martes, enero 10, 2012
EDICIÓN ENERO 2012.
*Dibujo: Ray Respall Rojas.
-La Habana. Cuba.
LA MARLERA*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Cuando me distraigo es cuando suceden las cosas y todo se vuelve en un cono de magia.
Como cuando me dormía, de niño, sentado sobre la marlera pintada de verde.
Allí, cuando todos se olvidaban de mí, era cuando me sentía más feliz, porque cuando alguien tomaba la palabra y contaba las historias.
¿Ustedes saben qué era una marlera?
Era un gran cajón de madera que se construía ad hoc para guardar marlos en la cocina, combustible para la cocina económica, esas grandes de hierro fundido que producían un gran calor en las casas, en especial las que se levantaban en el campo donde vivían los chacareros con sus familias, más que numerosas según eran los tiempos.
Cuando Roque Vasalli inventó el cabezal maicero que trituraba por un método de absorción la espiga, el marlo quedaba en partículas que se iban diseminando por el campo. Allí aparecieron las primeras cocinas a kerosén y yo contribuí al “progreso” cuando el Taio Peiró, mi patrón de entonces me vendió la suya en cómodas cuotas, para que a su vez comprarse una a gas. Mi padre vendió o regaló nuestra cocina económica número uno, de marca Istilart, que se fabricaba en Tandil o Tres Arroyos, ahora no recuerdo. Y su ausencia, no pudo resolverse con ninguna otra en los últimos cincuenta años.
Era próximo ya el tiempo en que la gente abandonaba los campos para radicarse en los pueblos, para tener más comodidades y sus casas se convertían en taperas habitadas por ratas y arañas pollito. En ese tiempo sin embargo, es decir, en el tiempo de mi relato, los candidatos naturales para reponer los marlos en ese gran cajón que se fabricaba a golpe de martillo, cortes de serrucho y clavos grandes, y se ubicaba en un lugar estratégico de la cocina desde donde se producía todo el calor de la casa, éramos los niños.
Se nos mandaba a la troja con un canasto de mimbre, entre pequeño y mediano hasta volver a cargar hasta el tope ese reservorio natural de energías. Los marlos también se usaban como combustible para los asados. Mi padre decía que era lo único que le daba un sabor natural y y exquisito a la carne.
Si no había niños en las chacras –cosa muy difícil entonces-, los encargados eran los quinteros, refugiados de guerra, inmigrantes ya ancianos, que estaban para las tareas menores y que eran de algún modo protegidos por los chacareros, como si fueran de la familia. Tal el caso de Chiquín Cantoni , con los Clérici o de don José Alberti, en la chacra vecina de los Milani. Don José, ese viejito veneciano que me enseñó la palabra “Otoño“ y su mera existencia, ya que yo suponía al mundo dividido en tres estaciones por entonces: Verano, Primavera e Invierno.
Para nosotros era toda una aventura cruzar con ese canasto al hombro los cien metros o más que separaban la troja de marlos blanquísimos de la casa, ingresar a ella y pasar a esas inmensas cocinas de entonces, con su grandes azulejos blancos, grandes paredes, que estaban orladas de grandes ollas como colgantes a la espera de la exquisitez que hacían nuestras tías y abuelas con el sólo producto de la quinta, industria de sus manos y de la tradición que heredaron de sus mayores, todos venidos del otro lado del mar.
Los olores por lo tanto de esas grandes cocinas eran predominantemente el romero, la albahaca o el laurel, que cultivaban con profusión en esas quintas primorosas y bien regadas, siempre protegidas por plantas frutales y que no era raro que allí, junto a este trío infaltable de condimentos culinarios se mezclacaran el olor de los limoneros, de los mandarinos y de los naranjos en flor, cuyos azahares inundaban el aire bucólico y muy feliz de aquellos tiempos ya perdidos en el arcón tan lejano que sin embargo no me cuesta para nada recordar.
Y viene también con el aroma de los azahares, el vuelo de los pájaros que siempre merodeaban en sus círculos en ese aire límpido, mientras debajo de la bomba de mano se formaban los charcos del agua que iban a beber las abejas, y los perros dormían debajo de las conejeras y allá lejos volaban las cigüeñas, tan grandes que uno podía suponerlas una sábana blanca, suspendida de los últimos cielos altos que tuvimos y perdimos para siempre.
