*Dibujo de Erika Kuhn.
Veranos*
Entre el mar y
nosotros los libros. Abriendo el horizonte y el silencio. Policiales negros en
una casa blanca. Ahora que el largo adiós a esos momentos ya fue dado.
Entiendo que ese otro lado corrupto, sangriento, con largas rubias de largos
tacos y detectives con un vaso siempre a mano. Sólo podía ser leído en el
encanto, que quizá no fuera tan encantador, pero lo era. Esos mundos extraños y
lejanos estaban en los libros devorados mientras todos dormían y se acallaban
los ecos de juegos, calesitas, los paseos, el fuego de los leños. Todo
tenía las fisuras por las que se cuelan los dolores. Ahora la violencia de la
muerte y del paso del tiempo nos tocó. Un idilio derrumbado. El mar, como
un gran animal furioso y bello, parece lo único cierto entre tantas carcomidas
certezas. También la mano de él en el desayuno cubierta de picaflores, las
niñas jugando, el perro, la receta de pan con queso, tomate y orégano, regalo
de Italia al paisaje del jardín. Por suerte, los leí, me digo ahora que el
mundo parece un policial negro, devastador y me falta el amparo de mi ficción
de arena perdida y a veces recuperada.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
EN LA SECRETA VOZ DEL AIRE…
Primeros pasos*
*Teresa
Iturriaga Osa
Tras el cristal
del tiempo
crece el jardín
en su
cumpleaños.
El abismo azul
se hace reposo,
una malla de
seda encaramándose a las sillas
resbala y sube
la cuesta, encuentro
con notas de
algarabía.
Rompe y rasga
la carne
ese prado de
hojas, el verde
sobre el que
duermen los niños.
Tiene un
frescor de estaciones,
huele a campo a
través
donde se ha
hecho trigo el trigo,
hierbas las
hierbas, montes los montes,
y hasta los
cascabeles,
puertas y pomos
saludan al
contraluz.
Sabe que
volarán los inviernos
antes de que la
duda carcoma el amor
de los mirlos
negrísimos.
Un pico anudará
decenas de porvenir.
Después, el
alba vendrá cantando piélagos,
flores, lluvias
de perlas, nidos,
plumas de seto
en seto.
Siempre ahí,
sobre el banco de piedra,
mi abrigo pardo
desabrochará la noche
sin noria ni
fin.
Traerá el
viento más viento.
Y por fin seré
fuego,
entraña, niña
de nubes, anhelo.
-Teresa Iturriaga Osa.
España. Doctora en Traducción e
Interpretación. Publicaciones: Mi
playa de las Canteras (2005). Traducción al español del libro Modou Modou, del senegalés
Seydi Ababacar Mbaye (2005); traductora de textos africanos entre el 2005 y el
2007. Hurto blanco en
Orillas Ajenas
(2005), Namoe en Hilvanes
(2006), El violín y el oboe
en Fricciones (2007),
Tu nombre es Véronique
en el libro Que suenen las olas.
Juego astral, (2009), Yedra
en vuelo en la colección Acordes
armoniosos, El
mandala de Malick (2009), Tumulto
de trazo y latido (2009). En 2010 edita Revuelto de isleñas, una colección de relatos
sobre la escritura y la cocina. Desvelos
(2010), poemario Gata en tránsito
(2011), Lavirotte al azar
(2012), Rosas rojas para María
Walewska (2013) y Leonora,
la divina loca (2014) y Campos
Elíseos (2014) en Aurora
Boreal®.
-Link para leer Campos Elíseos. –Descarga
gratuita-
*
Era muy
temprano, y el sol aun no había conseguido traspasar una delgada capa de nubes
blancas que parecían borregos gordos colgados bajo un cielo
azulón. La
escarcha, pegada como si se tratara de una segunda piel a las hierbas de
delante de la casa, daba al jardín un aspecto a la vez mágico y
triste. Era
como si alguien con un salero enorme se hubiera entretenido en espolvorear cada
una de las hierbas dejándolas recubiertas con esa capa
blanca de
hielo.
Salir del calor
de la casa y adentrarse por encima de aquel mar verdiblanco, era todo un
atrevimiento, por eso, en cuanto empezaron a crujir bajo mis
pies las
heladas briznas y a resbalar mis botas pensé que quizás no había sido tan buena
idea salir de casa tan pronto. Pero el Coronel, con sus
lametones
matutinos había insistido de forma que no había discusión y ahora que lo veía
con su color azul sobre la fina capa blanca buscando un rincón
excusado,
entendía de sus prisas.
El perro se
recortaba con toda nitidez contrastando con la blancura de la escarcha y sus
patas, llenas de un terror friolero, parecía que apenas
tocaban el
hielo, temerosas de congelarse al más mínimo roce.
En un instante
imperceptible todo cambió: El viento se detuvo y dejo de emitir aquel
prolongado silbido por entre los abetos helados, los rumores
del bosque
vecino callaron, el Coronel se detuvo y se hizo el silencio. En aquel instante
se podía oír el silencio.
