*Dibujo:
Ray Respall Rojas.
La
Habana. Cuba.
LA MARIPOSA
PISOTEADA*
El otro lado
del tapiz. Las cosas
que nadie mira...
que nadie mira...
“El oro de los tigres”
Jorge Luis Borges
Insertó en el ordenador el DVD
que había comprado para grabar música y comenzó a ver a desfilar el menú para
elegir escenas de “Los inmortales”. ¡Imposible! El día anterior había comprado
esa película y le había salido defectuosa, la tenía en la cartera para
devolverla, al ir a guardarla había sacado el disco virgen, que dejó en su
buró…. Fue a su cartera y encontró en su lugar el disco en blanco que estaba
segura de haber colocado en su mesa de trabajo. Volvió a la computadora, ahí
estaba la caja de “Los inmortales”.
La vez anterior había sido un
exergo tomado de El Libro de las Mutaciones, que al reabrir el documento se
había transmutado en una frase de Borges. Recordaba haber dudado, como es
lógico, pero al final la había dominado la certeza, como ahora con los
discos, de haber escogido la frase del I Ching… Después los amigos le
preguntaban por qué huía del concepto “echar raíces”… ¿Cómo explicarles estos
fenómenos, apenas perceptibles?
La asaltó nuevamente el terror
de abrir los ojos cada día en un hogar ajeno, al lado de un extraño, de no
cuidar de sus seres queridos, sino los de alguien semejante. Imaginó a sus
hijos (los salidos de su vientre) siendo educados por una extraña con su rostro
y sus manías, que nunca sería “ella”, aunque tal vez se percatase del
irremediable equívoco y – si eran copias de un mismo archivo cósmico, les
suponía emociones y pareceres similares – se resignase a interpretar el
personaje que le había sido asignado en la cambiante comedia de la vida… Un
eterno viaje entre las grietas de la aparente realidad, siempre a un ambiente
similar, salvo por esas pequeñas diferencias que iban desde la barba crecida de
un amigo que había visto afeitado el día anterior, un tiesto con geranios donde
hubo violetas, hasta el color de una casa de su camino habitual. Esquizofrenia,
lo etiquetarían en el peor de los casos. En el mejor, se reirían de su obsesión
por “detalles sin importancia”.
Pensó en todos los seres de la
Creación, piezas de un juego mayor, fuera de su alcance, del poder de su voluntad
y de su comprensión, alternándose de una realidad a otra por obra de una
entidad superior. Cuántos al despertar accionarían un interruptor en el lado
“equivocado” del cuarto y descartarían el error, descuido perdonable que iría a
engrosar los archivos del olvido. Tantos, sin percatarse de estas “naderías”…
¿Por qué le había sido otorgada la capacidad de advertirlos, memorizarlos y
hasta de intentar encontrarles explicación?
Sintiendo la ansiedad de la
mariposa pisoteada que aún intenta, con medio cuerpo pegado al pavimento, mover
las alas para recobrar el vuelo; guardó la película en su caja y se resignó,
como cada mañana, a ser un pasatiempo de los dioses.
*De Marié
Rojas.
La Habana Cuba
¿Cómo una flor o una piedra?
Fragmento de “La voz múltiple” *
¿Qué es una
palabra agujero? Una palabra que nombra (de no nombrar no sería una palabra) un
hueco. Una palabra sin referente. O con referente múltiple. ¿Qué significa, por
ejemplo “araña” en un contexto literario? ¿El arácnido que segrega el hilo
sedoso? ¿El simbolismo del tejido concéntrico? ¿La imagen de Dios? ¿Aracnea, la
caricatura de la divinidad, la que rivaliza con lo trascendente? ¿La imagen
siniestra de lo femenino? ¿La casa endeble del Corán? ¿La epifanía lunar donde
es dueña de su destino, lo teje y lo conoce, detenta los secretos de lo pasado
y lo por venir? ¿La inestabilidad o lo frágil? ¿Lo sucio, lo repugnante? ¿O
simplemente el hueco, “cualquier cosa”, como diría Onetti?
MUJERES CON
ARPA*
En casa de una amiga de mi mujer
hay un libro de Ezra Pound
publicado por Poesía
Hiperión (Madrid)
que en la página 351
tiene un poema titulado Nodier
raconte…
que comienza así:
En casa de una amiga de mi mujer
hay una foto,
esa foto sepia, descolorida y
pálida,
de la época en que se llevaban
mangas anchas,
de seda, rígidas y amplias sobre
el lacertus, es decir, el
antebrazo,
y decolleté…
es de una dama,
está sentada junto a un arpa,
tocando.
