*Dibujo de Erika Kuhn.
Confidencias*
Desde el patio
me mira
con sus ojos
grandes.
Dejo de
saborear la sopa.
¿Qué buscará
desenterrar
del saber de la
tierra?
Me observa,
como si mi vida fuera
un pedazo de
cielo. Lo miro
hipnotizada. No
me muevo. Pero recuerdo
que él era así,
como este pájaro.
¿Qué hace?
¿escucha? ¿descansa? ¿o es que me espera?.
¿O como yo,
solo y con frío, me buscará un día entre las piedras?
Ahora se ha
parado, y piensa.
Da unos pasos.
En mi jardín,
¿qué busca?
Tal vez, que
brote allí
el amor que nos
dimos.
Es grande, gracioso.
Bello.
Como el de
aquella tarde
en que desnudos
bajo los
juncos, desfloramos
un arrébol de
copihues y guitarras
y emborrachó mi
canto
un mar de
estrellas.
Con mi sonrisa
parte, sobre los
Andes vuela. Es
tuya,
y con amor la
lleva.
*De Marta
Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com
31 de Diciembre
2014.
DOS HILERAS DE
SAUCES*
La entrada a la casa de la
chacra estaba precedida por dos hileras de sauces, que partían de un camino
interno, al costado sobresalía un gran galpón de ladrillos con techo de chapa a
dos aguas para guardar cereal y donde dormía a veces un viejo tractor marca
Pampa.
No era raro que en las siestas,
en uno de esos sauces ataran un caballo de andar. Para usarlo luego de la
recorrida en busca de caballos que pastaban en los potreros y que usarían en
diversas tareas del campo. No era raro que ese caballo, luego de horas de estar
allí, entre le orín y las moscas se mostrara molesto. Tampoco era raro que yo
me acostara debajo de algunos de esos sauces aún jóvenes, con mi espalda sobre
la mullida gramilla y con una revista de historietas dejara pasar morosamente
las horas, mientras los mayores dormían su siesta.
En otras ocasiones dejaba a un
lado la revista y miraba el cielo a través de las ramas de esos sauces que
filtraban el sol por las nervaduras de las hojas, que gracias a la luz se
pintaban de un verde muy pálido, más pálido que el verde natural de esos
árboles, que apenas movían esas hojitas con una brisa tenue y quizás
intermitente.
No era raro que los moscardones,
atraídos por el acre orín del caballo, revolotearan con ese zumbido
molesto.
Esos sauces, esos moscardones y
aún las moscas más silenciosas, ese pequeño vaho de orín y sobre todo esa
quietud ha quedado flotando en algún lugar no sé si feliz, pero agradable
de mis más remotos y lejanos recuerdos de esa infancia suspendida
como un brevísimo abrojo en la quietud solitaria de la llanura
inabarcable que fe la matriz-tal vez- de toda escritura .Que de algún modo
también inesperado aparece siempre en aquello que uno no elige a la hora de
sentarse a escribir. Son los núcleos que a uno “le han sido dados” (la frase es
de Borges) y que no puede eludir.
Inútil aclarar que esa casa, que
rodeaban los mandarinos olorosos ya no existe, ha sido
Tapada con tierra y se le
ha sembrado soja encima, pero no hay nada que pueda sacármela de la cabeza de
seis años, porque esa idea tira con la fuerza de cinco percherones oscuros, con
los garrones sin tusar, llenos de abrojos, con los inmensos vasos partidos, que
nunca tocaron el martillo y el punzón del herrero.
Porque la realidad puede ser
modificada en lo real, pero nunca es tan importante como para sacarla de cuajo
de la percepción, que siempre es más pertinaz y más esquiva a los avatares que
traen los cambios. Y máxime cuando se aloja en la imaginación de un niño.
Quedan otros recuerdos, un tanto
más vagarosos, como éstos pueden serlo pero también tienen la
persistencia de una cigarra que perfora el verano con su sierrita demoledora,
esas cigarras que nunca vi porque se metamorfoseaban entre las hojas de
los fresnos o el follaje de las parras que soportaban también esos racimos
seductores y dulces que bien valían un reto si uno se atreviera a robarse uno,
a distraerlo de la rigurosa contabilidad de la abuela o la más que laxa mirada
de mi madre que más de una vez disimuló el hurto y fue cómplice de sus hijos
porque comprendía que ese deseo imperioso alguna vez la vida se encargaría de
troncharlo con mayor violencia y desamparo con la impiedad de los años que
vendrían, durísimos.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Sonidos*
En la memoria
sonora del corazón llevo;
El sonido casi
imperceptible de las hojas al caer
en el parque de
tus ojos aquel invierno.
El ruido que
produjo tu partida cuando rompió el horizonte.
El crujido de
los leños cuando las chispas saltan.
La pena del
jacarandá cuando llega el otoño y me llora azul.
El tono roto de
mi voz cuando en vez de decir sí, dije no.
Y finalmente,
el gesto sonoro del Hacedor cuando
–percutiendo
nubes- mi madre paría e inventó la lluvia
para que su
arrullo fuera mi canción de cuna.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
ROSAS, HASTA
MORIR*
No, no venía
sola.
La acompañaban
crepúsculos.
Palomas
desoladas.
Portones,
esquinas y arboledas.
Nos juntamos
una tarde presurosa de verano.
Por fuera
sonreía.
Por dentro, uva
morada triste
Ella iba Yo,
venía.
Tomó una copa y
la llenó con preguntas secretas.
Mis preguntas
secretas.
Rosa salmón
oscura .Rosada pena negra.
Enumeró las
hojas de su vida.
Eran, también
las mías.
Algunas
invertidas.
Risa sal
cenicienta mojó su servilleta.
Llanto de calabaza
secó la mía.
Los mismos
sayos: la congoja y la risa.
