*Foto de Noelia Ceballos @noe_ce_arte
OLIVOS*
Anoche, en sueños, ha venido mi padre.
Tenía cara de carpintero.
Aunque sus manos, siempre, fueron de tinta.
Mi mirada nubla mi corazón al ver sus ojos.
Tristemente indescifrables ojos moros.
Le pide a mi madre 30 monedas.
Mi madre se las entrega.
Treinta monedas, una fábula de amor y un
ramo de olivos
Mi padre, quita el papel plateado y la
besa.
Ella saborea la fábula de chocolate.
Yo barro el lugar más sagrado de mi tierra.
Hay olivos y huesos de sus frutos.
Saboreo el mítico amor y las aceitunas.
Queda una hoja de olivo, una sola.
La levanto y la guardo.
Reverentemente.
Para noches de congojas claves y ángeles
caídos.
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
*
No comprendo bien cómo
hacen
-ciertas personas-
para sustraerse al
entorno
elevar la mente
crear en medio de una
casa
entre manchas de
humedad
sin preocuparse por el
devenir de las cucarachas
sin seguir
el trazo de las
hormigas. Dejar caer la cara en la almohada
que se deshilacha a
fondo
ir hacia el sueño
profundo, sin pensar
en hilo y aguja.
La mano no agarra, el
elemento reparador
no pica el ladrillo
viejo
no lija la pintura
ajada.
Me pregunto si será la
lucha contra los materiales
la verdadera
naturaleza de los hombres.
A veces, creo, son los
sabios verdaderos
los que abrazan la
decadencia.
¿Wilcock y Walser no
eran así?
No me extraña nada no
ser genial:
el cerebro no se
conforma con reparaciones.
En cambio me llevaré
de este mundo el contacto con la materia
el trabajo con los
elementos
la reacción del metal
a la pintura
el tornillo que hay
que cambiar por deterioro
la tela gastada de los
sillones retapizados
una vez y otra
la mano que sostiene
la lija sobre la madera y alisa el cajón
que se pudrirá bajo
tierra.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar
del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde
se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un
máster en Gestión Cultural.
-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento
latinoamericano.
-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo &
Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos
Aires, 2015), El cuerpo intacto
(2017, Penn Press), Grow a lover (2018,
Pensamientos literarios). La gota en la
piedra. (Mardulce, Buenos Aires 2021)
el carpintero*
a mi abuelo Genaro
Al compás de algunas canzonetas
le daba ritmo a la verdulera
hasta agotar los escorpiones
quién sabe si volvió a visitar un barco
o si coleccionaba botellitas en secreto
la unión de la madera
con los clavos y el martillo
eran su música cotidiana
la dualidad entre el plato de comida
y los rezongos
a veces ejercía la melancolía
mientras acariciaba un perro
sentado en sus faldas
y hablaba en silencio con las sombras
los espejos fueron sus discípulos
sus cartas de la ausencia
el legado no escrito en los cuadernos…
yo conservo de sus pertenencias
una boina color borravino
y un antiguo reloj de bolsillo
-con una aguja sola-
que cuelga de manera cómplice
en la pared opuesta a la biblioteca.
*De Hernán
Alberto Melfi. impresentable14@yahoo.com.ar
-Hernán
Alberto Melfi: CABA 1970. Escribió los libros Juguetes Malditos (2013) y Los
Titeres Punk (2014) ambos por El Encuentro Editorial. Reside en EEUU
LA CASA SOBRE LA NOCHE*
“El patio es el declive
por el cual se derrama
el cielo en la casa.”
Jorge Luís Borges
Las nubes se posicionan
contra el hambre de las estrellas
sobre el techo frígido de la vieja casa
que con su patio de ladrillos
reparte miradas paródicas
hacia el inhóspito hábitat de lo absoluto
que busca extenderse
con el trasiego sucedáneo del ojo agraz
y desde allí erguirse vertical,
como árbol destinado a crecer
sobre la corteza del asombro,
desafiante a los incrédulos,
candados colgados en sus puertas huidizas
sin importar el que las llaves del cielo
sean sólo palabras ciegas.
*De Daniel
Montoly.
Columbus. Ohio
https://sanatoriodelaslagartijas.blogspot.com
Toda la tarde oigo sin alterarme sus
quejidos de dolor o de placer.
Tal vez sufra, pero maneja el asunto
bastante bien. Para eso hizo el curso de parto sin dolor.
