*Dibujo de Erika Kuhn.
La raíz de tu
tristeza*
No sé de qué
raíz envenenada
ha crecido en
tu pecho la tristeza.
¿Cómo fue que
germinó esa mala hierba?
¿Qué ponzoñosos
elixires la nutrieron?
Dicen que se
cruzó en tus calles la desdicha,
que envenenó tu
sangre una ráfaga de olvido,
que ojos como
serpientes estrangularon la cordura
dejando apenas
una sombra en tus zapatos.
Que alguien
ejecutó de golpe tu sonrisa.
¿Qué oscuros
resplandores te cegaron?
¿Qué huestes de
la sombra te prendieron?
Sabemos que
hubo noches que te vieron
danzar bajo la
luna sin disfraces
ni oropeles ni
alhajas ni armaduras,
mas hoy la luna
se ocultó en un rincón del universo
y tus voces
nocturnas se pierden en el eco
con un deje de
otoños prematuros.
Por arduos
laberintos vas buscando la muerte
mas no hay un
sólo manantial que te emborrache.
Tan sólo ese
veneno que arraigó entre tus venas
apagando tu
risa, decorando de arrugas
tu rostro y tus
silencios, enterrando
de golpe entre
las flores tu palabra.
EN LA PIEL DE LAS PALABRAS…
Yo no sabía*
Hacía unos seis
meses que mi hermano Federico se había ido de viaje. Mi vieja intentaba cubrir
con sus versiones el vacío que había dejado. Sin embargo, a mi corta edad me
daba cuenta de que no eran más que sus deseos: estaba en la costa con una chica
que conoció, se fue allá porque la familia de la chica está muy bien y el padre
le va a dar trabajo a Fede ¿sabes?
A mi las
preguntas me rebotaban en la cabeza ¿Por qué se fue sin saludar? ¿Cómo
nunca conocimos a la chica? (que para ese entonces ya tenía nombre: Liliana)
¿Va a llamar alguna vez? ¿Va a volver?, hasta que mi viejo pegaba un grito
–Acabála de una
vez, no preguntes, ¿no te das cuenta de que a tu madre le hace mal?, y mi
vieja, secándose las lágrimas con el delantal, seguía haciendo lo que fuese que
estaba haciendo.
Yo Necesitaba
saber, el tiempo pasaba y de mi hermano ni noticias.
La verdad yo lo
extrañaba horrores, Federico tenía diez años más que yo, era mi ídolo, lo sigue
siendo. Todo lo que hacía o me enseñaba, para mí, era parte de un culto personal.
Lo que más compartíamos era el fútbol. Los domingos a la mañana me
despertaba con un dale cabezón arriba, y nos íbamos derecho al jardín a
patearnos penales hasta la hora del almuerzo. Éramos fanáticos de Boca. Íbamos
a la cancha desde que teníamos edad para salir sin mamá. Era nuestra salida
sagrada. La única que hacíamos los tres hombres solos. El fútbol era nuestra
pasión compartida. La casa, después del viaje de mi hermano, cambió demasiado.
Mis viejos estaban tristes y amargados. Yo lo atribuía a su ausencia y a cuanto
lo extrañábamos los tres. Era Junio del setenta y ocho y yo tenía doce años.
Recuerdo la
conmoción en la escuela. Todos hablando de fútbol sin parar, maestras y chicos.
Juan Gómez era mi mejor amigo y estaba fascinado por que se venía el
mundial. Él era el más fanático del grado, el segundo era yo
─ ¿Viste como
va a armar Menotti el equipo? (y ahí recitaba de memoria) Fillol, Olguín,
Pasarella, Tarantini, Gallego, Kempes, Bertoni, Luque y Ortiz.
En el patio de
la escuela no se hablaba de otra cosa, y en el aula tampoco. Las maestras
pedían que escribiéramos narraciones y trabajos prácticos sobre el mundial y la
Argentina unida y en paz.
Yo no podía
evitarlo: el mundial era una fiesta para mí también. Fiesta que se terminaba
cuando cruzaba el umbral de mi casa.