La mentira, la
honra, la comedia feliz.
Despedida. El
adiós. Hasta siempre.
No brazos. No
abrazos. No padre.
Padre nuestro
que estás en los cielos.
Le dije que los
perros ladran a la luna.
Que el café
huele a tibieza.
Que mirara en
la mesa, esperando.
Una paloma con
un anillo de oro.
Un canasto de
paja.
Y un olor de
rosas que se funde en los huesos.
Que se funde en
la savia. En la sabia palabra.
Le dije, puedo
morir ahora, hasta morir.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
COMPARSAS*
Una fiesta de
casamiento es un suceso en el que todos nos disfrazamos para, finalmente, ser
más nosotros mismos.
La primera
impresión es la de extrañeza. No andamos por la vida ni de traje ni de vestido
largo. Por eso, ver a los rostros familiares sobre elegantes atuendos y bajo
extraños peinados, es una imagen que en primer lugar nos hace pensar que todos
son diferentes de cuando se encuentran sumidos en sus habituales ocupaciones.
A medida que se
van sucediendo las horas y las fases del festejo, las personalidades superan el
exterior modificado, y se exacerban de tal modo que culminan en caricaturas de
grueso trazado.
Entonces un
observador sentirá una enorme tristeza, y ocasionalmente le nublarán los ojos
lágrimas de piedad por sus semejantes y por él mismo, tan reducido, como
siempre, al personaje en la obra de teatro que por nombre lleva un sucinto “el
observador”.
La rubia
espléndida, de cabeza pequeña y cabellos lacios, reirá con alegría toda la
noche. Caminará por el salón constantemente, rozará el brazo o la espalda de
los maridos de las amigas, su vestido será revelador. Lástima la edad, lástima
que los gestos y maneras ya no le quepan exactamente. Una pena que siga
interpretando la adorable adolescente que fue y ya no es. Pero debe ocupar el
lugar de la proa en la lancha anclada frente a la playa, debe ser despreocupada
y feliz hasta que duela. Se va a sacar los zapatos, caminará descalza para
sugerir desnudeces mayores. Debe interpretar el rol.
Los amigos del
novio tienen el mandato de ser barulleros, de tomar un poco más de lo que les
requiere el cuerpo, de quedarse hasta el final formando una hinchada compacta.
Se puede ver una pelota invisible, el potrero, los números en la espalda. El
diez adelante, el arquero siguiendo el grupo y meneando la colita cuando recibe
una palmada de aprobación.
El invitado de
frente estrecha y cabello crespo bailará como un mono. Cuando sea el momento
del cotillón, los senos de plástico y la mazorca de utilería aparecerán
mágicamente en sus manos. Aún dentro de la bolsa ya le pertenecían. Su mujer se
reirá de las payasadas, ocultando (sabe hacerlo) la íntima humillación. Yo también
me reiré cuando pase exhibiéndose, pero no podré mirarlos a los ojos.
La niña eterna
hará sus mohines y montará su propio espectáculo para lograr por algunos
momentos la luz del reflector. Ese es su sitio en la vida. Yo soy así, dirá, yo
soy así de loca. Ustedes me conocen, yo soy así.
Las hermanas
sin novio, lindas y prolijas, se repetirán en las esquinas. Quién sabe cuánta
esperanza habrá habido frente al espejo, y ahora están aquí, recatadas pero
anhelantes, y solas. Tan terriblemente solas en una doble soledad que no hace
compañía. Pobrecitos esos labios sin besos. La tristeza de tanto amor
congelado, tanta caricia fantasmal. Bonitas y sonrientes, tan solas, tan
decepcionadamente tristes.
Y mientras
tanto las ceremonias incomprensibles, atávicas y con los significados perdidos
a fuerza de repetición. Bailar. Moverse sensualmente al compás de una melodía.
Realizar los movimientos del sexo para todos y para nadie. Sólo las parejas
justificando la seducción del otro porque la intención es real y promete lo que
se va a dar. Pero los niños, pero los ancianos, pero las mujeres que bailan con
mujeres. Pero toda esa agitación de caderas y pelvis sin sentido. Y el
observador que también baila, extrañado de si, para bajar un poco la comida y
poder probar las empanadas calientes que ofrecen los mozos.
Qué linda la
fiesta. Todo salió bien. Cuánto comimos, cuánto bebimos, qué dolor en los pies
de tanto bailar. Y es cierto. Estuvo linda la fiesta. Hay que mirarla en
conjunto, de lejos, y entonces, como la carroza desportillada del carnaval, se
ve colorida y feliz.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Habitación 202*
un ángel
remanido
entró a un bar
a medianoche
se ganó a las
más linda del lugar
fueron a un
hotel
cerca del
bulevar San Gerónimo
ella se desnudó
y a él se le
erizaron las plumas
comenzó a
cacarear
a cantar
a reír
ella reía
también
todos reían
menos las otras parejas
de las otras
habitaciones
menos la empleada
del hotel
que recibía
llamadas internas
saque a los
locos de la 202
porque así no
hay quien pueda
hacer el amor
con decencia
llame a la
policía
o a la perrera
llame a los
médicos forenses de la city
a los relojeros
a los zapateros
llame por lo
menos a un carabinero forestal
todo era
protesta
en el hotel del
bulevar San Gerónimo
todo grito y
amenaza de expulsión
pero dentro de
la 202 había un gallo que gritaba
una mujer que
era todo alegría
volaban de un
lado para otro las plumas del ángel
tanto que
cuando amaneció
con sorpresa y
felicidad comprobó
que ya no era
un ángel sino un simple mortal
y ella era el
cielo abrazándolo/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
-Recordando a Osvaldo
Soriano
(Mar del Plata,
6 de enero de 1943 – Buenos Aires, 29 de enero de 1997)
La Argentina
invade California*
Cuál fue la
primera potencia del mundo que reconoció a la flamante Argentina de la
Revolución? ¿Qué ansias arrastraban a los hombres de la Independencia? ¿Qué
fuego delirante les inflamaba los corazones?