Salgo al pasillo. Fumo. Fumo bien, con todo
el cuerpo.
Tratar de descubrirse ante la inminencia de
un hecho trascendental.
El perro no cesa de trotar. Oscurece sobre
las tejas mojadas. Aparece la enfermera, controla. Aparece la partera,
controla. Dice: "Vamos".
Sigo la camilla. Recorro el pasillo como si
fuera otro. "No soy yo, es otro." Una puerta que se abre, una puerta
que se cierra. Ya estamos, adelante, llegó la hora.
Ella no se sentaba ni se acostaba: se
agazapaba.
Hay buen ambiente. Se bromea. Me alcanzan
un saco blanco, me lo pongo. Administro el oxígeno, le seco el sudor de la
frente, hago lo que me ordenan. Ella, anestesiada, delira. Dice cosas
graciosas. La partera, la enfermera y yo reímos. También desde esta ventana
puedo ver al perro loco.
Cierta vez me asaltó un olor al cruzar una
plaza. Un olor a hojas húmedas, a vegetales fermentados, a sombras, a cosas
lejanas. Jamás pude olvidarlo.
En aquella época me había convertido en una
especie de mudo, pero no en un tonto. Estaba más lúcido que un pez.
Pujar. La partera incita, alienta:
"Vamos, fuerza, ahora, vamos muchacha".
"Ya viene." La partera me llama a
los pies de la camilla para que vea la cabeza que comienza a asomar. Ultimo
esfuerzo, sale. Gran suspiro. "Varón." La partera me alcanza las
tijeras. "Tome, corte usted." Está bien, soy el padre. Corto el
cordón donde me indican. Ahí está, berrea, tiene la nariz achatada. Lo arropan,
me lo dan.
Soy mis manos y mi lengua.
Me dicen: "Vaya a dar una vuelta, coma
algo". Anocheció. Camino por una calle vacía: un galpón, un vivero, un
gato, un baldío, restos humeantes de una fogata. Alimento el fuego y lo veo
crecer.
El fuego arde en la noche de la ciudad, en
el invierno de la ciudad, a pocos metros de donde alguien acaba de nacer. El
fuego vive de cosas abandonadas: ramas, trapos, restos de cajones, desechos.
Ilumina el terreno, pone sonidos secos y precisos en la quietud de los faroles
y las casas ciegas rodeadas por jardines.
Bajo el cielo sin estrellas vuelvo a ser lo
que he sido tantas veces: un tipo inmóvil y sin pensamientos espiando el
movimiento de las llamas.
A poca altura, cruza una sombra, un pájaro
nocturno.
Tengo que acordarme de todos los fuegos que
vi arder. Aquella fogata de la noche de San Juan, el calor en las piernas
desnudas, la muchacha que me tomó la mano. Recordar, ahora que es invierno y
que a veces el presentimiento de estar al borde de un instante de felicidad se
convierte en una tensión insoportable. (La muchacha del brazo de su compañero
dio un paso adelante, se me puso al lado, tomó mi mano y la retuvo en la suya.)
Podría decir lo siguiente: todas mis horas
presentes en este momento. Podría, ante el vértigo de los años que me preceden,
ponerme a gritar que este abandono me es perfectamente familiar, no hay de qué
extrañarse, mi vida dictándome una vieja canción, una vieja tonada invernal,
que no es portadora de emociones o asombros, sino la evidencia de una ley,
cosas sabidas desde antiguo, lucidez que al fin y al cabo es sólo conciencia de
ceguera, nada más que eso en mi tonada invernal, y tal vez, escondido, medido,
regulado como con cuentagotas, un fondo de nostalgias, un velo agitándose sobre
los ojos y las ideas.
Todos los desórdenes.
El fuego se extingue, es hora de volver.
Vuelvo. La madre duerme, el hijo duerme. ¿Y aquel olor? Aquel olor era como un
fuego. Algo vivo. Tan vivo como la llama subiendo en la noche. La llama que
hipnotiza.
¿En ese fuego había cambio y había
permanencia? ¿Era algo íntimo o algo que me trascendía? ¿Vivía en mí o me era
ajeno? ¿Estaba ahí, sobre la tierra, o en otra parte? ¿Se ocultaba arriba o
abajo? ¿Moría, renacía o se mantenía latente? ¿No era una representación del
silencio, de la duda, del acecho, del ojo atento, del ojo ávido? ¿No se anulaba
a sí misma esa llama? ¿No había también en ella una precariedad, una espera, un
control, un pudor? ¿No se contradecía?
