*Foto de Alfonso Vila Francés.
UNA CAPA DE IRREALIDAD CUBRE LOS
OBJETOS…
-Textos
de Eva María Medina Moreno.
ABURRIMIENTO
Acaban de comer. Él pasea su
mirada por la habitación. Su flácida y pálida barriga asoma por los botones mal
abrochados del pijama. Ella mira por la ventana. Entre ellos, una mesa camilla
con restos de comida. Al fondo, la televisión encendida.
Ella sigue mirando a la calle.
Su melena es bicolor; castaño oscuro y rubio platino. Su cara, sin lavar,
muestra la opacidad de un maquillaje mal aplicado. Unos labios extremadamente
rojos, pintados con un carmín barato. Colillas impregnadas de bermellón
saliéndose de un cenicero de cristal.
Él se levanta de la silla y,
antes de sentarse en el sofá, aparta unas revistas viejas. Gotas de sudor
resbalan en su calva, deslizándose por pelos grasientos de la nuca. Con la
manga del pijama se quita el sudor y coge el mando de la tele, pasando de un
canal a otro. Mira hacia la pared, donde un reloj redondo, de fondo blanco,
cuyas manillas y números son del color del metal, está parado a las cuatro. Le
divierte imaginar que funciona. Todos los días se pone frente a él antes de la
hora, y siente el minuto que transcurre desde las cuatro como el único real en
su vida.
Ráfagas de un aire cálido mueven
las cortinas. Ella retira platos y cubiertos con el antebrazo, y saca del
bolsillo de la bata unas cartas desgastadas. Empieza su solitario. Él fija la
vista en un ventilador que está en el suelo; las aspas metálicas giran
lentamente.
El hombre le pregunta a la mujer
por la llave. La mujer le contesta, con desgana, que la busque.
El hombre se levanta con pereza
del sofá y se acerca a la mujer. Le vuelve a preguntar por la llave. Ella le
dice que busque, y le canta: «¿Dónde está la llave matarile, rile, rile?». Él:
«Si no me dices dónde está…». «¡Qué! ¡Qué vas a hacer! ¡Qué coño vas a hacer
tú!». «Dime dónde está», dice él. Ella se ríe, lo insulta. Él vuelve a
preguntar. «Busca, busca», se oye. Las manos de él sobre sus hombros. «¿Qué
pasa? ¿Acaso me vas a estrangular? ¡Anda aprieta! ¡Aprieta cobarde!». Unos
dedos gordos agarran su cuello. «¿Me lo vas a decir?». Las manos presionan con
fuerza. «¿Dónde está?». «Adivina», dice ella con voz apagada. El hombre aprieta
más fuerte. «¡Me lo vas a decir, hija de puta, me lo vas a decir!».
El cuerpo de la mujer cae al
suelo, inerte. Él se sienta en el sofá. Imágenes en la pantalla. Mira el reloj.
Espera a que sean las cuatro.
DELIRIO
Camino. Por una
calle estrecha y sucia. Oigo risas, pero no veo a nadie. Miro hacia arriba. Un
gato pardo en el tejado. Siempre había pensado en los gatos como seres de otro
mundo que revelan nuestro destino. Quizá este animal tenga algo que decirme.
Debo averiguarlo. Mis brazos en alto, las manos buscando un hueco entre
ladrillos. Los dedos se agarran con fuerza al cemento; trozos pequeños se
incrustan entre las uñas. Ahora mis piernas, primero la derecha; al empujarla
hacia arriba noto algún que otro desgarro, pero sigo subiendo hasta que apoyo
el pie en la pared. Impulso la pierna izquierda hasta llegar a la altura de la
derecha. Alzo la cabeza y oigo el roce de mi pelo contra el muro. La frente, la
piel, algo de sangre. Los párpados, el tabique nasal. Ya está, veo el tejado,
pero no al gato. Debo avanzar. Risas, otra vez las risas. Brazo derecho hacia
arriba. Los dedos se arquean en forma de garra. Siento como se abre la carne
entre las uñas y la arena penetra en mi piel herida; noto la humedad y ese olor
salvaje. Me duele y me agrada a la vez. Sé que voy a lograrlo. ¡Lo lograré! El
cuello, venas rígidas. Ahora la otra mano, hacia delante, sin miedo, más, más,
ahí, ahí. Las piernas, solo quedan las piernas. Debo estar cerca. Gato, gatito,
espera que voy. Una pierna, esa pierna, sí, ya está. La otra, cuidado con el
pie, agárralo bien, no, no puedo, mis manos, se van, se van.
Caras, muchas
caras. Voces, bocas, ojos grandes que se acercan. Quizá me pregunten algo. No,
se dirigen a otra persona. Me mareo, las voces giran y giran. Lo he visto, sí,
con la túnica blanca. Aquí, aquí, estoy aquí, no te vayas. Es Él y viene a
salvarme. Las lágrimas corren por mis mejillas, no se ha olvidado. Me suben sus
discípulos, me llevan hasta Él.
Blanco, todo
blanco. Parpadeo. Más blanco. Mi brazo, un tubo y un frasco con líquido
transparente. Me froto los ojos, mis manos tiemblan. La puerta está cerrada, no
se oyen ruidos. Este silencio me aprisiona el estómago, no puedo pensar. Y el
olor a limpio se va pegando al pelo. Me tiemblan las manos, me tiemblan mucho.
