*Foto de Paula Novoa.
20 *
Último cuerpo adonde migro
último tren
último vértigo
último nido.
Último y siempre.
Y que la cobardía
no lleve nuestros nombres.
*De Paula Novoa. novoapaula8@gmail.com
-Poema incluido en "El año que fui homeless"
-Paula nació en San Antonio de Padua en marzo de 1976. Es Licenciada en Lengua y Literatura, docente en escuelas secundarias del oeste del GBA y en la Universidad Nacional del Oeste (Merlo). Autora de los poemarios El año que fui homeless (Cave Librum, 2014), Hija de mala madre (Cave Librum, 2016) y El paso de la babosa (Cave Librum, 2018).
*
Voy a decirte una vez más y
voy a callarme. No esperaba esto del amor
o quizás sí. Largas tribulaciones
desconciertos y lágrimas de
cocodrilo
bañaban de sal mi cara y mi cuello. Un mar
espeso y el salitre desparramado
en mis hombros ¿no es romántico
se desprenda del cuerpo un mar o
lluevan los ojos? ¿debo
quejarme si por amar me convierto
en trueno? Ay amor que nos hacés
tan pequeños o tan grandes pero siempre
tan siempre tan. Ay
ridículo y genial señuelo
sea Eros o Cupido quien me mienta voy
a decirte una vez más y
voy a callarme. No esperaba esto y aun así
ruedo por el pasto y río como loca
ruedo y ruedo. Allá lejos
tu sonrisa se diluye y es parte
de la noche. La única estrella la única
señal.
*De Celina Feuerstein. celinafeuerstein1@gmail.com
-Celina Feuerstein nació en Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA), y trabaja como psicoanalista. Algunos de sus poemas se publicaron en la Antología de Poesía Federal de la Ciudad de Buenos Aires. Participó en el poemario Martes verde, del colectivo Poetas por el derecho al aborto legal. En marzo del 2018 publicó el libro de poemas La casa vacía, por la editorial Caleta Olivia. En 2020 publicó De qué se trata el otoño en mi ventana, su nuevo libro de poemas por editorial Modesto Rimba.
VIDAS MINÚSCULAS *
*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
En un fragmento inicial de El principito el protagonista le dice al aviador, después de que le ofrece el famoso dibujo de la boa con el elefante, que no le sirve esa representación pues su mundo es muy pequeño y no cabría un animal tan grande. No dejo de pensar en esta escena del libro de Antoine De Saint-Exupéry cuando voy a alguna tienda de muebles con mi esposa y estamos tentados a comprar un sillón nuevo o, incluso, algún electrodoméstico. Cada decisión de compra debe ser evaluada en función de metros cuadrados y no por el dinero en la cuenta bancaria. Después de pasear una y otra vez entre pasillos y anaqueles repletos de cosas, seguidos muy de cerca por un vendedor ansioso por nuestra decisión, nos damos por vencidos y regresamos a casa. Ahí mediremos el espacio con cinta métrica para no tener que devolver la compra. Creo que, para evitar más frustraciones, deberíamos ir a cada tienda armados con un mapa actualizado de nuestra pequeña casa para saber qué mueble es factible antes de la desilusión. A veces comprendemos, con cierta desazón, que comprar cualquier objeto implica el abandono de otro. Hacemos, casi siempre, una ecuación en la que cada elemento nuevo debe, forzosamente, desplazar a uno existente para lograr el equilibrio. Como en el juego de Tetris tenemos que evaluar, desde antes, si el objeto en cuestión puede entrar por la puerta de la casa, si tiene la forma adecuada, si se puede modificar en caso de que se atasque en el angosto pasillo.
