*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
Ajena*
A veces vivís una vida
ajena.
Un minuto quizás
o diez años, qué más
da.
Sentís un escozor, un
relámpago,
pero te sumergís
igual.
Lentamente vas
perdiendo peso,
de un modo tenue
te vas entregando
te vas pareciendo.
Hace falta un duro
golpe,
la cercanía del
abismo.
Cuando ya somos una
fruta marchita
se nos da una
oportunidad.
Hace mucho frío,
es la última
oportunidad.
*De Jorge
Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
-De su libro "Revelaciones".
Huesos de jibia. 2010
Hastío*
Caminarás diez cuadras
de madrugada.
Treparás colectivos.
Bajarás, en andas,
la escalera del subte.
El molinete será
una espiral sin límite.
Luego, un tifón
mitad ahogado, mitad, desnudo
te dejará a cien pasos
de la oficina.
Alzarás la mirada
verás el rostro
de un compañero
entornados los ojos.
Copiarás la pila
de borradores
en hojas con el nombre
de su firma al pie.
Imprimirás la tanda.
La llevarás al jefe.
Aguardarás que corrija
lo que no corrigió.
Volverás al escribir
lo mismo que escribiste
cambiado el párrafo uno
por el párrafo tres.
Sentirás el deseo
de componer poemas,
y arrojarlos por la ventana
de vidrios sellados
para
que los recoja
un transeúnte.
Almorzarás la vianda
que llevaste en un bolso.
Volverás al despacho
las hojas corregidas
que cambiará el tres
por el párrafo uno
y teclearás de nuevo
porque borraste el viejo.
Ya en el atardecer
percibido en neón
recordará que falta
aquel trabajo urgente.
Te tomará rehacerlo
quince minutos.
Saldrás del edificio
prendido el cigarrillo que deseaste
durante nueve horas.
Antes de terminarlo
te atrapará el gentío hacia el infierno
y luego, un huracán,
al frío de la esquina
donde para tu línea.
Bajarás a diez cuadras
de la puerta de casa.
*De Alicia
Susana Gómez.
https://alicia-susana-gomez-bruzzone.blogspot.com/2021/12/hastio-alicia-susana-gomez.html
*
Hay una herida
y un rayo de sol
en cada vida.
*
Sale otro sol
y el día es solamente
un arrebol.
*
El tiempo pasa
como si cada paso
fuera su casa.
*
Llamas de frío
cuando en mi mente
nieva
gélido estío.
*
Brisa en el cielo.
El árbol como un
cielo.
Aves de cielo.
*
Alba, te anhelo
para vaciar la nada
quemando el velo.
*De Gabriel
Francini
-Gabriel
Francini nació en 1982 en Buenos Aires. Es bibliotecario. Publicó Canciones
(Tantalia, 2005), Nadir de Ardora (Huesos de Jibia, 2014), Deshacer (El Mono
Armado, 2017), El sueño de la nada (Huesos de Jibia, 2017), La plenitud de la
ausencia (Cave Librum, 2017), Rayar (La Yunta, 2018), Ser con el fuego (Cave
Librum, 2019), Humo en el humo (Qeja, 2019), Entropía (La Yunta, 2019),
Entrevisiones y vislumbres (El Mono Armado, 2020), orbe /sima (Cave Librum,
2021), orbe/vaivén (Cave Librum, 2021) y En el río y en el puente (o donde
arriba es abajo) (La Yunta, 2021).
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
CUARTA PARTE
Una tarde, mientras transcurría la
acostumbrada sesión de Chopin, tocaron la puerta. El hombre apagó el radio y
comenzó a bajar las escaleras. El sonido de la aldaba contra la puerta se
repitió. Me asomé por la ventana de mi cuarto que daba al frente del hotel y
abarcaba gran parte de la calle. Desde la altura pude ver a una joven, con un
gorro azul de lana y sosteniendo por el manubrio una bicicleta amarilla. La
bicicleta tenía una canasta al frente y, en ella, unas abultadas bolsas de
papel. Aparté la cortina para tener una mejor observación, pero el posadero ya
había abierto y ella entró. Regresé a mi cama pero de inmediato fui a mi
puerta. No era necesario salir pues podía escuchar con claridad que se
saludaban y la voz de él preguntándole por su salud. Salí de mi habitación,
bajé las escaleras y me dirigí al pasillo principal para aparentar que iba a la
cocina. La chica me vio. Sus ojos oscuros se agrandaron y el posadero, un poco
a regañadientes, me la presentó.
–Lucrecia.