Hay una grieta en el techo. Empieza en el techo y llega hasta el suelo de la
pared de enfrente. Puede que por el otro lado siga la grieta, que la habitación
esté dividida en dos y yo también esté siendo seccionado. Mi cuerpo partido en
dos por una línea invisible, quizá no tan invisible. Oigo voces fuera. La
puerta, que se abra la puerta. Las voces se esfuman.
Hay poca luz.
Las cortinas se mueven ligeramente hacia dentro. Son blancas. Las sábanas
también, huelen a lejía. Odio este olor. Repugnante, vomitivo. Me queda poco
suero, va cayendo muy despacio. Me habrán destrozado la vena, no tienen cuidado.
Temblores, malditos temblores. Y nadie viene, la puerta sigue cerrada y no hay
ruidos ni se oyen voces fuera. No me queda casi suero, no sé si gotea o se ha
acabado. Una gota, su reflejo. Gota incansable, monótona, que se hace y deshace
tomándose a sí misma como patrón, que se dibuja y desdibuja, repitiéndose, sin
poder hacer nada por evitar su goteo, sin poder cambiar su estructura, su
existencia como gota. Cierro los ojos con fuerza, aparto mi mirada dirigiéndola
a la ventana. Me fijo en el movimiento de la cortina, lento, sereno. Va
meciéndome, los párpados caen. La ventana sigue allí, pero sueño que la estoy
soñando. Me siento más ligero, me levanto sin esfuerzo, y aunque tengo el suero
unido al cuerpo por el brazo, parece que el tubo que une mi cuerpo al frasco se
alarga, se alarga mucho, como si estuviera en el espacio y esa cuerda elástica
flotase, y siento que ese trozo de plástico es lo único que me une a la vida.
La puerta de mi
habitación se abre. Una imagen borrosa de alguien que entra. Parpadeo varias
veces seguidas para fijar la imagen y quitar lo nebuloso. En mis ojos el
reflejo de una mujer de blanco. Dice algo de mi ropa. A noventa grados, a
noventa grados. Vine con la ropa muy sucia. ¿Y las pastillas? No me quiere dar
pastillas para dormir, la muy perra. No dirá nada al médico. Está buena la
enfermerita, menudas tetas. No vendrá, no le dirá nada al médico. Otra vez el
silencio, el jodido silencio. Le metería mano, pero mira cómo estás. Una
imagen. Mi cara en el espejo. Mis ojos; los de un perro al que acaban de
regañar y no se atreve a mirar a su amo. Las ojeras, negras, selladas dentro de
la carne. Una maquinilla. La cojo. No puedo. Tiemblo, tiemblo mucho. Mis manos,
sin fuerza. Me escurro, casi me caigo. Unos dedos agarrándose al lavabo.
Afeitarme, solo quería afeitarme.
Anochece. Estoy
a cuatro patas. Camino despacio hasta llegar a un gran charco de agua sucia. Me
tumbo en el suelo, boca abajo. La imagen de mi cara en el agua, el reflejo de
una mirada turbia que ya había visto antes, pero ¿dónde? Acerco mi boca y bebo,
absorbo el líquido marrón con ansia. Miro mi cuerpo y veo una piel desgarrada.
Decido dar marcha atrás y ver qué ocurrió. Cojo un traje del suelo. Introduzco
el pie derecho. La tela se adapta a mi piel, aprieta. Siento un ligero dolor;
las heridas reviven, aferrándose al nuevo material. Ahora el izquierdo. El
traje se estrecha. Gotas de sudor por la cara y el pecho. Meto primero un
brazo, luego el otro, hasta cerrar la cremallera. El traje que me he puesto es
mi propia piel; piel enferma sobre piel enferma. Disfrazado de mí mismo, con
esa capa borrosa adherida al cuerpo, me coloco boca abajo, como un soldado en
el campo de batalla. Brazos doblados, puños al esternón, codos hacia fuera.
Arrastro el brazo derecho y con él, el resto del cuerpo. Después el izquierdo.
Las piernas siguen a esos brazos, aletean, dando impulso a un cuerpo roto.
Puños cerrados. Brazo derecho hacia delante. Brazo izquierdo, brazo derecho.
Brazo izquierdo, brazo derecho. Las piernas detrás, enmudecidas; como títere al
que han cortado los hilos de los pies. Llego a unas ramas secas. Las miro desde
esa posición arrastrada. Allí han quedado trozos de piel. «¿Es esa mi piel?»,
pregunto. Nadie contesta, ni siquiera una voz interior. «¿Es esa mi piel?». Abro
los ojos y solo veo penumbra. El brazo, el brazo. De mis venas sale un tubo. El
suero, sigo con el suero. Tengo escalofríos, noto la humedad, el cuerpo pegado
a la tela, el olor a sal. Veo chorros de agua. Manos que me sujetan, que me
zarandean. Frío. No quiero que me laven. Se lo digo al enfermero con los ojos.
No tengo fuerza. El hombre me sujeta y me lava. «No», le digo, «no», pero no me
hace caso.
