*Obra de
Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
Rezonga Ángel
Maldito*
*"Te
Acuerdas"
Juan Rulfo
El trapito que
me diste,
Lleva color de
ti:
Lleva
impregnado
El rocío de la
mañana
Que corre
fuerte
Entre las rocas
Que sumergieron
el río.
Lleva rojo
encanto de sueños,
Que han quedado
sin constelación.
El trapito que
me diste
No es más que
un
Pedacito de
tela:
Y le retuerzo
el pescuezo
Para que hable
a la fuerza de ti…
Luego le
ofrezco disculpas,
Y acaricio su
áspero perfume a limón.
Aprendí a
quererte
Cuando ya te
habías ido,
Y es este un
amor más largo,
Pues comienza
en el momento justo
En que nos
dijimos adiós.
Del trapito que
me diste,
Se desprende
canción,
Se remienda el
mantel
Y aún queda
para ser pedacito de ti.
Es temprano
para hablarlo:
Pero esta noche
Cantarán con
sus patitas
Los grillitos y
las cigarras,
Canciones que
digan algo así como
Que no existe
en realidad,
Ni en este
mundo
Ni en el de
mentiritas,
Una despedida
eterna
O un trapito de
tu color.
COMO UN PAPEL AL VIENTO…
Eliana frente al
espejo*
Abrió la
ventana de su cuarto, una capa blanca esparcida sobre el verde del césped
confirmaba lo que sintió al salir de la cama tibia para comenzar el día. El
jardín helado demostraba que el frío no era una sensación sino una cruda
realidad. Preparó su desayuno mirando un sol todavía débil, los
junquillos en flor parecían estacas, la blancura de las camelias
clandestinizaba el color de la escarcha sobre las flores que asomaban tímidamente
y de a dos como vanguardia de la explosión de vida que anunciaba el período de
floración.
Hacía días que
Eliana se sentía como un papel al viento, le parecía girar enredada en una
telaraña de brisa caprichosa, autoritaria, despótica, que le impedía sentirse
libre, dueña de sus propias decisiones equivocadas o no, pero suyas. Hacía
días, también, que no sabía si era ella o eran otros los que habitaban su
cuerpo menudo del que la masa muscular fuera exiliándose lentamente cuando las
hojas del calendario se desprendían sumisas sobre el escritorio de madera
oscura.
Afuera de la
casa comenzaba a despertar la calle; en el interior, la cafetera cumplía
obediente su tarea. Eliana tendió la mesa y se paró frente al espejo para poner
orden a la rebeldía de sus cabellos lacios que en las noches, mientras ella
dormía, daban rienda suelta a sus antojos despatarrándose sobre su cabeza. De
pronto se sintió invadida por una oleada de sorpresa que hizo lugar también
para la aparición de un cierto temor. ¡No podía creer qué cosa estaba viendo,
allí, donde esperó encontrarse ella, como siempre!
El espejo no le
devolvió su rostro, solo reflejaba un papel escrito que bailoteaba
desplazándose por la habitación. La hoja amarillenta se movía dentro del
perímetro que delimitaba la frontera entre la realidad y una fantasía no
visibilizada hasta ese momento. Algo, como una brisa extraña, hacía girar
la cuartilla como si estuviera buscando una posición determinada donde detener
su anárquico desplazamiento. De pronto se ubicó hacia la parte izquierda del
marco donde aparecieron imágenes de un pasado lejano y otro que no lo era
tanto.
Emergieron,
del otro lado del cristal, rostros queridos y otros intimidantes lo que
le produjo un escozor que la alejó por un momento del lugar, pero era tal
la curiosidad despierta que la empujó hacia adelante dando su nariz contra el
vidrio como si quisiera analizar cada cosa que iba apareciendo.
Lo primero que
vio fue a una niña muy rubia jugando entre signos de interrogación cuyas puntas
pinchaban sus deditos pequeños.
¿Será que los
interrogantes no tienen respuesta para la niña? Pensó Eliana sin dejar de
observar con la misma extrañeza, lo que parecía pertenecer a un mundo
extraño del que no formaba parte o al menos eso creía.
A unos
centímetros de la niña una mujer muy bella, joven, hacía señas
dulcemente a la pequeña. La niña que sostenía uno de los signos
preguntaba por su padre al que no veía desde hacía muchos días. Al fondo de la
habitación una anciana con cabellos canos que parecían ríos de plata, abrió sus
brazos queriendo acurrucar a la criatura que corrió a refugiarse allí. Eliana
sonrió con tristeza como si intuyera quién era esa niña.