La luz de la mañana le daba en la espalda y
creaba un claroscuro en su silueta. Por esa razón no pude fijarme en los
detalles de su rostro, sumergidos a medias en la penumbra. Era menuda de cuerpo
y sus brazos, tiesos, transmitían una vaga sensación de vulnerabilidad. La
bicicleta amarilla estaba recargada en el alto escritorio de la recepción.
Tenía una canastilla al frente. En el escritorio había un par de bolsas con
algunas legumbres y otros productos que no pude identificar. Ella alargó la
mano para saludarme. Tenía los dedos fríos. Por un momento pensé que me
preguntaría qué hacía ahí, como si yo fuera un lejano pariente que se aparece
de improviso y trastoca la armonía familiar. Sin embargo, pronto sentí que
establecía un lazo de confianza cuando me deseó una feliz estancia y una sonrisa
se asomó entre sus labios.
Salí para caminar por las calles cercanas
al hotel. Traté de reconstruir su rostro mientras miraba el cielo nublado. Me
pregunté si, los pájaros que sobrevolaban los techos de las casas, unos pájaros
de plumaje negro y lustroso, eran los únicos que habían sobrevivido a la
extinción. Lucrecia se instaló en la habitación que estaba al otro extremo del
pasillo, justo frente a la mía. Ese día llevaba pantalones de mezclilla y un
suéter blanco con rosas bordadas en la parte inferior. Por alguna razón parecía
distinta a los otros. Quizás era cierto carácter impredecible, un temperamento
volátil y, al mismo tiempo, afable. Era una persona con la que no podías
pelearte porque, al cabo de pocos minutos, habría dejado en un segundo plano el
motivo de la discusión.
Seguí apuntando en papeles y
transcribiendo, con velocidad en la computadora, mis impresiones. Cada rostro
parecía repetirse en la esquina siguiente. Casi nadie reparaba en mí. No había
una sensación de peligro y, sin embargo, tenía la necesidad de pasar
desapercibido. Imaginaba que, en medio de la calle, los escasos transeúntes se
detenían y me apuntaban con los dedos índices, como si estuviera en una secreta
obra de teatro cuyos significados, abstractos, mutaban a cada segundo. Pero se
rompía esa imagen y, entonces, los rostros de los hombres y mujeres parecían
inofensivos, como si yo me estuviera inventando cada uno de sus rasgos. Pasó
muy poco tiempo, quizás un par de días, cuando volví a encontrar a Lucrecia.
Los dos estábamos en las escaleras. Llegó hasta mi rostro un sutil aroma a
lavanda.
–¿Te cuento algo interesante?
Asentí con un movimiento de cabeza.
–Sígueme –y me tomó del brazo.
Bajamos y nos acercamos a la ventana que
estaba del lado derecho de la recepción. Había un sillón alargado y una mesa de
centro. Me pidió, con una seña, que me acercara.
Nos colocamos en dirección a la ventana y
ella, con un gesto de picardía, me señaló el reloj de pulsera que llevaba. Era
un reloj plateado con manecillas amarillas.
–Me lo regalaron en mi cumpleaños. No hay
muchos como éste por aquí.
El reloj brillaba en su muñeca izquierda.
–Ya casi son las once –me dijo con una
expresión de triunfo.
Del otro lado de la ventana, en la calle,
se realizaba el habitual desfile de transeúntes. Era, casi podía afirmarlo, una
coreografía secreta y calculada. Acaso, también, una migración en círculos.
Lucrecia pareció adivinar mis pensamientos y me dijo:
–Mira…
Un hombre, de traje impecable y corbata de
rayas diagonales, se acercó al edificio que estaba enfrente de la posada. Me
había dado cuenta de esa construcción y, suponía, que era un edificio de
oficinas. El hombre, con el aspecto clásico de un burócrata, desapareció por la
puerta. El cubo de las escaleras, recorrido por una ventana larga y rectangular,
dejó entrever cómo el hombre llegó al último piso, sacó unas llaves y abrió una
puerta.
Lucrecia me explicó:
–Desde hace tiempo muchas labores son
irrelevantes. Sin embargo, la gente sigue asistiendo a sus lugares de trabajo.
Llegan, apuntan su nombre en la libreta de registro y buscan sus oficinas. Ahí,
repasan sus planes para el día. Por ejemplo, los oficinistas de la dependencia
de tránsito buscan viejas multas y comprueban que, en realidad, se hayan
pagado. Si encuentran un error o, incluso, se dan cuenta de algún acto de
corrupción, toman nota del asunto y lo registran en gruesas carpetas que
guardan en archiveros. Nadie consultará esos documentos, pero ellos tienen la
necesidad de hacerlo más allá de las responsabilidades que asumimos cada uno de
los habitantes de aquí.
