*Dibujo de Erika Kuhn.
EL ÁRBOL Y LA
CRUZ*
El patrón la
llevó hasta el río en una jardinera. Ella se dejó llevar sin preguntas, sin
protestas, de la misma manera que se dejó violar treinta años atrás, cuando don
Felipe se hizo hombre, montándola como a un animal. Tampoco entonces ella
preguntó nada ni se quejó ni emitió protesta. Se limpió su sangre de virgen de
entre los muslos y continuó con sus tareas de sirvienta, aceptando que eso era
lo que demandaba el orden natural de las cosas.
Entonces don
Felipe padre le había dado una palmada en la nuca a su varoncito con
satisfacción, y María había limpiado su sangre, y después de terminar de fregar
el piso lavó su vestido con esmero. Silenciosamente, sin nada que contar sin
nada que decir al respecto.
Cuando se
cruzaba con el patroncito María bajaba los ojos y sonreía, limpiando el piso
mientras él le miraba las nalgas firmes de niña. Cinco o seis veces más Felipe
la llevó para los yuyos, pero el padre le dijo que ya estaba bien de andar
cogiendo indias, y lo llevó a la ciudad, y en una cama de bronce una prostituta
francesa lo introdujo en los primeros goces más refinados.
Hubo un tiempo
cuando a Felipe se le arremolinaba el corazón cuando María pasaba cerca, con
ese olor a limpio y a hembra joven. Era menuda, toda color canela con una
trenza negra que le llegaba a las corvas. Felipe trató de dibujarla, y María
sonreía con los ojos bajos.
Después el hijo
del patrón se fue a estudiar, hizo amigos, conoció más placeres, perdió un poco
de tiempo y mucho dinero en Europa, se casó con una chica de buena familia,
sentó cabeza, se estableció en una casona de Adrogué.
Los capataces,
medieros, el administrador se encargaron de la estancia.
Y ahora Felipe
retornó como don Felipe, la barbita cuidada ya canosa, un carretón con libros,
cuatro hijos y algún problema político que hizo le aconsejasen alejarse de la
Capital hasta que se aquietasen las aguas.
Cuando volvió,
primero fue la emoción de volver a ver los lugares de la infancia y la alegría
de mostrar a sus niños la inmensidad del cielo en el campo, la negritud de la
noche, el terrible bramido de los toros en lo obscuro, la maravilla de los
ocasos rojizos, el griterío de los pájaros.
En esos días
retornó el olor olvidado de la cocina, la variedad de matices de naranja y rojo
en las tejas, el chirriar de la puerta del frente, la sensación del cuerpo del
caballo entre las piernas, todas esas cosas que habían seguido existiendo
mientras que él las había depositado en el fondo de su mente. Ahora de pronto
todo ese pasado le tironeaba de la ropa con manos pegajosas, real y tangible.
A María la
recordaba, pero no a esta india de vientre chato y caderas anchas, el pelo gris
y la cara arrugada, de fríos y calores y fuegos y años. Sus manos eran las de
una anciana, y la sonrisa sumisa dejaba ver una cavidad casi sin dientes.
Don Felipe se
había interesado, en Buenos Aires, por la historia de algunos grupos
aborígenes. Era hombre de su época. Un caballero discutía sobre todos los
aspectos de la ciencia y la incipiente técnica, exquisita e inteligentemente,
fumando en el club o en los entreactos del teatro. También en las sobremesas,
claro está, en la que algunos descastados lograban introducirse si contaban con
conocimientos de interés o hacían escandalizar a las señoras para diversión de
los maridos.
Justamente un
antropólogo había charlado sobre las creencias de los indios, entre los que
abundaba un politeísmo curioso y un animismo enternecedor. Esa noche había un
cura entre los invitados, y los hizo reír contando anécdotas de sus días de
misionero, y aludiendo a las disparatadas creencias de los pobres salvajes.
Ahora, don
Felipe llevó a María hasta el río en la jardinera. Le ordenó que baje, la mujer
acostumbrada a obedecer aguardó con rostro impasible lo que vendría.
El patrón le
preguntó si en su tribu, allá donde ella había nacido, adoraban a los árboles.
