa sale disparada hacia una esquina del mundo, y se queda ahí donde ya no
hace daño. No aventamos ni arrojamos, en nuestro tirar hay una desesperación de
revoleo, y me pongo a discurrir sobre temas tangenciales para evadirme de este
presente, de este haber llegado casi, de estar tan cerca aunque falte el último
tramo.
No hago dedo entonces. Podría ponerme a la vera de la ruta y con el
clásico gesto de los mochileros indicar mi deseo de que algún buen samaritano
me recoja, pero en este lugar y en estos tiempos podría pasar días esperando
que alguien me levante.
En un barcito pregunto si hay forma de viajar a la Estación Juan
Tronconi. El hombre detrás de la barra lo piensa un momento mientras pasa la
rejilla borrando las gotitas que ha dejado la bandeja de latón que se ha
llevado el mozo. Dieciséis kilómetros, me informa. No me pregunta para qué
quiero ir a una estación que ha dejado de recibir trenes desde hace más de
cincuenta años, su orgullo masculino lo insta a resolverme el problema. Se nota
que es uno de esos hombres acostumbrados a solucionar desperfectos, y lo veo
dando vueltas un mapa mental de caminos rurales y alambradas, adornado con
vagas referencias de tendidos eléctricos repletos de gigantescos nidos de
loros.
La maestra. Me dice que la maestra de la escuela número ocho va
hasta ahí cerquita de la estación. Que la escuela está a un tiro de piedra.
Después si, ahora que me dijo cómo llegar, me pregunta para qué voy. Quiere
seguir demostrando eficacia, intenta adivinar, supone que hago un relevo
fotográfico de sitios históricos, pero me advierte que la estación ha quedado
en un campo privado, y sólo se ve de lejos, detrás de una alambrada.
Me dice que la maestra vive ahí a unos trescientos metros del bar,
que si camino hacia la izquierda voy a encontrar una casa con una reja blanca y
un ficus en la vereda. Me dice que no me puedo equivocar, que el árbol es
enorme y las raíces están tirando la pared que sostiene la reja.
Tuve suerte, encontré la casa, la mujer se mostró amable y accedió
a llevarme hasta la escuela. Eso sí, me dijo, tendría que compartir el
automóvil con sus hijos y una enorme cantidad de cachivaches. Pilas de
cuadernos, rollos de láminas, cajas de diferentes tamaños, un chico de unos nueve
años y una nena de siete que fueron todo el camino disputando un celular con el
que uno intentaba escuchar una música mientas la niña lo acusaba a la madre y
viceversa.
No podíamos mantener la conversación sin gritar, por lo que tras
vanos intentos de preguntar o responder superficialidades, pude mirar lo poco
que había para ver mientras el auto traqueteaba en el camino de tierra. Vacas,
postes, alambradas, pájaros, sembrados que para mi ignorancia podían ser
cualquier cosa entre soja o alfalfa.
La escuela consta de dos edificios celestes, uno más grande y con
una enorme puerta con arco de medio punto, de hierro, con grandes cuadrados de
vidrio repartido. No pude evitar pensar que en la ciudad los vidrios ya
estarían rotos, y por la noche habrían vandalizado la escuela aprovechando esos
grandes espacios sin rejas. Pero estamos en el medio del campo, aquí se
respetan los objetos construidos con esfuerzo humano.
Todavía no llegan los chicos ni las otras señoritas, la maestra
abre la escuela media hora antes del inicio del turno para preparar los
salones, abrir las ventanas, regar las plantas de las macetas. Me dice que está
reemplazando a la directora, que tiene muchas ocupaciones, desaparece con los
hijos ofreciéndose a llevarme de vuelta a la ciudad cuando finalice el horario
escolar.
Voy hasta la estación. Camino en un silencio maravilloso. Las
retamas rojas salpican el pasto que a esta hora tiene un color precioso,
brillante, favorecido por la lluvia de ayer. Claro que me detiene el alambrado.
Cerca, a unos cincuenta metros quizás, el edificio de la estación con su techo
rojo a dos aguas todavía parece vivo. Veo el andén, con las cenefas de madera,
las paredes de ladrillo típicamente inglesas como el verde de las aberturas.
Allá el galpón de carga, largo y tan hermoso acostado bajo su cielo
perfectamente azul. La hilera de altos plátanos retorcidos, el molino dibujado
finamente, haciendo contrapunto con el tanque de agua macizo. Todo igual.
Faltan los Sosa en la carnicería, la gente llegando con paquetes en sus
verduleras, el guarda y su silbato. Falta, claro, la gente. Pero la ilusión de
realidad es tan fuerte que creo escuchar las voces entremezcladas con el grito
de los teros y ladridos lejanos.
No pertenezco a este paisaje. Me lo contaron. A pesar de mi edad,
que ya me funde con todos los paisajes en sepia, no conocí los acopios de
cereales de los planes quinquenales cuando se nacionalizaron los ferrocarriles,
ni tampoco vi pasar la última formación en 1961. No estuve cuando levantaron
las vías, cuando desapareció el puente que unía Roque Pérez con Carlos
Beguerie. No estaba yo sobre este andén borrado, cuando esto dejó de ser una
estación de trenes para ser testimonio de fracaso.
Vengo a despedirme. Por qué aquí, bueno, porque en algún lugar se
derrumbaron las ilusiones, y éste fue uno de esos lugares. Recóndito, centrado
en su telaraña de caminos polvorientos, posesión inglesa primero, argentino
luego, propiedad privada ahora, desaparecido, inútil, lugar de fantasmas,
mancha de lo que no fue.