Escuché a mi
espalda el rumor de unos pasos pequeños. De forma queda, rápida y sigilosa
alguien estaba pasando por detrás de mi. Vi al Coronel con las orejas erguidas,
en actitud de escucha que oteaba lo que quedaba detrás de mi. Quieto, tenso,
con la cabeza alta, buscando con sus ojos grandes sin parpadear algo a mi
espalda. Los pasitos se repitieron y a pesar de que me volví con toda la
rapidez que pude no encontré nada. Miré al perro que seguía en la misma actitud
y volví a mirar al espacio vacío. Entonces las vi.
En el suelo,
marcadas en la escasa nievecilla había las huellas de unos pasos. Se trataba de
unas huellas de pies diminutos que se dirigían al bosque. Apenas se hundían en
la nieve y daba la sensación de que quien los hubiera dejado casi no pesaba
nada o había pasado medio volando. Los miré y sonreí. Miré al Coronel que
seguía en la actitud de búsqueda y le dije: "No te asustes amigo, ha
pasado un hada... La gente no cree que existan, pero yo sé que sí, y quizás tu,
hoy, has tenido la suerte de poder ver una"
El Coronel me
sonrió con una mirada de complicidad y entonces se abrieron las nubes y salió
el sol.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
Rojo vuelo*
Se me calla la
sangre, hace silencio
para escuchar
ese vuelo. Y ocurre
que este
incendio de plumas
sigue prestando
su intención al viento,
al viento que
trae todo,
sembrador de
semillas-sonidos-aromas
seductor de mí,
que muero por vivirme ave.
Se me calla la
sangre, hace silencio
para escuchar
el tuyo, el mío
y algo así como
la tristeza
se duele
en el vuelo
rojo
que no sucede.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Trenes*
-Recordando a Osvaldo
Soriano
(Mar del Plata,
6 de enero de 1943 – Buenos Aires, 29 de enero de 1997)
Siempre me
vuelven a la memoria aquellos viajes en tren que cambiaron mi vida. Eran viajes
largos y rumorosos, con sándwiches de milanesa y limonadas caseras. Ahí vamos,
mi madre y yo vestidos de domingo en el vagón de segunda. Mamá lleva un pañuelo
azul al cuello y la mirada puesta en la ventanilla sucia. Yo voy de pantalón
corto y es posible que lleve un pulóver marrón con los codos zurcidos. No se a
que le temo ni en que piensa mi madre.
Cae la tarde y
el sol se esconde en el horizonte. Mi padre ha partido meses antes a ocupar su
cargo en una oficina de Río Cuarto. Muchos años después, al escribir estas
líneas, releo una carta que le mande a los nueve años: "querido papa: a
mama ya le sacaron la benda y yo me estoy haciendo una onda, la goma me la
trajo del regimiento el señor Limina. ya tenemos camionero, es Jamelo, manda
plata. como estas por alla? asfaltan calles? aca no, Fernandito viene siempre
entre las 10 o 10 y media. voy al cine cuando quiero y me levanto a las 10.
esperamos ir con vos, termina la casa. besos chau".
Y al margen,
como posdata: "el gatito esta atado".
Algunos errores
de sintaxis, la be de benda y los acentos que faltan. Una caligrafía rumbosa
que mi padre conservó hasta el final entre sus papeles. El chico de la carta es
el que viaja con su madre en un tren que culebrea y se detiene de tanto en
tanto a reponer agua y carbón. Una locomotora negra, con humo negro, igual que
esa a pilas con la que ahora juega mi hijo. Perón la ha pagado como si fuera
nueva y lleva el escudo nacional. Me pregunto: ¿porque esta atado el gatito?
¿Que venda le han sacado a mi madre? ¿Quien es Jamelo?
¿Por que me
preocupa tanto el asfalto de las calles?
Mi madre ya no
se acuerda del gatito. Con más de ochenta años se le confunden los trenes.
Había tomado el primero en Pamplona, cuando era chica, y siguió aquí, en esta tierra
inmensa, detrás de mi padre. Al norte, al sur, a la sierra, al mar, mamá subió
a todos los trenes. Me dice, escondida en una montaña de recuerdos difusos, que
Jamelo era el de la mudanza y se lleva la mano a la frente donde todavía tiene
la marca de aquella herida. Un barquinazo con el jeep de obras sanitarias, de
eso me acuerdo bien. Mi padre siempre agarraba los pozos mas grandes y en aquel
de San Luis mi madre dejo la lozanía de su cara española. Sangraba y no podía
entender que le había pasado. Mi viejo la cubrió con un pañuelo y manejo
kilómetros y kilómetros maldiciendo todos los pozos que dios ponía en su
camino. En un hospital le colocaron esa venda que ya le han sacado en mi carta.
Manejaba mal, mi viejo, pero el nunca lo admitió. Una vez me atreví a decírselo
en una curva, camino de Rauch. Freno el coche en un pastizal y me dijo que
bajara a pelear. Era así. Se enfrascaba en sus pensamientos y olvidaba la ruta.
Entonces mi madre se sentía feliz de subir al tren justicialista. No le
importaba que pasáramos días y días en aquellas butacas de madera durmiendo
sobre una frazada. A la noche, cuando el tren se paraba en cualquier parte y
los señaleros caminaban junto a la vía sin dar explicaciones, abría un paquete
hecho con una caja de zapatos y todos los pasajeros se daban vuelta para sentir
el aroma de nuestro pollo relleno. Tenía que durar hasta el final del viaje y
lo administraba con un rigor de campesina. Mientras comíamos me contaba escenas
de lo que el viento se llevo y de postre las películas del gordo y el flaco.