María soltó una risita cortés. Don Felipe volvió a preguntarle, y María otra
vez rió con su boca desdentada.
Fastidiado, el
hombre volvió a preguntarle si allá donde nació adoraban a los árboles, ya con
la voz dura y un ceño de enojo, lo que motivó que María siguiese sonriendo pero
silenciosamente. Aguardaba sonriente pero sin dar muestras de haber comprendido
la pregunta.
Armándose de
paciencia, don Felipe inquiría si los árboles eran dioses para los mayores de
su sirvienta, quien asentía con aspecto de no comprender y la sonrisa
invariable. ¿Es que era tonta acaso? ¿No entendía lo que se le preguntaba, no
deseaba responder?
Finalmente el
patrón le indicó un árbol –era un ceibo- y le ordenó que le mostrase los ritos
de su tribu.
El árbol al que
la madre de María le dedicaba sus plegarias y agradecimientos era, justamente,
un árbol retorcido de flores rojas con forma de pájaro. Pero no era este árbol.
El árbol al que le cantaba la madre de María era el que tenía una cicatriz en
la segunda rama, herida hecha por su abuela, era el árbol que estaba al lado de
un espinillo y cerca de un bosquecito de totoras, era el árbol sagrado en suelo
sagrado que se veía desde el sagrado río en el que pescaban. El árbol de María
no era un ceibo. Era ese el su ceibo, en otro lugar, en otro tiempo, en otra
vida.
Ahora María
llevaba, como todos, un crucifijo al cuello. Un símbolo. No llevaba la cruz de
Jesús sino una reproducción manejable del símbolo del Dios que anda por todos
lados y sirve para todo el mundo, como una moneda que pasa de un bolsillo a
otro. Una cruz igual a otra y sin embargo diferentes, oro, plata, madera, dos
trazos perpendiculares y cada iglesia con su campana.
Pero el árbol
de la madre de María era ese árbol individual en ese sólo recodo de ese único
río en ese mundo sagrado que se les volvió ajeno.
¿Qué hacer
cuando el patrón le ordena que cante, que baile, que haga algo para mostrar la
religión de la tribu de sus ancestros? La tribu no existe, la religión estaba
unida a la unicidad de cada hombre en su paisaje. No se puede exportar.
María sonríe y
sonríe mirando el suelo. Espera que ese hombre se calle para volver a fregar los
azulejos del patio andaluz.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
DESTINO DE
LABRANZA*
El nuestro es
un destino de labranza,
de rústicas
liturgias,
de simientes,
calendarios de
luna,
rebeldías
y esperanzas de
sal en los sudores.
El nuestro es
un destino de conjuros.
Porque salimos
a encender los soles,
a buscar el
enigma en las raíces,
a descubrir,
de pronto,
entre terrones,
la altura
enharinada de la espiga y su esencia de panes absolutos.
Hubo tiempo de
andar,
camino adentro,
con el alma
oxidada, hambrienta, herida,
vendimiando
sollozos eventuales,
temblando ante
el silencio de la infamia maniatada por miedos y verdugos.
Pero siempre,
sin tregua ni
armisticio,
desmalezamos
muerte,
paso a paso,
y paso a paso
levantamos sueños
para fundar
feraces primaveras, horizontes, rocíos vagabundos.
Y ahora podemos
compartir la hogaza en la mesa redonda,
sin sitiales,
donde nadie
amordaza a los gorriones,
los cántaros
escancian agua fresca,
la risa es
franca,
los manteles
pulcros,
y los hijos son
alas turbulentas que a veces suelen encender el vuelo
calzando,
en la cintura
adolescente,
ideales de
breves desarraigos,
una intención
de cielos en capullo,
pero siempre
regresan,
a querernos,
a compartir las
dichas y las penas.
Porque no somos
sino labradores,
dualidades de
luces y penumbras,
sonrisa y
llanto,
gritos y
susurros
ungidos a un
amor encallecido que resiste,
obstinado,
frente al odio,
porque la vida
es esto que sucede bajo edredón de agobios,
al crepúsculo.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
-Del libro A
espaldas del silencio.