Desde mi cama
oigo a dos médicos hablar de un desconocido cuya voz había retumbado en la
habitación. Siento esa voz resonando en mi pecho. Entran dos personas que me
nombran, dicen ser mis familiares. Los médicos señalan hacia mí, pero ellos
pasan de largo, se dirigen hacia otro enfermo. «¡Os equivocáis! −grito−. Es a
mí a quien venís a ver. ¡Os equivocáis!». Los médicos me sujetan y noto un
pinchazo.
Estoy en el
suelo, boca abajo. Me entra aire por algunas partes del traje. Giro la cabeza
para ver el brazo. Bocas pequeñas se abren; la piel que está debajo se
resquebraja, como si tuviera capas de cemento mal dadas. Avanzo. Huele a conejo
muerto. El sudor de mi frente se mezcla con la tierra. Pierna derecha, pierna
izquierda. Me oprimen ramas y troncos partidos. Me sube un olor nauseabundo.
Sigo adelante. El olor gira y gira. El borde de las ramas ara mi piel. Presión
en el cráneo; dos manos lo agarran, hincando uñas de madera. Me deslizo como
una serpiente que acaba de mudar su piel y a la que le cuesta adaptarse al
terreno. Las vértebras del cuello dibujan el camino como anillos de gusano. «No
te pares», me dice una voz débil, ahogada. El polvo se introduce en mis ojos;
una capa fina los nubla. Sigo recto. El traje queda enganchado en ramas. Tiro
de él con fuerza, pero no logro desprenderme. Impulso el cuerpo hacia delante.
«Inútil, es inútil». Huele a sangre y putrefacción. Las ramas oprimen. «Salir,
quiero salir». Gritos en el pasillo. Una enfermera con la mano en mi hombro.
El frasco del
suero se hincha; parece que absorbe algún tipo de sustancia. Mi brazo, no
siente nada. Una tabla de madera con vetas insensibles a un crecimiento que ha
sido vedado. Los ojos no descansan; globos subiendo y bajando, separándose de
la cueva que los guarda. No quiero tubos de plástico. Me quito el suero. Sale
sangre y ese líquido incoloro. Me incorporo. De mi espalda tiran unos músculos
ya viejos. Me mareo. La distancia entre la cama y el suelo se me hace más
grande. Las rodillas no me sostienen. Caigo al suelo. Brazos doblados, puños al
esternón, codos hacia fuera. Brazo derecho, brazo izquierdo. Brazo derecho,
brazo izquierdo. Me deslizo hasta llegar a la pared de la ventana. Extiendo los
brazos hacia delante. Los dedos se agarran al rodapiés. Las manos buscan el
marco de la ventana. Las uñas en la madera. Doy un impulso. Subo los brazos.
Las rodillas, las piernas. ¡Arriba! Me apoyo en la pared, sujetándome en algo
metálico. Miro al cielo y oigo una voz que me dice: «tírate, tírate».
PSIQUIÁTRICO
Abrí los ojos.
Todo blanco. El blanco se extendía del techo a las paredes y llegaba hasta la
cama a través de las sábanas. Noté un picor en uno de los brazos. La vía, que
trataba de ocultarse tras los esparadrapos. Cerré los ojos; quería encontrar
las imágenes, pero solo había negrura.
La puerta de la
habitación se abrió. Una enfermera, me traía pastillas. Me preguntó qué tal
estaba y le contesté con un «estupendamente» raro. «Es-tu-pen-da-men-te». El
ritmo, la aceleración de las sílabas, que se repitieron decelerándose con un
tono de burla. «Es-tu-pen-da-men-te». Luego resonaba en mi cabeza en un modo
interrogativo que producía risa y el acento cambiaba de una a otra sílaba y con
cada cambio el significado variaba. Y yo frente a la palabra dicha, como si la
hubiera pronunciado otra persona, sacada de una conversación de la calle o de
una escena de alguna película en blanco y negro.
Necesitaba ir
al baño. ¡Qué coñazo! Con el suero a cuestas. Era un castigo, ese trozo de
plástico que se agarraba al brazo. Parecía succionarme; quitar en vez de dar.
Me levanté de la cama. Los músculos como si hubieran sido apaleados; me costaba
moverlos sin que doliesen. Con la mano derecha agarré el suero por la barra de
metal que lo sujetaba y fui arrastrando los pies hasta llegar al baño. Me bajé
los pantalones con lentitud. Una imagen me vino a la mente. Una mujer se
acercaba, parecía decirme algo al oído. Debía de ser gracioso porque no paraba
de reírme. Sentí dolor, bajé los ojos y vi su mano enroscada en mi pene. Me
echaba hacia atrás, dolía pero me reía; me hacía tanta gracia. Yo, contra la
pared, sin calzoncillos, los pantalones en el suelo. De la mujer solo recordaba
su pelo negro alborotado y unos labios carnosos de un rojo fuerte que se
extendía por toda la cara. Seguía en el váter. Antes de subirme los pantalones
del pijama, me fijé en el pene; estaba morado. Tiré de la cadena y cogí el suero.