Franceses,
ingleses, polacos, alemanes y norteamericanos corrieron en auxilio de la joven
Revolución que enfrentaba al imperio de España. Todas las ideas, viejas y
nuevas, venían a refundarse en estas costas: monárquicos, republicanos,
católicos, liberales, anarquistas y aventureros peleaban por amor, por
costumbre o por plata. Los hubo solemnes, grandiosos, generosos, chiflados,
estúpidos, vanidosos y despiadados.
El más conocido
de ellos fue el capitán José de San Martín, de la secreta Logia Lautaro, pero
entre los más chiflados y ambiciosos estaba el corsario Hipólito Bouchard. Como
Liniers y Brandsen, Bouchard era francés y como ellos murió de muerte violenta.
Fue él quien compró el primer reconocimiento exterior para la Argentina, que
todavía se llamaba Provincias unidas. En su nombre invadió y destruyó la
California dominada por los españoles.
Bouchard llegó
al Río de la Plata en 1809 en un barco de corsarios franceses. El primer día de
febrero de 1811 el gobierno de la Revolución lo nombra capitán del bergantín de
guerra 25 de Mayo. Su primera batalla, la de San Nicolás, no es gloriosa:
cuando el 2 de marzo oye los cañones de siete naves, Bouchard abandona a su
jefe, Juan Bautista Azopardo, se tira al agua y gana la costa a nado con toda
la tripulación. En el Consejo de Guerra presidido por Saavedra dirá que los
marineros huyeron primero y que él fue impotente para contenerlos. Azopardo, en
su diario, se queja de haber sido "vergonzosamente abandonado".
En tierra le va
mejor: incorporado al Regimiento de Granaderos a Caballo, el 13 de febrero de
1813 contribuye al triunfo en San Lorenzo: mata de un pistoletazo al abanderado
de los realistas y se queda con el pabellón enemigo; eso lo hace criollo y
capitán del ejército de San Martín, que lo recomienda a la Asamblea
Constituyente. Pero lo suyo es el pillaje y el saqueo, como Drake y Morgan, y
pronto va a probarlo. En 1815 manda las corbetas Halcón y Uribe y marcha a
reunirse con Brown, que comanda la Hércules. El irlandés lo espera en la isla
de _Mocha, sobre el Pacífico, para ir a cañonear el puerto de El Callao. Los
dos han
cambiado:
William Brown es ahora Guillermo e Hypolite se ha convertido en Hipólito,
súbditos de las Provincias Unidas. En una tormenta Bouchard pierde el Uribe.
Brown, en cambio, captura la fragata española Consecuencia y toma prisionero al
brigadier Mendiburu, gobernador de Guayaquil.
En febrero,
Brown decide asaltar la fortaleza de Guayaquil pero Bouchard no lo acompaña
porque estima la aventura demasiado riesgosa. En cambio, le propone un negocio:
ofrece el Halcón y diez mil pesos en efectivo a cambio de la Consecuencia.
Brown acepta y paga. Bouchard regresa a Buenos Aires el 18 de junio de 1816, en
vísperas de la declaración de Independencia que San Martín y Belgrano piden a
sablazos. El 9 de julio, "Nace a la faz de la tierra una nueva y gloriosa
nación / coronada su sien de laureles / y a sus plantas rendido un león".
Pero el problema más urgente es conseguir que alguna potencia extranjera y
soberana reconozca ese nacimiento de parto tan doloroso. Rivadavia y Belgrano
han viajado a Europa y no lo han conseguido porque están en desacuerdo sobre la
forma de gobierno que se darán. Belgrano quiere coronar a un cacique inca y
Rivadavia vislumbra una república liberal en la que pueda ser presidente.
También San Martín propone un rey. A Bouchard le da lo mismo: ahora es sargento
mayor de la Marina, tiene patente de corso y necesita una bandera que sea
aceptada en todos los puertos. El 9 de julio de 1817 hace que toda la
tripulación de la Argentina grite "¡Viva la patria!" y sale de
Ensenada rumbo a Madagascar.
Para seguir su
loca carrera es preciso tener a mano un mapamundi: en Tamatava, a la entrada
del Océano Índico, libera a los esclavos de cuatro barcos españoles y les canta
el Himno Nacional para que el ruido llegue hasta Buenos Aires. Pasa por las
costas occidentales de la India y entra en el Archipiélago del Sonda donde toca
los puertos de Java, Macasar, Célebes, Borneo y Mindanao.
No le es fácil
el periplo: en Java la Argentina atrapa el escorbuto y el capitán tira cuarenta
cadáveres al mar. En Macasar lo atacan cinco barcos piratas pero en una hora y
media de combate Bouchard pone en fuga a cuatro y se queda con el quinto. La
batalla le deja siete marineros muertos a los que reemplaza con los más
fornidos de la nave capturada. A los otros les ordena rezar y los hunde a
cañonazos.
Por fin se
acerca a Manila, en las Filipinas. Bloquea la entrada al puerto de Luzón, el
más importante del archipiélago, convoca a oficiales y tripulantes al pie de la
bandera y les hace una arenga de argentinidad, en francés para los oficiales,
en castellano para los marinos.
La empresa es
espectacular: la Argentina saquea y hunde dieciséis buques mercantes. Bouchard
captura a cuatrocientos tripulantes y un bergantín español. Al fin decide ir a
China, pero la tempestad lo empuja a la Polinesia, donde va a llevarse una
sorpresa mayor. Al acercarse al puerto de Karakakowa, en las islas Sandwich, le
parece distinguir una nave conocida: echa ancla y reconoce a la Chacabuco, una
de las corbetas de Brown, que fondea con el pabellón de Kameha-Meha, un reino
soberano que nuclea a las incontables islas de Hawaii.