Y hoy que estás solo en la noche, lejos de
la infancia, igualmente lejos de la madurez, habiendo perdido tanto la
capacidad de amor como de odio, ¿qué te queda por hacer?
El dolor reemplaza al dolor y así se va
robusteciendo.
¿A quién hablarle si no a él? Esbozos de
mensajes, atisbos, manotazos, sondas lanzadas al vacío. Para quién este
monólogo, este temblor. Y los ojos cansados a la espera de una revelación.
Pienso: cosa increíble los ojos.
Tal vez afuera, en el frío, el perro siga
corriendo sobre la terraza, yendo y viniendo, yendo y viniendo.
También el perro podría entrar en esa carta
que nunca logré escribir.
Estar ahí, mirando dormir y vivir al sin
nombre, no es motivo de paz, sino el regreso de una sospecha. Frente a su
cuerpo sin defensa, a las penas que lo esperan, no siento piedad por él.
Débil y feo.
Los faros de un coche iluminan la ventana y
se van. De esta insistencia mía, de esta pelea contra el silencio, no queda
sino una llamarada fugaz en los vidrios, menos que eso.
Rumores, llamados dispersos bajo el cielo
en ruinas. Señales que alarman.
Lo dijeron todos: fue un buen parto.
Ahora, permanecer quieto en la oscuridad,
recordar la fogata en la noche, velar el sueño de la madre, velar el sueño del
hijo.
*De Antonio
Dal Masetto.
-Contratapa en Página/12 del 5 de febrero
de 1992.
-Antonio
Dal Masetto (Intra, Verbania, 14 de febrero de 1938 - Buenos Aires, 2 de
noviembre de 2015)
https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Dal_Masetto
*
Hay gente que
construyó su casa en un pueblo
una gran mansión
rodeada de decadencia
y perros.
Se trata de cerrar la
puerta e ignorar
lo que hay del otro
lado:
una casa es un refugio
un lugar donde
asentarse y prender el fuego
un muro que contiene
el hambre del
exterior.
Otros eligieron
austeridad
casas mínimas
rodeadas de lagos y
playas.
"Amo la
naturaleza", dicen sus poseedores
luego ven un barco en
lontananza
y sueñan con alfombras
y sofás.
Unos y otros
envejecen, trabajan
tienen hijos.
Los hijos de los de
las mansiones van a la playa en verano
conocen gente
se hacen amigos
de los amantes de la
naturaleza.
Cada uno
añora la vida del otro
los padres hacen
intercambio de casas.
La naturaleza es un
equivoco
-concluyen-
como el dinero
como el confort.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
FICCIÓN ELECTORAL*
¿Qué representa el
voto en las democracias liberales? O mejor, ¿qué es un elector en un entorno
moldeado por la economía de la atención?
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
En un relato publicado en 1955, “Sufragio
universal”, el escritor estadounidense de ciencia ficción Isaac Asimov imaginó
que las elecciones serían decididas por una sola persona escogida por Multivac,
una computadora con la capacidad para determinar las preferencias de todo un
país a partir de un individuo. El texto especula con el entonces lejano 2008 y
el proceso electoral presidencial que recaería en Norman Muller, cuyo mérito
era, por así decirlo, ser suficientemente común. Por supuesto, Muller vive una
auténtica pesadilla al enterarse de que es el elegido. Asimov no explica a
detalle el funcionamiento de la computadora, pero ahora podemos atribuirle un
poder profético, si pensamos en los algoritmos que dominan nuestra vida diaria
y la extracción de datos del ciudadano global. Con ese insumo –inexistente a
mediados del siglo XX– se podría ensayar una suerte de experimento electoral
como el que se describe en el cuento.