Mi viejo me
despertó una mañana, más precisamente la del primero de Junio, día que empezaba
el Mundial. Se sentó en la cama vacía de Fede y me dijo que tenía algo muy
importante que decir. Escúchame Manuel, tenés totalmente prohibido ver o hablar
del mundial en esta casa ¿estamos? Su tono y su gesto tenían tal firmeza que la
pregunta por el por qué no salió de mi garganta. Todo lo que me escuché decir
fue, sí papá. Se levantó, los hombros caídos y el paso lento, y salió de la
habitación. Entendía que estuviera triste pero ¿acaso era mi culpa? ¿Qué tenía
que ver yo con que Fede se enamorara y se fuera? Lo odiaba, tanta admiración
que había sentido por mi hermano se empezaba a transformar en bronca, él se
había ido a la mierda y era yo el me quedaba sin mundial. ¿Cómo iba a hacer
para ver y poder comentar con mis amigos los treinta y ocho partidos si no me
dejaba verlos?
Los de
Argentina eran los que me quitaban el sueño. Literalmente esa noche no dormí:
necesitaba una excusa para poder estar en la casa de Juan al día siguiente a
las siete de la tarde para ver Argentina- Hungría. No era fácil encontrar una
explicación válida que mi viejo aceptara. Nunca llegué a hablar estos detalles
con él. Creo que lo convenció mi vieja, él habrá elegido creer: el nene se va a
quedar en lo del amiguito a hacer un trabajo para la escuela, lo invitaron a
cenar y a quedarse a dormir. A cenar sí a dormir no, a la hora que terminen de
comer lo busco
El partido en
lo de Juan fue una experiencia rara. El padre de Gómez me produjo una extraña
impresión. Me enteré esa noche que el tipo era policía. Juan nunca hablaba del
padre. Si alguna vez le había preguntado a que se dedicaba evitó la respuesta.
Me enteré porque lo primero que me llamó la atención fue un arma arriba de la
mesa: mi papá es policía, todo lo que dijo mi amigo. El tipo conmigo era
atento, intentando todo el tiempo que este cómodo: nene vení, comete algo,
sentate acá, ¿así que en tu casa no ven fútbol?, y yo, gracias señor, no señor,
sí señor, ¿Qué le iba a explicar? Ni yo tenía la menor idea de porque mi viejo,
que había amado toda la vida el fútbol, se perdía ahora la posibilidad de ver
los partidos, incluso de ir a la cancha.
Junto con el entusiasmo
por el fútbol el Señor Gómez trataba muy mal a su mujer. Cosa que hasta
entonces yo nunca había visto. Le gritaba todo el tiempo la tenía de sirvienta,
y lo que más me llamaba la atención era que la Señora Gómez agachaba la cabeza
y ni contestaba, y Juan se reía.
Por lo demás,
el partido fue un éxito: dos a uno triunfo para nosotros, con goles de Luque y
Bertoni. El viejo de Gómez gritaba los goles: Para ustedes, putos; ahora vengan
a decir que la argentina no es una fiesta, vayan a Europa a decir que no se
vive en paz acá ¡vamos carajo! y otras cosas como esa que yo escuchaba por
primera vez y no entendía en lo más mínimo. A las diez de la noche mi papá me
fue a buscar. Cuando subí al auto traté de disimular la alegría pero al final
cuando llegamos a casa me preguntó como la había pasado y si había salido
todo bien, incluso creo recordar que me palmeó el hombro y esbozo una
sonrisa.
Durante ese mes
me las ingenié como pude. Algunos partidos no me quedó más remedio que
perdérmelos. A lo de Juan no pude volver. A los pocos días del primer partido
de Argentina le comenté algunas cosas a mi vieja sobre los Gómez, entre ellas
que el tipo era policía, mi vieja pálida: Ahí no volvés más. Y otra vez, eso
fue todo, no dijo nada más.
El gran tema
era la final. Con el transcurso de los días del mes de junio la situación en
casa estaba cada vez más densa. Había clima de velorio, visitas de familiares,
charlas que se interrumpían cuando yo entraba, llamados telefónicos a abogados.
Todo el tiempo me mandaban a mi habitación para que no escuchara lo que se
hablaba. Argentina seguía ganando, la final se acercaba, y yo me quedaba sin
argumentos.
La final fue el
domingo veinticinco de junio, no me lo olvido más, de un plumazo armé un
rompecabezas cuyas piezas habían danzado alrededor mío y yo me había negado a
ver. Rogué a mi vieja que me dejara ir a lo de Juan, se mantuvo inflexible.