El papel dentro
del espejo volvió a desplazarse, lo hizo hacia la derecha dejando
estática a la imagen anterior. Ella seguía sin encontrarse, como si el cristal
se resistiera a reproducirla. Como si alguna situación extraña estuviera
devorando su presente.
Fijó la vista
tratando de descubrir qué apariencia se asomaba desde la luneta enmarcada entre
varillas de bronce lustrado y fue cuando divisó tres picos montañosos de roca
sólida erguidos sobre un hermoso prado. Flores de colores brillantes bordeaban
la serranía como empuntillando las laderas de las montañas. Una luz tenue
iluminaba los picos descendiendo de las redondeces de una luna ausente y de un
sol también invisible.
Otra luna,
mucho más cercana aportaba su resplandor envolviendo las elevaciones y
acariciando la pradera. Creyó ver su rostro difuso en ese planeta estático pero
la visión no demoró nada en esfumarse.
Dos capullos
celestes descansaban sobre la hierba entre las flores, al pie de los
montículos y a lo lejos dos arco iris parecían custodiar su sueño plácido
resaltando la belleza de la alegoría. Atrás de la imagen un grupo de mariposas
blancas entonaba una canción de cuna que a Eliana le recordaba algo, pero no
pudo saber qué.
Eliana estiró
su mano como queriendo introducirla para acariciar el paisaje, quería ser parte
viva de esa visión, tomar entre sus manos los capullos que seguían descansando
como si estuvieran protegidos dentro de un sueño de amor.
Fijó su mirada
en el centro del espejo esperando que el papel se detuviera allí, sin embargo
seguía sin encontrar su rostro, su cuerpo, su mirada. Algo que le permitiera
sentirse viva, humana, quería recuperar a la mujer que fuera y que
últimamente parecía estar escapando de su propia realidad.
No logró verse,
las imágenes anteriores se fueron borrando despacito. El papel se acercó
lentamente al marco hasta quedar en un primer plano absoluto. Solo,
completamente vacío, sin signos gráficos enlazados formando algún extraño
mensaje no legible, pero mensaje al fin.
Afuera la
helada se iba derritiendo, adentro de la casa, en la base del espejo, una
arrugada hoja de papel escrito que parecía haber andado mucho por los
vericuetos del tiempo, se acurrucó entre los pies de la mujer que lo pisó sin
querer, dejándolo aplastado sobre el mármol.
Eliana lo
recogió, pasó sus dedos sobre la superficie ajada llevándola hacia su pecho,
como la abuela a la niña dentro de la escena impactante ya dormida. Las
lágrimas brotaron de los ojos de la mujer que derramaron lágrimas que parecían
perlas de nácar y ausencias.
SUEÑOS*
*De Langston
Hughes
(1902-1967)
Aférrate a tus
sueños
Porque si los
sueños mueren
La vida es un
pájaro de alas rotas
Que no puede
volar.
Aférrate a tus
sueños
Porque cuando
los sueños se van
La vida es un
campo estéril
Congelado por
la nieve.
*Fuente:
Antología de poetas del Harlem, selección de Eduardo Dalter.
LAS TRAVESURAS
DE AMARO*
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Mi padre me refiere la
anécdota, un día igual que todos como habitualmente lo hacía con su voz
clara de narrador oral.
En un atardecer de invierno,
cuando ya las sombras iban cubriendo la lentitud y los árboles de mi pueblo, se
vio la silueta de un hombre con un bulto, como una bolsa al hombro. Venía
bamboleándose un poco, amparándose o tratando de pasar sin ser entrevisto
bajo los coposos plátanos del veredón antiguo que circundaban los terrenos de
la estación de trenes. Pero al pasar frente a la comisaría, llamó la atención
del titular quien en persona le dio la voz de alto.
-Acérquese hombre, muéstreme que
trae ahí, dijo señalando vagamente sobre esa espalda un poco ya encorvada por
el peso.
El hombre obedeció, bajó a la
calle, y cuando estuvo enfrente bajó la bolsa.
-Qué trae ahí, abra eso… dio la
orden el comisario de grandes bigotes negros y gesto adusto. El hombre dijo en
un hilo de voz.
-Señor comisario, son zapallos
que traigo del campo.
-Que yo sepa le dijo el otro,
los zapallos no se mueven. Abra eso carajo.
-Y cuando el hombre temeroso lo
hubo hecho saltaron unas grandes gallinas gordas y se perdieron en la faz de
los yuyales que cubrían el predio ferroviario. Conminado a ingresar a la
dependencia, de modo poco amable, no tuvo más remedio.