En la narrativa literaria y
cinematográfica, al menos la preponderante en la gran industria, a menudo la
democracia y, en particular, la llamada democracia electoral, no tiene mucho
encanto. El poder del pueblo, atendiendo el origen etimológico del término, es
visto como una caja de Pandora que es mejor limitar antes de que se salga de
control y destruya el mundo moderno. Incluso en las historias fantásticas y de
ciencia ficción –una oportunidad para imaginar sociedades distintas– es común
encontrar réplicas exactas de monarquías, ubicadas en el espacio o universos
alternos en los que la jerarquía se idealiza más allá de los problemas que
genera. Por el contrario, cualquier alteración del statu quo es caricaturizado
o descrito como una utopía que no vale la pena intentar. En uno de sus libros
más famosos, La retórica reaccionaria,
el economista Albert O. Hirschman habla del discurso mediático que demoniza
cualquier intento de regular el mercado o el capital y abrir el juego
democrático a toda la población, pues estas iniciativas podrían hacer mucho
daño a pesar de sus buenas intenciones. En su momento fueron atacados el voto
universal y el Estado de bienestar, por mencionar los ejemplos más
representativos.
La democracia electoral es, de muchas
maneras, una historia que intenta vender una idea de cambio a través de la
publicidad y, claro está, del poder mágico del voto. Christian Salmon,
periodista y miembro del Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje
(CNRS), describió muy bien en su ensayo Storytelling.
La máquina de fabricar historias y formatear las mentes (2007) la
estrategia narrativa de Barack Obama para encender los ánimos del electorado a
través de su historia personal. El cuento de superación ya había sido usado
antes como estrategia de venta, pero con la administración del primer
presidente afroamericano de Estados Unidos se volvió dominante, pues la
globalización supuso que el llamado homo
economicus sería un emprendedor de sí mismo. Sin embargo, la crisis
hipotecaria de la primera década del nuevo siglo –a juicio de muchos
especialistas el inicio del largo fin del capitalismo– llevó a un vaciamiento
del relato que fue sustituido por un mensaje cada vez más volátil, fragmentario
e incendiario.
En 2019 Salmon publicó La era del enfrentamiento. Del storytelling a la ausencia de relato. En
esta nueva aproximación se analiza el fenómeno representado por Donald Trump y
su ascenso al poder un par de años antes. La gesta vendida por los liberales
demócratas desde la época de Bill Clinton se alejó tanto de la realidad de los
votantes pauperizados por el libre mercado que estos desecharon el cuento de
hadas meritocrático en pos del mundo incoherente y desarticulado de Trump.
Como cualquier narrativa en crisis, la
democracia electoral exportada por Estados Unidos se mantiene solamente por una
propaganda cada vez más difícil de vender a las nuevas generaciones, que han
dejado de creer en la política a través de las elecciones y los partidos. Las encuestas
de opinión muestran que un sector cada vez más importante de ciudadanos
prefiere regímenes autoritarios que les garanticen una vida digna, en lugar de
la democracia liberal en la cual tienen, en apariencia, el poder de elegir,
aunque lo que elijan no cambiará el darwinismo social en el que malviven todos
los días.
En abril de este año la editorial española
Errata Naturae publicó Menuda papeleta.
Cómo entretenerse durante un domingo electoral. El libelo, haciendo honor a
la mejor tradición del género, es del escritor y cineasta francés François
Bégaudeau. A través de la sátira y, sobre todo, gracias al ojo crítico con el
que se mira el dogma del voto, nos invita a cuestionar un sistema que se nos
vende no sólo como el único posible sino como la forma ideal de hacer política.
Bégaudeau desmenuza al votante –el héroe de la jornada electoral– y nos lo
presenta en su justa dimensión: un espectador inmóvil, cautivo permanente de la
élite que se legitima periódicamente a través de las elecciones. No lo menciona,
pero el elector del siglo XXI es un complemento perfecto de la economía de la
atención que requiere de una intervención mínima para funcionar, una suerte de
ciudadano ideal que delega su capacidad de acción a través de un acto, el voto,
mientras la historia es protagonizada por otros, la minoría.
Hay una idea interesante en el libelo del
cineasta y militante de izquierda francés: la democracia que funciona sólo en
tiempo de elecciones es, justamente, una ficción que simula integrar al votante
en una suerte de futuro que nunca llega. La interacción del ciudadano con este
tipo de democracia es un relato lleno de estereotipos que antes se
identificaban con el eje ideológico izquierda-derecha, pero que ahora se diluye
en un discurso ambiguo que, en el peor de los casos, explota la ira de la
población olvidada por el progreso del capitalismo tardío. En este caso,
siguiendo la argumentación de Bégaudeau, los intentos por recuperar la
democracia no electoral –organización sindical, referéndums, comunidades fuera
del control gubernamental, defensa de los bienes comunes, entre otros– son
desafíos a una ficción que naufraga de diferentes formas. Cruzar esa línea, por
supuesto, implica muchos riesgos por el estado global policial que se endurece
en muchos países. Sin embargo, en años recientes la necesidad de romper el
relato único –y todas sus implicaciones para incidir en el mundo real– es más
urgente.