Boletos*
A mi amigo Miguel,
que despertó estas palabras.
No nombraré la ciudad porque la ciudad es múltiple, y porque lo que allí sucede, bien puede suceder a diario en otra ciudad, en otro país. Acaso cambien los nombres, los rostros, los objetos.
Yo, turista en todas partes, eterno extranjero, pertinaz inhabitante, venía caminando hacia la estación, con mi maleta medio vacía (maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de recuerdos y ausencias, inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba acentuando a medida que mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba sellos. Puesto que aún faltaba más de una hora para la salida de mi tren, tomé asiento en una terraza sombreada. Enfrente, al sol, había varios niños jugando. Niños pobres, harapientos, de los que abundan en los alrededores de casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba alguien con traje, o con aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo y se acercaba al desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es antiguo. Se trata de billetes
viejos, sin premio, que los chicos recogen del suelo o de las papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia de nuevos. A veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay gritos y amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no caer en manos de la policía.
No muy lejos de allí, las máquinas excavaban lo que muy probablemente se convertiría con el tiempo en un centro comercial o un edificio de oficinas.
Quizá a causa del monótono ruido de las excavadoras, me amodorré un poco.
Una voz suave me despertó.
- Señor...
Cuando levanté la vista, una chiquilla morena, con dos trenzas medio deshechas y una mancha oscura en la mejilla, me ofrecía uno de aquellos billetes.
Mi primer impulso fue echarme a reír y despedir a la mocosa con unos céntimos o con la amenaza de la policía, que es el remedio habitual en estos casos, pero algo en su mirada me impedía hacer una cosa así.
- El número es lindo -dijo, tratando de vencer mi indecisión con esas simples palabras.
Entonces la miré con más detenimiento. Sus ojos no eran los de una niñita suplicante, no eran ojos mendicantes, ni ojos víctimas; tampoco eran los ojos pícaros de quien está estafando a un turista crédulo; aquéllos eran los ojos firmes y tranquilos de alguien que sólo pide lo que por derecho le
corresponde.
No lo dudé un instante. Conté algunas monedas y puse en su mano el dinero que costaba el billete. Ella me dio las gracias, sonrió dulcemente y regresó junto a sus amigos. Mientras la miraba alejarse correteando alegremente, guarde el papelito en mi cartera, junto a la fotografía de Mariela.
Miré el reloj. Había que irse. Mi tren estaba a punto de llegar.
Sé que es innecesario contar lo que sigue, decir que aquel fue el primero de una larga colección de boletos caducados, que hubo en mi camino otras muchas estaciones, otros niños y otras excusas, que en cada lugar que visité fui atesorando con avidez los boletos que aquellos niños famélicos me ofrecían,
siempre ante la atenta y burlona mirada de los testigos, ciegos, incapaces de percibir que todos y cada uno de aquellos papelitos medio arrugados tenían un premio mucho más valioso que el que indicaban los números impresos.
Durante años he llevado conmigo ese primer boleto, prueba irrefutable de que la escena anteriormente narrada no fue un sueño. A veces, contemplo la cifra, ("-El número es lindo") como si en ella pudiera leerse algo que no fuese una sucesión más o menos armoniosa de dígitos. A veces, contemplo la cifra como esperando que esos signos revelen algo que en realidad no necesita ser revelado.
-De Prosas breves.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
Canción para Acompañar un Sepelio*
[Puede cantarse acompañada de marimba,
o con cualquier instrumento regional]
Se llena de luz,
Tu piel resplandece,
Se hace de lluvia,
Sacia los campos.
Se llena de luz,
Evapora tu carne,
Se entrega tu cuerpo,
Habita en los ríos.
Se llena de luz,
Tu cuerpo insurgente
Quiere ser de maíz,
Quiere nacer de la tierra.
Se llena de luz,
Tus entrañas renacen,
Se pudren como fétido lodo:
Se hacen de luz.
*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Entrevista laboral*
Cuarenta años recién estrenados, mente lúcida y reflejos veloces. Frente a él, el psicólogo pone a prueba su autodominio azuzándolo, tratando de hallar en su sólida personalidad un punto que lo haga enojar, que provoque una respuesta descontrolada y reveladora. Busca una grieta en su honestidad.
Eduardo comprende el juego y lo disfruta; se mantiene sereno y esquiva las estocadas hábilmente.