Lucrecia terminó su pequeña historia. Iba a
reír aguijoneada por un pensamiento posterior pero su pecho se estremeció y
comenzó a toser. Pensé que era el polvo que flotaba en las calles y que parecía
lo único vivo en las mañanas desiertas, cuando el aire frío recorría la ciudad,
entumía árboles y silenciaba el canto de los pájaros negros. Recordé que el
viajero se refería a ellos como unos animales torvos, taimados, de plumaje
cenizo, que se refugiaban bajo los tejados de las casas.
–Es para que lo anotes en tu crónica –dijo,
mostrando en su rostro un asomo de triunfo.
Me sentí descubierto. Supuse que, en algún
momento, ella habría espiado en mi cuarto o que su padre le habría contado
nuestras anteriores pláticas.
–¿Quieres algo de comer? –me preguntó.
Asentí en silencio.
En la cocina había una tabla de madera para
picar y un cuchillo de filo opaco. El viejo refrigerador se estremecía y daba
la impresión de que dejaría de funcionar en cualquier momento. Ella percibió mi
incomodidad y sacó de un cajón un par de papas de tamaño mediano. Las sopesó
entre sus manos, como si fueran un juguete recuperado de la infancia, y me
dijo:
–Las papas son muy fáciles de dar aquí.
Incluso, se pueden cosechar en invierno. Hay casi todo el año.
Miré sus ojos y la expresión de triunfo en
su rostro. Después fue al fregadero y las empezó a lavar con cuidado. Una vez
terminado el desayuno habitual nos quedamos en silencio. Éramos dos
adolescentes que no sabían qué hacer con un día libre.
–¿Salimos a caminar? –propuse.
Caminamos por la calle principal de la
ciudad. Lucrecia miraba a la gente, se detenía en alguna tienda. Poco a poco,
sin planearlo de antemano, nos fuimos alejando del centro de la ciudad. Pensé
en leves corrientes de aire que influían en el trayecto de los paseantes como
nosotros, personas que, al contrario que el resto, no tenían una ruta definida.
Era dejarse ir, guiado por los pasos de Lucrecia. Me sentí bien.
–Dicen que antes las calles tenían nombres
de personajes importantes o fechas. Ahora la gente prefiere ponerles números.
Esta es la calle “1”. Aumenta gradualmente hasta las últimas casas.
Al acabar de decirlo alzó su brazo y señaló
con el dedo índice la calle en la que estábamos y que, de tan vacía, parecía
inmensamente profunda, como una línea recta que se extiende hasta tocar el
horizonte. Traté de recordar las veces que, en ese escaso tiempo, ella había
señalado con su mano derecha, con sus dedos fríos y pálidos. Recordé al grupo
de personas que señalaban a la mujer caída en la calle, naufragando en un
charco de sangre. Había un par de autos estacionados. Eran modelos antiguos y
era evidente que no habían sido movidos durante mucho tiempo. Objetos de museo,
se limitaban a interrogar el paisaje con sus cofres sucios y sus ventanas cubiertas
de hojas secas y polvo. La parte posterior de algunas camionetas había
recolectado capas de tierra y, sobre ese fermento, en apariencia frágil,
crecían plantas enredaderas que recorrían los costados y las portezuelas.
Lucrecia miró con curiosidad mi interés cada vez más palpable. Yo trataba de
tomar nota mentalmente para después escribir mis descubrimientos y
suposiciones. Ella, de pronto, deshizo el gesto y nos detuvimos, indecisos del
rumbo. Miré las casas y los techos, algunos de ellos de dos aguas. No había
basura en las banquetas y un par de transeúntes recorrían su ruta cotidiana. En
esa ciudad había espacios huecos. En donde hubo alguna vez aglomeraciones,
puestos callejeros de comida, vendedores ambulantes, ahora había corrientes de
aire invernal que arreciaban por algunos segundos y que nos obligaban a juntar
los brazos al cuerpo y refugiarnos en nuestros abrigos. El cielo, pesado de
nubes, parecía estar al alcance la mano.
–¿A dónde se fue la gente? –le dije, de
pronto, esperando que la sorpresa me condujera a una respuesta valiosa.
Ella se encogió de hombros y respondió,
quizás evasiva:
–Los fines de semana hay más personas. No
somos muchos, de todas formas.