Entonces reía y los hacia correr perseguidos por un fantasma o subir un piano
inútil a un segundo piso equivocado. El tren arrancaba a los tirones y después
se paraba en una estación de mala muerte. Recuerdo que en ese viaje, o en otro,
subieron a un boxeador noqueado y con los guantes todavía puestos, que mientras
dormía narraba su propia derrota. Mi madre le mojo los labios con un pañuelo.
El entrenador llevaba sombrero, tiradores y una boquilla, pero se le habían
acabado los cigarrillos. Cada vez que mama se inclinaba a auxiliar a su amigo
el tipo se sacaba el sombrero y rogaba a dios que se despertara para la próxima
pelea.
Una vez que
hicimos noche en un hotel de Bahía Blanca tarde en dormirme y entreví la
desnudez de mi madre bajo la ducha. Al día siguiente, en el expreso a Neuquén,
le pregunte que era esa cosa negra que tenia ahí. Me miro y durante un rato
movió los labios sin hablar. Por fin dijo: "un hormiguero", y esa es
la única cosa textual que recuerdo de nuestra charla. Yo tenía cuatro o cinco
años y ella todavía no llevaba la huella en la frente. Una vez le escuche decir
que querían adoptar un hermanito para mi. La odie y odie a mi padre hasta que
me pregunto si quería un hermano de regalo y yo me puse a llorar. Pero eso fue
mucho mas tarde, entre el rápido a Río Cuarto y el expreso a Cipolletti.
Ahora creo que
vamos rumbo a San Luis y en un lugar penumbroso suben dos mellizos vestidos de
azul, con una valija inmensa. al rato uno abre la valija y de adentro sale un
enano. No necesitan boleto. Los tres son, le informan al guarda, electores de
Perón. Los que el pueblo voto para que votaran por Perón. En casa, el general
era mala palabra pero ahí, de noche y a los cimbronazos, estallan aplausos y el
enano levanta los brazos subido a un asiento. Alguien, atrás, empieza a
vociferar "aquí están / estos son/ los muchachos de Perón". Uno de
los mellizos se sienta al lado de mi madre y enseguida le saca un piropeo de
versos floridos. Ella se levanta en silencio, indignada, con la cicatriz que le
cruza la frente, y me arrastra al pasillo. "este es mi hijo". Le dice
al guarda mientras me pone la mano sobre un hombro, "y en este tren, como
manda el general, los únicos privilegiados son los niños". Me parece
mentira que lo diga ella, pero el de uniforme se pone duro como un mástil y el
enano deja de gritar. Después todo pasa muy rápido. En la siguiente estación
sube la policía y se lleva a los electores a empujones. Un gordo engominado se
acerca a mi madre y se disculpa en nombre del ferrocarril: los privilegios de
los niños alcanzan a las madres, dice y suda a mares mientras su mano grasienta
me acaricia la cabeza. Parece asustado y nos ofrece pasar al vagón de primera.
Esa fue la única vez que viajamos en asientos mullidos. Mi madre se recuesta y
cierra los ojos. Ahora veo: el gatito esta atado a una silla, enredado en un
ovillo de lana. Dormía en mi cama como ahora otro duerme junto a mi hijo. A
veces yo era el corsario negro y el corsario rojo que iba a morir en el
cadalso. Era negro y blanco con un morro fino y una paciencia infinita. Una
noche no volvió, la siguiente tampoco y a la tercera empezamos a llorarlo. Nos
había acompañado en otros trenes, aterrado por el encierro y el ruido. Venia
del asfalto de Mar del Plata y tal vez sufría los calientes desiertos puntanos.
¿Sueña con eso mama cuando duerme esa noche en el tren? ¿Sueña con su aldea de
Navarra? ¿Con la voz de Magaldi? ¿Con los bailes en Barracas cuando era joven y
trabajaba en la fábrica de medias? en la larga espera de una estación
desconocida, esta vez rumbo a Tandil, habla de ella: años atrás un tal Fermín
Estrella Gutiérrez le ha escrito versos de amor, dice. Era elegante y gentil
aquel poeta de sonoro apellido. Que más, me pregunto ahora: ¿que otros sueños?
¿Mas praderas y distancias? tal vez la pensión de la calle Brasil, a una cuadra
de donde vivía el peludo Yrigoyen. La estación Constitución donde desembarcamos
por primera vez, yo intimidado por la inmensa avenida y ella feliz con su
sombrero de paja bajo el sol.
Trenes de
madera, de fierro, de juguete. Resaca inglesa y vivezas criollas. Van peones
deportados, viajantes medrosos, boxeadores noqueados, antiguos electores de
Yrigoyen y Perón. Ahí va Gardel que todavía no es Gardel. Viene Eva, que
todavía no es Evita. Sube su moto un chico que todavía no es el Che. Todos
duermen, igual que mi madre. Van a la deriva del destino. A cara o cruz.