De pronto el psicólogo atraviesa su guardia: Eduardo vuelve a la infancia, a aquella tarde en el patio de su casa, cuando él, todo flequillo, ojazos negros y piernas trepadoras, cortara dos limones del árbol del vecino que estaban del lado “de acá” del tapial. Desde la altura pudo observar el patio ajeno: nadie a la vista... y su mano avanzó y aumentó la cosecha .
Su madre vio los limones y comprendió. Y lo obligó a devolver los frutos mal habidos.
No valieron de nada las protestas de Eduardo ni sus lágrimas: un momento después se empinaba para tocar el timbre de la casa vecina.
- Era un viejo divino, con bigotazos blancos y mirada de abuelo. Me acarició la cabeza y me dijo que en adelante sacara todos los limones que quisiera, que hablaría con mamá para decirle que él me había dado permiso.
Sus ojos toman un brillo húmedo al relatar el episodio que recién en ese momento consigue digerir.
El psicólogo lo mira profundamente:
- Por fin conseguí ver tus cimientos.
Y añade en tono amistoso:
- El martes a las ocho presentate a revisación médica.
Se estrechan las manos sin decir nada más.
No hace falta.
*De María Amelia Schaller. masch@arnet.com.ar
NANA DE LAS PALABRAS*
Mis palabras, suben volando, mis pensamientos se quedan aquí abajo;
palabras sin pensamientos , nunca llegan al cielo.
WILLIAM SHAKESPEARE
Todos los días. Todos.
Menos los tiempos de los errantes miedos.
Ella, encierra todas las mujeres, todas.
Hija, madre, esposa. Nona, hermana.
Acaso amante desterrada.
Las que están acá.
Las que quedaron en la patria lejana.
Las que se fueron en esta nueva tierra.
Guarda sus palabras espejadas.
Ella.
Todo sirve.
El baúl de la abuela.
Las cajitas de sándalo.
Un vaso de cristal de camafeo.
Un cántaro de barro.
Mamushkas.
Una concha de nácar.
Una nuez. Una almendra.
Un poliedro de cuarzo.
Un libro. Un corazón.
Los ojos de un infante dormido.
Las desbroza de penas y las guarda.
Luego las saca, claro.
En tiempos de sequía, en hambrunas.
En éxodos. En destierros.
Algunas, vuelven, en amores tardíos.
Pequeñas rosas negras se enredan en su pelo.
Otras, caen como cascadas de golondrinas blancas.
Salen guaguas, con sabor a frutilla.
Buscan la panza de los niños de barro.
Pájaros surgen. Pañuelitos. Pétalos, Lino. Raso.
Dócilmente calman la exaltación del hombre.
-Saben, que el amor es ardor y ternura-
Las más frágiles, caen en barquitos de papel, al mar.
Ella sube, las acuna, les canta, las escucha, las piensa.
Les da vuelo. Aova.
Deposita nuevamente en la arena...y las nace.
En la arena... las nace...
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Territorio de infancia*
*Por Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
Haciendo caso a Rilke, si no puedo decir nada, puedo decir de mi infancia, porque verme sin escribir se hace muy difícil.
Y uno recurre a contar hechos del pasado. De un mundo que ya fue. Queda el polvo de los recuerdos y, en muchos casos, la nostalgia. Pero, personalmente, no me acuno en ella. Sé que ese mundo ya fue. Con sus códigos, su lenguaje, sus percepciones del mundo y de la vida.
Más allá de ello, convengamos que han sido, cada uno de esos hechos, la materia con la que estamos compuestos en buena parte en nuestra forma de ser y obrar. Y lo están las generaciones que nos siguieron y las que seguirán. El abrazo oportuno de papá y/o mamá, el consejo del abuelo, los juegos con mis hermanos o compañeros de edad y escuela, los viajes, los amigos nuevos, los amores infantiles y los metejones juveniles...
Es cierto, además, que no todos tenemos la misma infancia. Cada uno está signado por el lugar donde nació y creció. Y hay diferencias. Uno las percibe con claridad, ya adulto. De niño solo sabemos que somos niños.