Quizás empecé a comprender la escasez de espacio en mi vida cuando, en plena adolescencia, juntaba latas de refresco para iniciar una colección. Mi padre construyó, en una de las paredes de mi recámara, una especie de mueble con tablas de madera y cajas de plástico de colores brillantes. En la parte de arriba coloqué las latas y, en los demás espacios, libros. Por supuesto, libros y latas fueron cada vez más numerosos. Las torres de latas crecieron hasta el techo y las filas de libros fueron dobles o triples. El librero, ante el peso creciente, comenzó a tambalearse y a despegarse de la pared. Mi padre usó unos grandes tornillos para fijar de nuevo toda la estructura y reforzamos las cajas de plástico que se arqueaban y amenazaban con romperse. Cuando mi biblioteca comenzó a crecer tuve que deshacerme de las latas. No fue difícil tomar la decisión, pues en aquel entonces comprendí que no sería el gran coleccionista y que era un empeño inútil juntar objetos sin ningún orden discernible. Una mañana limpié la parte superior del mueble y las latas terminaron en una bolsa negra, esperando el camión de la basura. A pesar de eso, conforme fui creciendo, mi habitación fue estrechándose, como una madriguera que reduce sus límites y que pronto será insuficiente hasta para la diminuta vida de un ratón. Pronto apareció una mesa con ruedas y una computadora de escritorio. Más libros que fueron ocupando cada milímetro disponible. El clóset rebosaba de ropa. El 15 de junio de 1999 un sismo de 7.1 grados azotó la ciudad de Puebla. Yo estaba manejando el auto de mi madre y no sentí a plenitud la intensidad del movimiento. Cuando regresé a casa contemplé mi madriguera: el librero había colapsado y, sobre la cama en la que dormía, estaban los libros, las cajas y las tablas de madera. Sentí escalofrío cuando comprendí que yo pude estar debajo de todo eso.
Pienso, por supuesto, que la carencia de espacio me puede llevar a un ámbito mental diferente: el del desprendimiento. En realidad no necesitamos tantas cosas para vivir. Un poco de ropa, los libros indispensables para consultar y, acaso, releer. Puedo convertirme en un monje oriental, un ermitaño en medio de una ciudad de más de dos millones de habitantes. Sin embargo, este convencimiento se desvanece cuando prendo la televisión y aparece un reality show en el que una afortunada familia recibe la visita de un equipo profesional que reconstruirá y ampliará su hogar. En cuestión de una semana los felices beneficiarios reciben una casa de ensueño. La toma del camarógrafo muestra una amplia sala, una cocina inmensa con decenas de gavetas y cajones. No pueden faltar las recámaras, el cuarto de visitas, área de planchado, un taller para que el esforzado padre de familia pase su tiempo libre construyendo más artefactos y muebles para llenar todos los rincones de la casa. Apago la televisión. Comprendo que, en el mundo de hoy, hay cada vez más cosas para comprar –aunque sea endeudándonos– y menos lugar para ponerlas. Quizás por eso la obsolescencia programada –mercancías diseñadas para romperse o desgastarse antes de tiempo– tiene como fin, además de la circulación casi infinita de productos, hacer espacios forzosos en nuestros reducidos hogares. Por eso mantenemos la fe en alto cuando compramos una nueva licuadora, una mesa o una silla extra para el comedor: sabemos, secretamente, que no es una compra definitiva, que esa cosa nueva no estará con nosotros hasta el día de nuestra muerte. Cómplices involuntarios, miraremos jornada a jornada la nueva adquisición hasta detectar algún fallo que anuncie su próximo final. Entonces habrá un nuevo sitio para llenar y nuestras vidas, por instante, volverán a tener sentido. Bernard London, uno de los primeros promotores de la obsolescencia programada, previó esto y, en 1932, propuso una iniciativa digna de figurar en los libros de Orwell o de Bradbury: ponerle fecha de caducidad a las cosas que compramos. Una vez que llega el día marcado en la etiqueta sería ilegal tener el producto. Unos camiones de basura irían de casa en casa, recolectando objetos funcionales pero sin autorización para usarse. Sus ideas, que tenían como intención salvar a Estados Unidos de la Gran Depresión, no pudieron llevarse a la práctica tal y como las pensó, pero eso no significó que no hubo más intentos por detonar el consumo masivo. En los años 50 se dieron cuenta que era más fácil seducir que obligar y nació la publicidad moderna. No hay rebelión posible cuando te convences de las maravillas de una nueva línea de ropa o un teléfono celular que tiene capacidad de miles de aplicaciones aunque sólo uses dos o tres. El simple hecho de poseer el objeto, mirarlo como una especie de fetiche aspiracional, nutrido por horas de publicidad, es más que suficiente para vaciar nuestros bolsillos.