-Fuente: La Tempestad.
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Postales en la calle*
Caminando sin destino,
encontré cuatro postales tiradas en la calle:
El faro de dos luces
de Hopper era una, un retrato de la Madre Teresa
de Calcuta dedicada a
una profesora era la segunda, la tercera era el
escritorio de Neruda
en Selva Negra, Chile y la última reproducía una
foto de pisos de
madera, una propaganda del 67 de una fábrica que la
devoró la historia.
Muy viejas y frágiles
todas. Las levanté y me senté en un banco de la
plaza 1º de Mayo, me
sentí un ángel caído.
Cerca de mí, una
viejita que parecía mi madre leía sola en el banco
vecino. Me levanté
para irme y se puso a llover.
*De Andrés
Bohoslavsky vladimirbeat@yahoo.com.ar
SUEÑO DE UNA
NOCHE DE VERANO*
La laucha Gregoria se hizo la muerta y se
escapó de la mesa de
experimentación. Nadie pensó que había sido
capaz de tragarse la
información electrónica. Y cuando la
memoria informática conectó con el
código de la especie, todos los bichos se
liberaron de los zoológicos, de
los frigoríficos, de los panales, de los
criaderos. En pocos minutos los
laboratorios se desarmaron como cajitas de
cartón y escaparon millones
de ratones, perros, gatos, monos,
bacterias, microbios. Las jaulas se
abrieron, los camiones que transportaban
animales al matadero se
atascaron en la ruta, los novillos bajo el
mazo del verdugo se rebelaron,
los cerdos mordieron a sus carniceros,
leones, tigres y elefantes
derrumbaron el vallado de los zoológicos,
los gallineros se convirtieron
en paraísos. ¡Patitas pa´ que te quiero! No
hubo lugar para los humanos
ni grandes ni chiquitos, y los más
belicosos quisieron arreglar todo con
las armas pero hasta las vacas de la India
llegaron con su parsimonia
meditativa a bloquear las calles y los trenes
aminoraron la marcha para
que ellas los miraran pasar y muchas cosas
más.
Y así colorín colorado este mundo cruel se
ha acabado.
Dijo la vieja laucha.
Entonces, los ratones felices se fueron a
potrerear en el fresco de la noche.
*De Esther
Andradi. esther@andradi.de
-Publicó recientemente "LA
LENGUA DE VIAJE. Ensayos fronterizos y otros textos en tránsito" Editorial
Buena Vista, 2023.
http://www.andradi.de/es/startseite/
Correcciones*
La lluvia del tiempo
arrecia sobre los recuerdos,
los desdibuja y los
borra para que renazcan nuevos,
de acuerdo a los
diferentes estados de la vida.
En eso consiste el
arte de narrar:
distintas visiones
sobre lo mismo,
distintos intentos con
distintas miras
sobre el mismo blanco
móvil,
hasta que una bala
acierta
y lo rompe y ya no
vuelve.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
-Horacio
Rodio nació en Llavallol, provincia de Buenos Aires, en 1954. Realizó
talleres con Laura Massolo y Liliana Díaz Mindurry. Obtuvo más de cien premios
nacionales e internacionales en cuento, poesía y novela, con publicaciones en
Argentina, España, Colombia y Chile. Es autor de los libros de cuentos Palabras de piedra (Baobab, 1999), Media baja (Dunken, 2012) y La insistencia de la desdicha (Ruinas
Circulares, 2018), y de los poemarios El
cinturón de Orión (primer premio del 15° Concurso “Adolfo Bioy Casares”,
Ediciones Municipalidad de Las Flores, 2022) y El libro de Hopper (Pierre Turcotte Éditeur, Canadá, 2023). Ese
mismo año, el sello español Avant Editorial publicó su novela Ausencia y error.
-Recientemente publicó el libro de cuentos
La oscuridad de los
hechos
-Editorial Esa luna tiene agua.
HARLEM NIGHT
SONG*
Ven...
caminemos a oscuras
sin rumbo
cantando.
Yo te amo.
En la altitud de los
techos
de Harlem
la luna
brilla insomne.
