*Foto de Sandra Caschera.
*
La mujer sueña con hilos rotos
cascabeles sin atar a la morada de un
destino que no suena.
Con la lengua toca
la punta de un café
tomado en la puerta de un bar que recuerda
Río de Janeiro, aunque es todo una
invención.
También en Río
visitó una invención
se sentó a la puerta de un café
que recordaba al Río de otro tiempo
y desde entonces las invenciones van con
ella
Hace falta dinero y recorrer
sentarse
saber algo de historia, muy poca.
La nostalgia viene sola.
La imaginación hace el resto.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata
hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se
licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster
en Gestión Cultural.
-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento
latinoamericano.
-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo &
Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos
Aires, 2015), El cuerpo intacto
(2017, Penn Press), Grow a lover
(2018, Pensamientos literarios)
-Recientemente ha publicado La gota en la piedra.
(novela,
Mardulce, Buenos Aires) 2021
HONRAR LA VIDA*
En el noroeste de Mongolia todo el mundo se
muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el papá a Nansa, una niñita de
ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.
El budismo los provee de un inagotable
círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un
camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y
seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La
muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni
aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué
vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.
Pero no todas las vidas son iguales. Las
personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir
con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables.
Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro
dormido. Somos capaces de amar.
Volver a pisar el mundo como un ser humano
es un privilegio.
Una anciana recibe en su yurta a la niña
que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con
la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia
blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta
de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el
milagro acontezca.
La pequeña mujer arrugada y sonriente le
cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la
posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un
grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así
de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es
inapreciable.
Ha de celebrarse, entonces, la vida humana.
Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de
la noche.
Lo dicen los mongoles, allá por donde China
y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso
que su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y
explicar el universo.
Ellos, los mongoles budistas que creen en
un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de
tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no
prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es
única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de
la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros. Mancillamos el
milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos fueron
hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar historias;
entonces es nuestro deber hacerlo y por tanto, como lo cantó Eladia Blázquez,
honrar la vida.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Si algunas cosas,
aún,
pueden hallarse
escondidas debajo de
las piedras,
las hojas en hilos
atravesadas por el tiempo,
bichitos de colores,
las plumas abandonadas
por los pájaros,
esas cosas,
esas pequeñas cosas
que se toman en la
mano y que se miran
con una devoción
antigua,
con la fe de la mujer
oscura que alguna vez
bailó bajo la luna
lejos de la tribu
para ser feliz.
Si esas cosas,
esos tesoros blandos
como la luz
que duerme en la piel
de las luciérnagas,
aún andan sueltos por
el mundo,
habrá que cederse al
asombro.
Y esperar.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City
Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido recién editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
Canarios*
Cada primavera nacían en casa veinte
canarios
a los cuales mi padre terminaba regalando.
Sólo conservaba los incipientes machos
cantores,
que provocaban a los más adultos desde sus
jaulas.
Cada amanecer tenía una estridencia
insoportable
y mi padre los escuchaba orgulloso y
sonriente.
Siempre fue un hombre piadoso con los
animales
y me costaba aceptar esa pasión de
carcelero.
Con el tiempo entendí que sus sueños
amanecían igual de presos,
y no cantaban
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
Y despierto*
Pesadillas
en cuyos plisados
más o menos
despierto
ciego
y espeso
en el holograma
de un jacarandá
y girasoles.
*De Ana Romano.
romano.ana2010@gmail.com
-Del libro Alfil
Rojo.
ALQUIMIA*
Es
tenue la diferencia entre una mujer y la llama. No el relámpago. No la ráfaga
húmeda trayendo la lluvia. No el fiero atrevimiento de la entrega ni la
indolencia de fingir que no existe lo que siempre ha existido.
Durante la noche, mujer y llama van en busca de la fauna y la flora. Del
reino mineral. De los reinos alternos. Mujer y llama no hablan, miran. No
saben, tiemblan. No se reparten el botín, se despojan. La mujer y la llama no
han nacido para el robo sino para la ofrenda. No socavan, no apresan lo mirado,
no oprimen lo bebido, no someten lo temblado.
Es tenue la diferencia entra la mujer y la llama. Tanto que puede pasar
dos veces por el ojo de la cerradura. Tanto que los perseguidores de milagros
no logran verla. Tan alquímica y tan tenue la diferencia, que parecen una sola
criatura inventada por la memoria de los hombres.
*De Miriam
Cairo. cairo367@yahoo.com.ar
*
Ahora
que la lluvia se detiene
y sólo queda
el rumor del pasto
orgánico y brutal,
persistiendo,
vencido
bajo el peso del agua;
ahora
que el cielo es otra vez
profundamente azul
y los pájaros
inician
la invisible red
de rama en rama,
me pregunto
donde podré
esconder
esta tristeza.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City
Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido recién editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
PRIMER AMOR*
*De Antonio
Dal Masetto.