El laconismo de su respuesta me dejó sin
palabras para poder continuar la charla. Tiempo después me enteraría, por un
nuevo documento, esta vez en un papel periódico abandonado en el quicio de una
puerta, que en el pasado se había registrado una gran migración. No se tenían
datos, pero en la memoria colectiva de esa parte del país, quedaban ecos de los
que se habían marchado. No había razones, información detallada, sólo la vaga
percepción, como se ven las cosas en un sueño, de espacios cada vez más
amplios, parques más silenciosos, bancas sin ocupar, autos dejados en la orilla
de la carretera y empleados que, de un día a otro, no se presentaban a
trabajar. El viajero no informaba de algo parecido. Pensé que, tal vez, esa
historia formaba parte de las hojas perdidas de la libreta roja o de los
párrafos incompletos, las letras diluidas por el tiempo o por la lluvia.
Quizás, una teoría que no se le había ocurrido al viajero, era que la muralla
tenía como objetivo impedir que la gente huyera del país. Sin embargo, al menos
hasta ese momento, esa posibilidad era extraña. La edificación de esa alta
pared debió haber consumido a varias generaciones y la migración, al parecer,
no era tan remota. Por eso preferí anotar que la desolación de la ciudad se
explicaba, de inicio, por los suicidios constantes. Las muertes eran como gotas
desbastando una piedra, la marea que erosiona una bahía. Pensé que, quizás,
durante algún paseo podría entrar a algunas casas e investigar en armarios
vacíos, cocinas desoladas, huellas oscuras que indicaban el recuerdo de un
mueble. Si el abandono del hogar había sido demasiado repentino encontraría
restos cuyas voces fueran más claras: platos amontonados en un fregadero,
anotaciones en un pizarrón de corcho, calendarios y relojes detenidos en un día
lejano. La comida, por supuesto, habría sido aprovechada por los vecinos, pero
confiaba en que la desidia los hubiera alejado de esas ruinas interiores,
vestigios que, de alguna forma, contarían una historia para mí o para
cualquiera que pudiera desentrañarla.
Ese día, de regreso al hotel, Lucrecia me
dijo que tenía 25 años y que muchos le decían que aparentaba más edad. En
efecto, cuando inclinaba el cuerpo, cuando su voz iba lenta a explicarme cosas,
parecía una mujer mayor. Usualmente vestía pantalones de mezclilla y blusas
coloridas de manga larga. En esa época del año el frío le hacía abrigarse con
un grueso suéter rojo, con un cierre en la mitad, que le quedaba un poco
grande. Iba y venía por el hotel. La veía por la ventana y trataba de
distinguir su ruta hasta que se perdía de vista. En esos días ocurrieron dos
suicidios más. La gente compartía esa información de boca en boca. Sin embargo,
no había miedo en las palabras compartidas, sólo el breve asombro, la
curiosidad que pronto daba paso a un mutismo acendrado, a la observación del
cielo como una forma de consuelo inconsciente.
Las tardes las usaba para explorar las
partes más altas de la ciudad. Quizás, desde esos lugares, podría observar
pequeños pueblos o aldeas de unas cuantas casas. Sin embargo, apenas podía
distinguir los relieves del paisaje: cerros desapareciendo en la lejanía, el
horizonte como una línea de luz que contribuía a desvanecer esa región del
mundo. En los límites habitados de la ciudad había chozas rodeadas de reducidos
campos de cultivo. El dinero, a pesar de la reticencia de mucha gente, no era
aceptado en algunas zonas que preferían el trueque para solventar sus
necesidades. Esto era lógico ya que los bienes de consumo eran cada vez menos
variados y no existía el comercio con otras ciudades.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Adansonia (Baobabs)*
Si por la savia de la rama se pudiera en un
impulso,
en un prodigio o en un simple descuido del
destino,
si por la savia de la rama se pudiera
llegar al fruto y la semilla,
y crear un árbol humano que lograra crecer
solo en la estepa,
como esos árboles africanos solitarios en
la sabana,
altos como torres, copa minúscula, que
nunca hacen bosque,
que a lo sumo se juntan de a tres o cuatro
en la llanura,
o quizás siete u ocho si la superficie
alcanza para todos,
para ser individuos solitarios, pero sin
exagerar el tema,
reconocerse en las mañanas, ser una
amigable referencia.
Si por la savia de la rama se pudiera
llegar al fruto y la semilla,
y lograr un árbol humano inmune al odio y
la avaricia,
en un impulso libre de deseo, en una
polución involuntaria,
como quien espera el pico de un colibrí o
una mariposa
que nos reemplace en un devenir ajeno al
énfasis y las deudas.
