*Foto de Noelia Ceballos @noe_ce_arte
*
Miro con insistencia
los castaños nevados.
Hace mucho tiempo que
los miro.
Ahora cae la nieve
sobre las ramas y el patio.
Cae desordenada y
majestuosa,
como caen los hechos
que no esperamos.
Todo es movimiento, me
digo,
es preciso atender a
la naturaleza.
Los castaños reciben
la nieve
pero no hubieran
podido anticiparla.
Eso es,
debe ocurrir lo mismo
con ciertas decepciones.
Nadie puede ver la
nieve antes de que empiece a caer,
ni siquiera los
castaños,
ni siquiera los
pájaros más altos,
ni siquiera los
mineros que saben todo
sobre los estallidos y
los temblores
podrían haber visto la
nieve
antes de que empezara
a nevar.
¿Sabrán las monjas
cómo se ven de tristes
con su ropa negra
caminando sobre la nieve?
¿Acaso ve el ciervo la
cuna del cazador?
Así aparecen gestos,
actos, omisiones
asombrosas
desmoronándose sobre
nosotros.
¿Lo hubiéramos podido
prever?
Nieva.
Nieva porque hay cosas
que solo existen
cuando caen.
*De Valeria
Pariso. valeriapariso@outlook.com
(Poema de su libro Final francés)
-Valeria
(Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar"
Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015),
"Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La
trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al
viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de
Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed.
Mascarón de proa (2020); "Flores
para no regar", Editorial AqL (2021).
- “Final
francés”, AqL ediciones, 2023
OBJETOS*
Hay dos modos de abrazar los objetos:
un modo seco,
lejano y ausente;
otro húmedo,
calmo y penetrante.
Si el abrazo es adecuado
decaen los múltiples futuros,
comienza un calor nunca olvidado.
Si el objeto es nuestro cuerpo
es de similar comportamiento,
se evapora la distancia
y lo que es alejado deja de serlo.
Todo gira
en una danza
interminable y serena
*De Jorge
Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
La oscuridad*
Hay días temibles en los cuales cae sobre
uno
toda la miseria y la pena del mundo. Días
feroces
de la conciencia que nos asaltan por
sorpresa
y se cancela la ley de inercia del
movimiento.
Días en que todo se vuelve confuso y
relativo,
en que lo vivido no nos redime y lo que
resta
no nos salva de la condena y de la
sensación
de incertidumbre. Días en que los equívocos
cometidos encuentran la salida del
laberinto
en que creímos dejarlos perdidos. Días en
que
el camino se hace cuesta arriba, la
ambigüedad
nos abandona y la decencia obliga a
llevarlos
a la rastra. Días que la enfermedad no
alcanza
para matarnos y voluntad no es bastante
para
vivirlos. Es decir, que todavía tenemos la
duda
necesaria para seguir respirando y las
manos
de la certeza alrededor de la garganta.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
VIDAS
MINÚSCULAS *
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
En un fragmento inicial de El principito el protagonista le dice al
aviador, después de que le ofrece el famoso dibujo de la boa con el elefante,
que no le sirve esa representación pues su mundo es muy pequeño y no cabría un
animal tan grande. No dejo de pensar en esta escena del libro de Antoine De Saint-Exupéry cuando voy a
alguna tienda de muebles con mi esposa y estamos tentados a comprar un sillón
nuevo o, incluso, algún electrodoméstico. Cada decisión de compra debe ser
evaluada en función de metros cuadrados y no por el dinero en la cuenta
bancaria. Después de pasear una y otra vez entre pasillos y anaqueles repletos
de cosas, seguidos muy de cerca por un vendedor ansioso por nuestra decisión, nos
damos por vencidos y regresamos a casa. Ahí mediremos el espacio con cinta
métrica para no tener que devolver la compra. Creo que, para evitar más
frustraciones, deberíamos ir a cada tienda armados con un mapa actualizado de
nuestra pequeña casa para saber qué mueble es factible antes de la desilusión.
A veces comprendemos, con cierta desazón, que comprar cualquier objeto implica
el abandono de otro. Hacemos, casi siempre, una ecuación en la que cada
elemento nuevo debe, forzosamente, desplazar a uno existente para lograr el
equilibrio. Como en el juego de Tetris
tenemos que evaluar, desde antes, si el objeto en cuestión puede entrar por la
puerta de la casa, si tiene la forma adecuada, si se puede modificar en caso de
que se atasque en el angosto pasillo.