Alguien le dice
que la tripulación de la Chacabuco, sublevada en Valparaíso, ha llegado
extraviada a esas costas y ha vendido la nave al rey. Los criollos amotinados,
hartos de mar, penando por caballos y llanura, consumen el botín de seiscientos
quintales de sándalo y dos pipas de ron en las tabernas y prostíbulos de
Karakakowa. Uno de ellos, por vergüenza o por nostalgia, conserva la flamante
bandera de Belgrano.
Bouchard, que
ha nacido en Saint Tropez, vislumbra un destino de medallas, honores y pampas
tranquilas. En el instante mismo decide llevarse la corbeta y también el primer
reconocimiento diplomático para la nación que nace.
Los gauchos
borrachos que encuentra en el puerto le cuentan que hay un rey gordo que está
siempre rodeado de mujeres de cintura ondulante. Por respeto y sin duda por
temor lo apodan "Pedro el Grande de los Mares del Sur". El capitán
recupera la bandera y el corazón se le hace todo fuego: averigua, pide, ruega y
llega hasta el monarca. Lo que ha saqueado en cuatro mares alcanza y sobra para
recuperar la Chacabuco. El rey de Kameha-Meha acepta la indemnización pero
confiesa no conocer la bandera que Bouchard le muestra.
En inglés, en
francés y en español el capitán le cuenta la gesta sudamericana, las interminables
llanuras y los Andes nevados que ha cruzado San Martín. Agrega las selvas
calientes del Chaco para conmover al monarca y sin vacilar lo nombra, bajo un
sol de cincuenta grados, teniente coronel del ejército de las Provincias Unidas
del Río de la Plata. Ahí mismo le entrega uniforme, espada, charreteras y
sombrero de granadero y le muestra un mapa del sur para que se ubique. El rey
gordo no se emociona demasiado, pero el uniforme lo divierte y firma un tratado
de "Unión para la paz, la guerra y el comercio" en el que consta que
Kameha-Meha es la primera potencia del mundo en reconocer a las Provincias
Unidas.
Ese 20 de
agosto de 1817 el pirata Bouchard empieza a entrar en la historia.
Mitre llamará a
ese instante de Karakakowa "un triunfo diplomático". Vicente Fidel
López, que tiene menos sentido del humor, califica al capitán de "corso
del latrocinio".
Pero la
irrisoria hazaña de Bouchard recién empieza. En tabernas y fumaderos de Hawaii
recoge a los gauchos extraviados, fusila a dos gritones como escarmiento y pone
proa a la lejana California. Un delirio de fortuna y grandeza le quema el alma:
antes de que a esas costas las ganen los ingleses, se dice, llegarán los
argentinos. El 23 de octubre de 1817, con la Chacabuco recuperada y en pie de
guerra, zarpa para Norteamérica.
Ahí va Hipólito
Bouchard, viento en popa y cañones limpios, a arrasar la California donde no
están todavía el Hollywood del cine ni el Sillicon Valley de las computadoras.
Lleva como excusa la flamante bandera argentina que ha hecho reconocer en
Kameha-Meha, aunque los oficiales de su Estado
Mayor se llamen
Cornet, Oliver, Jhon van Burgen, Greyssa, Harris, Borgues, Douglas, Shipre y
Miller.
El comandante
de la infantería, José María Piris, y el aspirante Tomás Espora son de los pocos
criollos a bordo. Entre los marineros de la Argentina y la Chacabuco van
decenas de maleantes recogidos en los puertos del Asia, treinta hawaianos
comprados al rey de Sandwich, casi un centenar de gauchos mareados y diez gatos
embarcados en Karakakowa para combatir las ratas y las pestes.
Al terrible
Bouchard, como a todos los marinos, lo preocupa la indisciplina: sabe que
algunos de los desertores que habían sublevado la Chacabuco en Valparaíso se
han refugiado en la isla de Atoy y quiere darles un escarmiento. Manda a José
María Piris que se adelante a bordo de una fragata de los Estados Unidos e
intime al rey que protege a los rebeldes.
Antes de
partir, los piratas norteamericanos, que roban cañones y los revenden, dan una
fiesta a la oficialidad de las Provincias Unidas: corre el alcohol, se desatan
las lenguas y un irlandés con pata de palo comenta, orgulloso, la intención
argentina de bombardear la California. El capitán de los piratas toma nota: en
la bodega lleva doce cañones recién robados y si se adelanta con la noticia a
Monterrey -la capital de California- podrá venderlos a cinco veces su precio.
El rey de Atoy
no sabe dónde quedan las Provincias Unidas, nunca oyó hablar de las Provincias
Unidas y teme una represalia española. Piris lo amenaza con la cólera del
infierno y el rey, por las dudas, hace capturar a los sublevados entre los que
se encuentra el cabecilla. El comandante duerme en la playa y cuando divisa los
barcos de Bouchard se hace conducir en bote para dar la buena nueva.
El francés desconfía:
en la entrevista con el rey comunica la sentencia de muerte para los sublevados
asilados en Atoy y trata, como en Karakaka¡owa, de hacer reconocer a la
flamante nación. El rey se insolenta y dice, muy orondo, que los prisioneros se
le han escapado.
"Comprometidos
así la justicia y el honor del pabellón que tremolaba en mi buque, fue
necesario apelar a la fuerza", cuenta Bouchard en sus Memorias.
En realidad,
basta con amagar. El rey manda a un emisario a parlamentar a la Argentina y
lleva a los prisioneros a la playa. Bouchard baja, arrogante y triunfal, les
lee la sentencia y ahí no más fusila a un tal Griffiths, cabecilla del
amotinamiento. A los otros los conduce al barco y les hace dar
"doce
docenas de azotes".