Recostada contra uno de los postes del alambrado, llorando sin
mucha lágrima pero a corazón desollado. En soledad, pequeña, despeinada, con
las piernas cansadas, consciente del polvo en los zapatos y de que empiezo a
tener hambre. Con pena de tener hambre, porque las ocasiones solemnes no
debiesen opacarse con estas cosas. Triste, triste, muy triste. Sintiendo el
planeta esférico bajo mis pies, henchida de amor por esta Argentina que me
defrauda hasta el vértigo, a punto de ahogarme por la bronca contra esta
Argentina que me defrauda. Sabiendo que estoy haciendo un recuerdo, que estoy
plantando una bandera en mi memoria, un momento iluminado por el relámpago, una
quemadura desgarradora.
Mañana será Ezeiza, el vuelo, la partida.
Aquí, en el medio del campo, que es el medio de la nada o sea el
centro del alma y el centro de mi Patria, mirando de lejos las ruinas de una
promesa, viendo el puente que falta, las huellas de vías que se desvanecieron,
la caída de un enorme toro que desapareció en su propia polvareda. Aquí, antes
de volver a subir al automóvil de la maestra, me despido.
Una figura aparece en el andén. No distingo si es una mujer o un
niño, la saludo con un amplio gesto de mi mano por sobre la cabeza. Permanece
inmóvil un instante y luego, despacio, me devuelve el saludo con lentitud,
dibujando un arco ampliamente con el brazo derecho.
¿Soy yo, de joven? Un escalofrío bajo el sol. Quien se va se deja,
me digo. Aquí queda mi juventud. Me marcho.
Noche sin nada*
Nada para esta noche, dije,
En esta irrealidad.
Nada para esta noche,
el silencio será poblado por abismos que empezarán a resplandecer,
alguno tendrá el universo herido en su costado, un gato sin forma
cruzará una terraza fantasma,
habrá olor a plantas mojadas, desaparecerá el dolor como titular de
un diario,
Nada para esta noche: se abrirán las puertas de cada ojo y ya no
habrá la carcajada breve y seca del poder.
Nada para esta noche:
la caricia no será forma de la impiedad,
cerrarán las puertas de la iglesia y los curas irán a dormir sobre
las ramas de los árboles.
Nada para esta noche
el cuarto
vacío.
Mientras todo se vuelve
inexistente.
Caja negra*
Pon tu cara a la
sombra
Bebe tu luz de aquí
Toma parte del día
Ya tus sueños se han muerto
Uhhhhh...
"Parte del Día"
Aquelarre.
Álbum Brumas 1974
Ahora puedo saber que íbamos obstinadamente hacia lo que ya no
existe.
La bandera plantada hace 124 años es apenas un símbolo que desata ese
gran interrogante sobre la necesidad de viajar mientras estamos -cada uno de
nosotros- encapsulados en un tiempo que
no nos pertenece del todo.
El tiempo sucede a pasos de acontecimientos impredecibles. Pasa. Todo
sucede.
Ver un amanecer desde el aire es de los instantes más bellos que da
la vida. Algunos dormían. Yo tenía los ojos bien abiertos pendiente de aquella
línea de luz en el horizonte de un sol que todavía no tenía que dejarse ver.
En la costa el sol salía del mar como ese milagro potente de la
vida día por día, pero estamos lejos de la costa a 10000 pies sobre la llanura
de la provincia.
Uno aprende de las épicas cuando algo falló. Los hielos también se
forman en el cielo.
En vez de subir arriba de los 12000 pies había que bajar
suavemente.
Hasta los golpes no grite ni tuve miedo. Mi cabeza comenzó a
escuchar ese tema antiguo del disco de Aquelarre.
No había pasado la segunda estrofa cuando el pájaro de metal daba
sacudidas en una laguna que resulto ser campo inundado. El apuro fue salir aun
atontados por si ese artefacto con sus bodegas llenas de combustible se incendiaba.
La estancia en la que caímos tenía el nombre justo "El
socorro". Peones de la estancia y
empleados de una estación de tren cercana nos ayudaron a caminar con el agua
arriba de las rodillas.
El andén de la estación Juan Tronconi fue el refugio más
maravilloso imaginable. No se de donde pero nos trajeron frazadas y hasta café
caliente.
“El camino de tierra a Roque perez debe estar
intransitable -nos dijo el jefe de
estación-, pero ya estará al llegar el tren a La Plata. En Beguerie la estación
siguiente a minutos de Tronconi, hay un pueblo con ruta asfaltada. Médicos para
revisar a los golpeados. Teléfonos por si quieren avisar a sus familias que están
a salvo.”
Nos miramos con chispas de alegría por la nueva vida que nos
espera.
Creo que preferimos regresar sobre la seguridad de los rieles.
Arriba del tren decidiremos si nos bajamos en Carlos Beguerie o seguimos hasta
La Plata.
Si es por mi, sigo en el tren hasta el final.
*De Eduardo Francisco Coiro.
*
Si vas a caer,
que sea.
Que temas al abismo,
que se abran
las viejas cicatrices
como las amapolas.
Que te entregues al viento,
que te sepas
efímero.
Que nunca seas el mismo
cuando te levantes.
- Mariana nació en General Belgrano,
Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras de colores
(Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua,
GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
Inventren
-Próxima estación:
ELÍAS ROMERO.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
CARLOS BEGUERIE.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
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