Aunque nunca
hablemos de los sueños, es en ellos donde alguna vez somos enteramente felices.
Mientras ruge la locomotora y crujen las maderas de aquel vagón justicialista.
*De
"Cuentos de los años felices"
*
Lo que calla
en la secreta
voz del aire.
Lo que habita
entre las manos
de la soledad.
Lo que brota
de la grieta
inasible
entre razón y
locura.
El silencio
que ruge
como una fiera
herida
detrás de mi
sombra.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
SEGUNDA
OPORTUNIDAD*
*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
OCHO
“Erotica… Romance…
I´d like to put you in a trance
Erotica… Romance..
Put your hands all over my body” (Madonna)
Un intenso y anaranjado sol los
recibe en el horizonte al arribar a la playa. Tal como comprobasen durante el
trayecto, la tormenta ha dejado una cruel marca a su paso. Palmeras caídas,
hojas arrancadas, ausencia de las enormes mariposas de la tarde anterior. y la
desaparición de cualquier despojo del accidente que pudieran recordar sobre
estas anónimas arenas. El oleaje parece haberse extinguido, recuperando la
calma luego de semejante pesadilla climática. Ni siquiera avistan a las
constantes gavotas del día anterior, probablemente satisfechas luego del
catastrófico festín. Ya no hay vestigio de muerte alguna. El paisaje adquiere
una mayor sensación de tarjeta postal.
Se hallan solos por completo.
Náufragos. Abandonados… ¿Los asusta eso? Por el contrario. Pareciera que los
excita aún más.
La cálida luz del sol los hace
ir entrando en calor rápidamente. El se descuelga la mochila, se hinca para
retirar la navaja, y busca en derredor por el mejor par de cocos que pueda
encontrar. Ella camina sin prisa hasta el borde de las olas, abrazándose a sí
misma, cubriéndose los pechos con los antebrazos. Paradojas del destino, se
siente tan plena y a la vez tan sola… Disfrutar de las últimas horas con él ha
sido la experiencia amorosa más excitante y erótica de su vida. ¿Habrán sido
estimulados por la misma adrenalina del accidente? Quién sabe… Lo cierto es que
tampoco extraña a su marido, al menos no al que dejó en tierra al subir al
avión, hosco y malhumorado, desganado respecto del destino que tomase ella por
motivos profesionales. Quisiera recuperar al hombre que la sedujo estando de
novios, a ése que con sus inimitables actitudes hizo la diferencia por encima
de los demás. Pero por alguna extraña razón, aunque lo vivido aquí en esta isla
sea tan inquietante y seductor, situación muy diferente a la que vive
cotidianamente en su casa, tampoco quisiera compartirlo con su marido. ¿Qué le
pasa? ¿Estará realmente a punto de cruzar esa línea de la que hablaba él hace
un rato, donde ya no hay vuelta atrás? ¿O la habrá cruzado ya al subirse en
aquel avión, a bordo del cual lo conoció a él?
Las imágenes mentales lo aturden
mientras golpea un coco contra el otro, arrodillado sobre la arena, como si una
extraña fuerza sobrehumana los llevase a pensar en simultáneo, sintonizando él
la misma frecuencia de onda que emite el cerebro de ella. ¿Sería capaz de
sostener lo que le dijera a ella esta misma madrugada? ¿Se abandonaría a su
suerte, sin regresar a su hogar matrimonial, rompiendo con todo lo conocido,
lanzándose hacia lo imprevisto? Más allá de lo disparatada que resulta su
situación actual, ambos varados en una isla sin recursos a la vista, el hecho
de estar conviviendo con una mujer cuya actitud en la vida y en el amor sea muy
distinta a la que viene manteniendo su propia esposa durante los últimos años
lo seduce como nunca antes lo ha conmovido otro hecho en su vida. El nacimiento
de su hija, quizás; pero ésa es otra clase de hechos y de registros personales.
Recordar a su esposa desde que cayera del avión, en líneas generales, es un
ejercicio que le resulta cada vez más difícil, sobre todo si quisiese pensarla
en buenos términos, afable, dispuesta a seguirlo en cualquier iniciativa,
entusiasmándose genuinamente entre los dos. ¿Cómo fue posible que llegaran a
este extremo? ¿Hizo falta una tragedia aérea para que se diese cuenta de todo
lo que había ido perdiendo a lo largo de los años?
Ella permanece deslumbrada por
el resplandor del amanecer unos instantes más, con ese hipnótico rumor del mar
acunándola desde lejos, para luego volverse y acercarse hasta él, con andar
pausado, a pesar suyo casi felino. ¿Qué es lo que la excita tanto de este
hombre? ¿Será la figura, la mirada, la voz, el aroma, la inteligencia, la
vitalidad, la pasión, la ternura, la entereza, el rol de padre, la
inquebrantable actitud ante cualquier clase de obstáculo o imposibilidad? ¿O
simplemente se trate del único ser humano vivo que existe a la redonda? ¿Se
estará enamorando, o sólo perciba el ardor de una pasión liberada al solo
efecto de mantenerla viva, a la espera de ser rescatada por la torturante
civilización consumista de la que proviene, sin caer en las garras de esa
silenciosa locura propia de la más absoluta soledad?
