*Dibujo de Erika Kuhn.
36 *
Volvé a
encender el fuego.
Las casas
suelen esconder
fríos eternos,
silencios
que deambulan
por los cuartos
como dueños,
sombras de la nada
en las paredes
velando el
tiempo.
Las habitan
por pura
compasión
los malos
sueños.
Volvé a
encender el fuego.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
-Fuente: CUADERNOS
DE LA BREVE CEGUERA. La Magdalena Editorial. 2014
SOBRE LOS RESTOS MUDOS DEL NAUFRAGIO…
El caso Max
Power *
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
La tarde del 22
de marzo de 1997, Max Power fue al estreno de la película francesa Le rouge
et le noir. El título remite a la novela de Stendhal, sin embargo, esa era
su única coincidencia, porque la historia –escrita por un guionista
especializado en comedias ligeras– giraba en torno a un pintor alcohólico en
busca de fama y a su apasionada amante entrada en años. La heroína era una
actriz venida a menos, tal vez por sus malos manejos financieros o por su
tendencia a involucrarse con políticos corruptos. Trataba de resucitar su fama
perdida actuando en filmes poco ambiciosos desde el punto de vista artístico,
pero con taquilla asegurada. El actor estelar, en cambio, era joven y
talentoso; varios periodistas le auguraban una carrera promisoria. Las personas
que vieron a Max Power entrar a la sala y sentarse en la primera fila de
butacas (era corto de vista y no podía leer con claridad los subtítulos)
concuerdan en que dejó su maleta a un lado, bostezó, y cruzó las piernas como si
estuviera en la sala de espera de un consultorio. La película transcurrió sin
contratiempos. Algunos recordarían que, por la trama ligera, de enredos y
situaciones chuscas, la hora y media de duración se les había ido volando. Al
salir de la sala, Max Power se detuvo unos instantes a observar la cartelera
con las próximas películas. Todavía faltaban dos funciones más. En la taquilla
había una larga fila esperando poder comprar un boleto. Pasó junto a ellos con
una sonrisa en los labios: tenía la costumbre de ir a la primera función, por
eso no tenía problemas para conseguir boletos, incluso en estrenos. El vendedor
que lo atendió dijo: “Llegaba siempre con sus tenis rojos, a veces hasta con
media hora de anticipación, sabía que probablemente sería el único en la sala,
pero aun así se veía apresurado por llegar apenas abierto el cine. Una ocasión
no resistí la curiosidad y lo seguí en silencio para ver qué hacía. Cuidando de
no hacer ruido, entorné la puerta, asomé los ojos justo para ver cómo sacaba un
libro de su maleta, cruzaba las piernas y se ponía a leer”.
El episodio del
cine fue investigado superficialmente, aun cuando entre los espectadores
estaban la mujer y su hija con quienes Max Power se encontraría después en
circunstancias bastante lamentables. Meses más tarde, cuando la película fue
editada en video, alguien hizo notar el parecido de la ropa del protagonista
con la que llevaba Power. Coincidencia, dijeron muchos, pues al ser la primera
vez que él la veía, era imposible que conociera el atuendo del actor. Aunque
pudo haber visto los adelantos que salían en la televisión. Después de la breve
polémica de la ropa, nadie se molestó en hacer una hipótesis acerca de su
extraña costumbre de ponerse a leer media hora antes del inicio de cada
función. ¿Algún rasgo obsesivo en su personalidad o algo insignificante que
consideraron no valía la pena investigar? Quizá nunca se sepa.
Max Power
abandonó el complejo de cines. Cruzó la calle. Empezaba a hacer frío y sacó de
la maleta un suéter azul. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. El
cielo tenía ese tono gris, casi mortecino, que precede a la oscuridad completa.