Como era domingo mi papá no abría la ferretería y eso hacia más difícil
encontrar algún lugar con televisión o radio que no llegara a sus oídos. De
afuera, de la calle, de las casas vecinas, se escuchaba puro silencio y
transmisiones lejanas de periodistas deportivos que no llegaba a entender.
Almorzamos en silencio nadie emitió sonido. Mis papás habían envejecido años de
golpe. Se les notaba en los movimientos, los gestos, las palabras, y los
silencios. Terminamos de comer y se fueron a dormir la siesta. Una idea me
atravesó como un rayo: me iba a escapar. Mi viejo dormía como un tronco, Juan
vivía a diez cuadras, ya lo tenía decidido para cuando se levantaran y me
encontraran ya iba a ser tarde: yo habría visto el partido. Me quedé en
silencio en el living fingiendo leer mientras el corazón me latía a ritmos
imposibles, cuando empecé a escuchar los ronquidos de mi viejo, dejé el libro,
busqué la campera y trepé a una silla para buscar la llave en el porta
llaves que habíamos comprado el verano anterior en Mar del Plata con Federico.
Bajé en puntas de pie, corrí la silla, puse la llave en la cerradura y cuando
giré el picaporte la voz de mi viejo me envolvió como un viento de tormenta
próxima a estallar. − ¿Adonde te crees que vas?, y entonces empezó a gritarme
de todo a un milímetro de distancia, al tiempo que mi vieja se acercaba
corriendo para ponerse en el medio. Él jamás me había pegado y muy pocas veces
gritaba: esta fue la primera vez que lo vi tan furioso. Los gritos terminaron
cuando agarró el diario que estaba arriba de la mesa, se veía una multitud de
gente con banderitas y al lado una foto grande de Videla
-¿No sabés lo
que estos hijos de puta están haciendo? ¿Qué querés? ¿Ir a festejar con los
asesinos de tu hermano?
Me senté en el
sillón y empecé a llorar. Mi papá pegó un portazo y se encerró en la
habitación. Mi mamá, en un mar de lágrimas, se acercó y me abrazó.
- No –dije- yo
no sabía.
Nunca más pude
disfrutar un mundial. Solo sigo a Boca. Lo lamento. Pero no puedo. Así fue para
mí, los milicos me robaron, un hermano, un país, la infancia y la selección
nacional de fútbol.
INTERVALO
LÚCIDO*
El hombre se
detuvo con brusquedad en el centro mismo de la masa hormigueante que corría por
la larga avenida, sobresaltado por la súbita revelación que acababa de herir su
conciencia. Primero con perplejidad, luego con horror, miró hacia uno y otro
lado, y el espectáculo escalofriante de la multitud que se desplazaba
raudamente a su alrededor lo estremeció.
Como una legión
demencial de maratonistas, millones de figuras deshumanizadas avanzaban en
idéntica dirección, con la vista clavada en un horizonte distante que nadie
alcanzaba a divisar. "¿Para qué corremos, entonces?", atinó a
preguntarse, asustado. "¿para qué corremos todos, si ni siquiera sabemos
hacia dónde vamos?" Pero apenas un instante después, reanudó la carrera
con redoblado ahínco. La humanidad se alejaba y él se estaba quedando
vergonzosamente atrás.
Búsqueda o el
trabajo de la vida *
La memoria
sueña
cavando pozos
en el cielo
desenredando
del abismo
una joya de luz
o una palabra.
En el vacío de
la esfinge
pinta barcos,
risas,
Una forma de
arrinconar la ausencia.
De pararse y
brillar
sobre los
restos mudos del naufragio.
CARTA A ERIKA*
Para Tatiana
Seguramente te
sorprenderá tener noticias mías después de tantos años de silencio. Imagino que
algunos de ustedes se habrán extrañado por mi ausencia y posiblemente hayan
tratado de averiguar mi paradero, pero no deje a nadie información sobre mi
destino ni los motivos de mi partida.
Ahora, después
de tanto tiempo, siento la necesidad de develarte esa antigua incógnita (si es
que la tuviste) sobre el porqué de mi desaparición de Rosario; el instituto, la
ciudad, la pensión y la radio donde trabajaba.
Tomé la
decisión de irme con la misma lucidez con que hoy te escribo y no me arrepiento
de aquel momento en que la razón me mostró la única puerta que podía librarme
de la depresión y la locura: alejarme cuanto antes de allí.