El 22 de
diciembre de 1818 llega a las costas de Monterrey sin saber que los
norteamericanos han armado la fortaleza a precio vil. Bouchard traza su plan:
pone doscientos hombres de refuerzo en la corbeta Chacabuco, le hace enarbolar
una engañosa bandera de los Estados Unidos y la manda al frente a las órdenes
de Willian (o Guillermo) Shipre.
Ya nadie
recuerda la letra del Himno Nacional y Shipre hace cantar cualquier cosa antes
de ir al ataque. Están calentándose los pechos cuando advierten que cesa el viento
y la Chacabuco queda a la deriva. Desde el fuerte les tiran diecisiete
cañonazos y no falla ninguno. La Chacabuco empieza a naufragar en medio del
desbande y los gritos de los heridos. Shipre se rinde enseguida. Escribe
Bouchard: "A los diecisiete tiros de la fortaleza tuve el dolor de ver
arriar la bandera de la patria".
Todo es
desolación y sangre en la Chacabuco pero Bouchard no quiere pasar vergüenza en
Buenos Aires. Las Provincias Unidas de la Revolución han autorizado a más de
sesenta buques corsarios para que recorran las aguas con pabellón celeste y
blanco y las presas capturadas son más de cuatrocientas.
De pronto, la
joven nación está asolando los mares y las potencias empiezan a alarmarse.
Todavía hoy la Constitución argentina autoriza al Congreso a otorgar patentes
de corso y establecer reglamentos para las presas (art. 67, inc 22).
Los pobres
españoles de California no tenían ni un solo navío para su defensa. Bouchard
ordena trasladar a los sobrevivientes de la Chacabuco a la Argentina pero abandona
a los mutilados y heridos para que con sus gritos de espanto distraigan a los
españoles. Al amanecer del 24, mientras en Monterrey se festeja la victoria,
Bouchard comanda el desembarco con doscientos hombres armados de fusiles y
picas de abordaje. Lo acompañan oficiales que no saben para quién pelean pero
esperan repartirse un botín considerable.
A las ocho de
la mañana, después de un tiroteo, la tropa española abandona el fuerte y
retrocede hacia las poblaciones. A las diez, Bouchard captura veinte piezas de
artillería y con mucha pompa hace que los gauchos y los mercenarios formen en
el patio mientras hace izar la bandera.
Sin embargo el
capitán no está contento. Quiere que en el mundo se sepa de él, que le paguen
la afrenta de la Chacabuco. Arenga a la tropa enardecida y la lanza sobre la
población aterrorizada. Los marinos de Sandwich son implacables con la lanza y
la pistola; otros tiran con fusiles y los gauchos manejan el cuchillo y el
fuego a discreción. Dicen los historiadores de la Marina que Bouchard respeta a
la población de origen americano y es feroz con la española. Difícil saber cómo
hizo la diferencia en el vértigo del asalto. La fortaleza es arrasada hasta los
cimientos. También el cuartel y el presidio. Las casas son incendiadas y la
Nochebuena de 1818 es un vasto y horroroso infierno de llamas y lamentos.
Después del pillaje, Bouchard manda guardar dos piezas de artillería de bronce
para presentar en Buenos Aires con las barras de plata que encuentra en un
granero.
Durante seis
días, siobre los escombros y los cadáveres, flamea la bandera argentina. Los
prisioneros liberados de la cárcel ayudan a reparar la Chacabuco mientras los
soldados arman juerga sobre juerga a costa de las aterradas viudas de España,
episodio que las historias oficiales eluden con pudor.
Tanto escándolo
arman Bouchard y los suyos en el norte que el Departamento de Estado
norteamericano -cuenta el historiador Harold Peterson- "dio instrucciones
a sus agentes para que protestaran vigorosamente contra los excesos cometidos
con barcos que navegaban bajo la bandera y con comisiones
de Buenos
Aires". Sin embargo, recién en 1821, con Rivadavia como ministro de
Guerra, los Estados Unidos obtendrían un decreto de revocación de las patentes
de los corsarios: "En su forma literal -dice Peterson- este decreto
representaba una entrega total a la posición por la cual los Estados Unidos
habían luchado durante cinco años".
Para entonces,
Bouchard ya había quemado toda California. Después de destruir Monterrey arrasa
con la misión de San Juan, con Santa Bárbara y otras poblaciones que quedan en
llamas. El 25 de enero de 1819 bloquea el puerto de San Blas y ataca Acapulco
de México. En Guatemala destruye Sonsonate y toma un bergantín español. En
Nicaragua, por fin, se echa sobre Realejo, el principal puerto español en los
mares del sur, y se queda con cuatro buques cargados con añil y cacao y
veintisiete prisioneros. Ésa fue su última hazaña.
Al llegar a
Valparaíso, maltrecho por el ataque de otro pirata, Bouchard reclama la gloria
pero lo espera la cárcel. Lord Cochrane, corsario al servicio de Chile, lo
acusa de piratería, insubordinación y crueldad con los prisioneros capturados.
Bouchard argumenta: "Soy un teniente coronel del Ejército de los Andes, un
vecino arraigado en la Capital, un corsario que de mi libre voluntad he entrado
a los puertos de Chile con el preciso designio de auxiliar a sus
expediciones". Sobre las torturas ordenadas, se defiende así: "Que se
pregunte por el trato que recibieron los tripulantes del corsario chileno Maipú
u otro de Buenos Aires que, luego de apresado, entró a Cádiz con la gente
colgada de los penoles".
Pasa apenas
cinco meses en prisión. Al salir pone sus barcos a disposición de San Martín y
le lleva granaderos a Lima. Ya en decadencia, reblandecido por dos hijas a las
que apenas había conocido, se pone a las órdenes del Perú y en 1831 se retira a
una hacienda. En 1843, un mulato harto de malos tratos lo degüella de un
navajazo.