En aquellos tiempos todavía no odiaba nada
ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había
cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres
rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a
soñar con América.
Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de
llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.
Lo que me esperaba al cabo de la travesía
fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas
de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a
través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban
las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de
sombreros de ala ancha.
Lo primero fue cambiar los pantalones
cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el
recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir
carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas
de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir
más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía
uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas
peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron
algunos botones de nuestra ropa.
Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana,
pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas,
tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la
puerta, donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba
porque era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo
menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras
de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades
pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea
de la maldad se convirtió en un atributo de la perfección.
El domingo en que la vi por primera vez,
Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el
centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás
alborotaban alrededor.
Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé
turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel
encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando
al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas,
ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo los
amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los dos
caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres
de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso, sumergido
en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba exigiendo un
cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido
casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me
rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.
Después de encontrarme con Renata, en los
días siguientes, cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar
con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de
sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro,
estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”.
Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese
desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales
reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo
como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo.
La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado
cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal
blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor
y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una
identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba
introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al
mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio,
ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del
encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse
de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me
sometía, sufría y me sentía vivo.
Y así, aquellas calles se llenaron de
actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o
llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos
los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por
el club, por cada sitio donde suponía que podía estar. Corría permanentemente. En realidad, era ella
la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a
una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo,
ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía
avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando
fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el
bolsillo una libreta en la que anotaba:
“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi;
jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.
Una mañana toqué timbre y salió ella a
atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis
planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color
ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
—Traigo la carne —murmuré, con un tono y una
torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un
lado y me señaló una puerta:
—Dejalo ahí, sobre la mesa.
Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:
—Esperá.
Me detuve.
—¿Por qué siempre me andás mirando?
—preguntó.
Sentí que me temblaban las rodillas y
aparté la vista. Me dije que no habría
otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un
castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.
—Vení —dijo Renata.
La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos,
por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la
calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una
doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa
vecina.
—¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el
dedo.
—Un rosal —contesté.
—Eso es lo que parece —dijo.
Se mantuvo en silencio, pensativa, durante
unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal
y me contó una historia:
—Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que
yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer
bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la
rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que
en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal
volvió a crecer. Lo cortó. Y así muchas
veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con
una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino
al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió
criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con
su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo
murió.
Mientras hablaba, Renata no había dejado de
mirarme. Calló y oí el chillido de los pájaros.
—Dame la mano —dijo ella.
Estiré el brazo. Me arrastró suavemente,
acercó mi mano al rosal para que me pinchara con una espina. Soporté sin
chistar, sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué
en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue
gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
—Ahora —sentenció—, vas a quedar
embarazado, como mi bisabuela.
Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor
de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo,
sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un
momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos
iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.
Ella volvió a hablar.
—Andate —dijo.
No había prepotencia en su voz, ni siquiera
era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser
hecho.
Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé
hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta,
la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla
en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los
labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto
y abierto que se divisaba más allá de las casas.
*De “El
padre y otras historias”.
GUARDANDO EL JARDÍN DE LAS
HESPÉRIDES*
Mis cabellos matan el
sol. Son negros mis cabellos; negros como la boca del traidor, como la nariz de
un perro en el bosque, negros son como el centro de tus ojos.
Mis cabellos son
negros.
Diría que
ensortijados, diría que espléndidos en su derrame móvil sobre mi espalda y mis
hombros desnudos. La belleza lisa y bruñida de cada cinta de resumida oscuridad
es un fustazo de dicha nunca apropiada, nunca gozada por mortal.
Ah mis cabellos.
Ondulo mi cintura blanca, tiendo acuáticos brazos fantasmagóricos. Observo con
fascinación mi sombra arbórea y móvil. Y aguardo.
Junto a mis hermanas
aguardo, y guardo la puerta del jardín donde los hombres no tienen cobijo.
Yo guardo y aguardo y
espero.
Te espero.
Con los ojos del
corazón te veo, y no con los del peligro. Detrás de los párpados, detrás de los
velos te añora mi frágil corazón de hembra sola.
Te llama mi anhelo.
Transparentes vahos de deseo te atraen hasta la puerta que no debes cruzar, que
no debo permitir que cruces.
Sé que vendrás.
Sé que por tierra y
agua marchas hacia mi destino. Y que más pronto que tarde tu sombra dibujará tu
belleza sobre mi tierra yerma. Aquí estarás para cumplir la promesa de la
muerte y las espadas. No ruego otra baraja ni otros dados.
Sé que vendrás. Me
basta.
Sé que puedo recorrer
tu cuerpo duro con mis manos, que puedo atrapar el hombre con mi boca
anhelante. Pero sé asimismo que la dicha está contaminada de brevedad, que la
fugacidad de la carne tibia se transformará en piedra contra mis senos
ansiosos. Te matará mi amor, amor. Mi fatal mirada.