Sé que ustedes
pensaban que las cosas me iban muy bien y realmente era así en el campo
profesional. Antes de terminar el primer año de estudio ya tenía trabajo y el
futuro se me mostraba sólido y exitoso. Pero eso, querida amiga, era sólo una
parte de mi vida. Era la cara iluminada por el brillo del éxito; la que todos
podían ver. La otra permanecía en sombras y sólo yo la conocía.
Como bien lo
sabés, yo vivía en una pequeña pieza de una pensión en el centro de la ciudad.
Era una casa antigua, de las tantas que han quedado en los barrios que
circundaban la plaza principal. Se accedía a ella subiendo una larga escalera,
que desembocaba en un hall que debe haber sido lujoso alguna vez. De allí se
desprendían numerosas habitaciones, a las que se habían agregado cuatro más en
la terraza, construidas años después gracias a la demanda de alojamiento para
estudiantes, En total eran catorce piezas y dentro de cada una se alojaban
entre tres y cuatro chicas. La única individual era la mía debido a su reducido
tamaño, ya que sólo entraba en ella una cama, una mesita y el ropero, Yo
prefería esa estrechez a tener que compartir mis pertenencias y mi intimidad
con alguien desconocido.
Mi habitación
estaba en la terraza y frente a ella había otra donde dormían cuatro
estudiantes. Una de ellas era una jujeña llamada Paula, con la cual llegamos a
construir una profunda amistad. Las dos nos quedábamos solas el fin de semana.
Ella porque estaba demasiado lejos para volver a su casa y yo porque prefería
no volver. Así, todas las noches nos encontrábamos al regresar a la pensión y
compartíamos los sucesos del día. Si hacía calor sacábamos las sillas de
su cuarto afuera y nos poníamos a charlas, mientras mirábamos las
estrellas.´
Paula me
contaba historias de su pueblo, en Jujuy. Relatos que parecían increíbles pero
eran ciertos. Disputas entre vecinos, amores no correspondidos, antiguas
supersticiones. Describía los lugares y las personas de tal manera que yo podía
imaginarlos como si los hubiese conocido realmente.
Me veía
caminando sobre suelos ásperos, arenosos, bajo un sol implacable, escuchando el
grito de algún pájaro errante o un animal huidizo. Algún día, decía Paula, te
voy a llevar a mi pueblo. Yo nunca había salido de la provincia y esos lugares,
tan distintos a los que conocía, me parecían maravillosos.
Cuando nos
cansábamos de charlas nos asomábamos por la terraza que daba a los patios de
otras pensiones. La nuestra era la que estaba arriba de todas pero había varias
a las que accedíamos por esa vista, cada una con tantas habitaciones como la
nuestra. Cuando estaba caluroso los pensionistas abrían las viejas puertas
dobles con vidrio y podíamos ver quiénes vivían dentro de cada pieza. En
algunas había familias enteras lo que en ese momento me parecía increíble. Pero
la pobreza de los provincianos que venían a buscar trabajo a la gran
ciudad convertía a las pensiones en nuevos conventillos. Pagaban por un
cuarto y vivían adentro a veces hasta ocho personas, Los sábados a la noche, en
especias, eran más grises y solitarios que nunca. Veíamos a toda la familia
sentada en una cama mirando televisión, los que tenían la fortuna de tener un
aparato propio.
En nuestra
pensión la única que tenía un televisor era la encargada y a veces nos invitaba
a ver un programa especial pero Paula y yo nos negábamos con educación porque
generalmente lo que a ella le parecía fantástico a nosotras no. Preferíamos
charlar o contemplar la vida de los pensionistas vecinos a través de la
terraza.
Nuestra
preferida era una puerta que estaba en la planta baja. La mitad era de vidrio y
no tenía cortinas. Se trataba de una cocina y a la noche, cando prendían la
luz, podíamos claramente observar adentro todo lo que ocurría. La habitaban una
mujer grande y su hijo, que llegaba muy tarde .Nos habíamos imaginado que era
estudiante y hasta le inventamos nombres a ambos.
Cada noche
veíamos con qué cariño lo recibía su madre y cómo, después de servirle la
comida, se sentaba frente a él en la mesa y escuchaba lo que el muchacho le
contaba. Podíamos ver el entusiasmo en la cara de él y la sonrisa en la de
ella.