Quizás empecé a comprender la escasez de
espacio en mi vida cuando, en plena adolescencia, juntaba latas de refresco
para iniciar una colección. Mi padre construyó, en una de las paredes de mi
recámara, una especie de mueble con tablas de madera y cajas de plástico de
colores brillantes. En la parte de arriba coloqué las latas y, en los demás
espacios, libros. Por supuesto, libros y latas fueron cada vez más numerosos.
Las torres de latas crecieron hasta el techo y las filas de libros fueron
dobles o triples. El librero, ante el peso creciente, comenzó a tambalearse y a
despegarse de la pared. Mi padre usó unos grandes tornillos para fijar de nuevo
toda la estructura y reforzamos las cajas de plástico que se arqueaban y
amenazaban con romperse. Cuando mi biblioteca comenzó a crecer tuve que
deshacerme de las latas. No fue difícil tomar la decisión, pues en aquel
entonces comprendí que no sería el gran coleccionista y que era un empeño
inútil juntar objetos sin ningún orden discernible. Una mañana limpié la parte
superior del mueble y las latas terminaron en una bolsa negra, esperando el
camión de la basura. A pesar de eso, conforme fui creciendo, mi habitación fue
estrechándose, como una madriguera que reduce sus límites y que pronto será
insuficiente hasta para la diminuta vida de un ratón. Pronto apareció una mesa
con ruedas y una computadora de escritorio. Más libros que fueron ocupando cada
milímetro disponible. El clóset rebosaba de ropa. El 15 de junio de 1999 un
sismo de 7.1 grados azotó la ciudad de Puebla. Yo estaba manejando el auto de
mi madre y no sentí a plenitud la intensidad del movimiento. Cuando regresé a
casa contemplé mi madriguera: el librero había colapsado y, sobre la cama en la
que dormía, estaban los libros, las cajas y las tablas de madera. Sentí
escalofrío cuando comprendí que yo pude estar debajo de todo eso.
Pienso, por supuesto, que la carencia de
espacio me puede llevar a un ámbito mental diferente: el del desprendimiento.
En realidad, no necesitamos tantas cosas para vivir. Un poco de ropa, los
libros indispensables para consultar y, acaso, releer. Puedo convertirme en un
monje oriental, un ermitaño en medio de una ciudad de más de dos millones de
habitantes. Sin embargo, este convencimiento se desvanece cuando prendo la televisión
y aparece un reality show en el que una afortunada familia recibe la visita de
un equipo profesional que reconstruirá y ampliará su hogar. En cuestión de una
semana los felices beneficiarios reciben una casa de ensueño. La toma del
camarógrafo muestra una amplia sala, una cocina inmensa con decenas de gavetas
y cajones. No pueden faltar las recámaras, el cuarto de visitas, área de
planchado, un taller para que el esforzado padre de familia pase su tiempo
libre construyendo más artefactos y muebles para llenar todos los rincones de
la casa. Apago la televisión. Comprendo que, en el mundo de hoy, hay cada vez
más cosas para comprar –aunque sea endeudándonos– y menos lugar para ponerlas.
Quizás por eso la obsolescencia programada –mercancías diseñadas para romperse
o desgastarse antes de tiempo– tiene como fin, además de la circulación casi
infinita de productos, hacer espacios forzosos en nuestros reducidos hogares.
Por eso mantenemos la fe en alto cuando compramos una nueva licuadora, una mesa
o una silla extra para el comedor: sabemos, secretamente, que no es una compra
definitiva, que esa cosa nueva no estará con nosotros hasta el día de nuestra
muerte. Cómplices involuntarios, miraremos jornada a jornada la nueva
adquisición hasta detectar algún fallo que anuncie su próximo final. Entonces
habrá un nuevo sitio para llenar y nuestras vidas, por instante, volverán a
tener sentido. Bernard London, uno de los primeros promotores de la
obsolescencia programada, previó esto y, en 1932, propuso una iniciativa digna
de figurar en los libros de Orwell o de Bradbury: ponerle fecha de caducidad a
las cosas que compramos. Una vez que llega el día marcado en la etiqueta sería
ilegal tener el producto. Unos camiones de basura irían de casa en casa,
recolectando objetos funcionales pero sin autorización para usarse. Sus ideas,
que tenían como intención salvar a Estados Unidos de la Gran Depresión, no
pudieron llevarse a la práctica tal y como las pensó, pero eso no significó que
no hubo más intentos por detonar el consumo masivo. En los años 50 se dieron
cuenta que era más fácil seducir que obligar y nació la publicidad moderna. No
hay rebelión posible cuando te convences de las maravillas de una nueva línea
de ropa o un teléfono celular que tiene capacidad de miles de aplicaciones,
aunque sólo uses dos o tres. El simple hecho de poseer el objeto, mirarlo como
una especie de fetiche aspiracional, nutrido por horas de publicidad, es más
que suficiente para vaciar nuestros bolsillos.