Al pasar por el espejo, el reflejo de mi cara me inmovilizó. Unos ojos
saturados, como si lo visto se fuera derramando por los bordes y ya no pudieran
o no quisieran ver más. Las cuencas de los ojos muy hundidas, las ojeras casi
negras y unos pómulos hacia dentro, que resaltaban la mandíbula. Me alejé,
arrastrando unos pies que parecían ir sobre raíles en una vía de tren
abandonada. Fui hacia el otro lado de la cama. Dejé el suero a la derecha y me
senté en el sillón negro. Miré el líquido incoloro. Me asaltó la imagen de una
lavadora y mi cuerpo, diminuto, acurrucado, dentro. Y la lavadora daba vueltas
y vueltas, y yo repetía los mismos movimientos, veía la misma ropa y un
exterior tan irreal, tan alejado. En esta imagen alargaba la mano, como si
quisiera tocar algo de ese exterior. ¿Saldré de aquí?, me preguntaba. Y una voz
me contestaba que no, pero otra me decía, cuando te recuperes. Cerré los ojos
apretando los párpados con fuerza; intentaba acallar las voces. Las voces se
fueron alejando, pero ese «¿saldré?» zumbaba en mi mente.
Llevaba un rato
en el comedor. Miraba la comida. Trozos de carne grisácea, con grasa, y unas
patatas fritas que parecían de cera; rígidas como cadáveres. Me fijé en los
demás; tampoco comían. Las caras, nunca olvidaría esas caras. Los ojos, como si
los hubiesen vaciado, recubriéndolos con una capa de cemento transparente; ya
estaban seguros, allí nada podían temer. Y esas muecas histriónicas que
simulaban sonrisas. Esas muecas me producían ganas de vomitar, como si en la
pared de enfrente hubiera un espejo y constatase que yo también participaba en
ese juego diabólico. Un toque en mi hombro derecho me recordó que estaba allí
para comer. Contesté con un movimiento de cabeza y el tenedor se introdujo en
la carne escarchada de una patata. Me vi trepando una pared. Después, mi cuerpo
en el suelo. Encima del tejado un gato. Me daba rabia no acordarme bien de lo
ocurrido, tener huecos. El plato de carne y patatas seguía allí, como si se
burlara de mi suerte. Tengo que irme, me dije, pero ¿adónde?
Salí al
pasillo. Lo recorrí de arriba abajo. Luego entré en una sala pequeña, al lado
de los servicios. Había un hombre con barba sentado al borde de una silla,
balanceándose como si acunase a un bebé. No hablaba. Ya me había fijado en él.
Todas las tardes, a la misma hora en la misma silla. Si alguien se había
sentado allí, pataleaba hasta que le dejasen su sitio. Me acordé de la mujer
del mango de paraguas y el marco sin foto. Los llevaba siempre. En el comedor trataban
en vano de guardárselos; comía con ellos sobre la falda.
Me fui de la
sala. Pasé al lado de la escalera y un grupo de hombres y mujeres me pidieron
tabaco. «Un cigarrillo, un cigarrillo». Manos, muchas manos. Grandes, pequeñas,
oscuras, más claras. Ese agarrar y soltar. Las marcas del pasado. Lo que estaba
escrito en esas manos. Me apoyé en la pared, cerré los ojos. Cuánta necesidad
había allí de que les diesen; que les dieran y, cuánto más, mejor. ¿Soy yo así?
Preferí no contestar y seguir caminando como si nada hubiese ocurrido. Me
alejé, yendo hacia el otro extremo del pasillo. Al volver, algunos de ellos se
apoyaban en las paredes con desesperación. Los veía como si fueran bolos
esperando la inercia de una esfera que les hiciera caer; que la caída de uno
provocase la del otro y, aunque supieran lo que iba a ocurrirles, esperasen con
indiferencia ese final.
Fui a mi
cuarto, cerré la puerta y me senté en el sillón. Mi cabeza giraba. Las ideas
iban y venían. Las imágenes, diapositivas de un viaje diabólico; un viaje en el
que nunca pensé que participaría. «¡Dios mío, qué hago aquí!», dije mientras me
cogía la cabeza entre las manos, apretando para que todo aquello muriera. Pero
ahora los dementes daban vueltas alrededor, como perros sabuesos en busca de su
presa. Unos ojos vacíos me miraban. Un hombre gritaba, «mi silla, mi silla».
Manos, muchas manos intentando agarrarme. Y yo, apretaba con fuerza para que
esas imágenes desaparecieran. Fuerte, cada vez más fuerte.
TAN FRÁGIL COMO
UNA HORMIGA SECA
La puerta de la
habitación se abrió. «El desayuno», gritaron. Daniel, tumbado sobre la cama
deshecha; sábanas y colcha en desorden. Se levantó con dolor de huesos y
arrastró los pies hasta el comedor. Tenía el vaso de leche sobre la mesa. Una
enfermera le dio las pastillas. Mientras se las tomaba, clavó los ojos en el
hule azul claro. Recordó la primera vez que vio el mar; un niño frente a ese
azul impenetrable. Por la noche, soñaba que su cuerpo y el de sus padres
chocaban contra las rocas, despedazándose. La madre se quedaba con él hasta que
se volvía a dormir; regustillo a melocotón entre las sábanas. En el desayuno
ella le guiñaba el ojo, como si lo ocurrido durante la noche fuera su secreto.