Pienso en estas cosas
justo ahora que lamento no haber
robado aquel libro
y saber cómo terminaba la
historia
pues no hay nada más sagrado que
una mujer con arpa
tal vez decir sagrada no sea lo
más exacto
y lo que yo quiero expresar
tiene que ver con el cuerpo
esa fineza más allá de toda
vestimenta
pero sólo tengo en la memoria un
fisco de memoria
y a mí no me gusta visitar la
casa
de las amigas de mi mujer
pues siempre hay algo que me
tienta al pecado
un libro, las plantas del
jardín, un gato
pero ellas, las amigas de mi
mujer, no entran
en este catálogo al no ser que
toquen arpa
y lleven mangas anchas, de seda,
rígidas y amplias sobre el
lacertus,
es decir el antebrazo,
y decolleté.
-Tomado de Campos
de belleza armada
Fundación
Editorial El perro y la rana, 2006 Caracas, Venezuela.
Rilke anotado*
El día me deja
encapuchada en la desesperanza, una aleta de pescado me cierra la garganta, no
halada, pasa el ave y la mastica. Entera.
Es el viejo
regurgitar de las pestañas, la consolada imagen del becerro.
En el ventarrón
de proa va su mirada.
No es porque
sea el mío también el día
de repudio a la
tortura, ni tampoco,
porque se
borren de mis lágrimas los matices del rojo
es que existe
este absoluto
cansancio del no ser
lo que revienta
en espumas
salivándose.
¿Es el tiempo
una naranja
partida en la batalla?
Y se me escapa,
se va yendo, se ha ido,
con su sonido
falso,
el día con tu
nombre.
Mi pensamiento
va contigo. millones de cantares y ninguna
muerte. Bebe.
Es mi última estela,
cormorán que
fulguras asido de mis alas. Ya no eres Nada.
26 de junio
2007
Qué tenía en su
cabeza*
*Por Juan
Forn
Un auto cruza
Estados Unidos de costa a costa. En él viajan dos hombres y el cerebro de
Einstein. El que maneja no importa; es sólo el chofer en esta historia. El que
va sentado a su lado se llama Thomas Harvey, tiene ochenta años y fue el médico
forense que hizo la autopsia de Einstein. Su destino es Berkeley, California,
el lugar donde vive Evelyn Einstein, la nieta o quizá hija del gran científico
(en los papeles figura como adoptada por Hans Albert, el primogénito de
Einstein, pero dice la leyenda que en realidad era la hija de la vejez del
genio). Evelyn es desprogramadora de sectas, pero Thomas Harvey no lo sabe, ni
le haría diferencia: lo único que le importa es decidir qué hacer con el
cerebro de Einstein. Lleva cuarenta y cinco años de celosa custodia y sabe (no
hace falta ser forense para notarlo) que no le queda mucho más tiempo de
residencia en la Tierra. Por eso ha aceptado el ofrecimiento del joven
periodista que maneja a su lado y se deja llevar en coche de un extremo al otro
de Estados Unidos, para decidir el destino de los dos tupperwares que van en el
baúl.
El día que los
íntimos de Albert Einstein esparcieron sus cenizas en un recodo del río
Delaware, fuera de la vista de prensa y curiosos, creyeron que allí se iba todo
lo que quedaba en este mundo de su querido pariente o amigo. Pero en realidad
el cerebro de Einstein había quedado en la sala de autopsias del Hospital de
Princeton. El forense que debía realizar la autopsia era el neoyorquino Harry
Zimmerman, máxima autoridad en el mundo en el rubro patología y viejo amigo de
Einstein, pero inconvenientes de último momento le impidieron acercarse hasta
Nueva Jersey. Para su fortuna, el patólogo residente en el Hospital de
Princeton era un joven discípulo suyo, Thomas Harvey, que aceptó gustoso la
tarea. Zimmerman ordenó a Harvey retirar el cerebro de Einstein y enviárselo al
prestigioso Centro Montefiore en Nueva York para someterlo a estudios pero, al
enterarse las autoridades de Princeton, dijeron de acá Einstein no se va.
Mientras empezaba un litigio de guante blanco, el director del hospital ordenó
a Harvey que entregara el cerebro, pero éste se mantuvo fiel a su mentor y se
negó. El director pidió entonces junta médica e hizo despedir a Harvey, acto
que el joven forense contestó llevándose el cerebro a su casa, y no hubo cómo
reclamárselo: la orden de Zimmerman había sido oral, en los registros de la
autopsia no se mencionaba la disección y el cuerpo de Einstein ya había sido
cremado, razón por la cual Harvey pudo abandonar el campus de Princeton en su
coche sin obstáculos legales, con dos tupperwares en el baúl donde los
hemisferios cerebrales de Einstein flotaban en formol.