Cuando salgo de mi pequeña casa pienso que nuestras jornadas se caracterizan por pasar de un habitáculo a otro. Vivimos vidas minúsculas en espacios que se pueden abarcar con una sola mirada. Salimos de un lugar cerrado para entrar a otro. Las conexiones entre esos ámbitos limitados son calles estrechas, avenidas repletas de autos que replican, de algún modo, la sensación de claustrofobia. En las ciudades no hay opciones para contemplar el horizonte: la mirada siempre se topa con algún edificio o un anuncio de grandes dimensiones. Cada lugar vacío debe ser ocupado para evitar una especie de horror vacui mercantil: aquella azotea libre de publicidad o la barda desnuda en una calle, son territorios independientes que se deben conquistar con el anuncio de un refresco o las rebajas de una tienda departamental. Nos acostumbramos tanto a los laberintos en los que transcurren nuestros días que, muchas veces, creemos que el campo, el mundo natural, es una especie de ficción. Comprendí muy bien mi condición de urbanita ignorante cuando, en un viaje que hice a la Sierra Norte de Puebla, provoqué la hilaridad de mis compañeros al confundir un platanero con alguna fascinante planta prehistórica, quizás desconocida para la ciencia. Aún me lo siguen recordando cuando me reúno con ellos.
El escritor italiano Italo Calvino, en su cuento “Todo en un punto” describe, como pocos, la sensación de encierro a la que podemos llegar. Usando como principal referencia el instante anterior al Big Bang, la historia nos cuenta la vida de varios seres amontonados en ese momento, en un lugar carente de espacio, un “no-lugar”. Los habitantes de la nada, después de la explosión que dio origen al universo, recuerdan los problemas que tenían cuando no había espacio: la imposibilidad de saber cuántos son o desplazarse a cualquier lado. Una frase como “estar apretado”, refiere el narrador del cuento, no tiene sentido porque no hay espacio para que esto ocurra. En ese instante condensado cualquier cosa es un milagro: un rayo de sol, una respiración, hasta un pensamiento, necesitan una dimensión para existir. Víctimas de su experiencia, sin poder olvidar su pasado colectivo, los seres viven sus vidas con el temor de que el universo vuelva a su punto de origen y estén, de nuevo, encerrados.
Intento encontrar, mientras escribo estas líneas, ventajas para mi pequeña casa. Si un ladrón intentara entrar me enteraría de inmediato. Bastan unos pasos para que esté en la puerta principal. No uso lentes para mi miopía cuando estoy en mi casa porque todo lo tengo muy cerca. Los sismos no me asustan tanto porque en pocos segundos puedo ir de la recámara a mi diminuta cochera. Para comunicarme con mi esposa, sin importar donde esté, sólo necesito alzar un poco la voz. Cuando hacemos una reunión tenemos que seleccionar muy bien a los invitados porque, si sobrepasamos nuestras posibilidades, corremos el riesgo de llevar la fiesta a la calle. Eso nos ha hecho reflexionar sobre la verdadera amistad y las personas que, de verdad, queremos que ocupen un espacio en nuestras vidas.
El día en que viva en un lugar más grande me sentiré habitante de un inmenso desierto. Acaso tendré miedo de los fantasmas o querré comprar un sistema de videovigilancia para tener acceso a todos los cuartos que no pueda mirar directamente. Es probable que tenga accesos de megalomanía. Me sentiré el rey de un castillo y me dedicaré a acumular cientos, miles de cosas. Quizás mi obsesión llegue a tal nivel que los periodistas me buscarán para entrevistarme y yo sólo les diré que antes vivía en un mundo muy pequeño, como el del Principito.