Los pájaros se arremolinaban, peleando por un lugar entre las ramas de los
escasos árboles que poblaban el camellón. Se detuvo en la banqueta. Veía
hipnóticamente los autos, los anuncios luminosos, las personas que esperaban el
autobús. A pocos metros de él, un fotógrafo aficionado esperaba con paciencia
el momento en que las aves se alejaran un poco de los árboles, y así poder
captar el momento en que sus siluetas aparecieran limpias y oscuras frente a su
cámara. Verificaba la altura del tripié y ajustaba el obturador. Sabía que no
le quedaba mucho tiempo, ya que la noche estaba por echar sus garras al día. En
ese instante, una parvada salió de entre los altos edificios de enfrente. Las
aves caían como gotas emplumadas. Aleteando con fuerza, describieron círculos
para después, manteniendo las alas muy quietas, dejarse llevar por las sutiles
corrientes de aire. Cruzaron frente a él como si supieran de antemano que
estaban posando para su lente. Extendieron con majestuosidad las alas. Disparó
a pesar de no poder evitar a una figura que salía en la parte inferior del
recuadro.
La fotografía
ganó el primer lugar en el concurso “La ciudad y la tarde” que organizó la
revista Contraluz y fue publicada en la portada de aniversario. El organizador
del certamen, inspirado por la melancólica figura, de rostro apenas visible, le
colocó a un lado un aforismo de Estrabón: “Ciudad grande, soledad grande”. El
ganador, después de subir al estrado para recibir su premio, declaró a un
reportero: “Sabía que esa tarde era especial. Me quedaba poco tiempo para
lograr alguna toma interesante. Desde luego esperaba que los pájaros me
ayudaran. Después de estar ahí dos horas pensé que me iba a ir en blanco.
Cuando estaba a punto de renunciar a sacar la foto, un hombre cruzó la calle,
sacó un suéter azul de su maleta y se lo puso. Se quedó mirando los autos,
parecía no tener otra intención que la de estar parado en la banqueta. Tenía
cierto aspecto desvalido, como si fuera un niño abandonado por sus padres. Por
mi mente cruzó una idea que al principio juzgué fantasiosa, pero que esa noche,
al estar revelando los negativos, cobró más fuerza: el pobre hombre no sabía
quién era, ni a dónde iba a ir. Me prometí que, después de tener la foto del
concurso le sacaría una a él. En ese momento aparecieron las aves, era la toma
perfecta. Probé varios ángulos pero el hombre me estorbaba: en cualquier
posición que colocara la cámara, él salía. Refunfuñando, disparé varias veces.
Mientras lo hacía, me miró, alzó el brazo derecho y señaló con el dedo índice
el cielo. Luego pasó junto a mí. Es difícil explicar por qué me puse tan
nervioso: las manos me temblaban y no pude cambiar el rollo, ni siquiera el
flash que necesitaba para poder sacarle la foto. Tal vez reteniéndolo unos
instantes hubiera renunciado a sus planes”.
La célebre foto
de Max Power, con los pájaros sobre su cabeza y él levantando su brazo hacia el
cielo, es el único testimonio gráfico que se tiene. Nunca se supo nada de su
familia; no hay registros de ningún tipo. Horas más tarde, encima de los tenis
rojos, en su cartera manchada de sangre, sin billetes ni credenciales, se
encontró una tarjeta de presentación. La tarjeta –ahora en el museo central de
la capital– muestra, sobre un fondo claro, la silueta estilizada de una persona
y debajo de ella, en letras mayúsculas (los peritajes que se hicieron
especificaron que eran tipo Courier New, de 14 puntos) alineadas al centro, se
puede leer: “HOLA, SOY MAX POWER”. A propósito de esto, un comentarista de
radio ironizó: “Pareciera que el señor llegó de otro planeta, trajo un montón
de tarjetas para hacer contacto con la gente y, cuando supo que lo estaban
fotografiando, señaló la ruta hacia su galaxia.” El fotógrafo fue contratado
por una revista de moda, tuvo varios romances con estrellas de cine. Sin
embargo su carrera fue corta, porque el incidente con Max Power lo dejó marcado
y desde entonces se empeñó en fotografiar pájaros y hombres con tenis rojos
señalando al cielo.