DESTIERROS*
“Los que solo
soñaron con heridas y golpes, se despertaron decapitados”
JACQUES PREVERT
Escarba con sus
dientes su vientre.
¿Tiene piedad
de sus feroces fieras? ¿Tiene piedad del Otro?
Él ya no
vendrá. Ella no irá. No unirán sus destierros.
¿La huida fue
fugarse de él ¿ ¿ De si misma, quizás?
Solo queda el
deseo. Irremediable: Vivir dentro de su sazón.
Ya no cabalgará
sus colinas, oscuras, lejanas.
Es huida de
hiena. Del misterio ignorado. De sus pedregales.
Siente como las
serpientes le caminan la boca.
Apagar el
cirio, la candela y el hacha.
Sin embargo,
por él, daría toda la luz de las tinieblas.
Enredar en su
tallo las hiedras de todos los aromas.
Para que abra
las puertas del milagro. Él.
Uno. Tantos.
Caminaron sobre su esqueleto yerto.
Su perfil de
hembra yace en epitafios.
Tantas muertes.
Cruces. Puñales. Boca de payaso.
Ella siempre
supo su fiebre de vinagres.
Ha sido araña
tela de oro. Viuda negra.
- Los machos
eran cómplices, claro-
Miedo. Miedo.
Postulado de Darwin. Matar o morir.
Yo bendigo tus
besos en mi médula. Ángel de greda.
Déjame así,
como al descuido. Sin memoria ni olvidos.
Ah, eso si,
mañana, antes que se dispersen mis cenizas.
Ven a mi vera,
amor.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
*
Es tan honda
la soledad
en la noche
inmensa.
Huyen
todos los
pájaros.
Quedamos
el silencio
y yo en la
tierra.
Tal vez,
sea noche
de milagros
y alumbrada
por las
estrellas
pueda dejar
en la sombra
la vieja piel
de la tristeza.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
Frontal*
Si alguna vez
decidieras amarme
debes saber que
no soy sólo yo,
me habitan los
pájaros
de pecho rojo
de Khalil
las flores del
mal de Baudelaire
los heraldos
negros de Vallejo
y una
muchedumbre
de personajes
que ya vienen,
ya van.
Y vuelven...
Si alguna vez
decidieras amarme
ten en cuenta
que no soy sólo yo.
(Aunque no
conozco tu destino
fuerza era
sincerarme)
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Artículo 58*
El viejo
Karolek tiene una vaca. La vaca se llama Luba. Un pálido sol de invierno cae
sobre su pequeña granja y lame las tablas del viejo corral. En los últimos días
Luba ha entregado muy poca leche y Karolek piensa si deberá hacer el largo
camino hasta el río Lena en un intento de aparear a Luba y negociar por la
cría, seguramente si es un macho se lo podrá quedar y si es hembra pertenecerá
al viejo Iván. El viejo Karolek abre la puerta del corral y alcanza a ver una
figura parduzca, la abuela Akulina, escapando rápidamente por entre las tablas
precarias del fondo. Entiende ahora porque las ubres de la vaca están rindiendo
menos y con enojo mira los entornados parpados de la lechera. Un viejo rencor
anida en su pecho.
La abuela
Akulina perteneció a los kulaks, granjeros ricos poseedores de la tierra, de
esta tierra, y después de la Guerra Civil, todo le fue quitado, pasando a manos
del Estado. Vivía ella en un rincón alejado del koljós, en una pequeña isba,
menos que una cabaña, de la granja colectiva que agrupaba lo que antes fuera su
propiedad. Nadie quería a la anciana, su pasado burgués se disolvía en el
papeleo del gobierno bolchevique, pero los campesinos rusos si tienen memoria.
En la reunión
de distrito, el viejo Iván había leído el Código Penal sobre actividades
contrarrevolucionarias, todos habían prestado atención, sabían que significaba
el inicio del estado de la sospecha. Se requería que todos espiaran a todos y
denunciaran las actividades ilegales. Las requisas eran la moneda del Estado.
En esa situación de pobreza colectiva, la posesión de un conejo de más o del
acopio de una bolsa de grano, llevaba a la visita de un funcionario, a la
declaración ser de enemigo de los trabajadores y a seis meses en un gulag en
Siberia. La muerte siempre llegaba puntual antes de ese plazo.