**
*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
*
Se debe ser feliz.
Y bien, se hace el esfuerzo
de sonreír amablemente a los vecinos,
de recordar el nombre de la tía
del primo del amigo de la infancia
para ser cortés y afable.
Se debe ser feliz.
Hay que reírse como si no importara nada
más que la blanca sonrisa
sostenida al viento
como una bandera de victoria.
Hay que empeñarse
en ser feliz,
en estar pleno de toda plenitud,
resplandeciente
lucecita de almacén.
Hay que luchar por ser feliz;
hay que quemarse el corazón amando
y dejando de amar.
Hay que querer a un hombre,
a tres, a cuatro,
hay que parirse en hijos,
y en medio del reloj interminable
recordar la hora de terapia.
Porque se debe ser feliz.
Porque es preciso
ser urgente y feliz como los otros.
Pero qué oficio sereno la tristeza,
la resignada búsqueda de nada.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
EL AMOR ESTÁ EN CALMA*
Apaga el cigarrillo,
pero las últimas brasas resisten.
Parecen los restos de una vela.
Ayer prendí una vela, dice.
Blanca, para el amor.
Lo conoció en mayo y en noviembre se casaron.
Así de felices fueron.
¿De qué color es el humo que sube por tu garganta?
¿Es cierto que tus huesos son más livianos
porque una sombra,
que no se corroe con el tiempo,
te sostiene?
*De Noelia Palma. noelia261984@hotmail.com
-De Marilyn. Dínamo Editorial, 2020.
-Noelia nació en Morón, en octubre de 1984.
-Realizó talleres literarios con Alberto Ramponelli y Eduardo Espósito.
Su primer libro de poemas, “Que la muerte nos ampare”, fue editado por Francia Ediciones en 2017. Tradujo a Charles Bukowski desde 2011. En 2017 publicó junto a Editorial Postales Japonesas su primera antología bilingüe: “Solo con todo el mundo”. En noviembre de 2018 editó en Ombligo Cuadrado “0034-Buitre hacia la nada”, que consta de dos libros en un solo ejemplar. En junio 2019 la editorial cordobesa Mascarón de proa publicó “La casa”.
En este 2020 publicó en agosto Marilyn por Dínamo Editorial, y en septiembre Luxemburgo, por El Mensú Ediciones.
UN PAYASO*
“Las colinas piamontesas son pardas, amarillas y polvorientas, a veces verdes” le escribe en un perfecto inglés Cesare Pavese nada menos que al otro grande, Ernest Hemingway y luego pasa a relatarle su conclusión del mito que siempre marca a un escritor en la infancia, según siempre repitiera.
Y ahora he vuelto a él, para quien el estío es la estación más esplendente, de hecho tiene un libro que tituló “El hermosos verano”.
Con respecto a un paisaje (que iba a escribir mi tierra, pero me pareció excesivo) no podría suscribir sus palabras porque en este caso es siempre verde, con distintas tonalidades con que el sol lo viste. Pero es indudablemente siempre verde,
ni un poquitín pardusco aunque se podría compartir aquellos caminos polvorientos de mis pagos.
En aquellos tiempos yo podrá haber suscripto la pasión pavesiana por el verano, que visto a la distancia fue una estación hermosa porque era el momento en que cesaban un poco las órdenes, no estaba la responsabilidad de la escuela.
Y vivíamos, por así decirlo, en un puro abandono inicial. Descalzos casi todo el tiempo, con un pantaloncito corto, un solo bolsillo posterior, como para un pañuelito, que era cosido por la diligencia de nuestras propias madres. Bolsillito que también protegían algunas bolitas, que regábamos al correr a menos que lo tomáramos con la mano derecha (tal la posición de dicho bolsillo) que nos hacía llevar de una manera incómoda esa presurosa carrera.