Así comienza el
derrumbe de la hasta entonces impecable carrera médica de Thomas Harvey.
Despedido de Princeton, ignorado por Zimmerman (que se ha desentendido del tema
con atendible motivo: está agonizando en un hospital de Nueva York), abandonado
por su esposa y sus hijos (que culpan al cerebro de Einstein de haberles
arruinado la vida), perseguido por abogados de la Universidad Hebrea de
Jerusalén (beneficiaria del legado de Einstein), Thomas Harvey va rebotando de
ciudad en ciudad: donde consigue trabajo como médico se queda, hasta que se
corre la voz de que es el loco que tiene el cerebro de Einstein. Cada puesto es
peor que el anterior, el último es en la prisión de Leavenworth, después ya ni
como médico: termina trabajando como operario en una fábrica de plástico y
viviendo en un monoambiente con cama plegable en un pueblo llamado Lawrence, en
Kansas. Un día va a avisarle al vecino que se vuelve a sus pagos de Nueva
Jersey: ya no tiene trabajo en la fábrica, y una vieja novia de allá lo ha
invitado a vivir con él. El vecino en cuestión es William Burroughs, el
legendario escritor beat, el drogón más célebre del mundo. Es igual de viejo
que Harvey, vive en una casa igual de rasposa sólo que más grande, recibe a
periodistas de todo el mundo sentado en una silla de plástico en medio de un
living sin otros muebles, con un secretario que cada tanto le acerca un platito
de caviar y le inyecta metadona. A uno de esos periodistas le habla, en uno de
sus voluptuosos soliloquios, del Hombre Que Tiene El Cerebro De Einstein. El
periodista se interesa. Consigue que el secretario le dé un número de teléfono
de Nueva Jersey y un año después está al volante de su auto, con el viejo Harvey
a su lado, haciendo los ocho mil kilómetros que hay de la desangelada costa de
Nueva Jersey a las puestas de sol californianas.
El periodista
cree que tiene la historia de su vida, pero al doctor Harvey no le gusta mucho
conversar, el trato es que le haga de chofer, sin reciprocidades de ningún
tipo, y tampoco es que haya mucho que contar: en esos cuarenta años, Harvey se
carteó con patólogos de distintas partes del mundo, les envió pequeñas muestras
del cerebro, pero ninguno de los resultados obtenidos lo convenció de
desprenderse del venerable objeto de su custodia. Poco a poco, el periodista
descubre que el viejo Harvey es como el viejo Burroughs (me faltó decir que el
viaje a Berkeley tiene paradas intermedias, el doctor aprovecha para visitar a
cierta gente en el camino, Burroughs es uno de ellos). Cuando, en medio de la
visita, Harvey le pregunta si empezó a drogarse por dolor, Burroughs contesta:
“Me gustaría decir que fue por dolor pero no, me hice adicto porque quería más
de la vida. Y ahora me ayuda a esperar menos de la muerte”. Días más tarde,
cuando ven asomar el mar de California en el horizonte, Harvey rompe el
silencio y comenta que en unas vacaciones con sus hijos encontró un delfín
muerto en la playa y que, para estupor de sus hijos (un buen patólogo siempre
lleva consigo su kit), procedió ahí mismo a abrirle la cabeza y sacarle el
cerebro. “Era un ejemplar magnífico. Las circunvoluciones eran asombrosas,
mucho más complejas que las de un cerebro humano. Había un secreto allí que me
superaba.” Y vuelve a sumirse en silencio mientras el periodista siente con
escalofríos que esos dos cerebros se han vuelto uno para el viejo doctor.
El encuentro
con Evelyn Einstein fue un fracaso. Harvey se arrepintió a último momento y
ella también tenía sus reticencias a recibirlo. Harvey también dejó plantado al
periodista y se volvió a Nueva Jersey en tren, con los dos tupperwares en un
bolso. Un año después lo llamó en medio de la noche y le preguntó sin
preámbulos si él también había tenido esa sensación cuando vieron el Pacífico,
la de haber ido de un océano a otro, un rarísimo instante de unión con cada uno
de las personas y paisajes y restaurantes y moteles y peajes del camino. “Siempre
viajamos con nuestros secretos ocultos en el baúl”, agregó, y después cortó. Un
par de días después, el patólogo residente del Hospital de Princeton le avisó
al periodista que acababa de recibir en forma anónima dos tupperwares que
contenían el cerebro de Einstein. El periodista llamó insistentemente al número
que tenía de Harvey en Nueva Jersey, pero nadie contestó el teléfono.