Es una muerte
en condicional: los apólogos de la Marina, que le justifican torturas y
tropelías, no consignan ese indigno final.
-De Osvaldo
Soriano. Incluido en "Cuentos de los años felices"
SEGUNDA
OPORTUNIDAD*
*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
SIETE
“Can’t you feel the weight of my stare
You’re so close but still a world away
What I’m dying to say, is that I’m crazy for you
Touch me once and you´ll know It’s true” (Madonna)
“In your eyes, forbidden love
In your smile, forbidden love
In your kiss, forbidden love
If i only had one wish
Love would always feel like this” (Madonna)
Ignora qué lo ha despertado.
Quizá algún ligero movimiento de ella, acurrucada contra su pecho, respirando
profundo, dormida por completo. Le cuesta reconocer dónde se encuentran. Su
brazo izquierdo ha caído junto con parte de la manta, dejándolos al
descubierto, mientras con el derecho continúa abrazándola, con infinita
ternura. Mira hacia afuera: la lluvia ha cesado. Apenas se oye, aquí cerca y
allá lejos, el discontinuo rumor de unas gotas cayendo desde la copa de los
árboles. Intenso aroma a tierra mojada, a vegetación profunda, a una naturaleza
virgen en exceso.
Parpadea varias veces. Si bien
recuerda esta escena como aquel lugar donde se refugiaron para protegerse del
temporal, hay un detalle extraño en el entorno que no termina de comprender.
Recién pasados varios minutos percibe que aquel efecto lechoso que poseen las
plantas a su alrededor pertenece al intenso resplandor de la luna. Asoma la cabeza
fuera de la hendidura del tronco, sin apartarse demasiado de ella, y busca en
todas direcciones con la mirada, hasta que girando la cabeza hacia arriba y
estirando un poco el cuello, consigue encontrarla. Una enorme luna llena,
imposible de ver así en su querida pampa argentina, imponiendo su blancura en
un cielo profundo y vertiginoso, tachonado de estrellas. La imagen lo
impresiona. Quisiera compartirlo con ella, contemplar juntos semejante belleza,
pero teme hacerle daño. Necesita descansar, casi tanto como él, a quien el
sueño parece haberlo abandonado. Se vuelve hacia ella, y la descubre abriendo
los ojos, bostezando, volviendo a abrazarlo.
—No te vayas —le murmura. —¿Qué
estabas viendo?
—Una luna maravillosa. Mirá…
Ella se aferra a sus hombros
como si fuese a perder el equilibrio si lo suelta. Se asoman juntos fuera de la
hendidura y contemplan absortos esa luna impactante, que los baña generosa con
su luz.
—Es preciosa… —admite ella,
parpadeando, despierta por completo; y agrega, sin pensar en absoluto, sin
dejar de mirar la luna: —Te amo…
El vuelve la cabeza para
mirarla, sorprendido. ¿Cuánto tiempo hace ya que espera escuchar semejante
frase de sus labios? ¿Cómo es posible que esta mujer le haya trastocado todo lo
aprendido, desconociéndose a sí mismo, emergiendo victorioso de las arenas
movedizas de la rutina? Sintiéndose observada, ella continúa admirando la luna.
Le gusta gustarle, atraerlo, que la ame como la ama. Rara vez en el pasado ha
sentido lo que viene experimentando por un hombre durante las últimas horas,
desconociéndose al mismo tiempo que él. ¿Sería capaz de cualquier cosa con tal
de conservar esta relación?
De pronto, se miran a los ojos.
Como si a la vez los dos pensasen lo mismo.
—¿Te diste cuenta? —advierte él.
—Hace tan solo veinticuatro horas que nos conocemos.
—¿Estás seguro? —sonríe ella.
—Parece que nos conociésemos de toda la vida.
—Con vos… me quedaría toda la
vida…
—¿Con el carácter que tenemos?
Nos terminaríamos matando…
—Probablemente sí… Probablemente
no… Decidiría la convivencia.
—Además, la pasión no dura toda
la vida. En algún momento nos aburriríamos.
—¡Pero cómo nos divertiríamos
hasta entonces!!!
Ríen cómplices, abrazados. Y el
beso, tierno y fugaz, ocurre inevitable. Aunque una breve pero intensa sombra
cruza la mirada de él, opacando su sonrisa.
—¿Qué pasa? —advierte ella,
preocupada. —Sos transparente; ya me dí cuenta de eso. Decime qué tenés.
—Pensaba en nuestras hijas… En
el momento en que este sueño termine y las veamos otra vez...
Duda. Mira en otra dirección,
busca las palabras que quizá no encuentre, o no se atreve a decir en voz alta.
Ella contiene el aliento, expectante. Finalmente, él agrega:
—No estoy dispuesto a regresar a
mi vida de siempre. No volvería para vivir de nuevo con mi mujer. Algo me ha
pasado en este viaje, y ha sido mucho más que el accidente. Me siento distinto.
—Suspira. Toma coraje. Se decide: —Hay instantes que te marcan para siempre, y
trazan una línea que inaugura un antes y un después; esa marca también tiene
sus costos, los pague uno en lo inmediato o a largo plazo. Pero al cruzar esa
línea, uno ya no es el mismo. No puede volver a serlo.
La mira intensamente a los ojos.
—Creo que desde que te conocí,
yo ya no lo soy.
—Yo no tengo miedo de cruzar esa
línea —asegura ella, sosteniéndole la mirada.
—¿Y qué estarías dispuesta a
pagar?
—Mi felicidad por los próximos
cuarenta años —veloz, ella, en la respuesta.
—A mí me alcanzan los próximos
cuarenta minutos… —sonríe, él, de costado.
—¿Estás seguro???