La abuela
Akulina solloza detrás de la puerta endeble de su isba, todavía tiene en los
labios el sabor de la leche de la vaca del viejo Karolek. Ha estado visitando
el corral durante los últimos dos meses y ha logrado subsistir. Tiene también,
una huerta diminuta y estéril, solo unos nabos y algunas coles agrias. Camina
todas las mañana hasta el centro del koljós acarreando un agujereado balde de
chapa para conseguir un poco de agua humilde y sucia. No confía en nadie, todos
la han traicionado. Ya en el ’17 Lenin la había declarado enemiga del pueblo y
al año siguiente le habían apropiado todas sus posesiones. Ahora quince años
después nuevamente volvía a ser enemiga de los trabajadores, podía ser
denunciada y enviada a un gulag, donde seguramente moriría. Sabe que el dueño
de la vaca puede inventar cualquier pretexto y sentenciarla.
La abuela
Akulina escucha unos golpes secos en la puerta. Unos golpes no muy fuertes,
discretos tal vez. La abuela Akulina tiembla, sabe que la hora ha llegado.
Lentamente se da vuelta y levanta la precaria traba de madera, abriendo la
puerta al frío atardecer. Alza la vista para enfrentar con su última ira al
rostro del Estado. En la entrada encuentra al viejo Karolek, temblando también,
que la mira y en silencio, como escondiendo un secreto, extrae un tazón de
leche de debajo de su abrigo y se lo alcanza, ya en las sombras de la entrada.
La mirada de Karolek no es ya la misma de antes, pero su corazón aún es fuerte
y su pulso es firme, no ha derramado una sola gota en el largo trayecto. La
abuela Akulina llora en un mutismo de gratitud y cautela, mientras el viejo
enemigo camina por el sendero de nieve sucia hasta su granja.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
*
Estoy leyendo
en la librería en un diván. Casi sin darme cuenta me voy quedando sola. Sé que
se acerca el momento del cierre, cuento las hojas que faltan para terminar el
cuento de la Gorodischer. No sé si llego y el alma se acelera. Es una hermosa
sensación de suspenso, disfrutar antes que den las doce o antes de la muerte,
disfrutar el placer clandestino del libro. Ahora se ha dado vuelta todo, se
revuelve la narración y el personaje sometido triunfa. La justicia poética llega
cuando me avisan que se termina el tiempo, pago la cuenta, junto los libros y
me voy. El poder, las mujeres, los oprimidos, la justicia, el deseo de saber,
de saltar los encierros, revivido en esa lectura.
Vuelvo al patio
de mi infancia cuando, con los ojos brillantes del voyeur, penetraba esa
colección, todos los libros iguales vestidos de verde, todos me llevaban lejos
de lo permitido, todos me hacían pensar, imaginar, rebelar de la sujeción a
tantas fórmulas no compartidas. Cómo triunfar en la vida era el nombre
del cuento de Angélica. Ahora lo sé, triunfar en la vida es escaparse por una
rendija del destino prometido.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
EL COLLAR DE
ESMERALDAS*
Y te pones el
vestido ceñido
de seda azul
marina
con pendientes
y
collar de
esmeraldas
y salimos a
jugar
a las zonas
oscuras
a las más
tranquilas
o quizás a las
olvidadas
hacemos el amor
como locos
enamorados
aferrados a los
muros
en las
posiciones
más difíciles y
extrañas
que te hayan
amado
me miras y me
dices
que ya es hora
para volver a
la casa
a los niños, a
la inhibición
de las sabanas,
y yo
te observo
meterte
en el automóvil
con tu vestido
de seda
azul marina, un
pendiente
y tu collar de
esmeraldas
con su verde
desgastado
por mi saliva.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
*
Toco el brazo
de una muñeca que ya no existe
y si existe
no es aquí ni
ahora su existencia
en otro tiempo
quizá
en la vidriera
de una juguetería
despertó
suspiros
abrió párpados
empañó palabras
que rogaban a la madre
"comprámela
la quiero
será el mejor
regalo que puedas hacerme"
y la abnegada
madre
que el piso de
la señora friega y lustra
sacaba de su
agujereada cartera
el dinero
suficiente
para el sueño
suficiente
o tal vez me
equivoque
y piense más de
la cuenta
y esa muñeca no
sea sino el regalo
cotidiano y
fatigoso
del empeño
materno
o paterno,
porqué no
de todos modos
la muñeca ya no existe
o si lo hace es
en otro tiempo
en otro
espacio,
digo
pienso
que algo
parecido
nos debe
ocurrir
con la memoria/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
***
CERTAMEN
LITERARIO PARA ADOLESCENTES
EL PUENTE 2015
BASES
1- Podrán
participar todos los adolescentes radicados en la provincia de Santa Fe que, a
la fecha de cierre del certamen (4 de julio) tengan entre 13 y 18 años
2- Se podrá
participar en dos géneros literarios:
-Cuento
(extensión máxima: tres páginas tamaño A4)
-Poesía
(extensión máxima: cincuenta versos)
Los
participantes podrán, si así lo desean, concursar en ambos géneros.