Cuando salgo de mi pequeña casa pienso que
nuestras jornadas se caracterizan por pasar de un habitáculo a otro. Vivimos
vidas minúsculas en espacios que se pueden abarcar con una sola mirada. Salimos
de un lugar cerrado para entrar a otro. Las conexiones entre esos ámbitos
limitados son calles estrechas, avenidas repletas de autos que replican, de
algún modo, la sensación de claustrofobia. En las ciudades no hay opciones para
contemplar el horizonte: la mirada siempre se topa con algún edificio o un
anuncio de grandes dimensiones. Cada lugar vacío debe ser ocupado para evitar
una especie de horror vacui mercantil: aquella azotea libre de publicidad o la
barda desnuda en una calle, son territorios independientes que se deben
conquistar con el anuncio de un refresco o las rebajas de una tienda departamental.
Nos acostumbramos tanto a los laberintos en los que transcurren nuestros días
que, muchas veces, creemos que el campo, el mundo natural, es una especie de
ficción. Comprendí muy bien mi condición de urbanita ignorante cuando, en un
viaje que hice a la Sierra Norte de Puebla, provoqué la hilaridad de mis
compañeros al confundir un platanero con alguna fascinante planta prehistórica,
quizás desconocida para la ciencia. Aún me lo siguen recordando cuando me reúno
con ellos.
El escritor italiano Ítalo Calvino, en su cuento “Todo en un punto” describe, como
pocos, la sensación de encierro a la que podemos llegar. Usando como principal
referencia el instante anterior al Big Bang, la historia nos cuenta la vida de
varios seres amontonados en ese momento, en un lugar carente de espacio, un
“no-lugar”. Los habitantes de la nada, después de la explosión que dio origen
al universo, recuerdan los problemas que tenían cuando no había espacio: la
imposibilidad de saber cuántos son o desplazarse a cualquier lado. Una frase
como “estar apretado”, refiere el narrador del cuento, no tiene sentido porque
no hay espacio para que esto ocurra. En ese instante condensado cualquier cosa
es un milagro: un rayo de sol, una respiración, hasta un pensamiento, necesitan
una dimensión para existir. Víctimas de su experiencia, sin poder olvidar su
pasado colectivo, los seres viven sus vidas con el temor de que el universo
vuelva a su punto de origen y estén, de nuevo, encerrados.
Intento encontrar, mientras escribo estas
líneas, ventajas para mi pequeña casa. Si un ladrón intentara entrar me
enteraría de inmediato. Bastan unos pasos para que esté en la puerta principal.
No uso lentes para mi miopía cuando estoy en mi casa porque todo lo tengo muy
cerca. Los sismos no me asustan tanto porque en pocos segundos puedo ir de la
recámara a mi diminuta cochera. Para comunicarme con mi esposa, sin importar
donde esté, sólo necesito alzar un poco la voz. Cuando hacemos una reunión
tenemos que seleccionar muy bien a los invitados porque, si sobrepasamos
nuestras posibilidades, corremos el riesgo de llevar la fiesta a la calle. Eso
nos ha hecho reflexionar sobre la verdadera amistad y las personas que, de
verdad, queremos que ocupen un espacio en nuestras vidas.
El día en que viva en un lugar más grande
me sentiré habitante de un inmenso desierto. Acaso tendré miedo de los
fantasmas o querré comprar un sistema de video vigilancia para tener acceso a
todos los cuartos que no pueda mirar directamente. Es probable que tenga
accesos de megalomanía. Me sentiré el rey de un castillo y me dedicaré a
acumular cientos, miles de cosas. Quizás mi obsesión llegue a tal nivel que los
periodistas me buscarán para entrevistarme y yo sólo les diré que antes vivía
en un mundo muy pequeño, como el del Principito.