El hombre de las gallinas, que
no era otro que el Vasco Amaro fue interrogado por esas gallinas hurtadas a un
chacarero cercano al pueblo, se hizo cargo, y dijo:
-Señor comisario es verdad que
yo he robado esas gallinas pero para darles de comer a mis hijos. Como Usted ya
sabe, soy responsable de una familia numerosa.
Es cierto que el vasco era
responsable de la vida y la alimentación de nueve hijos, entre mujeres y
varones, y ayudado por doña María a quien también le decían la vasca, no sé si
por carácter transitivo, hacían malabares con sus trabajos y sus días para cubrir
las necesidades mínimas y a veces, acosado por esa carencia no respuesta se
inclinaba por la distracción de algunas gallinas de un prójimo que seguro
estaba mejor que él, como para cubrir la olla y calmar tanta boca que pedía
comida.
No es que fuera un mal hombre,
pero, como siempre decía mi padre “la necesidad tiene cara de hereje” y esto me
trae a cuento, aunque no haya sido necesario, una picardía que el mismo Vasco
le jugó a mi abuelo, titular del almacén y despacho de bebidas “Las
Colonias”, ya que –para desgracia de los intereses de mi abuelo- eran vecinos
del mismo barrio. Las cosas fueron así: la canícula apretaba y don Amaro enfiló
para el boliche del abuelo para comprarle una botella de cerveza fresca, ya que
no “helada”, porque en el negocio tenían una triste y precaria heladera que
marchaba a kerosén. El hombre sacó sus monedas y pagó. Al rato volvió
medio compungido quejándose de que la cerveza estaba mala, si se la podía
cambiar. Mi abuelo se la canjeó. Cuando el Vasco se hubo ido, regresó a la
botella que estaba con más de tres cuartos y en lugar de ponerla en un cajón
para cambiarla, la puso en la heladera. Al anochecer, se acordó, la sacó, la
destapó y se mandó un par de tragos largos y la encontró con un gusto muy raro,
entonces si, decidió hacer el cambió con el proveedor.
Pero a la madrugada se sintió
muy descompuesto, y aunque era renuente a visitar al médico, hizo una
consulta con el Dr. Coppo. Hecha la revisación de rigor, y no encontrándole
nada, siguió con su interrogatorio al llegar a los tragos de cerveza, el médico
le preguntó:
-Usted que hizo con ese líquido
que le supo mal.
-Y ahí está –le contestó mi
abuelo mañana lo devuelvo.
-No, le dijo el médico, tráigalo
que lo haremos analizar.
Cuando el buenazo del Doctor
Coppo le dijo que eso era orina, mi abuelo no lo podía creer y la primera
reacción que tuvo fue ir hasta la casa del Vasco, a quien no encontró.
Mi abuela, con suma paciencia lo
disuadió que la ira era mala consejera y que una paliza podría terminar mal
para él, ya que terminaría en la comisaría.
El Vasco, por mera prudencia no
pasó por el resto de sus días siquiera por la vereda de enfrente del negocio,
hasta que el tiempo que todo lo borra apaciguó la ira de mi abuelo, ese
hombrón bastante torpe, de mal genio y mal llevado con casi todo el resto de
sus semejantes. Motivo por el cual, esta actitud del perdón u olvido de su
parte obedeció más a su decadencia que a su verdadera condición de cristiano,
que en verdad, nunca tuvo.
La vida que habían llevado
estos inmigrantes, tanto en la Europa cansada de hambres y de guerra, y los
sacrificios a que los sometió la residencia en este lugar inhóspito para sus
planes de progreso, y no les alcanzó con ser testigos del vuelo de los pájaros
tan libres, cuando ellos se sentían encadenados, como alguna vez escribió el
maestro José Pedroni para siempre.
INTENSA*
“Como a cada
beso lo borra/el viento que sopla y sopla, ella pocea y pocea la arena,
pareciera, con más fuerza;
es el viento
húmedo, poceado que escribe , escribe , escribe.”
EDUARDO DALTER
Intensamente
intensa “…y pocea y pocea…”
Intensa cundo
llora, intensa cuando barre....
Intensa cuando
besa.
Nunca brisa.
Tifón. Huracán. Ciclón.
Intenso viento
Sur. Asciende. Estalla en la cabeza.
Punzante espina
gozosa. Intensamente.
Intensa
Aun no nombra
su nombre.
Y desborda,
intenso dolor. Intensa búsqueda.
“…Y pocea y
pocea…”
La vida es un
río incontrolable.
Intensa, cuando
come un durazno, una cáscara de amor.