Y los amigos son amigos del alma. Para toda la vida. Eso creemos. Y queremos hacer todo con ellos: ir de paseo, comer un alfajor, tomar la merienda, ir a la escuela, ir a la iglesia para prepararnos para la primera comunión. ¿Cómo no voy a ir con mi mejor amigo? Y ahí fui. La primera vez fue una charla del cura. Como la pasamos bastante bien, lo invité. Y él, sin ninguna traba, aceptó y vino conmigo. La pasamos bien.
Claro, había un detalle: mi amigo era judío. Las nacionalidades y confesiones religiosas siempre las pase por alto pero, los mayores, nos pusieron en regla de adultos. Uno aquí y el otro allá. En los juegos, no había problemas: los piratas, el tren, trepar los árboles, comer frutos silvestres o correr tras la pelota. Pero en lo religioso, nones.
Así fue como empecé a distinguir ciertas diferencias, pero que no me movieron en mis siete: la amistad no tiene religión, ni raza, ni territorio.
Emilse Zorzut en Aurora Boreal*
Poesía Emilse Zorzut
Emilse Zorzut, Argentina. Es psicóloga clínica egresada de la Universidad Nacional de La Plata. Cursó estudios de periodismo en la Escuela del Círculo de Periodismo de la misma ciudad. Incursiona en narrativa. -cuento y novela, poesía, teatro, guiones de cine y televisión. Ha publicadoSobre mundos abismales compartido con la escritora Marta Multini, Al compás de la ronda, Morada de los cuatro vientos, Morada de mi sombra (Premia Platero 2000 - Naciones Unidas - Ginebra, Suiza), Caleidoscpio, Síndrome X, Peregrinaje, Morada de mi ser, Morada mirando al sur.
SOLEDAD DEL POETA
Todo lo que el poeta escriba
está resumido
en una única palabra: Soledad.
Antonio Miranda
Cada palabra una gota
dentro del cántaro
de uno mismo,
cada imagen un suicidio
en tornasoles de grises
que marca el límite.
Habitación cerrada,
puertas y ventanas ficticia;
abrirlas es hallar la nada,
beber la no espera
que confirma el silencio
y nos define solos.
¿Con qué color bautizamos
a la soledad nodriza
que nos acunó en la cuiva
y nos bendijo poetas?
DE OLVIDO Y SOMBRA
Si pudiera de noche,
perdidamente solo
acumular olvido y sombra...
Pablo Neruda
La noche abriga recuerdos
que acunamos en soledad
pretendiendo evaporarlos
y que partan con el día.
Solo que forman esfinges
que se lucen como olvidos
vestidos con añoranzas
que acusan, que lastiman...
Y clamamos por la noche
para que llegue el sueño
siempre solos y con frío;
los cobertores del alma
vuelan siempre al infinito...
MI LÍMITE
Atravesado el límite
encapsulé mis lágrimas
para que nadie supiera
de la orfandad de mis búsquedas.
Era un error abrirse
a toda mirada extraña,
mi cuerpo solo era sombra
confundida en la arboleda.
A nadie importa si el árbol
busca el cielo o lo elude
hundiéndose en la tierra
o decorando el asfalto.
Tampoco importa si vuelo
o me sepulto en abismos,
ni siquiera si sonrío
para eludir alimañas...
-Poemas Soledad del poeta, De olvido y sombra, Mi límite enviados a Aurora Boreal® por Emilse Zorzut.
*Fuente: http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1056%3Apoesia-emilse-zorzut&catid=82%3Apoesia&Itemid=199
AQUEL TIEMPO*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
En ese tiempo traslúcido yo me iba silbando con mi perro y mis tramperas, mis boleadoras de plomo y mi honda matadora de pájaros.
Cuando escribo “en ese tiempo”, es como si no hubiese existido o estuviera allí, esperándome, como una película detenida que espera el accionar de la manivela para que todo vuelva a andar. Si bien los medios de locomoción eran más primitivos con respecto al presente, y la vida más sacrificada, y tal vez gracias a eso había más movimiento y más gente en los negocios y en las calles, que, si no fabulo con el paso de los años, la población era más numerosa. Pero no, no fabulo porque están los censos para atestiguar el lento desgranamiento de numerosas familias que comenzaron a migrar hace setenta años y hoy lo hacen con mayor premura, aunque no se van las enteras familias sino la parte más joven y dinámicamente expectante del pueblo. No obstante, a veces, se me van cruzando algunos nombres, fechas, situaciones que hoy son el olvido y que resultaron interesantes en su momento.