Paula decía que
comían guiso todas las noches, pero a mi me parecía ver sopa; una humeante y
deliciosa sopa de arroz como la que nos hacía mi mamá cuando éramos chicos.
Hubiese dado cualquier cosa por tomarla en ese momento.
En silencio,
acompañando nuestra soledad, las dos observábamos y envidiábamos el lugar del
joven: alguien esperándonos en una tibia cocina, con un plato de comida
preparado especialmente para nosotras y dispuesto a escuchar lo que nos había
ocurrido durante el día.
Paula estudiaba
en la Facultad de Ingeniería Química y para costearse la pensión y los estudios
trabajaba en una de las numerosas fábricas de ropa clandestinas de la calle San
Luis. Allí se desconocían todos los derechos del trabajador, inclusive llegaban
a estar ocho horas de pie, lo que provocaba el desvanecimiento de algunas
jovencitas. Pero no había empleos de tiempo corrido y las que estaban
allí sabían que era el único medio para poder vivir decentemente. Mi amiga se
sentía feliz por tener trabajo y opinaba que era algo transitorio.
Todas las
noches, mientras tomábamos una taza de café con leche y galletitas,
recordábamos sucesos de su pueblo y el mío y las oscuras paredes de la pensión
parecían irse llenando de paisajes de colores, ocres y naranjas de la Puna y
verdes brillantes de la llanura. Era como un fantástico carnavalito, que nos
hacía olvidar el cansancio y la frialdad del pavimento.
Durante unos
días nos desencontramos. Yo estaba dedicada de lleno al estudio y aspiraba a
ganar un concurso para trabajar en un programa radial. Tenía que practicar
muchos ejercicios de locución y procuraba hacerlos cuando nadie me veía o
escuchaba, porque parecía desquiciada.
A fines de
noviembre Paula golpeó el vidrio de mi puerta y pude ver su rostro radiante
antes de abrirla Entró a los saltitos y me contó que tenía dos grandes noticias:
su hermana menor terminaba 5º y se venía a Estudiar a Rosario, con ella. Paula
ya había hablado con la encargada para que le reserven el primer lugar que
quedara libre en su habitación. El segundo suceso era que estaba saliendo con
un compañero de facultad y se sentía feliz.
Nos quedamos
hasta muy tarde hablando y haciendo suposiciones. El cielo esa noche, desde la
terraza, parecía más azul y profundo que nunca,
Gané el
concurso y rendí bien los exámenes pero no me sentía muy dichosa. No había en
mi horizonte ni una hermana ni una pareja y las veladas con mi amiga se
espaciaron demasiado.
Una noche llegó
la policía a la pensión. Todas fuimos a la escalera para ver qué pasaba. La
encargada decía entre tartamudeos que no quería líos. Cuando me vio se quedó
callada y el policía reparó en mi. Me dijo que Paula estaba en el hospital y
nadie respondía por ella. Sin dudarlo subí al patrullero y fuimos a verla.
Sentía el corazón oprimido, como aprisionado en el pecho.
Cuando
llegamos, me conducieron hasta la Sala de Terapia y allí la vi. Su novio
la había golpeado; primero la cara y después la cabeza contra la pared.
Tenía el rostro
tan hinchado que sus grandes ojos marrones eran sólo dos líneas, hundidas entre
moretones violetas. El pelo negro, mojado de sangre, se le había pegado a la
cabeza y me costó reconocerla.
Al instante
llegó el capataz del taller donde trabajaba. Paula no tenía familiares en la
ciudad. Todos a miles de kilómetros. Sentí tanta desesperación que empecé a
llorar. El policía se conmovió y me ofreció un café caliente, pero no podía
tragar nada. Parecía que mi cuerpo eran sólo el corazón, que se me salía del
pecho, y los ojos llenos de espanto y de lágrimas. Paula murió horas después de
que la vi y su cuerpo quedó en la Morgue, a espera de algún pariente de Jujuy.
Los días se
volvieron largos y calurosos. La terraza se llenó de grillos y catangas.
Una noche dejé
abierta la puerta de mi pieza por el calor. No sé cuánto tiempo estuve dormida,
pero me desperté sobresaltada. En el umbral de la habitación, acariciado por la
cortina, se había parado un gato negro. Empecé a tener miedo, a escuchar pasos
en la terraza.