Vestidos así, a veces sin camisa y con un precario sombrerito de trapo iniciábamos las más inocentes travesuras que vieron aquellos tiempos llenos de incomodidades que no veíamos, carencia que no sentíamos porque todo era ilusión y ganas de correr detrás de los pájaros y las mariposas, tan libres pero tan tontas o tan ciegas. Oros animalitos inseguros, que en esos tiempos abundaban y que eran presa nuestra, como los sapos y los cuises y en lo posible la caza de una liebre esquiva.
Las reuniones sociales se hacía inevitablemente al aire libre, en especial en los días de carnaval que no puedo dejar de recordar con una especie de nostalgia como su fuese un bien perdido. Desde el juego con agua durante las tórridas siestas en que nos perseguíamos a baldazo limpio, hasta el corso y el desfile de carrozas en el atardecer y los bailes que duraban hasta la madrugada, donde los mayores usaban antifaces y se tiraban agua perfumada, papel picado y serpentinas.
En nuestro club estos bailes se hacían en la cancha descubiertas de básket y como aún no estaba el salón grande del cine y teatro, gran parte de estos bailes se veían desde un portón que daba (y da porque todavía existe, no así la cancha de básket) a la esquina de la Escuela Nacional donde hice la primaria.
Muchas veces las mujeres de mi barrio, mi madre incluida, iban con sus críos a mirar desde ese portón de tejido cómo se divertía la gente. Y por lo que recuerdo no eran pocas las que iban a pispiar como gustaba decir ella.
Y una noche en que las mujeres comentaban las alternativas del baile y miraban cómo se divertían y cómo los disfrazados hacían contorsiones, uno de ellos, con vestido de payaso y con una gran careta se acercó a nosotros.
Y empezó a conversar con ellas, mejor dicho se dirigía en un tono de reconvención como si entre esas mujeres hubiera alguna culpable. Enumeró sus desgracias, dijo que se había tenido que ir del pueblo y se identificó, y que esa huida se debió a que le habían hecho fama de prostituta a su madre. Aunque yo era muy chico, se me hacía evidente que lo hacía con rencor, con un resentimiento oscuro. Habló un largo rato Nadie se acordaba de él y sólo una mujer comentó (al parecer conocía a la madre) que no estaba enterada, pero ahora gracias a la confesión briosa de este disfrazado (su hijo) se enteraba.
Muchas veces consideré de adulto esta anécdota y las notificaciones oscuras de este personaje que tal vez no lo habría pensado, pero que tal vez un trago de cerveza lo motivó a hacer ese descargo que, salvo a él, a nadie interesaba. Y hoy, no sé de que brasa tapada de ceniza aparece esta anécdota y aunque recuerdo perfectamente el apellido del personaje, no lo diré, por una elemental delicadeza que él no tuvo hace sesenta años y necesitó emigrar y volver disfrazado para tirar su propio resentimiento a un grupo de mujeres que estaban con sus hijos y sus hijas allí inocente y serenamente mirando como se divertían los otros y esa noche, con seguridad, estaría invadida de luciérnagas y los cascarudos se apiñarían debajo de la lucecita de la esquina con gran peligro de pasar la fría garganta de los sapos cuyo croar se cruzaría con el violín certero de todos los grillos del verano.
*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com
MIL PÁJAROS DE FUEGO*
Esa mujer es una revolución.
De ríos subterráneos. De espejos. De volcanes.
Sabe que no ha nacido para. Que no ha nacido de.
Que puede ser madre bendecida. Célula madre.
Amada. Venerada. Idolatrada. Huevo huero.
Madre de mayo. Madre de alquiler. Puta madre.
Santa venerada. Santa bárbara. Santa Juana de Arco.
Hécate. Hechicera. Súcubo.
Que puede ser Lilith y expulsada de las sagradas escrituras.
Repudiada maldita. Amante descastada.
Sabe que puede ser paloma: tibia y quieta.
Que puede tener la fuerza de un león.