El cielo nocturno
es azul, solitario.
Las maravillosas
estrellas
cuelgan como lágrimas
del dorado
rocío.
Abajo
en la calle
una orquesta de jazz
toca en solitario.
Yo te amo.
Ven...
acerca tu cuerpo
al mío
caminemos a oscuras
sin rumbo
cantando.
*De Langston
Hughes.
-Traducción de Daniel Montoly-
-Langston
Hughes (Joplin, Misuri, 1902-Nueva York, Nueva York, 1967)
https://es.wikipedia.org/wiki/Langston_Hughes
*
Mi canto es como el
canto de las chicharras. / Me tiro al pasto, justo
donde picotean las
gallinas, y canto. / El sol me hace cantar/ la lluvia, la
tierra, la vaca, el
potro. / Todo en fin lo que amo. / Y aunque son breves
estos momentos de
canto y alegría/ breves y espaciados/ por esos solos
momentos no me
gustaría morirme jamás.
*De Glauce
Baldovin.
-Poema XX del Libro de Lucía.
https://latinta.com.ar/2019/08/15/invitadas-glauce-baldovin-senora-fuego/
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
LA RAZÓN
CENTRÍFUGA*
Llegué a Roque Pérez. Desde aquí no me
queda otra opción que hacer dedo. Pedir aventón traducen los españoles, pero
aquí no aventamos las cosas, las tiramos, las revoleamos como quien dice que se
saca algo de encima, lo agarra de una esquina, mueve el brazo en redondo por
sobre la cabeza, suelta y la cosa sale disparada hacia una esquina del mundo, y
se queda ahí donde ya no hace daño. No aventamos ni arrojamos, en nuestro tirar
hay una desesperación de revoleo, y me pongo a discurrir sobre temas
tangenciales para evadirme de este presente, de este haber llegado casi, de
estar tan cerca aunque falte el último tramo.
No hago dedo entonces. Podría ponerme a la
vera de la ruta y con el clásico gesto de los mochileros indicar mi deseo de
que algún buen samaritano me recoja, pero en este lugar y en estos tiempos
podría pasar días esperando que alguien me levante.
En un barcito pregunto si hay forma de
viajar a la Estación Juan Tronconi. El hombre detrás de la barra lo piensa un
momento mientras pasa la rejilla borrando las gotitas que ha dejado la bandeja
de latón que se ha llevado el mozo. Dieciséis kilómetros, me informa. No me
pregunta para qué quiero ir a una estación que ha dejado de recibir trenes
desde hace más de cincuenta años, su orgullo masculino lo insta a resolverme el
problema. Se nota que es uno de esos hombres acostumbrados a solucionar
desperfectos, y lo veo dando vueltas un mapa mental de caminos rurales y
alambradas, adornado con vagas referencias de tendidos eléctricos repletos de
gigantescos nidos de loros.
La maestra. Me dice que la maestra de la
escuela número ocho va hasta ahí cerquita de la estación. Que la escuela está a
un tiro de piedra. Después sí, ahora que me dijo cómo llegar, me pregunta para
qué voy. Quiere seguir demostrando eficacia, intenta adivinar, supone que hago
un relevo fotográfico de sitios históricos, pero me advierte que la estación ha
quedado en un campo privado, y sólo se ve de lejos, detrás de una alambrada.
Me dice que la maestra vive ahí a unos
trescientos metros del bar, que si camino hacia la izquierda voy a encontrar
una casa con una reja blanca y un ficus en la vereda. Me dice que no me puedo
equivocar, que el árbol es enorme y las raíces están tirando la pared que
sostiene la reja.
Tuve suerte, encontré la casa, la mujer se
mostró amable y accedió a llevarme hasta la escuela. Eso sí, me dijo, tendría
que compartir el automóvil con sus hijos y una enorme cantidad de cachivaches.
Pilas de cuadernos, rollos de láminas, cajas de diferentes tamaños, un chico de
unos nueve años y una nena de siete que fueron todo el camino disputando un
celular con el que uno intentaba escuchar una música mientas la niña lo acusaba
a la madre y viceversa.
No podíamos mantener la conversación sin
gritar, por lo que tras vanos intentos de preguntar o responder
superficialidades, pude mirar lo poco que había para ver mientras el auto
traqueteaba en el camino de tierra. Vacas, postes, alambradas, pájaros,
sembrados que para mi ignorancia podían ser cualquier cosa entre soja o
alfalfa.