DARK AFTERNOON
IN HARLEM*
Bajo del taxi
en The New Canaan Tabernacle.
Al sentarme
huelo orines en los muros,
escucho esas
viejas canciones,
arrastradas por
el viento,
salir,
melancólicas,
por las
ventanas de Harlem.
Distingo la
sombra de James Brown
cruzar la Lenox
Avenue
y desaparecer
entre las luces
del viejo
teatro Apollo.
En otra
esquina, Mingus y su bajo
me despiertan,
a ese otro mundo,
soterrado y
frío,
de árboles, y
sogas grises,
en lugar de
pájaros.
Siento el
espíritu de un fugitivo
llegando al
Norte, y puños al aire, lo saludo.
Respiro en
Harlem, los versos libertos
de Frederick Douglass,
y Langston Hughes,
en los ojos
obnubilados
del maestro
Dizzy
Gillespie.
En la fronda*
Encender una
luz no basta.
En el jardín,
las sombras se comprimen,
se dilatan.
Asaltan.
Se refugia uno
en el cuadrado de
cemento que nos
resguarda
y al apagar la
luz, el cielorraso
es una lámina
oscura. Pantalla
que desliza
imágenes...
Vaya a saber
qué parte de mí
las trae de
regreso, a veces
soy niña...
Soñaba.
Flashes, voces,
remansos de piano
nunca sucedido.
–la música no
pudo realizarse–
La vida es una
partitura
con instantes.
Más o menos
felices
más o menos
fugaces.
Pronto será
tiempo de cerrar los ojos.
Voy a buscar a
la niña que soñaba
voy a
proponerle que aún espere,
que aún no
nazca. Hay ruidos aquí afuera
en la fronda
humana.
Vendrán tiempos
mejores, propicios para ser.
¿Vendrán?
Indudablemente
encender una
sola luz
no basta.
MADRERA*
El bramido
regresa. Alga marina y fango.
Detrás, una
cara. Hombre de tinta.
Lo acompañan
otros, muchos…
De dos en dos,
a veces tres.
... Llegan por
una rúa insomne.
Pasan por un
frágil puente de madera.
Madrera de
saudades.
No entiendo sus
palabras.
Sus confusos
silencios que me nombran.
Y que gritan.
Que dicen tiza. Azafrán. Zozobra
Campanario.
Infancia que no vuelve.
Siento el olor
a sándalo.
A velas y
antorchas incendiadas.
A rojo sangre
pasión.
No, niña, solo
las putas se pintan de rojo.
Hay un acre
sabor dulce que hostiga, sin parar.
También un niño
ciego.
En mi pecho dos
girasoles negros.
Una caja. Un
ataúd. Un féretro.
No, no. Estoy
viva. No.
Me golpean en
la boca del hambre.
Un hombre
pregunta porque calla Dios.
Y no se que
decirle.
Y callo. Una y
otra vez. Callo.
Baja la frente.
Alarga la pollera.
Ponte zapatos
de arpillera.
Y me muerde una
marea de alas de cigüeñas.
El bramido es
una zarza ardiendo.
No se va con
los hombres.
Vienen de dos
en dos, a veces tres.
NADA DOS VECES*
*De Wislawa
Szymborska
Nada sucede dos
veces
ni va a
suceder, por eso
sin experiencia
nacemos,
sin rutina
moriremos.
En esta escuela
del mundo
ni siendo malos
alumnos
repetiremos un
año,
un invierno, un
verano.
No es el mismo
ningún día,
no hay dos
noches parecidas,
igual mirada en
los ojos,
dos besos que
se repitan.
Ayer mientras
que tu nombre
en voz alta
pronunciaban
sentí como si
una rosa
cayera por la
ventana.
Ahora que
estamos juntos,
vuelvo la cara
hacia el muro.
¿Rosa? ¿Cómo es
la rosa?
¿Como una flor
o una piedra?
Dime por qué,
mala hora,
con miedo
inútil te mezclas.
Eres y por eso
pasas.
Pasas, por eso
eres bella.
Medio
abrazados, sonrientes,
buscaremos la
cordura,
aun siendo tan
diferentes
cual dos gotas
de agua pura.
* * *
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