Intensa cuando
muere. Intensa cuando mata.
Araña tigre
hembra. Cervatilla
Intensa cuando
juega, intensa cuando ríe. Intensa cuando bebe.
Intensa en la
locura, en el desasosiego.
En la cebolla.
En la ternura.
Es un collage
extraño. Perturbador.
Faltan piezas,
sobran otras.
El temor es un
bicho maligno.
-Cuiden los
huesos, por favor, es lo que mas perdura-
No llores niña
mía, es un juego, solo un juego.
La muerte es un
río incontrolable.
Intensa en el
olvido. Rojo olvido.
Azul olvido.
Lirio morado. Intenso. Necesario
Intensamente.
Intenso luto. Mariposas nocturnas.
Intensa mitad,
que no se encuentra.
En el Banquete
de Platón, Dios se hizo presente.
Intensa
búsqueda que huye, aguas abajo.
Intensa.
Intensamente
Furia de lo
vivo*
La carne de las
flores cae en racimos
Resbala en el
aire
Agujeritos de
luz en la mancha verde
Por donde los
espías del cielo
Nos dan
señales...
Caos sin
simetría
La belleza está
en lo inesperado.
Una hoja se
suelta casi con dolor
Emisario que
trae la noticia.
"Los
ángeles no existen
son
ustedes"
Mesalina*
Mesalina es la
forma femenina del nombre Mesala, sin embargo, por mis excesos, lo dan por
sinónimo de lujuria.
¿Qué saben de
mí los que me acusan?
Se han postrado
a mis pies todos los hombres imaginables, sin embargo, he amado a uno solo:
Cayo Apio Junio Silano.
En aquellos
años era una niña, casta y dócil y en nuestras largas caminatas donde no
existía, ni siquiera un roce de manos, escuchaba embelesada a mi amado, recitar
sus poemas. Cuando quise besarlo, Cayo me rechazó…lo demás es anécdota.
Mesalina…Mesalina.
No fue mi
culpa. Tuve que casarme con el cojo, sordo de nacimiento…o -en muchas
oportunidades me lo pregunté - ¿inteligente que prefería no oír? Crispaba mis
nervios. Cuantas veces, desatada mi furia, lo atacaba y descargaba sobre su
cuerpo hasta llegar al éxtasis, mis más bajos instintos sexuales y el bobo
tartamudo… se babeaba de gusto.
Cuantas veces,
a pesar del asco que me producían sus manos pegajosas y el aflautado de su voz,
admiré su inteligencia.
Tras una
conspiración ideada por el comandante de la guardia pretoriana y algunos
senadores opositores, Calígula fue asesinado el 24 de enero de 41. No existe
evidencia de que Claudio hubiese tenido complicidad, sin embargo, hay quien
sostiene, que antes de que se produjera el crimen, el bobo, abandonó
sospechosamente la escena.
Fue brillante
como estudiante, como gobernante y como estratega militar y fue adorado por su
pueblo.
Entonces, ¿por
qué no pude amarlo? ¿Por qué, a pesar de su deliciosa inteligencia, de su
asombrosa cultura, de su fascinación por mí, no conseguí el embeleso que me
producían aquellas poéticas tardes con mi adorado?
En toda familia
decadente, hay alguien que se prostituye en bien de la prosperidad conjunta. Me
tocó esa perversa suerte y desde entonces, he arrastrado los males de Averna.
Por necesidades económicas, me indujeron a fingir estar enamorada del gigante
retardado, al punto de que su tío, el divino Calígula, convencido, nos alentó a
que contrajéramos enlace. Nunca me pregunté qué oscuras intenciones llevaron a
mi pariente indirecto, el emperador, a semejante persuasión ni tampoco me
importó que Claudio, hubiera pasado por fracasos matrimoniales anteriores.
El “pequeño
monstruo”, como lo llamaba su madre, era alto, delgado, encorvado y de abdomen
prominente y había cumplido sus cincuenta años cuando nos casamos. Yo solo
contaba con dieciséis y era alegre y atrevida como cualquier adolescente.
Los primeros
años de matrimonio fueron tranquilos. A pesar de su alcoholismo y de su presencia
desagradable, tuvimos dos hijos: Británico y Claudia Octavia y aún así, mi
belleza seguía floreciente y mis necesidades insatisfechas.
Muerto
Calígula, los devenires del poder llevaron a mi esposo al trono. Apenas contaba
con diecinueve años y fui nombrada emperatriz. No obstante la repulsión física
que me causaba el nuevo emperador, me deslumbraron las glorias y la
singularidad del poder y a pesar de mi juventud, tuve influencia gravitante en
las decisiones de estado.