Que pude ser alondra. Camalote. Hiedra.
Que con su legua pude voltear un potro a latigazos
Pero ella busca el fuego. El vuelo.
El trueno y las voces de las nubes.
Se encuentra con el infierno congelado del Dante.
Desempolva retratos. Genes. Sabias manos nudosas.
Cubre con cortinas de lienzo. Paradojas. Cerrojos y anatemas.
Y busca porque encuentra, encuentra porque busca:
Hoy le han legado mil pájaros de fuego.
Mil pájaros de fuego que caben en el hueco de la mano.
Mil trigales, mil esperas, mil estrellas.
El fuego la rodea, la rodean los vuelos.
Se alejan los inviernos de pedradas lentas.
De helados médanos. De chapas escarchadas.
De putas tristes. Dolidos borrachines alegres.
De rodillas rapadas. De piojos. De salitre.
De basurales con fábulas dolientes.
De hospitales. De esputos. De violencia.
Se revuelca en gloriosa soledad de orfebre.
Revive los pájaros y el fuego.
Toma, con manos frías, la lumbre, la llave y la bengala.
Mira como van cayendo, una a una, estrellas en el mar.
Cuando las noches se vuelvan oscuras profecías.
Allí estarán, lo sabe.
Allí estarán, al alcance de su vuelo.
El trueno, las voces de las nubes
Y el esplendor de mil pájaros de fuego.
...mil pájaros de fuego...
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
Las ciudades y los signos. 4*
De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero en tierras lejanas, ninguno igual al que le espera en la ciudad de Ipazia, por que no se refiere a las palabras sino a las cosas. Entré en Ipazia una mañana, un jardín de magnolias se espejaba en lagunas azules, yo andaba entre los setos seguro de descubrir unas damas bellas y jóvenes bañándose; pero en el fondo del agua los cangrejos mordían los ojos de las suicidas con una piedra sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.
Me sentí defraudado y quise pedir justicia al sultán. Subí las escalinatas de pórfido del palacio de las cúpulas más altas, atravesé seis patios de mayólica con surtidores. La sala del medio estaba cerrada con rejas: los forzados, con negras cadenas al pie, izaban rocas de basalto de una cantera que se abre bajo tierra.
No me quedaba sino interrogar a los filósofos. Entré en la gran biblioteca, me perdí entre anaqueles que se derrumbaban bajo las encuadernaciones de pergamino, seguí el orden alfabético de alfabetos desaparecidos, subí y bajé por corredores, escalerillas y puentes. En el más remoto gabinete de los papiros, en una nube de humo se me aparecieron los ojos atontados de un adolescente tendido en una estera, que no se quitaba de los labios una pipa de opio.
-¿Dónde está el sabio? -el fumador señaló fuera de la ventana. Era un jardín con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la peonza. El filósofo estaba sentado en la hierba. Dijo: -Los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer -comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta entonces me habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces lograría entender el lenguaje de Ipazia.
Ahora, basta que oiga relinchar los caballos y restallar las fustas para que me asalte un ansia amorosa: en Ipazia tienes que entrar en las caballerizas y en los picaderos para ver a las hermosas mujeres que montan a caballo con los muslos desnudos y la caña de las botas sobre las pantorrillas, y apenas se acerca un joven extranjero, lo tumban sobre montones de heno o de serrín y lo aprietan con sus duros pezones.
Y cuando mi ánimo no busca otro alimento y estímulo que la música, sé que hay que buscarla en los cementerios: los intérpretes se esconden en las tumbas; de una fosa a la otra se responden trinos de flautas, acordes de arpas.
Claro que también en Ipazia llegará el día en que mi único deseo sea partir. Sé que no tendré que bajar al puerto sino subir al pináculo más alto de la fortaleza y esperar que pase una nave por allá arriba. ¿Pero pasará alguna vez? No hay lenguaje Sin engaño.
*De Italo Calvino.