Se le arrodilla enfrente, siendo
observada por él al levantar la vista en el preciso momento de quebrarse el
coco que tiene atenazado entre las manos, y le dispara:
—¿Qué me viste?
El la contempla unos segundos
antes de responder. Ese rostro bello, de facciones inimitables, enmarcado por
una densa cabellera que reclama un peine a gritos; esos hombros que tienden al
abrazo y al descanso de cualquier guerrero; esos pechos que oscilan turgentes
en cada respiración, invocándole secretos poemas; ese vientre plano con un
ombligo tentador, precedente del milagroso valle de las pasiones que se
extiende por debajo, de ese recóndito lugar de su anatomía donde él se siente
tambalear y caer hacia el más desconocido de los misterios; esos muslos
cautivantes donde descansan unas manos que lo han acariciado y modelado a su
gusto; esa mirada que lo escruta sin pudor, ansiosa por una respuesta que quizá
jamás se vincule con lo que ella le acaba de preguntar. Y contesta:
—La sensualidad… —Pausa. —El
misterio… —Otra pausa. —La vida…
Un temblor desconocido le
estremece el pecho. De pronto siente la certeza de que este hombre no la
abandonará jamás, aunque lo sentido radique más allá de los límites de este
entorno de tarjeta postal. Que es como decir: más allá de la realidad… Pero,
…¿cuál es la realidad que están viviendo? ¿Una realidad física, abandonados a
su suerte por siniestros poderes sobrehumanos en una paradisíaca isla del
Pacífico? ¿O una realidad sentimental, buceando a tientas dentro de ellos
mismos, rodeados por inescrutables y evanescentes fantasmas que los guían y
confunden a la vez, donde no hay asidero físico que los contenga, ni certeza
alguna que los guíe hacia el futuro?
[Cambio de lentes, escena
borrosa. Distorsión sensorial. Luces discordantes, sabores desconocidos,
sonidos confusos, aromas embriagantes… Caótica cinestesia. Realidad estallada]
Dominada por un impulso que no
posee registro alguno, ella lo toma por ambos hombros y lo empuja hacia atrás,
derribándolo de espaldas sobre la arena, subiéndose sobre su cadera, volcándose
sobre su cuerpo para tomarle el rostro con ambas manos y comenzar a besarlo,
ávida, hondamente, su lengua invadiéndole la boca con ansia devoradora,
amenazando con succionarle hasta el aliento. Las manos de él se lanzan sobre la
espalda de ella para abrazarla, contenerla, separarla, confundiendo todo a la
vez, para luego desplazar una de ellas hacia su pecho, aferrándose, sosteniendo
tanta pasión en un solo puño. Ella gime y suspira dentro de su boca, sin
soltarle las mejillas o la cabeza, reptando sobre su cuerpo, fregándose en especial
sobre la cadera de él, excitándolo como nunca antes lo ha conseguido nadie. La
erección es súbita, poderosa. La mano que sostenía uno de los pechos se desliza
a lo largo de la espalda junto con la otra hasta alcanzar los glúteos, suaves y
consistentes, que él masajea casi con desesperación, sin dejar de besarla,
necesitando de esa lengua serpenteante como si del aire se tratase, a punto de
ahogarse con su propia soledad. Entonces él desliza su mano derecha por debajo
de la cadera de ella, aferra su miembro y lo calza en el lugar exacto donde le
urge entrar, más que otra cosa en el mundo.
—¿Me la vas a meter? —suplica
ella, en un gemido. —A que no te atrevés…
El ingresa con un solo envión
dentro de ella, humedecida por completo, alzando la cadera para penetrarla,
descendiendo y volviendo a izarse, lentamente al principio, entrando y
saliendo, impulsándose con las piernas hasta dejarla a ella casi en el aire,
sostenida apenas por la punta de los pies, aferrada a la cabeza y los hombros
de él, sorprendida y fascinada por esta pasión arrasadora que los convierte en
seres animales, muy distintos de los que solían recordar ser.
—¡Sí, mi amor, sí!... ¡Cogeme
así! —grita ella.
El corazón le galopa desbocado
dentro del pecho, al tiempo que resuellan los pulmones, agitado como nunca. No
recuerda haber tenido en su vida este impulso sexual, esta fuerza vital, este
inabarcable deseo por dar y recibir amor, en todas sus variantes, adictivas en
extremo. La aferra de una de sus nalgas, impidiendo que resbale hacia uno de
los costados, al tiempo que la sostiene de los omóplatos con el restante
antebrazo, oprimiendo los pechos contra el suyo, buscándole la boca para que el
beso no se extinga. Ella le devuelve el beso una vez más, respirando agitada,
su lengua siseando sobre los labios de él, devorándolo todo. Hasta que él
desliza la mano que le sostiene el glúteo para alcanzarle el agujero del culo,
gratamente dilatado, e introducirle suavemente el dedo mayor, entrando y
saliendo, penetrando poco a poco, ayudado por los embates que le inflige desde
abajo. Ella se estremece, exudando sudor, aullando con voz temblorosa:
—¡Mi amooooor!!!!!... ¡Llename
toda, …por todos lados!!!!