Claudio
desconocía mis “desenfrenos”, como llamaban las cortesanas de Roma a mis bien
justificadas incursiones sexuales y seguía enamorado, igual que el primer día,
cuando lo deslumbró mi inocencia. Con tal de verme feliz, complacía de buen
ánimo, cualquiera de mis caprichos. Aún así, ¿cómo pretendían que, en mi
plenitud, pudiese ser fiel a tamaño adefesio?
Disfruté del
poder y de las infidelidades al emperador, tanto con miembros de la nobleza
como con gladiadores, soldados o actores. Fui amante de Marco Vinicio, el
esposo de Julia Livia. Solo me arrepentí de un desamor: jamás de alguno de mis
amores. Poco satisfecha, muy joven aún y más bella, enardecida por el deseo, me
convertí en Lycisca y comencé a frecuentar el barrio de Subura. Me entregué,
quisieran o no, a todos los hombres que me agradaban y sin exigir pago a
cambio, antes de que mi esposo despertara de su confiado sueño, regresaba al
hogar.
Estaba tan
orgullosa de mi rendimiento que me atreví a un desafío: Mientras el emperador
sofocaba una rebelión en Bretaña, competí con Escila, la prostituta de más fama
por su resistencia sexual.
Fue una orgía
magistral. Asistieron y participaron encumbrados hombres de la corte y sus
damas. Hay quien piensa que fue por temor a mis represalias pero, Escila,
soportó veinticinco accesos carnales y abatida por el agotamiento se rindió.
Sobrepasé
ampliamente la cifra. Al amanecer había superado los setenta coitos y cuando me
acerqué a los doscientos, cerca del mediodía, pedí a Escila que continuara
pero, la derrotada, no tuvo más remedio que rendirse ante mis “entrañas de
acero”, como se atrevió a llamarlas.
Al regresar de
Bretaña, con la intención de que compartiéramos las mieles del éxito y de la
gloria, Claudio requirió mi presencia. Juntos hicimos la entrada triunfal a la
grandiosa Roma.
No supuse que
el emperador sospechara de mis devaneos amorosos pues, luego de los festejos,
insistió en que lo acompañara a Ostia para disfrutar de los baños y relajarse
de la reciente incursión.
Confiada en la
ingenuidad de Claudio y en cuanto lo haría sufrir si se enterase de mis
infidelidades, gozaba mucho más del sexo y encontraba mayor placer en azotar y
herir a mis amantes, parodiando que zahería al emperador.
Aduciendo
compromisos impostergables y malestares físicos, me negué a acompañarlo a la
temporada de baños.
No habría
sucedido si antes, no me hubiese empeñado en reconquistar al amor de mi vida,
al ingrato Cayo Silano.
Después de la
partida del séquito real con rumbo a Ostia, preso de adulaciones y de regalos,
atraje a mi predilecto a palacio y lo colmé de promesas.
No logré
contenerme: el trono de Roma a cambio de que se divorciara de su esposa y se
casara conmigo.
Nuestra boda
fue una bacanal. Volví a ser la adolescente que Cayo rechazara a pesar de los
ruegos y, doblegado por la ambición, en medio de una orgía descomunal, pude
tenerlo entre mis brazos e hicimos el amor. En un lecho de rosas y de uvas,
embriagada de vino y de sexo, lo cabalgué hasta quedar exhausta, frente a todos
los invitados.
Me acusaron de
bígama. Narciso, el esclavo liberto, le hizo conocer a Claudio los
acontecimientos.
Fue devastador.
El emperador regresó de inmediato a Roma. Confiada en mis habilidades de
seducción y de convencimiento, envuelta en sedas y aromas, reuní a las
vestales. Nos apuramos para recibirlo a las puertas de la ciudad, con toda la
magnificencia con que una esposa espera a un esposo. Aún así, Claudio, no
detuvo el carruaje y siguió la marcha sin siquiera mirarme.
Ya en sus
estancias de palacio, el emperador disfruta de un banquete donde el vino es el
invitado de honor. Acaba de decretar la muerte de Silano.
De regreso, en
mis habitaciones, mi madre me ha alcanzado un puñal para que yo misma me
ejecute. Prefiero salir a los jardines a tomar el aire de la noche. Mientras
camino entre las flores donde, más que de miedo, lloro por amor, espero
mi sentencia.
Villa Gesell-
República Argentina
*
el frío a solas
la sensación
del mundo fuera
ardor
del otro
y lado de la
piel
*De Alejandra
Alma. almaalma3h@gmail.com
***
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