Por la tarde,
la luz era tersa, acogedora. La madre le contaba historias en el porche. El
aire, con olor a mar, impregnando su piel, y el cuento del gato con botas
mientras lo acariciaba. «Mi señor el Marqués de Carabás», oía desde una
distancia de treinta y cinco años.
Tras el
desayuno, iba a la consulta del psiquiatra. Era un hombre pequeño, serio,
ordenado. Le pedía que recordase. Daniel lo miraba desde unos ojos grandes en
una cara consumida. Le costaba articular palabra, como si algo en su interior
se lo impidiese, una voz que le decía «no lo cuentes, si lo haces nunca saldrás
de aquí».
Aquella tarde
salió al jardín. Se sentó en un banco de madera y fijó la vista en el suelo.
Había hojas secas, piedras de distintos colores, unas grises, otras azules.
Detrás de las hojas, distinguió una hilera de hormigas. En la fila, una de
ellas arrastraba una hormiga muerta. Miró hacia la izquierda y vio el cadáver
de otra. Lo cogió. La hormiga estaba seca y al tocarla se deshizo como si fuera
polvo. Un olor extraño se apoderó de él; era una mezcla de aguas estancadas,
árboles frutales y salitre. Olor que abrió una herida que supuraba.
Recordó un
domingo en el parque. Los padres le animaron a que jugase con chicos de su
edad. Daniel se apoyó en un árbol, detrás de los columpios, y esperó a que el
tiempo pasara. Unos minutos más tarde notó un picor. Miró al suelo y vio muchas
hormigas. Algunas subían por las piernas; otras estaban en los zapatos. Gritó
con fuerza. Una de ellas había llegado al brazo. Tres bolas negras a punto de
reventar y unas patas de hilo. Se imaginó que las aplastaba, triturando su
ligero caparazón; el jugo gris bajo las suelas. No se dio cuenta de que el
padre estaba allí. «Están nerviosas porque has pisado el hormiguero», le dijo
mientras le quitaba los insectos del cuerpo. «Acuérdate, ve con más cuidado, es
su territorio y lo defienden». Después, le cogió la mano y caminaron juntos.
Mientras Daniel
se duchaba, las hormigas se adentraron en la retina. Esas figuras negras ahora
corrían por los azulejos. Brotó de nuevo aquel olor extraño. Un olor que,
aunque lo aborrecía, le cautivaba. Cerró los ojos con fuerza y escuchó caer el
agua. Ese ruido lo llevó a la bañera de patas de la infancia. Le gustaba
llenarla hasta arriba, con agua muy caliente; después llamaba a la madre para
que le enjabonara el cuerpo o le frotase la espalda, pero ella, «ya eres mayor
para que te bañe, tu padre está al llegar y no tengo la cena, termina pronto».
Cuando ella se marchaba, cogía su esponja y la retorcía entre las manos hasta
dejar trozos muy pequeños flotando en el agua.
Aunque las
horas se detuvieran, el tiempo pasaba rápido. Daniel fue al comedor y se sentó
a la mesa. El blanco de la leche le repugnó. Fijó la vista en el cristal de una
de las ventanas. Las esquinas de abajo tenían vaho. La imagen de una noche muy
fría.
Nadie probó
bocado. El padre gritaba a la madre. Ella intentaba calmarlo, pero él no quería
escuchar. Se levantó bruscamente y dio un portazo al marcharse. «A la taberna»,
dijo la madre, «eso es, vete a la taberna», y salió de la cocina llorando.
Pasaron minutos hasta que Daniel subió las escaleras. Se quedó junto a la
puerta del dormitorio de los padres, y, tras su respiración entrecortada, oyó
sollozos. Vio la figura de una mujer que en ese momento se le hacía pequeña,
indefensa. Un cuerpo encogido sobre la cama. Se acercó, le acarició el pelo y
le dijo «no te preocupes mamá, es un borracho». Ella se irguió mostrando un
rostro severo. «¡Hablar así de tu padre!». Él se quedó inmóvil. Cuando salió,
no sentía el peso de los zapatos. Parecía un personaje de ficción desdibujado.
Entró en su cuarto y clavó los ojos en la fotografía que estaba frente al
cabecero: la madre con un vestido de lino azul claro. Su estómago comenzó a
girar y girar. «¿Por qué me haces esto?», le dijo. Notó pinchazos y olor a
peces muertos; como si tuviera larvas de insectos en los intestinos y
segregasen un líquido ácido. Los pinchazos eran agudos, su cuerpo se retorcía
formando un ovillo. «¿Por qué me tratas así?», decía mientras se acunaba.
Cuando los mordiscos de la tripa cesaron, se acercó a la ventana. Apoyó la cara
en el cristal helado y sintió que su piel quemaba.
«Las peleas
eran cada vez más frecuentes», se escuchó decirle al psiquiatra, «él estaba
menos en casa, y mi madre empezó a beber. No quería verme, como si mis ojos la
delataran». ¿A quién llamaría?, pensó. Siempre que la madre hablaba por
teléfono, sentada en el sofá del salón, él vigilaba receloso detrás de la
puerta. ¡Cómo le dolía ese tono de voz tan falso, tan ingrato! Cuando salía,
ella se inquietaba, ruborizándose como si la hubiera descubierto. «¡Déjame en
paz! ¡Déjame!», y esas palabras, cuñas en el cerebro.