El se detiene, resoplando, y la
vuelca sobre la arena, saliendo de ella con el impulso de la caída, sin dejar
de tener contacto con su piel al intentar ponerse de rodillas. Ella no
interpreta su movimiento pero se deja llevar, girando y manoteando ese pene
henchido para metérselo casi entero en la boca, chupándolo arriba y abajo,
haciéndolo gritar de la emoción. Hasta que él le retira la cabeza, tomándola de
los cabellos con suavidad pero decisión, y gime un ahogado:
—Basta… Vení…
Y la gira sobre sus manos y
rodillas, mientras se ubica él mismo de rodillas a su espalda, para acariciarle
esas cautivantes nalgas, deslizando los pulgares por sobre el dilatado agujero
del culo, haciéndola gemir más y mejor. Entonces le friega el clítoris con los
tres dedos mayores de su mano izquierda, incluyendo esos labios cálidos y
empapados, para tomar el pene con la derecha e ingresar vigoroso dentro de ella
otra vez, empujándole los hombros hacia abajo con una de sus manos para que
extienda la cadera más hacia afuera, apoyando ella su mejilla contra la arena,
dándole más espacio para que la penetre hasta el final.
—¡Ay, así, así!!!! ¡No pares!!!!
Vibran los cuerpos sudorosos con
los embates de la pasión. Tiemblan jadeantes los amantes, incapaces de entender
los alcances de semejante despliegue del amor. La tensión crece, los latidos
retumban, los cuerpos parecen flotar.
—¡Por el culo, mi amor!!! —grita
ella desde abajo. —¡Dame por el culo!!!
El sabe que está a punto de
estallar, incapaz de contenerse para trabajarle la cola, así que hunde uno de
sus pulgares en el culo de ella, apoyando los cuatro dedos de su mano sobre la
parte superior de los glúteos de ella, rozando con sus yemas la cintura,
aferrando la cadera con la mano restante, empujando una y otra vez con su
propia cadera, manteniendo un ritmo desenfrenado, aunque nada violento. Ella
grita y aúlla, alcanzando un orgasmo ronco, que emerge bestial de sus entrañas,
al tiempo que él retira el pene y eyacula sobre el valle de las nalgas de ella
en medio de un alarido liberador, potente y animal, con el abundante semen
deslizándose hacia abajo, llegando hasta el culo de ella, mientras él la abraza
por detrás, su pecho contra la espalda de ella, rodeándole los pechos al izarla
para que ella extienda sus brazos, quedando a cuatro patas, resoplando al mismo
ritmo, unidos por un abrazo eterno, insaciable, reparador.
—Te amo… —murmuran ambos a la
vez, compartiendo el mismo temblor, con los ojos entrecerrados y sus bocas aún
buscándose para besarse…
Lenta, trabajosamente, comienzan
a incorporarse. El la ayuda a ponerse de pie, ella lo abraza para que no se
separe, no se aleje, no se vaya, por nada del mundo. Aún agitado, él le
acaricia el cabello, intentando respirar muy hondo para serenarse. Besos
diminutos sobre la cabeza o contra el pecho. Infinita ternura que los atraviesa
a través de sus caricias. La comunión más perfecta que se pueda establecer con
el otro…
—Te invito a un baño —murmura él
junto a la oreja enarenada de ella.
Separa su cabeza para mirarlo
desde abajo, con mirada sonriente.
—¿De espuma, en un hidromasaje?
—No. Salado y con olitas…
Ambos ríen, abrazándose de
nuevo. Mimándose. Queriéndose de una forma muy especial. Única, como ellos dos.
—Mi amor… No quiero que te vayas
nunca más… —se sorprende diciendo ella.
—Tampoco me hagas sentir solo —se
sorprende diciendo él.
Se separan para mirarse otra
vez, parpadeando, perplejos. ¿Qué han dicho? ¿A quién pertenecen esas frases?
La sensación de extrañeza los perturba, como si hubieran dejado de ser ellos
por un instante; percepción que se les ha venido presentando a menudo durante
las últimas horas, y que gradualmente los inquieta mucho más.
—El último en llegar al agua
consigue algo, que no sea un coco, para que comamos los dos —dice él, al tiempo
que se deshace del abrazo y se lanza a la carrera hacia las olas.
—¡Tramposo!!! —grita ella,
demorando en saltar hacia adelante y seguirlo hacia el mar, satisfecha de que
él vuelva a arrancarle una sonrisa, como hace tanto tiempo no lo hace… ¿Tanto
tiempo?
Transpirado, lleno de arena, con
restos de semen y antiguo sudor sobre su piel, él alcanza a dar tres largos
pasos espumosos antes de caer en la hondonada, braceando por debajo del agua
antes de emerger en busca de aire. Ella intenta llegar hasta él, vengativa,
para hundirle la cabeza como hiciera ayer, pero también trastabilla y cae hacia
adelante, chocando contra sus piernas extendidas. El se vuelve, replegando las
piernas, y la atrae en un abrazo, besándola por enésima vez, incansable de sus
labios. Ella se aferra a sus hombros, olvidando toda ofensa, invadiéndolo con
su lengua, incapaz de terminar de creer que esta idílica situación pudiera
llegar a ser real.