Y ella se le echa encima,
forcejeando, haciéndole cosquillas. Ríen otra vez, felices, pero buscándose,
peleadores. Hasta que en el fragor de la disputa caen del hueco que habitaran
como refugio durante la tormenta, rodando sobre la vegetación caída y los
últimos charcos de lluvia, sintiendo el impacto del frío del agua, desnudos, en
medio de una carcajada. Las primeras luces del amanecer se perfilan entre la
frondosa copa de los árboles, arrinconando la penumbra hacia el oeste,
relegando el fresco de la noche hacia una creciente calidez proveniente del
este.
De pronto, las risas se
extinguen detrás de un beso, sentados sobre las hojas en medio de un abrazo,
con miradas que poco tienen de risueñas y mucho encierran de pasión. Besos que
entrelazan los labios, queriendo desprenderlos, insaciables, obligándolos a
reptar fuera de los charcos, sin desprenderse el uno del otro. Y la excitación
resurge de inmediato, notoria para los dos.
—¿Te diste cuenta? —admite ella,
al comprobar el miembro erecto de él contra su bajo vientre. —Si viviésemos
juntos, estaríamos todo el día cogiendo.
—¿Te parece? —se sorprende él,
irónico. —En algún momento tendríamos que frenar para comer…
—¡Ni me hables!!! ¡Con el hambre
que tengo!!!!
Ríen otra vez, contemplándose
hasta el hartazgo, preguntándose en silencio cómo ha sido posible que se hayan
ignorado al subir al avión, o hayan vivido sin conocerse hasta entonces, al
tiempo que resuenan los estómagos y su erección se diluye.
—Volvamos a la playa —sugiere
él, incorporándose de pronto, y ayudándola a ponerse de pie. —No creo que
encontremos algo más que cocos por estos lugares. Pero es lo único que nos
viene manteniendo ocupada la panza.
Ella se incorpora, bellísima a
la tenue luz del amanecer, despidiendo un efecto hormonal que desborda
excitación, atrayéndolo aún más. Aunque algo lo inmoviliza ante la
contemplación del cautivante cuerpo de ella, él recoge sus ropas del suelo, las
amontona sobre el bolso, dobla la maltrecha manta de polar impermeable y la
mete a duras penas dentro de húmeda mochila, que se cuelga al hombro, y le
sonríe, tendiéndole una mano.
—No hace falta que nos vistamos,
¿no?
—¿Para qué? —responde ella, y
resopla con fingido fastidio, meneando la cabeza, revoleando los ojos. —Mirá
las huevadas que preguntás… Si en cualquier momento tenemos que andar perdiendo
la ropa otra vez…
Toma el bolso de manos de él, y
ambos emprenden el camino de regreso, tomados de una mano. Antes de internarse
en la espesura, él se detiene y recoge algo del suelo, cerca de donde
estuvieron momentos antes. Ella no descubre lo que él lleva en la mano hasta
que ya lo tiene encima, colocándole con delicadeza una enorme flor de múltiples
pétalos y brillantes colores, de combinaciones desconocidas, entre el
enmarañado cabello rubio, por encima de una de sus orejas.
—Muchas gracias… —murmura ella,
gratamente complacida ante gesto tan romántico, enmudecida de repente.
El vuelve a tomarla de una mano
para retomar la marcha. Recién entonces repara en que lo único que continúan
vistiendo son las improvisadas sandalias de hojas de palmera que confeccionara
la tarde anterior en la playa. Aparta las primeras hojas de los arbustos para
adentrarse en la diezmada maraña vegetal, sabiendo con certeza que jamás podría
llegar a enojarse o separarse de semejante mujer en lo que le reste de vida,
mientras escucha a sus espaldas la sorprendida y queda voz de ella, sin girarse
a mirarla.
—Me parece que sos el único ser
en la Tierra capaz de hacerme callar…
(Continuará…)
***
http://inventren.blogspot.com/
Una
historia del bar*
(De la estación María
Lucila)
"Cubre la
memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que
fuiste"
Alejandra
Pizarnik. -Caminos del espejo-
El hombre con
el que me encuentro en el bar se llama Emilio, sabe de mi interés por escribir
sobre la estación María Lucila del Midland. Dice que va a contarme algo de su
historia personal que sin dudas tiene relación con la antigua estación de
trenes. Le aviso que no logro escribir razonablemente bien y que más aún, tengo
la sensación de que mi escritura empeora con el tiempo.
-No importa,
vengo a contarle esto porque necesito que alguien lo escriba. -me dice con tono
de suplica.
-Y porque a mi
me duele tanto el pasado que necesito contarlo a quien tenga un rato para
escuchar.
Lo que sigue es
el relato del hombre, dos horas y media sentados, con tres cafés cortados de
por medio que quiso invitarme si o si. -Me ofende si no me permite pagar a mi-
dijo para terminar con mi resistencia.
En la estación
María Lucila trabajaba su abuelo. Su madre nació allí y la llamaron María
Lucila para homenajear a la estación que además de darle trabajo a su abuelo
era su vivienda.
Pasó en el
pequeño pueblo sus primeros años, luego de la nacionalización cuando el Midland
paso a ser parte del ferrocarril Belgrano, al abuelo lo trasladaron un par de
veces de estación hasta que se jubilo.
Lo cierto es
que su madre pasó su adolescencia y juventud radicada en Avellaneda.
Se hizo amiga
de la Alejandra Pizarnik, cuando era una chiquilina tímida y tartamuda. Y al
menos una vez se fueron en tren a conocer el pueblo que lleva el nombre de mi
madre.
El hombre me
muestra una foto con dos jóvenes que posan para la cámara haciendo equilibrio
sobre el riel, más allá se observa una estación típica del Midland pero es
posible ver el lugar donde se colocaba el cartel con el nombre. Atrás de la
foto puede leerse “con Florita Pizarnik, María Lucila, enero del '53.”