«Algunas noches
iban juntos a la taberna y volvían a casa borrachos», le dijo al psiquiatra. Él
veía, desde la ventana del cuarto, como los padres se tambaleaban. Luego, las
risas al subir las escaleras; latigazos en su piel desnuda.
Al terminar la
consulta fue a la habitación y cayó en la cama. El sueño lo abrazó. Ahora se
encuentra en un lugar árido. Está en el suelo, boca abajo. Arrastra un cuerpo
roto. Las piedras rasgan su piel, pero no siente nada. Sigue adelante. Las
vértebras dibujan el camino como anillos de gusano. «No te pares», le dice una
voz débil, ahogada. Trozos de arena se incrustan entre las uñas. El polvo se
mete en sus ojos; una capa fina los nubla. Sigue recto. Se adentra en unos
arbustos. Avanza despacio. Los pantalones quedan enganchados en unas ramas.
Tira de ellos con fuerza, pero no logra desprenderse. Impulsa el cuerpo hacia
delante. «Inútil, es inútil». Huele a sudor y sangre. Las ramas lo oprimen.
«Quiero salir», grita. Al abrir los ojos, dos enfermeras lo sujetaban. Notó un
pinchazo.
Sala de
televisión. Imágenes en la pantalla. Daniel miraba al techo. El sol se filtraba
a través de la cortina. Como aquel día, pensó. Se vio tumbado en el sofá,
apoyando la cabeza en las piernas de la madre. Notó la calidez de los muslos.
Ella lo empujó irritada. Daniel se levantó con brusquedad. Subió las escaleras
con gangrena en la boca y mordeduras en la tripa. Los insectos lo invadían.
Sintió que las hormigas se apoderaban del hígado, recubriéndolo de una capa
negra. Las chinches despedazaban los intestinos. Tarántulas venenosas sobre los
pulmones. Le costaba respirar. Las patas de un ciempiés salían por la nariz.
Supuraba los olores fétidos de la putrefacción.
Llevaba tres
días sin dormir. La cabeza le pesaba como si las distintas partes del cerebro
fuesen de acero y no se comunicaran. Ansiaba el vacío, la nada. Las palabras «a
levantarse, el desayuno» lo violentaron. No quería desayunar, pero le
obligarían. Tardó en incorporarse; los músculos se aferraban a la cama, como si
estuvieran atados al colchón con cuerdas transparentes. Se levantó a coger la
ropa, que estaba encima de una silla, junto a la ventana. Miró tras el cristal.
El jardín estaba sereno. Su vista empezó a nublarse.
Se vio con
catorce años en la cocina. No estaba solo. La madre, sentada en una silla, con
la cabeza hacia delante, dormía. En el suelo, botellas vacías. Daniel la miraba
con desprecio, con odio. Fue hacia la llave del gas, la abrió y cerró la puerta
al salir. El golpe de la puerta se unió al silbido de alas de insectos. Se tapó
la cabeza con los brazos, pero el ruido era cada vez más fuerte. Abejas y
hormigas voladoras zumbaban en sus oídos. El crujido de alas se adentró en el
tímpano hasta llegar al cerebro. Olía a pantano, melocotón y mar. Olor que hizo
brotar esas olas que engullían unos cuerpos descuartizados. «No me dejes aquí,
no me dejes aquí», gritó golpeando la puerta hasta caer al suelo. «Ese olor nos
separó, mamá, ese olor nos separó».
LA NÁUSEA
Cuando
desperté ya había oscurecido. Me quedé frente al espejo del baño. Examiné mis
ojos, bajando, con la presión del índice, el párpado inferior y, después,
subiendo el superior; primero el izquierdo, luego, el derecho. No vi nada para
alarmarme. El blanco del ojo, normal, no tendía al amarillo, y las venas,
ninguna más roja que otra. Me tranquilizaba hacer esto, como si a través de los
ojos hiciera una especie de escáner y comprobase que todos mis órganos
funcionaban bien.
Preparé
una cafetera. Mientras se hacía, pasé a la habitación de mis padres. Hacía
tiempo que no entraba. Todo seguía igual; solo el polvo se había asentado
formando una capa fina, homogénea, casi transparente. Pensé en esas motas
uniéndose hasta formar esa alfombra, tejida de bichos microscópicos. Miré las
fotos. Mis padres parecían pedirme que les sacara de allí. Sentí escalofríos.
El silbido de la cafetera me alarmó. Al salir, cerré la puerta.
Con la
taza de café en la mano, me acerqué a la ventana del salón. Retiré la cortina
amarillenta y miré tras el cristal. El gris de las nubes se fundía con esa capa
grisácea del humo de fábricas y coches. En el alféizar seguían mis plantas,
algo más secas. Las observé. El verde oscuro de hojas alargadas, con forma de
lanza. Un verde más claro con franjas amarillas en hojas dentadas. Espinas
pequeñas, muy finas, casi transparentes, de cactus carnosos. Agujas más
gruesas. Sentí un vacío pesado y una opresión de pecho extraña, como si
hubiesen cosido mis pulmones convirtiéndolos en uno y, a través de ese pulmón
encogido, no podía respirar, no sabía cómo hacerlo. Abrí la ventana,
asomándome. Me ahogaba. Parecía que mis pulmones se pegaban a la tráquea,
replegándose. Me quedé quieta, intentando no pensar; se me pasaría.