3- El tema de
las obras enviadas será de libre elección de sus autores. Los trabajos deberán
estar redactados en idioma castellano.
4- El envío de
las obras deberá realizarse de la siguiente forma:
Se deberá
enviar un mail con asunto "Certamen Literario El Puente 2014" a la
dirección asociacionculturalelpuente@gmail.com con dos
archivos adjuntos redactados en Word. El primero de ellos contendrá la obra,
que deberá estar configurada en páginas tamaño A4, con interlineado doble,
letra Times New Roman tamaño 12, y firmada con seudónimo. El nombre de este
archivo adjunto deberá coincidir con el título de la obra presentada. El
segundo archivo adjunto deberá tener por nombre el seudónimo elegido, e
incluirá los siguientes datos: nombre y apellido del participante, domicilio,
teléfono, fecha de nacimiento, dirección de correo electrónico y
establecimiento educativo al que concurre.
En caso de que
se participe con más de un trabajo, deberá utilizarse el mismo seudónimo en
todos ellos, pero deberá adjuntarse un archivo distinto por cada uno de los
textos presentados.
5- La recepción
de trabajos vencerá el 4 de julio de 2015.
6- El cuento y
la poesía que obtengan Primer premio serán publicados: a) en forma de folletos,
en una cantidad de ejemplares a determinar, y b) en la revista virtual
“Inventiva Social”, que se distribuye mediante correo electrónico y llega a
lectores de distintos países de habla hispana.
Se otorgarán,
asimismo, todas las menciones que los respectivos jurados consideren convenientes.
7- El jurado
para cada género estará integrado por tres escritores santafesinos designados
por la Asociación Cultural El Puente. El fallo de los mismos será dado a
conocer el 31 de agosto de 2015, y será inapelable. Los jurados se reservan la facultad
de declarar desiertos los premios, si así lo consideran oportuno.
8- La sola
participación en el certamen implica la aceptación de las presentes Bases.
***
http://inventren.blogspot.com/
LA ESTACION*
(De la estación
Santos Unzué – Ferrocarril Midland)
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Salí al aire
frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no
reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía
tomar un tren.
Pocos días
antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje.
Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla
de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos
juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién
era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el lugar
de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién se
hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza hacia lo inesperado con
tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que sólo la
cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino había
tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco
después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse
mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta
adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación,
dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería
inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que
surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la
menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad,
me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un
moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga
humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar
en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado
algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle,
de ésos que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de
concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré
en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas
muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación,
al breve diálogo.
Ya en el
interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si
cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá
afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío
formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que
multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a
lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos
viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases
cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país,
cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el
espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo
entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado,
un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario
previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por
los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz
femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces
algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las
escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia
frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y
escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces
vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de
llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había,
en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el
cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y
riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire
apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban ignorantes
de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir que en este
lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a esas
tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la
cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir
a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese
vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho
en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar
referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había
de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos
bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome
frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas
palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá
maravilloso y excitante.