Las ciudades invisibles.
https://es.wikipedia.org/wiki/Las_ciudades_invisibles
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Nos veremos otra vez*
Llueve, y llueve fuerte. Afuera de la ventanilla el horizonte esta velado por una cortina de agua.
Nos queda intentar arreglar las cosas desde la literatura piensa el hombre.
El arquitecto Ricardo Klepka acaba de ver a Irene entrando al vagón. Le hace señas para que se siente al lado de él. Irene que tarda en reaccionar, pasaron casi 20 años. El pasado es otra persona, otro mundo al que ya no pertenecemos, y eso incluye a las personas que quedaron allí apresadas en esas capsulas congeladas.
Pero el saludo es emotivo, abrazo, besos. Esa sensación de vértigo que da el no ver al otro en décadas.
¿Cómo me reconociste? –Pregunta Irene.
-Sos vos, igualita antes del tiempo, solo te falta el cigarrillo en los labios con el humo desatando fantasmas.
-Me prohibieron el cigarrillo, pero fumo a escondidas, es un ritual personal y no voy a renunciar mientras el cuerpo me lleve hasta un kiosco y pueda comprar los cigarrillos por mi misma.
Ricardo recuerda esa imagen en el estudio de arquitectura donde ambos trabajaban. La vista fija de Irene en la ventana, como no viendo o viendo otra cosa. Ese aire a la Pizarnik que descubrió cuando la vio leyendo poesía completa con foto de Alejandra en la tapa.
Irene que le dijo con aquel libro en mano y su infaltable cigarrillo en la boca:
-Decidí que iba a fumar una tarde a los 11 años viendo a mi abuelo fumar en el patio.
“Veía a mi abuelo fumando solo en el patio. Esa concentración de estatua viviente imposible de describir: ¿en que pensaba?
Viéndolo con ese hilo de humo que se disipaba en el aire dejando siluetas que jugaba a descubrir mi abuelo era una locomotora mansa. Era de los viejos de antes, macizos, parecían invulnerables. Esos bigotes tipo manubrio de bicicleta que después descubrí que eran igualitos a los de Hindenburg.
Como los abuelos de muchos otros niños mi abuelo había sido foguista ferroviario.
El abuelo armaba sus propios cigarrillos sin filtro o fumaba en pipa. Empecé a fumar en la adolescencia los negros Parisiennes, éramos minoría las mujeres que fumábamos negros”.
En un momento se funden los recuerdos con la palabra presente de Irene que evoca los momentos compartidos: me encantaban esas horas donde no pasaba nada o no había trabajo y se hablaba, se fumaba y se tomaba mate hasta la hora de irse cada cual a su casa.
Llueve mucho che, el tren parece un barco. En este momento ya debe haber gente con el agua al cuello. –Dice Ricardo volviendo por un instante la mirada a la ventanilla
¿Te acordas del proyecto de la casa-barco? -Dice Irene.
-Vendría bien retomarlo, todavía tengo cuadernos con apuntes y los planos enrollados.
De memoria: “El barco casa es una unidad transportable, pensada para ser utilizada como vivienda en medios urbanos manteniendo sus características de flotabilidad ante situaciones de inundación extrema” recuerdo la risa de los dueños del estudio, “ni en el Delta lo usarían”.
-Vos terminabas indignado Ricardo.
-Algunas veces los maldecía en polaco y otras en ruso. Y si me preguntaban, les decía: consíganse traductor a mí me pagan por proyectista.
La música funcional del tren les acerca a Serú Girán.
¿Te acordas cuando lo desafinábamos a dúo? –dice Irene abriendo bien grandes sus ojos verdeagua.
"Si te hace falta quien te trate con amor
Si no tenés a quien brindar tu corazón
Si todo vuelve cuando más lo precisas
Nos veremos otra vez"
La próxima estación, como el impredecible futuro estaba todavía lejos.
*De Eduardo Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
-Próxima estación.
En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM 12.
LA SALADA. INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
**
-Siguiente estación.
En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Provincial:
CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
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