Me
senté. Los olores a fritos, que subían por la ventana, dejaron de oler. El olor
a antiguo de la casa se transformó en un olor insípido que desazonaba. Y
los perros ladraban tanto…
Cuando
miré el televisor, el negro de la pantalla me deslumbró. Tenía un brillo crudo,
afilado, casi insoportable. Toqué los brazos del sillón, rodeándolos con mis
dedos, aferrándome al material; esa superficie pinchaba, como los pelos fuertes
y duros de un jabalí disecado. Solté las manos. Las pastillas. ¿Efectos
secundarios? No miraría prospectos. Se me pasaría, seguro que se me pasaría.
UNA CAPA DE IRREALIDAD CUBRE LOS OBJETOS
Miro un escaparate. Los objetos
parecen desnudarse, darme su verdadero rostro. Las fotografías enmarcadas,
puñales de acero oxidado, que han esperado tanto para saborear el interior de
un cuerpo; atravesar piel, venas, órganos cerrados, vísceras tan bien hechas.
Cierro los ojos, para no ver los objetos transformándose, ni sentir mis órganos
intentando respirar bajo la mirada de esa hoja cierta.
Ahora son los objetos de la
calle los que mudan, atenazándome. Se difuminan, mezclándose unos con otros,
cambiando de forma. La farola se une a la pared, la pared al suelo, el suelo al
muro. El suelo se pega a mis zapatos, parece chicle. Tiro y tiro para
despegarlo de mis suelas, pero no puedo. Y me doy cuenta de que las paredes de
la calle van entrando por los dedos de mis manos. Después el pelo, que se pega
al muro como si este fuera cepillo que arrastrase la electricidad estática. Y
no puedo hacer nada. Nada para evitarlo. El cemento tira de mí y me dejo
llevar. Ahora la pared se acerca al suelo, presiona; pared, suelo, pared,
suelo, presionan fuerte, aplastándome.
REDADA
Íbamos con palos a terminar con el ruido traidor. Vimos a un niño
escondido detrás de los contenedores de basura, con un reloj pequeño en su
mano.
−Dame el reloj −le dije.
−Es mío, yo lo encontré.
−Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que terminar con
ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen con sus cuartos,
las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos de la vida, yo ya
he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que ahora estarán
oxidadas.
−¡Libertad, libertad! −gritaban los aliados−. ¡Abajo los relojes,
muerte a los relojes, muerte al tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes,
harpías del tiempo!
Mis manos se acercaron al niño, hacia sus manos, luego subieron al
cuello. El niño gritaba. Rodeé su cuello con suavidad. Gritos más profundos.
Las manos se desligaron de la mente, y ya no sabía si presionaba o no. La voz
débil de su garganta infantil me contestó. No la escuché, seguí, seguí, hasta
oír un cuerpo contra el suelo. Cogí el reloj, lo tiré, lo pisé, oyendo mi
grito:
¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!
SER EL OTRO
¿Me sucedió
algo que quizá,
por
el hecho de no
saber cómo vivir, viví como si fuese otra cosa?
CLARICE
LISPECTOR, La pasión según G.H.
Es una mujer
corriente, pero hay algo en ella que me arrastra. Noto que mis ojos empiezan a
escrutarla de arriba abajo, acercando y alejando el objetivo; acercándolo,
alejándolo, acercándolo, alejándolo. Su chaqueta negra oculta un cuerpo
consumido, nada atractivo. Pelo castaño, largo, separado por una línea central
recta. Nariz aguileña, trozos de carne casi inexistentes moviendo su boca. ¿Es
esto lo que busco? No, creo que no. Oigo el sonido del zoom acercándose a unos
ojos que parpadean. ¡Su mirada, es su mirada! Que ha vuelto de un lugar árido,
oscuro, frío, muy frío. Mis ojos se dirigen a ella, abstrayéndose del resto de
realidad cercana. Un, dos, tres. Ya está, ya es mía.
La mujer de
chaqueta negra y nariz aguileña grita. Sus ojos, de un azul muy claro, casi
blanco, me acechan preguntándome qué ha pasado. No contesto y salgo.
Llego a otro
andén. Ruido de raíles chirriantes. El tren estaciona. Se abren las puertas. El
movimiento de la masa me introduce en el vagón.
Cuando el
espacio se desahoga, me fijo en un chico que está de pie, agarrado a la barra
metálica. Me atrae, algo me atrae. Me sujeto a la misma barra y me oigo: moreno,
nariz chata; no, no es eso. Los ojos, la boca. Tampoco. Miro sus manos.
Entonces surgen las imágenes, tiesas, arrítmicas, de unos dedos enguantados
negros sobre otros marrones. La misma atmósfera pesada. Siento que mis dedos se
mueven, intentando rozar los del chico. No me lo puedo quitar de la cabeza.
En la calle, lo
veo hablando con un amigo. Me quedo detrás. Doy pasos cortos, miro con
frecuencia el reloj y me apoyo en la pared.