A mi lado, una
mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como
hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el
gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por
qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría
que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni
siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual
insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no
eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y
melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino
aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de
aquel lugar, de este lugar en el que ahora estoy sentado y escribiendo estas
agónicas frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mi atormentada
mente!)
Sonó la
campanilla. De inmediato, oyóse la dulce y acariciante voz de mujer, recitando
la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para
comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete,
para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren equivocado
solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables
transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso
de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de
origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje
proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento,
en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora
no es más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin embargo, no es
menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse,
debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones
proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda
respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los
ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas
que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a
sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi
presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin
protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya
el tren hacia D.?
- No puedo
estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo
ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el
diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces
¿Llegó usted hace poco?
Iba a
responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa
predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi
bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la
mujer:
- ¡Estás loca!
- Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de
veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun
cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo
hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo
idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable
caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé
en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino
que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que
la resignación o la locura.
- Yo nada
espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que
comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en
una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu
puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia
la luz.
- ¡Cállate! -
Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados
en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre
ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis
esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su
desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus
reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome. No
deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré
fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las
palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me
sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del
que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez
la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le
avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es
insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos
segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se
reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo
serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo,
quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes
tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta
ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás, como tantos otros, sin
recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No, muchacho, no
tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te inmiscuyes en
asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de
llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no
tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así
aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una
gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas
muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que
también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue
subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes.
En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas
de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por
las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire
fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía
y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi
interior.
La mujer gorda,
que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco
contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el
tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún
motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa
desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se
desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi
miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía.
Vi trenes
lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi trenes
que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número infinito
de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y detenidos en
medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos. También pude ver,
al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito muy pequeño,
antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo desvaído por el paso
de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una suave dulzura emanaba de
sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus cansadas ruedas. Y supe
que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces recordé que estaba
soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el cartel, releyendo con
precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar con desaliento que mi
tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío
intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado,
estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento
despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido
de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún
modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan
- hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de
mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más
probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por
la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía
en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación
que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en
mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras
del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que
allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más
confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas
sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones,
dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas -Es
por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las caminatas.
- ¿Caminatas? -
Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las
desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es
preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se
corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se
burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda.
Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de
quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que
nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere
usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se
resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era
verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido
un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada
mañana...
- Muchos días y
muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero,
obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco
otro camino.
- Sin embargo,
yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede,
en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que
su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así.
Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con
los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los
trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad.
Nada sucede antes de tiempo.
- Pero es que
debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar?
¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que
acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No
sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no
hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que
considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia
alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de
que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor
de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el
sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en
rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo,
de negármelo a mí?
Me sentí
derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es
cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba
regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es
verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo
que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible
realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus
palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén
y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún
modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que
atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar
quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es
muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta
prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un
número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de
incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el
superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a
nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo
nuestros
pensamientos, hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones
nuestras (o lo que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas,
marionetas cuyos hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano,
que seguía hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los
pisos me había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para
seguir oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la
completa imposibilidad de tan absurdo pensamiento: No puede haber más que tres
plantas, tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda
se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su
rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi
hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin
esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces,
mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel
electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha
ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los
que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos
minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada,
reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por
una vía muerta.
Como todos he
intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar
a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas
con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco
aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la
misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes
han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples
sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal
vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una
siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también
los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus
fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían
estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a
otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería
fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de
arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que
alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a
excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la
rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece
condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La
voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas
del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación
estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y
alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea
posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se pudiesen
construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos lamentables, calles
habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza sincera y real,
monasterios...
Y sin embargo,
sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha
de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un
viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas,
congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá
definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en
ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida
invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella
carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes
sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras
estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la
suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar, aguardando
sin fe un destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que todo es
inútil, que ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí
que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de
mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría,
porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está
entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso
así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender
en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún,
con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera
descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que
hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito,
sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén
desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren
que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino
que viene a reclamarme.
-Sergio
Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
***
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PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
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ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
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PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
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ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
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InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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