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado: “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021- “Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Cosas*
Qué es, nos preguntamos ahora,
ya completamente derrotados
por los golpes que no vimos venir,
con una parte de dolor y nostalgia,
algo de deseo y mucha contrariedad,
lo que podría salvar algo de aquel
énfasis desmesurado que gastamos
aprendiendo el valor real y la ley
de todo lo precioso y la inutilidad
de lo falsificado, ese otro oro
de los tontos que perseguimos
como lo hicimos entonces,
sin tomar ninguna precaución
ni un mínimo entrenamiento,
puro entusiasmo e impaciencia,
esa hermosa versión de nosotros
ya perdida; confiada, fuerte,
generosa y valiente, que ahora
mira fotos de fantasmas, relojes
que no andan, monedas viejas,
llaves de lugares irreconocibles,
billeteras gastadas y desiertas,
y anillos con nombres y fechas,
en el cajón de los remedios,
esas cosas que han quedado
como testigos que saben todo
y que nunca serán citados
a declarar para salvarnos.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
-Horacio
Rodio es autor de los libros “Palabras
de piedra” Ediciones Baobab. Argentina. 1999 / “Media baja” Ediciones Dunken. Argentina. 2012 / “La insistencia de la desdicha”
Editorial Ruinas Circulares 2018 / “El
cinturón de Orión” Poesía. Ediciones
Las Flores Argentina 2022 / “Ausencia y
Error” Novela (Aparece en octubre 2023) Avant Editorial. Madrid. España.
2023
- Autor del libro de poesía “El libro de Hopper” Pierre Turcotte
Editor. Quebec. Canadá. 2023 / Autor de la novela “Una sed extraña” La voltereta Almería España 2023
- Primer premio IV concurso “Traspasando
fronteras” Universidad de Almería España 2009 - Primer Premio Cuento Concurso
“Villa de Errenteria” España. 2013 - Primer Premio Cuento Ciudad de Azul
Argentina 2013 - Segundo Premio Municipal CABA Eduardo Mallea CABA Argentina.
Bienio 2011/2013 - Primer premio Cuento Floreal Gorini, C.C.C. Argentina 2015 -
Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana Cuba 2015 - Primer Premio Poesía
Ciudad de Azul 2015 - Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela
Héctor Rojas Herazo 2020. Colombia. -Primer premio de cuento Fundación Gabriel
García Márquez. Colombia 2021.- Primer premio libro de poesía. XV Concurso
Nacional Adolfo Bioy Casares. Argentina. 2022
Fugaces
reencuentros*
Nostálgicas presencias
que a veces sin ser convocadas
vienen a turbar la muerta rutina.
Son como instantáneas.
Aparecen de pronto ante nosotros
tras la cortina gris de una tormenta
al otro lado de un voraz incendio
en la fila del hipermercado
o allende los cristales de un acuario.
Y tratamos de asir desesperadamente
la esencia del recuerdo que despiertan,
el reflejo sutil de la memoria.
Mas al abrir los ojos
el paisaje ha cambiado.
Nada es ya lo que fue.
Las queridas presencias
se alejan como sombras hacia otros
territorios
en los que acaso sea posible la palabra.
Más tarde, entre las sábanas,
seguiremos buscando la llave del enigma.
Pero el pasado no vuelve para nadie.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
El padre encerraba a
Rembrandt en una torre donde guardaban granos, para castigarlo. Una especie de
tolva dónde entraba un haz de luz por un agujero arriba del todo. Allí,
encerrado y rodeado de ratas, descubrió los secretos de la luz. La oscuridad y
la luz son pares complementarios y opuestos.
Podemos crear luz en
la oscuridad.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
ABISMO*
Ambas
gota y río,
son fronteras
linderas al abismo.
Denuncia de unos ojos
que ven sólo el fragmento.
Aquello que es todo en sí.
Aquello que es nada.
*De Jorge Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
-De su libro "Revelaciones".