Sé que no conmuevo a nadie si escribo algunos nombres, pero alguien debe hacerse cargo de ejercer una justicia melancólica, o un gesto reparador, pese a los vientos de olvido y desolvido.
¿Quién se acuerda de Adrian Oscare, a quien apodaban “El Juez”, siendo que no era sino un oscuro hombreador de bolsas de la Casa Arregui? ¿Y los hermanos Aróstegui?, Vicente y Ricardo, eran “el Vasco grande” y “el Vasco chico”, respectivamente. ¿Y Faustino Brochero, apodado “Pancita”? Y Cipriano Carmen Herrera, el popular “Chocolate”? ¿Y Rosalino Mansilla, Raúl Cornelio Arias, apodado “El Manco”, y su hermano Albino, negro como la noche, no hacía honor a su nombre?. ¿Y Juan Amalio Herrera a quien todos llamaban “El Chino”, y don Horacio Vega, y el “turco” Abraham Salí, a quien llamaban “El turco sucio”, o a Francisco Alí, a quien decían “El turco Francisco”?
¿Y don Esteban Echeverría casado con doña Dolores Fino que vendía chocolatines y helados en la puerta de la cancha?
Toda esta gente vivía en el pueblo antiguo y sus gestos estaban nimbados como por una luz tan clara que casi siempre enceguecía, como el sol si se mira muy de frente.
Los primeros diecisiete años de mi vida estuvieron absolutamente tiranizados por una sola pasión excluyente: el fútbol.
En el primer equipo que yo vi, el primer equipo al que mi viejo me llevó a mirar como jugaban estaban aquellos ídolos que hoy permanecen intactos en la memoria de los veteranos: Tin Morón, arquerito heroico: en defensa Quique Moreno, Anselmo Vera, a que llamábamos “Verita”, Juicho Becerro,”Tit” Gardella, Capobianco, “Tuto” Vega.
Y adelante: Morenito, Carbonin, Parabatti: Remigio Gramajo, el “Loco” Moreno que se vendió en un clásico y como era ferroviario llamó ese domingo a la 11 de la mañana al club diciendo que había atropellado una vaca y estaba detenido.
¡Las pasiones que producían en ese entonces los clásicos! Empezaban las ansiedades y los pronósticos quince días antes y se comentaba una semana después el terror de la circunstancia de una derrota o las mieles de un triunfo. Todo el barrio “El Jazmín” participaba de los preparativos aunque la emoción ese día tenía que ser agasajada. Doña Emilia Latini de Peralta era nuestra vecina y consultaba a sus amistades, nobles señoras que se fanatizaban por la camiseta roja y entre ellas hacían una cadena de oraciones y en esos días el “Ramos Generales” del Cholo Belluschi incrementaba la venta de velas y se concurría más a la Iglesia para reforzar “in situ” las oraciones.
El reducido, el cuasi recoleto, pero visto a la distancia, el inmenso tiempo de entonces era amplio como el mismo universo, en esas primeras emociones en que todo se daba por amor a una camiseta, no importa si del barrio, o del Club, a esas protoremeras a la cual le colgábamos unas chapas de gaseosas de entonces a modo de distintivo o esas blancas, muy usadas que osábamos pintarle una inscripción o un distintivo porque entre los agujeros que ostentaba su uso auguraba un pronto pase al indecoroso destino del trapo de piso o siquiera repasador que limpiaba la plancha de las cocinas económicas ahítas de marlo o de leña seca esa que no hacía llorar los ojos de las señoras de entonces. Sus lagrimales se preparaban para ser usados oyendo las radionovelas ingenuas: “El paisano mala suerte” con Federico Fábrega y su compañía que recorría los polvorientos caminos de entonces, donde los pueblitos se colgaban en ese bordado asequible y lloroso en el hilo sentimental y cuasi ingenuo a prueba de corazones sensibles.
Nosotros, en ese tiempo, habíamos armado un equipito aguerrido con el cual competíamos en partidos de hacha y tiza con otros barrios de entonces.
Sin embargo, por más que recorro mi memoria quienes eran esos otros pibes que con entusiasmo armaban sus propios cuadros para jugarnos un desafío, han sido olvidados.