Mamá era una
mujer hermosa -dice el hombre. Igualita a las chicas que dibujaba Divito.
Por alguna
cuestión que desconozco lo único perenne en ella, lo que había echado raíces
profundas era la angustia. Su verdad era una cuna de angustias de la que nadie
había logrado sacarla.
(....)
Se equivocaron
ella y mi padre en casarse. Mi padre era psiquiatra y mi madre su paciente, se
enamoraron o se tuvieron lástima -vaya uno a saber- , o quisieron dar vuelta la
historia de cada cual que los había llevado en ese punto de encuentro o
desencuentro.
Usted sabe que
todo, absolutamente todo en el universo se acerca o se aleja, pero nosotros nos
ingeniamos para negar esas percepciones incómodas.
Creo que mi
padre pensó que la iba a cambiar, no hay héroe más fallido que el que quiere
cambiar una persona.
Llego a
decírmelo una vez: -lo que no se da espontáneamente bien entre una mujer y un
hombre no se lograra jamás. Nadie puede cambiar al otro -ni a sí mismo-, según
parece.
La angustia de
mi madre le impedía conectarse plenamente con los otros, estar presente y
atravesar los acontecimientos que te van marcando en la vida.
Se fue cuando
mi hermano tenía 5 y yo 3 años. Dejo una carta.
Mi padre
después de leerla ni intento buscarla, entro en un profundo silencio que le
duro meses.
Un día nos
presento a su nueva mujer: Ella es Natalia, vivirá con nosotros -nos dijo.
Natalia nos
crío y malcrío lo mejor que pudo.
Mi hermano
creció, estudio ingeniería electrónica y se fue a vivir a Estados Unidos. Vive
en Nueva Orleans, tiene mujer e hijos americanos. Un auto y vacaciones.
Mi padre tenia
70 años cuando falleció, era 8 años mayor que mi madre. Yo no había cumplido
los 21 años. Antes de enfermar, me invito a charlar en un bar.
Sin que se lo
pidiera me dejo su consejo: -A los 20 años un joven debe elegir si en su vida
será un hombre o un marido. Te recomiendo que seas un hombre...
Creo que le he
fallado, no logre ni ser un marido eficiente ni un hombre en el sentido que
creo que le daba a esa palabra mi padre con un tono cercano a lo sagrado.
*
De mi madre,
quedaron casi todas las preguntas sin respuesta.
Nunca sabré si
volvió a ver a su amiga Alejandra "la florita" como la llamaban los
abuelos.
Hay un abismo
de treinta años de silencio.
La tía Eugenia
-hermana menor de mi madre- logró encontrarla unos meses antes de su muerte.
Tuvo una
corazonada y la siguió. Volvió a María Lucila 20 años después de que cerraron
el ramal los militares y se llevaron las vías. Y allí estaba mamá viviendo en
la estación. Sin luz eléctrica, sin vecinos cercanos. Salvo una escuela pública
ubicada enfrente de la estación no había nadie a Km.
Allí vivía mi
madre. ya envejecida prematuramente. Sacando agua con una bomba manual,
cultivando vegetales en unos pocos metros de quinta. Rodeada de pájaros -tenia
muchos en jaulas- y otros que venían a visitarla a los que agasajaba regando la
tierra con alpiste, o mijo o arroz según lo que tuviera.
No sabía nada
del mundo, ni siquiera quien era el presidente de turno, no tenia radio ni
televisión.
¿Sabe cual era
una de sus costumbres? Sentarse con una silla a la hora de salida de la escuela
y ver el rostro de los niños. Estudiarlos con detenimiento y luego verlos
alejarse por el camino de tierra hasta que eran manchas blancas.
(....)
Sabía del
suicidio de Alejandra y le dolía como si hubiera pasado apenas unos días atrás:
"Pobre
Florita, repetía. Tan lúcida y tan frágil. Pobres todas las personas sensibles
del mundo porque no tienen cabida". Eso es lo que me dijo mucho después la
tía, a la que hizo jurar que no le diría a nadie donde estaba y como vivía.
*
Esto es lo que
la tía Eugenia rescato: unas fotos, unos libros de Pizarnik con anotaciones de
mi madre. Una historia clínica que le dieron en el hospital donde se observa
que en los últimos tiempos sufrió demasiado.
Muy poco para
un enigma de más de 30 años.
El hombre
vuelve a abrir el libro que le dejo su madre y me lee otra frase de Pizarnik
remarcada con birome azul:
"Como una
niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la
lluvia"
Así me siento,
así me sentí siempre, -escribe al costado mamá- y espero que quienes esperaban
algo distinto de mí puedan perdonar esta soledad en la que he hundido mis días.
Emilio derramó
lágrimas. Arrugó con rabia una servilleta de papel después de secarse para
evitar que sus lágrimas de sal caigan sobre el pocillo de café.
Al rato nos
despedimos con un abrazo. Mientras caminaba por la avenida me di cuenta que
ninguna historia de las que he podido contar son historias de vida de gente
feliz.
*De Urbano
Powell.
Próxima estación para escribir:
J.J. ALMEYRA.
Estaciones literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
-Próximas estaciones literarias por visitar en el ferrocarril
Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
1 comentario:
INVITACIÓN A TODAS LAS MUJERES CREADORAS
Si tienes un blog donde expresas la creación de tu obra artística, me gustaría enlazarte con estas dos webs de mujeres creadoras:
http://worldwomenartists.blogspot.com.es/
http://plataformademujerescreadoras.blogspot.com.es/
Abiertas a todas las formas de creación: música, pintura, escultura, literatura, periodismo, teatro, cine, cómic, arquitectura, diseño, moda, gastronomía, danza, etc.
Gracias y hasta pronto,
Teresa Iturriaga Osa
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