Por otro lado,
en la radio me afianzaba cada vez más y hasta me ofrecieron un espacio los
fines de semana. Pero cuando llegaba a la pensión, el calor y la soledad se me
hacían insoportables.
Un jueves, muy
tarde, me asomé por el balcón que daba a las casas vecinas.
La luz de
nuestra puerta preferida estaba prendida y pude ver, como antes, la cocina
familiar. El muchacho no había llegado aún y la madre se había quedado dormida,
la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa, cansada de esperar.
Esa noche tomé
la decisión. No avisé a nadie. Alcé lo poco que tenía y me fui temprano,
después de pagar lo que correspondía a la encargada. Partí en el primer
colectivo que conseguí a Jujuy, a una ciudad desconocida. Con lo que había
ganado en la radio sobreviví hasta conseguir empleo.
No tuve éxitos
ni fama en estos 15 años. Trabajo en una escuela donde los chicos tienen la
misma sonrisa que tenía mi amiga. Juré no volver a Rosario y no lo hice.
Lamento no
haberles dicho nada pero en ese momento no tenía fuerzas ni ánimo para
despedidas.
Ahora podrás
contarle, al que le interese, lo que pasó. Sé que hubiese hecho una gran
carrera, pero no soporté la tristeza. Todas las noches, en mi humilde
casa, mi hija y yo tomamos una deliciosa sopa de arroz, en honor a Paula.
Ella me cuenta
lo que hizo durante el día y yo le relato historias de una lejana ciudad.
Hasta siempre.
Lucía
– Santo Tomé
(Santa Fe)
*
sin embargo/
para que nada
se pierda
guardo todo
recuerdo siempre
en el corazón
de una mosca
le he puesto
unas bisagras
un sol de noche
para andarle
dentro
desempolvando
rostros
y misterios
porque en estas puertas
de adioses y
venidas
y avenidas que
no se llenan
con otra cosa
que fantasmagorías grises
que transpiran
el otoño,
qué no diera
por tener vivo a mi padre
para que nada
se pierda
pasan pasan y
pasan por la calle los
cartoneros
subidos a carros medievales
tirados por
caballos romanos
que van
juntando las cajas vacías
de los
televisores de nueve mil pulgadas
que un buen
padre de familia
trabajando
noche y día
de yuppie ha
logrado comprar
para mirar un
mundial de fútbol
donde los que
se divierten pateando la pelota
son todos
multimillonarios
mientras en las
tribunas son la mayoría
laburantes de
catorce horas diarias
o pobres
mercenarios
o pobres
ladrones que se compraron entero
el discurso del
Mercado "ser es tener"
pero no se
angustie
no se angustie
para que nada
se pierda
para que no nos
derrumbe nada
tenemos la
puerta de salida
basta tirar de
la piolita hacia atrás
y asunto
arreglado
esta tarde está
anunciado
un chaparrón de
la gran puta
mejor tener a
mano
una boca de
mujer
un mate
caliente
para que nada
se pierda/
A las palabras*
A las palabras
las alcanza el tiempo,
como la
herrumbre, los cimientos,
las raíces que
se incrustan profundo...
en los músculos
fríos del silencio.
Encuentro
piezas de rompecabezas,
caminando,
despacio, quizás cómodo,
bajo la sombra
de mis pies, primero,
una o dos
dispersas por mis senderos.
Algunas ideas
destiñen, son reliquias,
de un pasado
que es de olvido y niebla.
La flor robada
para viajar en el tiempo,
el deambular
por una ciudad sumergida.
A mi lado,
personas cuales otras piezas,
corren con
prisas, se suman al camino,
Yo me elevo y
veo la culpa del mundo,
soy el
albatros, del anciano marinero.
A las palabras
las mata el desaliento,
como la
corrosión, en los miembros,
todos somos las
piezas de este juego,
los ojos
relucientes, el país lejano…
la sangre.
– 16/06/14.-
*
En la
intersección
del abrazo con
su cuerpo
hay un vacío
un lugar
despojado
en la piel de
las palabras.
***
INVENTREN
Próximas estaciones literarias:
SALADILLO NORTE
-Por Ferrocarril Provincial-
SAN SEBASTIÁN
-Por Ferrocarril Midland-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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