Sólo recuerdo como entusiasta “armador” de otros cuadros rivales al buenazo de “Nenucho” Faravelli, a quien todavía suelo ver por las calles de esta ciudad donde transcurrimos nuestro exilio de años. Sin embargo, hace poco le hice esta misma pregunta.¿quienes jugaba con vos contra la barrita dura del barrio “El Jazmín”?. Yo sólo recuerdo a Edgardo Tossini, le digo. Y él siempre amable me dio alguna respuesta que no me satisfizo porque los que me nombró eran muy chicos con respecto a nosotros. Hubo, lo digo amablemente, un desacuerdo o un desacople entre su recuerdo y el mío, que al ser dos subjetividades persiguiendo el retazo percudido de la memoria, es factible que se pierdan en los vericuetos insomnes de la nada.
Ella es*
Ella va por la vida
Con su impronta y energía
Todos la miran, la oyen
Van sus curvas bamboleando
Y sus faroles a punto y a avanzar
Con su risa y su picardía
Recoge las miradas de los varones
Con su instruida seducción
Atropella delicadamente con palabras,
Gestos y mohines
Su vestir, por demás elegante y ajustado
Anuncia, a cada paso, su generosa humanidad
Ondulante, perspicaz y orgullosa.
Con el arte de una mujer policía
Examina como testigo encubierta
A otra buena presa para capturar.-
*De Azul. azulaki@hotmail.com
GOMERA DE JUGUETE*
Si moría el ave, su belleza moría con él…
No podría decir que no tiré nunca con la gomera, pero lo hacía porqué todos los compañeros lo hacían, y me divertía más el hecho mismo de tirar, ver donde iba la piedra, si acertaba, o iba cerca del blanco; pero no sentía ninguna alegría en tirarle a los pájaros.
Más bien nunca les acertaba, un poco porque inconscientemente tiraba quizás a errarle. Me gustaba saber que era capaz de acertarle, pero me conformaba cuando pegaba en la rama donde estaba asentado, o mejor aún cuando el pajarito advirtiendo el disparo, volaba antes que llegara el cascotito, y este cortaba las hojas justo en el lugar que había ocupado.
Me alegraba verlo escaparse.
A lo sumo era un triunfo si le sacaba una pluma, la prueba del acierto, máxime si tenía testigos, que pudieran luego avalar mi pequeña hazaña.
Ver al pájaro muerto me conmocionaba, como que me deprimía. Asumía que entonces su belleza se terminaba, y sentía como que algo me lo recriminaba, incluso de ser cómplice, si estaba junto a quién lo hizo, y no podía dejar de sentirme culpable.
Así y todo me unía a los demás, o incluso sólo me paseaba con mi honda como un arma, pero siempre viendo otras cosas como blanco, y actuaba de ese modo. Tiraba más a las cosas quietas, jugando, o bien tratando sólo de demostrar mi puntería…
Pero sin lastimar a los pájaros…
Los sentía tan llenos de vida.
*De Celso H Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda- Santa Fe; 18/07/2004
En la incerteza de una cifra*
En mi vida tuve muchas, muchas minas
pero nunca un hombre
Tuve muchos, muchos balurdos
pero nunca una sensata concreción
Tuve muchos, muchos chirimbolos
pero nunca una pieza preciada
Muchísimos
nunca tuve
tuve
en mi vida.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
¿DE DONDE SON LAS GAVIOTAS?*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
¿De dónde salían las gaviotas que vi volar alrededor del arado donde mi abuelo iba sentado, roturando la tierra?
¿De dónde venían, tan blancas, a veces con un pequeño luto en la punta de las alas, siempre voraces, siempre hambrientas?
Tal vez de aquellos cañadones, en cuyas orillas que festonaban los juncos, las espadañas, los espartillos, las plantas acuáticas en medio.
La tierra al ser volcada era muy negra, al paso del sol y de las horas iba tomando un color más claro, tal vez influyeran también los minerales que durante siglos estaban en el vientre del mundo.
Las tres rejas pobrísimas iban dando vuelta la tierra y sacaban al aire los gusanos, gusanillos e isocas blancas que eran el manjar no sólo de las gaviotas sino de numerosos pájaros menores que iban a la arrebatiña que producían las gaviotas con sus gritos y sus vuelos rasantes.