Huesos de jibia. 2010
*
Duele terriblemente que nos imaginemos todas las cosas que no hemos sabido gozar. Sólo nos enseñaron a sufrir.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Estación
Carlos Beguerie*
Es imposible acercarse a la temática de los
trenes sin adentrarse en la zona de niebla, en ese polvo que nunca termina de
asentarse, como en los altillos habitados por fantasmas, o recuerdos, que no es
lo mismo, pero funcionan con los mismos engranajes de dientes desparejos.
Es un territorio de tristeza y añoranza.
Pende alguna campana de bronce, una señal de hierro ya no anuncia el paso de
ninguna formación, se han detenido los relojes de esferas blancas. Es un lugar
donde todo el año es otoño, donde el pasado fue mejor, donde el futuro sólo es
un rizo de pelo castaño que seguirá enmoheciéndose en un relicario.
Fue otro el momento de desafiar a los
ingleses, de armar un entramado de vías que sacaran las ciruelas, la leche, los
duraznos. Se quejaban entonces del suelo inundable, pero allá iban los
trabajadores golondrina cargados de hijos, allá crecían escuelas, y el país se
iba construyendo saludable y joven.
Después fueron las clausuras, un breve
resucitar y la muerte definitiva. Pero antes de eso, en la época de gloria,
hubo un hombre de gorra, alpargatas y ojos transparentes que llegó a Carlos
Beguerie y se afincó cerca de la estación. Amaba los trenes y alquiló una pieza
desde donde le llegasen los ruidos de vías y silbatos.
El hombre era italiano, tenía cabello de
bronce y era joven. No había llegado a hacerse la América; apenas quería lograr
una casita donde volver por las noches, con dos o tres hijos y una señora de
manos olorosas a cebolla. Pietro vio que en el pueblo las casas eran de
ladrillos, y puesto a trabajar se ofreció de albañil. Venía de viejos pueblos
con torres de piedra, nada sabía de plomadas ni de fratachos, por lo que
después de varios fracasos nadie volvió a llamarlo.
Puesto a observar, vio Pietro que la gente
comía queso, por lo que compró leche y se puso a fabricar queso como en la casa
de su padre. Más o menos algo hizo, pero era muy caro, y la gente de Beguerie
hacía excelentes quesos criollos a menor precio, ya que tenían sus propias
vacas.
En fin, que Pietro con su ilusión intacta
emprendía, uno tras otro, trabajos que lo dejaban con menos ahorros. Se
preguntaba por qué no le daba resultado hacer lo que otros habían hecho, sin
darse cuenta de que ese era el problema. Insistía el pobre con voluntad y falta
de juicio, rodeado por una nube de pajaritos que revoloteaban alrededor de su
cabeza soñadora.
Fue por entonces, en 1961, que cerraron el
ferrocarril, y todos los que antes prosperaban fueron levantando familia y
posesiones para buscar otros horizontes. Pietro se quedó, ya en la indigencia,
realizando trabajos humildes como peón en los campos aledaños. Recuerdo que
alguna vez durmió sobre trapos en el andén abandonado, y entre sueños seguía
pensando en inventar todas las cosas que ya estaban inventadas. Afiebrado, en
una ocasión trataba de convencer a un paraguayo de las bondades de una caña
hueca con agujeritos para tomar una infusión caliente a base de yerba mate, y
otra vez se preocupó en apalabrar a un tendero para que se asociara a fin de
confeccionar prendas de tela o lana con un agujero en el medio. El tendero le
seguía la corriente, y le sugirió llamar a ese abrigo con un mote pintoresco,
quizás decirle poncho.
A Pietro finalmente le salió novia y
familia, porque esas cosas se daban, y a pesar de todo tuvo su casita y sus
guisos con cebolla, pese a sus fallidos intentos de inventar lo que ya existe.
Era 1961 cuando cerró el ferrocarril, cuando Pietro pudo salir adelante con sus
ojos alelados y la torpeza sobre sus hombros. Era temprano, todavía estábamos
en la mañana de nuestra historia. Todavía la estación tenía los archivos con
sus fichas y los tinteros con su tinta olorosa, aun se sentía la posibilidad de
una resurrección. Todavía no habían levantado las vías y los futuros de los
Pietros no se habían hecho inviables.
Hoy la estación, encharcada en su
territorio sin trenes, está muerta. Hoy a los hombres sin cobijo difícilmente
les brota una familia. Los pajaritos trinan en los árboles, indiferentes.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
LOS
EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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