Si por la savia de la rama se pudiera
llegar al fruto y la semilla,
y ser uno frente a otro a una distancia de
rescate,
para verse y sentirse sin anularse ni
invadirse,
respetándose el sol, el aire, y el pedazo
de planeta,
pudiendo ser a la vez uno y especie,
todo esto de vivir valdría la pena.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
CON LA SANDÍA
EN LA CABEZA*
Hay gente a la que no le hace mella lo que
se piense o diga en presencia o por los detrases, gente que no responde a un
código de vestimenta, gente que tiene la libertad de usar boinas o sombreros,
chalecos extemporáneos, colores fuera de catálogo, botines de la tatarabuela o
pulóveres con cuatrocientas noventa y nueve lavadas y remiendos.
Hay quienes se dan la libertad de saludar
con grandes abrazos que dejan a sus víctimas con sonrisas confusas y los
bracitos pegados al cuerpo. Gentes que se pasean contraviniendo los códigos del
ridículo de su generación, verdaderos subversivos del buen gusto, personas
raras.
Hay quien estaría perfecto en una fotografía
del siglo pasado, en una filmación de la época del mayo francés o un video que
se capture de aquí a cinco años, que para la moda es la eternidad y un día.
Son personas molestas para presentaciones
de familia, y las sonrisas burlonas acompañan o suceden su presencia. Se hacen
irreflexivamente o con toda intención juzgamientos de carácter, creencias
políticas y sanidad mental a partir del atuendo más o menos correspondiente con
lo que la época, edad y condición social indican como correcto y necesario.
Ahora bien, por qué entregarse al escarnio.
Alguno lo hará conscientemente por mantener una postura, vistiendo en el cuerpo
su no pertenencia a lo establecido; otros por esnobismo, otros porque
simplemente no se dan cuenta y se ponen lo que les resulta más cómodo o
simpático.
Molestan. Causan un malestar pues rompen la
perfecta monotonía que asegura que todos estamos en la sintonía de lo
aceptable. El rojo combina con los neutros, las rayas jamás jamás con los
lunares, y aros largos nunca para los cuellos cortos.
Y lo que refiere a la indumentaria se
traslada por declinación a las actitudes y las palabras. Como por necesidad,
como si fuese natural y el orden universal indicase el largo de las faldas.
No es algo simple escamotearse al juego de
lo aceptable, el más estrambótico de los seres verá en alguien más lo ridículo,
señalará desdeñosamente un moñito tonto, un collar ostentoso. El más libre de
los sujetos despreciará gazmoñerías ajenas, comportamientos objetables.
Hay una línea entre lo excéntrico y la
afrenta voluntaria. Vivimos en sociedad, lo que hacemos públicamente puede
escandalizar o ser realmente desagradable. Hay situaciones, lugares, momentos
en los que alguna cosa puede ser una falta de respeto. Pero quién y con qué
manual en la mano puede marcarla con aerosol en la cancha.
Como esa línea inexistente no se ve pero se
siente, muchos decidimos sacarnos la sandía de la cabeza con la que gozosamente
paseábamos resguardándonos del sol, nos pusimos los zapatitos que están en las
vidrieras y nos fuimos resignando a componernos en el espejo que nos coloca el
resto de la humanidad al salir de casa. Lo hicimos con el deseo de no ser una
molestia para los amigos y familiares, para que no nos miren mucho los
transeúntes, es decir, para volvernos invisibles.
Y desde el momento en que vestimos la ropa
adecuada, empezamos a emitir por declive ciertas opiniones, nos permeabilizamos
a ciertas creencias, por urbanidad enrollamos alguna bandera y quemamos unos
cuantos libros. Es la vida ¿o no? Uno envejece, una se adapta, uno se convierte
en ese que antes le causaba risa o pena.
Claro que me dirás, querido amigo, que tus
lentes para leer y tu camisa blanca no te quitan fervor por la utopía. Me
asegurarás que la sandía no es el mejor sombrero, que tu libertad no depende de
la tela de bambula que se perdió en el pasado. Y posiblemente sea cierto.
Los nietos no desean una abuela fantoche,
los hijos se horrorizan de un padre que llama la atención. El adolescente lleno
de piercings y tatuajes detesta a la ridícula profesora de falda acampanada.
A nosotros (a nosotros, sólo a nosotros) la
libertad.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
El deseo es muchas
veces la delicadeza de una taza por romperse, o un cristal demasiado frágil.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta
Plaza Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. En este cierre del Midland acompañare en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
No hay comentarios:
Publicar un comentario