Con el intenso trajín de las
últimas horas, las improvisadas sandalias de hoja de palmera se les terminan
desvaneciendo entre las aguas, huyendo como algas en el apacible ritmo de este
cálido oleaje. Ambos nadan un rato y se friegan la piel, oxigenándose y
cubriéndose de sal otra vez. La temperatura del agua es ideal, tan diferente a
las desapacibles corrientes de la fría costa argentina. No dan ganas de salir,
ni de pensar en comer, sino de eternizar este momento…
…hasta que de pronto ella divisa
hacia el este un punto oscuro en el cielo, recortado muy nítido contra la
intensa claridad del amanecer. Y experimenta algo que intenta en vano buscar el
equilibrio entre una serena alegría, que apacigüe tanto stress, y una tremenda
decepción.
—¡Allá!!! —exclama, poniéndose
de pie, con el agua hasta la cintura, alzando un brazo, con el índice apuntando
hacia el horizonte. —¡Un avión!!!
El gira la cabeza hacia donde
ella le señala, poniéndose de pie a su lado, sintiendo un cruel vacío en el
estómago, que pareciera querer tragárselo todo. ¡No…!!! No puede venir nadie
desde el exterior a perturbar esta irrepetible burbuja de ilusión que han
creado juntos durante las últimas veinticuatro horas. No tendría que acudir
nadie… No es justo que este maravilloso paraíso que han descubierto ¿por
casualidad? se desvanezca detrás de la despiadada silueta en naranja y blanco
de ese helicóptero guardacosta de rescate que se aproxima hacia la isla sin
vacilar.
¿Cómo pudieron enterarse de su
posición? ¿Acaso esta nave que acude hacia ellos sea miembro del multifacético
ejército del mismo espíritu maligno que los hizo naufragar, atacándolos
mediante un tifón tropical? Pero, ¿qué está pensando? ¿De dónde surge semejante
paranoia? ¿La falta de comida lo está haciendo desvariar? Y sin embargo…
La abraza de pronto, con todas
sus fuerzas. Ella tiembla contra su pecho, casi a punto de sollozar. Ambos sin
poder quitar la mirada de esa silueta aérea, desbordante de tecnología, ajena a
este bellísimo entorno natural en el que supieron convivir y entenderse durante
un día completo, aproximándose hacia ellos con el ofrecimiento de una supuesta
pero quizá inútil, absurda, prescindible salvación.
—No tiene por qué terminar así…
—murmura él.
—No quiero que se termine…
—murmura ella.
—¿Y si nos quedásemos? —arriesga
él.
—Mmmmm… Sería hermoso… —se
ilusiona ella.
—Una vida distinta.
—Quedándonos para siempre.
—Evitando cualquier rescate.
—Evitando volver a la rutina…
Vuelven a mirarse, la
complicidad plasmada en una única sonrisa, como nunca antes ocurriera entre
ambos, construyendo un sólido puente telepático que los vincule posiblemente
hasta la muerte, causándoles los mayores atrevimientos, las jugadas más osadas,
el delirio de bordear sublimes y gozosos el filo del abismo.
Sin decir ya nada más, se
desasen del abrazo, miran por sobre el hombro al helicóptero guardacosta, cada
vez más próximo, se toman de una mano y salen corriendo del agua, desnudos por
completo, chapoteando espuma, llevando un mismo ritmo, olvidándose de los
propios temores y hasta de los bolsos y las ropas que dejaran olvidados bajo
las palmeras, huyendo de todo lo conocido para que esta burbuja de ilusión
nunca se termine. Para que el sueño perdure, y jamás se desvanezca…
Alcanzan veloces el límite de la
playa e ingresan de un salto en la espesura selvática, emitiendo al unísono un
chillido de guerra tribal, potente, liberador, que los lanza temerarios y sin
retorno hacia lo desconocido…
…hacia un hueco entre los
árboles que parece tragarlos de repente, con un vértigo alucinante, cayendo a
través de una misteriosa puerta dimensional hacia otro espacio, oscuro y
familiar, que se les abalanza con un vigor demencial, materializándolos otra
vez en su propio espacio cotidiano. Del cual nunca parecen haberse movido…
[Último cambio de lentes; escena
enfocada definitivamente. Realidad que supera cualquier delirio ficcional,
fuera de toda interpretación personal].
(Continuará…)
METAMORFOSIS DEL
DESEO *
El telón ha
caído. Las falacias. Los sofismas.
-Ay amor mío
quédate en mi-
Tucanes.
Ciegos. Maniquíes.
Los espectros
se llevan los aplausos.
Genuflexos.
Títeres sin cabezas.
Tiresias separa
las serpientes apareadas.
-Ay amor que
fría está la noche-
Poco a poco se
apagarán las luces.
Vendo y compro.
Aúllame
Huyen las
calles, No saben donde van.
No saben donde
nacen. Rosa o celeste.
-Dicen que
lloverá, vamos a los pinares-
El desamor se
disuelve en un vaso con agua.
Dios no confió
en nosotros. Brámame.
Déjame la boca
con sabor a sal.
-Ambigüedad es
mi nombre y así me amas-
Soy lo que soy.
Apasionadamente.
Metamorfosis
del deseo.