La escuela consta de dos edificios
celestes, uno más grande y con una enorme puerta con arco de medio punto, de
hierro, con grandes cuadrados de vidrio repartido. No pude evitar pensar que en
la ciudad los vidrios ya estarían rotos, y por la noche habrían vandalizado la
escuela aprovechando esos grandes espacios sin rejas. Pero estamos en el medio
del campo, aquí se respetan los objetos construidos con esfuerzo humano.
Todavía no llegan los chicos ni las otras
señoritas, la maestra abre la escuela media hora antes del inicio del turno
para preparar los salones, abrir las ventanas, regar las plantas de las
macetas. Me dice que está reemplazando a la directora, que tiene muchas
ocupaciones, desaparece con los hijos ofreciéndose a llevarme de vuelta a la
ciudad cuando finalice el horario escolar.
Voy hasta la estación. Camino en un
silencio maravilloso. Las retamas rojas salpican el pasto que a esta hora tiene
un color precioso, brillante, favorecido por la lluvia de ayer. Claro que me
detiene el alambrado. Cerca, a unos cincuenta metros quizás, el edificio de la
estación con su techo rojo a dos aguas todavía parece vivo. Veo el andén, con
las cenefas de madera, las paredes de ladrillo típicamente inglesas como el
verde de las aberturas. Allá el galpón de carga, largo y tan hermoso acostado
bajo su cielo perfectamente azul. La hilera de altos plátanos retorcidos, el
molino dibujado finamente, haciendo contrapunto con el tanque de agua macizo.
Todo igual. Faltan los Sosa en la carnicería, la gente llegando con paquetes en
sus verduleras, el guarda y su silbato. Falta, claro, la gente. Pero la ilusión
de realidad es tan fuerte que creo escuchar las voces entremezcladas con el
grito de los teros y ladridos lejanos.
No pertenezco a este paisaje. Me lo
contaron. A pesar de mi edad, que ya me funde con todos los paisajes en sepia,
no conocí los acopios de cereales de los planes quinquenales cuando se
nacionalizaron los ferrocarriles, ni tampoco vi pasar la última formación en
1961. No estuve cuando levantaron las vías, cuando desapareció el puente que
unía Roque Pérez con Carlos Beguerie. No estaba yo sobre este andén borrado,
cuando esto dejó de ser una estación de trenes para ser testimonio de fracaso.
Vengo a despedirme. Por qué aquí, bueno,
porque en algún lugar se derrumbaron las ilusiones, y éste fue uno de esos
lugares. Recóndito, centrado en su telaraña de caminos polvorientos, posesión
inglesa primero, argentino luego, propiedad privada ahora, desaparecido,
inútil, lugar de fantasmas, mancha de lo que no fue.
Recostada contra uno de los postes del
alambrado, llorando sin mucha lágrima pero a corazón desollado. En soledad,
pequeña, despeinada, con las piernas cansadas, consciente del polvo en los
zapatos y de que empiezo a tener hambre. Con pena de tener hambre, porque las
ocasiones solemnes no debiesen opacarse con estas cosas. Triste, triste, muy
triste. Sintiendo el planeta esférico bajo mis pies, henchida de amor por esta
Argentina que me defrauda hasta el vértigo, a punto de ahogarme por la bronca
contra esta Argentina que me defrauda. Sabiendo que estoy haciendo un recuerdo,
que estoy plantando una bandera en mi memoria, un momento iluminado por el relámpago,
una quemadura desgarradora.
Mañana será Ezeiza, el vuelo, la partida.
Aquí, en el medio del campo, que es el
medio de la nada o sea el centro del alma y el centro de mi Patria, mirando de
lejos las ruinas de una promesa, viendo el puente que falta, las huellas de
vías que se desvanecieron, la caída de un enorme toro que desapareció en su
propia polvareda. Aquí, antes de volver a subir al automóvil de la maestra, me
despido.
Una figura aparece en el andén. No distingo
si es una mujer o un niño, la saludo con un amplio gesto de mi mano por sobre
la cabeza. Permanece inmóvil un instante y luego, despacio, me devuelve el
saludo con lentitud, dibujando un arco ampliamente con el brazo derecho.
¿Soy yo, de joven? Un escalofrío bajo el
sol. Quien se va se deja, me digo. Aquí queda mi juventud. Me marcho.
*De Mónica
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