Mi amor te
transformará en estatua de piedra. Sólo la dicha de contenerme en tus ojos es
mi anhelo, y tal dicha, lo sabemos, sería tu sentencia. Mis cabellos de
serpiente se retuercen y anudan en deseo e ira.
Mi amado, debieses
comprender que Medusa te ama, aunque mi amor confluya con la muerte. No será
para nosotros la ternura. Morir o destruir al objeto de mi amor, tal es la
torpe suerte que me ha tocado.
Perseo, dejaré que me
decapites y te ufanes de tu hazaña.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
El
profeta*
La ballena lo escupió
en la playa
de San Antonio Oeste
o en algún sitio
cerca de allí.
Caminó tierra adentro
armado de un mapa
del Paraíso
en el norte
de Argentina.
Llegó a una ciudad
llena de fábricas
y empezó a enseñarles
lo que llevaba.
Lo encerraron
en un cuarto
y le dijeron
que se callara.
Los estudiantes
pasaban delante de su
puerta
sin saber quién era.
Adentro,
estudiaba
minuciosamente
los poemas
de César Vallejo.
*De Robert
Edward Gurney.
-Antología, Lord Byron Ediciones.
LA PALABRA COMO UN
LADRILLO*
Yo no escribo motivado por ganar premios o,
por lograr reconocimiento alguno, lo hago porque para mí, trabajar con la
palabra, es, la manera como asumo el fenómeno cotidiano de entender lo que
conocemos como vida. Todo arte parte desde lo estético, así como también desde
un principio ético, aunque, en las últimas cuatro décadas, esto última brilla
por su ausencia entre aquellas personas que dicen llamarse: artistas. La
poesía, no es una mera cuestión de lenguaje o, la ebullición superflua de la
belleza, por así decirlo. La poesía, es,
el retrato hablado, la representación misma de quien la escribe, como también,
es, la forma de encarar la sociedad de su tiempo. Y ese o esa que la escribe,
es, un sujeto social. Es un animal político como cualquier otro. No me defino
ni reclamo para mí el título de poeta o, literato. Hay suficientes poetas. Y no
hace falta uno más dentro del parnaso. Escribo, porque desde mi posición, es,
como creo puedo contribuir a la civilización humana, porque no hay arte sin
humano ni humano sin arte. La poesía, me dijo alguien, “no es una soga para amarrar vacas amorosas”. Pero por otro lado, existen aquellos que
creen que ésta les convierte en vacas sagradas. Yo no creo en premios tampoco
en reconocimientos, porque desde mi humilde punto de vista, lo fundamental, es
el poema. Su capacidad para inhabilitar a la persona detrás del mismo
estableciendo, al mismo tiempo, una relación directa con el lector. La poesía
es una vocación, un trabajo como cualquier otro, por lo que, el poeta, es un trabajador
del lenguaje sin ninguna otra significación particular. El o la que escribe ha
de comprender que, al escribir, busca rebelarse contra la oprobiosa tiranía del
tiempo.
*De Daniel
Montoly.
*
Esa gente lluvia que
vive repartiéndose como si lloviera en los otros, que se entrega sin saber que
se entrega, a los que algunos mediocres llaman desvariados, esos seres frágiles
que tienen delicadas espesuras donde podemos descansar del mundo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
**
En las
fiestas que acompañan al fin de año, regale con amor una edición de Inventiva
Social.
https://inventiva-social.blogspot.com/
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Final del recorrido por el Midland.
Como en otras circunstancias asombra y da
vértigo ver el paso del tiempo. El inventren como proyecto de escritura con la
reapertura simbólica de algunos ramales ferroviarios de trocha angosta es “casi
casi” tan antiguo como Inventiva Social.
En el recorrido del antiguo Midland se
llevan escritas desde julio de 2009 35 estaciones.
¡Julio de 2009!
CARHUÉ.
J. V. CILLEY.
ROLITO.
SATURNO.
SAN FERMÍN.
CASBAS.
EDUARDO CASEY.
ANDANT.
CORONEL M. FREYRE.
ENRIQUE LAVALLE.
CORACEROS.
HENDERSON.
MARÍA LUCILA.
HERRERA VEGA.
HORTENSIA.
ORDOQUI.
CORBETT.
SANTOS UNZUÉ.
MOREA.
Al partir de Morea se incorporó al Empalme
Ingeniero de Madrid como estación del Midland. Desde allí se abrió otro
recorrido por el ferrocarril Provincial que “quizá” algún día concluya en la
terminal de La Plata.
El recorrido siguió por:
ORTIZ DE ROSAS.
ARAUJO.
BAUDRIX.
EMITA.
INDACOCHEA.
LA RICA.
SAN SEBASTIÁN.
J.J. ALMEYRA.
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79.
ENRIQUE FYNN.
PLOMER.
Apeadero KM. 55.
ELÍAS ROMERO.
Apeadero
KM. 38.
MARINOS
DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano
Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland
para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos
Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta Plaza
Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. En este cierre del Midland acompañare en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
**
El recorrido
literario por seguir en el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
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