A veces yo seguía a mi abuelo y me ponía a distancia prudente, mi presencia no era respetada por el hambre y la angurria de las aves diversas. Cuando mi abuelo me descubría invariablemente me marcaba de regreso. ¡Cómo me hubiera gustado que me subiera en su falda! Si eran mis tíos los que araban la cosa era distinta. Me alzaban y me sentaban en sus rodillas ya que el aradito tenía un solo asiento, y hasta me dejaban tocar ese doble par de riendas, para darme la ilusión que yo manejaba los ocho percherones que trabajosamente arrastraban esas tres pequeñas rejas de hierro que la tierra ponía brillosa y cuando se dejaba de arar por medio de una palanca se alzaban y el sol se veía allí en su plenitud y lo reflejaba como espejos.
Por el camino rural de vez en cuando se veía una polvareda que se iba acercando y luego al pasar junto al alambrado donde mi abuelo estaba arando el conductor saludaba con un grito, mi abuelo levantaba apenas el látigo a modo de respuesta, y enseguida el silencio del campo que llegaba antes de que el polvo se asentara de nuevo en la calle.
A veces pasaban los obreros de Vialidad Nacional que estaban reparando los caminos con esas grandes aplanadoras “Champion”, o algún jinete de vez en cuando y más raramente aún un auto. Los que sí se veían con más frecuencia eran los pequeños Ford T o la “Justicialista”, una chatita de industria nacional que fue fabricada previamente al popular rastrojero allá por los cincuenta del siglo pasado. Estos vehículos eran más frecuentes porque transportaban tambores de gasoil o de aceite hacia las chacras que las usaban de combustible, o bolsas de harina para amasar el pan, que no entraban en el espacio reducido de un sulky.
Los tractores eran pocos todavía, y sólo muy raros chacareros lo tenían. Estaban los Massey Ferguson, los Hanomag y el popular y criollísimo “Pampa”, todo pintado de verde. Eso recuerdo.
Y volviendo a las gaviotas, aunque no he averiguado el origen, no las supongo sobrevolando las orillas de un mar lejano y creo comprender que éstas de los bañados eran más chicas, y a su vez, alternaban con otras especies como las cigüeñas, los chorlitos, las bandurrias, la diversidad de patos: crestones, picazos, siriríes, zambullidores, maiceros, etc. También con los flamencos blancos y los rosados, y con las garzas blancas y las garzas moras que cruzan el aire solitarias con ese silbido tan triste que zurce el horizonte plano y sangrante del atardecer.
Estas gaviotas merodeaban la tierra cuando todavía se araba porque le producía una vasta y surtida oferta de alimentos para ellas y sus crías que usaban ese graznido tan desagradable y lastimero.
Con lo que ellas dejaban se alimentaba toda familia de pájaros menores menos el biguá que lo hacía estrictamente de los caracoles que pescaban a la orilla de los cañadones donde corría poco el agua.
En los atardeceres cuando mi abuelo levantaba esa palanca y las rejas ya no brillaban al sol porque con su sangre iba pintando los campos, la estribación de los montes, el lomo de los terneros que balaban sangradamente buscando a sus madres y algo de ese fleco rojizo del crepúsculo se posaba en el sombrero lleno de tierra y sus bigotes cansados que a la noche, como siempre, filtrarían el vino antes de pasar airoso y feliz por su garganta italiana.
A lo lejos las luces del pueblo no llegarían a iluminar las numerosas perdices echadas en medio del campo, en silencio como una araña dormida.
DESVELAR*
“Todo número es cero ante el infinito”
VICTOR HUGO
Tengo un número tatuado en mi frente.
Un código de barras en mi espalda.
Me horroriza mi ingenuidad.
Mi inocencia, mí obcecada tendencia a ser ilusa.
A ser más cándida que una infanta dormida.
Que hago yo, me pregunto, con este muro en blanco.
Con mi pupila ciega y mi mano dormida.
Tantas, tantas peleas con molinos de viento.
Tonta necesidad de reconstruir historias.
Un mundo de cosas me rodean.
El otro es no, nulo, inexistente, también yo.
Pozos en la memoria.
Resistir la tentación de levantar los velos.
De raspar mi frente y mi espalda contra el muro.
Teñirlo en sangre.
Teñir el muro hasta el infinito.
Solo un número hueco, solo, vacío.
Luego, partir.
Conjugar los verbos.
Desmurar. Desmorir. Desvelar.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
*
Inventren Próxima estación: Morea.
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