Cae el telón,
otra y otra vez. Y los mitos
Las ficciones.
Las fábulas.
Caracol.
Tulipán. Flor de fresno.
Dos y uno. Yo y
vos. Vos y yo
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
***
http://inventren.blogspot.com/
SAN SEBASTIÁN*
(De la estación
San Sebastián – Ferrocarril Midland)
Allá en el
fondo Donosti. Allá en el fondo la Donosti que no debe ser invocada porque una
vez que se la invoca aparece, y cuando aparece ya se sabe, es tirar de la
soguita y no hay caso, el hilito de memoria viene con todo lo que está
comprimido y de pronto se despliega y todo está intacto y vívido. Es Donosti y
son los abuelos, y el monte y los caseríos, y la niñez con árboles de manzana y
las cinco hermanas que cuatro se fueron de monjas y una no, y es el colegio y
la monja Imelda puro rencor reconcentrado pobre vieja que ya habrá muerto. Es
la Donosti que vocea como en sueños a esta estación que se llama San Sebastián,
extemporánea y tan ajena en la pampa sudamericana.
Ya al ver en el
recorrido el nombre de la estación San Sebastián, se le recortó en rojo y se
dijo que no, que esta es otra San Sebastián tan lejos tan inconmensurablemente
lejos de la baska Donosti de edificios delicados y puentes ornamentados. Sabe,
ella, que esta San Sebastián argentina no es ni puede parecerse a la Donosti
euskera, y sabe por haberlo sufrido que los viajes deben ser hacia adelante,
porque el que mira hacia atrás se transforma en sal, en estatua, en lágrima y dolor
visceral.
Pero este tren
va a hacer parada en San Sebastián, y el no pensar es difícil y el no sentir es
imposible. Detrás de las ventanillas se suceden los campos llanos y el pasto
mientras se superpone una capa delgada de helechos, de coníferas, de ovejitas
blancas con cencerro. Será una niebla quizás la que nubla la vista y hace
aparecer montes redondeados, casas blancas con tejados rojos, olor a mar allá
donde los barcos se enfrentan con sus hombres al Cantábrico.
Euskadi que ya
no es, Euskadi de la niñez que tan ligada está a la muerte, como eso de que la
meta y la largada suelen converger en las pistas circulares.
Miedo, ahora.
Miedo del tren que es como la luna y las monedas, como la lluvia y la tristeza,
imágenes que devienen en metáforas tan exactas que se confunden. El tren y el
viaje hacia la muerte, fin de viaje, la vida que traqueteando se precipita en
la nada final. Y ahora que el tren llegará a San Sebastián se cierra el círculo
sobre la infancia. Miedo. Miedo a desear que de una vez acaben los trabajos y
las agitaciones, se pare el péndulo y la San Sebastián ésta sea la Donosti
aquella. Miedo a querer estar en la muerte mientras el tren se precipita sobre
los rieles negros.
Vuelven los
parques y las estatuas, vuelve la nieve derritiéndose en las botas y vuelven
los temporales y las galernas que devoraban barcos allá donde el mar es océano
poderoso. Vuelven aquellos trenes que, se lo debe decir a si misma, no son éste
tren.
Anochece.
Ya casi llega.
Las penumbras permiten que el paisaje se levante como un libro troquelado,
abetos y robles suplantan los eucaliptus, iglesias de piedra, ríos estrechos
con puentes de pretiles gastados y sombras de peregrinos con sus maquillas,
esos báculos de andar por el monte. Ya ni hace falta mirar por la ventanilla,
si todo está más adentro de la superficie de los ojos, si ya es todo una
yuxtaposición de bailes con vestido blanco y cintas verdes y rojas, el gato
Holofernes cayendo de la terraza, los jacintos en las macetas, y el desgarro
del puerto desapareciendo en el horizonte, tan pequeño, tan pequeño, en la
nefasta jornada de la partida.
Ya no hay
planos, todo está allí comprimido y necesario, compacto. Un todo en el que la
violencia de la partida, el amor de los abuelos, el olor a los lápices de
madera, la voz de la radio BBC durante la segunda guerra, las amigas y,
también, todo lo malo, son una madeja indistinguible que le está haciendo
estallar el pecho.
No le importa
morir aquí, hoy, esta noche. En este momento se ha alineado la vía hacia
Donosti, y con lágrimas advierte que el tren se detiene.
Baja del vagón
sin sentir el suelo bajo los pies. Sabe que la recibirá el mar y el monte, que
la querida silueta del abuelo la esperará en el andén. Con ojos fijos mira su
propia muerte.
El hijo y el
nieto la esperan. Desciende la abuela con un rostro extraña, casi como si no
hubiese nadie detrás de esa máscara rígida para responder a la llamada. La
llaman. Al hijo le ha temblado un poco la voz.
La abuela
vacila levemente, advierte al nieto, ve al hijo ya canoso. Retorna, sonríe,
vuelve a entrar en sí. Sale de Donosti, camina hacia ellos por San Sebastián.
Ha de vivir un poco más.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Próxima estación para escribir:
J.J. ALMEYRA.
Estaciones literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
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Provincial:
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JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
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ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
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VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
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1 comentario:
Excelente blog de difusión poética. Enhorabuena.
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