Lo miro,
examinando a modo de autopsia cada detalle, radiografiando su interior para
extraer aquello que busco. Tenso los dedos, los aprieto, los estiro. Su figura
dentro de mi pupila; ocupándola, haciéndose más grande; negra, cada vez más
negra.
Un golpe seco.
El chico yace en el suelo. Su amigo intenta reanimarlo. Gente alrededor. Corro,
preguntándome qué le habré quitado. ¿Qué me atrajo de él? Subía las escaleras
del metro deprisa, de dos en dos; esos dedos al agarrarse a la barra, los
brazos, los músculos tensos…
Entro en un
parque. Una niña salta, otros se columpian. Un niño, de unos cinco años, juega
a la guerra con sus dedos. Lo observo. Se da cuenta y me sonríe. Le devuelvo la
sonrisa y le enseño un papel y un lápiz que saco del bolsillo trasero del
pantalón. Hago un dibujo. El niño se acerca y lo mira. Oigo: «columpios, mamá,
yo, señor». Con los ojos humedecidos lo levanto, sentándolo en mis piernas.
Trotes de caballo. El niño se ríe. Arriba abajo, arriba abajo. Viene una mujer
que coge al pequeño, arropándolo en su pecho. «Degenerado. Aprovecharse así de
un niño. Yo os encerraba a todos. Pervertido». No digo nada, solo bajo la
cabeza. «Te lo tengo dicho, no te alejes ni juegues con extraños, menudo susto,
y deja de berrear, me vas a dejar sorda».
Bajo la calle
sonriendo. Me fijo en dos adolescentes. Se besan, caminan, se vuelven a besar,
y entran en una cafetería. Los sigo.
Son como lapas,
como no paren de besarse imposible averiguar lo que quiero. Me lo están
poniendo difícil, ¡críos de mierda!
Me acerco a
ellos.
−Perdonad que
os moleste, ¿no tendréis un cigarro?
−No –dice él.
−No fumamos
–dice ella.
−Mejor, mejor…
Vuelvo a la
barra y los miro. La chica tiene algo, no es guapa pero tiene algo. Se me cae
el café, que limpio con servilletas. Una voz me dice que son sus labios lo que
deseo. Unos labios carnosos, grandes, con esa forma perfecta, como los pintó
Rossetti. Capaces de las mayores desgracias. Te los voy a quitar princesa.
Sudo. El sudor por la frente, las cejas. Son casi míos. Me pertenecen, ya son
parte de mí. Un grito, la chica. Sus labios sangran. El camarero la atiende. El
chico, paralizado. Ella continúa gritando. Salgo del bar sintiendo que algo me
falta. ¡El pelo del chico! Lo quiero, esa melena rubia va a ser mía, ¡mía!
Cuando llego a
casa me tumbo en el sofá. Me quedo dormido.
Al despertar
siento un ligero temblor, que desecho estirando brazos y piernas. Voy al baño.
Me echo agua en la cara, bebo del grifo y me miro al espejo. Llevo una peluca
rubia, lentillas de un azul muy claro, mi boca, pintada de un rojo chillón
corrido por los bordes, y unas hombreras debajo de la camiseta. La imagen me
paraliza. Qué era aquello, ¿una broma?
Mientras pienso
qué hacer, me fijo en una luz roja, intermitente, que sale del dormitorio.
Retiro la cortina, escondiéndome detrás, y veo una furgoneta; con esa luz tan
molesta. ¿La policía? El chico podría haber muerto, la mujer quedarse ciega, el
niño sin alegría, los adolescentes…
Llaman a la
puerta. La peluca, al suelo. Me quito las lentillas. Me limpio la boca con la
mano y tiro las hombreras. Las ideas se me amontonan; las desecho.
Llego a la
puerta con los oídos latiendo. Miro por la mirilla y pregunto. Me llaman por mi
nombre. Dicen que abra. La policía, pienso. Corro. Me cogen antes de llegar a
la escalera. «No he sido, yo no he sido», grito. Me dicen que ya lo saben.
«Pórtate bien»,
oigo, «y no te pondremos la camisa». Uno de ellos se sienta a mi lado. Es un
hombre corriente, pero hay algo en él que me arrastra. Noto que mis ojos
empiezan a escrutarlo de arriba abajo, acercando y alejando el objetivo;
acercándolo, alejándolo, acercándolo, alejándolo. Su chaqueta y pantalones
blancos...
BIOGRAFÍA
Eva María Medina Moreno (Madrid, 1971). Licenciada en
Filología, con The Certificate of Proficiency in English
(Universidad de Cambridge).
Ha recibido diversos premios de relato breve, y sus relatos han sido publicados
en antologías y revistas literarias de España e
Hispanoamérica. Actualmente
colabora en las revistas Letralia, OtroLunes, Narrativas y
Almiar, entre otras.
Coautora
del libro de la Editorial Letralia: Letras Adolescentes. 16 años de Letralia
(Colección Especiales, mayo de 2012).
Sombras,
publicado por
la Editorial Groenlandia, 2013, es su primer libro de relatos.
Relojes Muertos, su primera
novela. En estos momentos está ultimando la escritura de su segunda novela, Asesinos de palomas; novela
corta de tinte humorístico.
***
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