Max Power bajó
el brazo. Cerró los ojos. Sin importarle el humo que despedían los camiones,
respiró profundamente. Las aletas de su nariz se ensancharon y llenaron los
pulmones con un poco del follaje de los árboles, el fragmento de la plática de
las personas, un pedazo de los autos que empezaban a prender los faros. Las
puntas de los árboles se mecían lentamente, parecían arrullar a los pájaros que
antes de dormir espulgaban cuidadosamente sus plumas. Continuó su camino y pasó
junto al hombre de la cámara que, sumamente nervioso, no atinó a decirle nada.
Se internó por una calle lateral un poco oscura. Su atención se concentró en
las luces intermitentes de los anuncios. Notó que una de las agujetas de sus
tenis rojos estaba suelta. Se agachó y la amarró. Caminaba lentamente, lo que
hacía que varias personas lo rebasaran. Al llegar a una avenida transitada, con
las manos en los bolsillos permaneció inmóvil, observando atentamente los actos
circenses que se escenificaban en los semáforos: pequeños faquires acostándose
sobre vidrios, hombres vomitando fuego, ancianas encorvadas pidiendo limosna.
El sol se había extinguido, dejando el cielo cubierto por una gran mancha de
aceite. Mucho se ha especulado sobre si alguna vez Power tuvo dudas acerca de
lo que hizo. Las opiniones se dividen entre los que sostienen que actuó
sistemáticamente, como si siguiera los pasos de un manual, y los que ven a un
hombre atormentado que tuvo muchas dudas. El oficial de tránsito, asignado a
ese crucero, dijo: “Desde el principio me llamó la atención el hombre de suéter
azul. Era la hora en que muchos oficinistas salen de su trabajo, el tráfico se
intensifica y los cruces de las calles están atestados. Entre el ir y venir de
personas, el señor Power resaltaba, pues no se movía ni parecía tener
intenciones de querer hacerlo. Era como si estuviera anclado en el piso. Dejaba
pasar las oportunidades que le daba el semáforo con una tranquilidad que
exasperaba. Yo dudaba de preguntarle si estaba perdido o necesitaba alguna
información, porque en el fondo tenía curiosidad por saber cuánto tiempo
estaría ahí, sin moverse. Después de un rato, vi como una niña se le acercaba.
Él se agachó. Estoy seguro que sacó algo de su maleta y se lo entregó, aunque
no pude distinguir con claridad qué era porque la gente que pasaba junto a él
lo ocultaba de mi vista. La niña se alejó y, sin saber muy bien por qué, me dio
el empujón que me faltaba para encararlo y acabar de una vez por todas con mis
dudas. Atravesé la calle. Antes de hablar con él, me di cuenta de que en su
cara había un gesto de frustración, como si el encuentro con la niña le hubiera
dejado un mal sabor de boca. Sé que es difícil de creer, pero al observarlo con
detenimiento me sorprendió el color de sus ojos, o más bien la ausencia de
color en ellos. Su iris era una pantalla cambiante que actuaba como un espejo,
devolviendo la imagen que tenía enfrente. En sus ojos vi a un auto
estacionándose y a una persona de traje entrar a un edificio. Supongo que el
señor Power advirtió mi perplejidad porque me observó fijamente, arqueó las
cejas en actitud interrogativa. Mientras elegía la mejor forma de dirigirme a
él, pude distinguir en su mirada el reflejo de mi insignia y mis lentes
oscuros. Me decidí por la pregunta más lógica:
“–¿Puedo
ayudarlo en algo?
“Negó
suavemente con la cabeza. Por la forma como lo hizo pensé que era alguien
sumamente educado. A pesar de la gentileza con que despachó mi pregunta, ya sin
meditaciones volví a la carga con la esperanza de oír al menos su voz.
“–Pero... ¿está
perdido, a dónde se dirige?
“Quise hacerle
más preguntas pero me quedé extasiado viendo en sus ojos cómo un comerciante
cerraba la cortina de su negocio. Parecía reflexionar profundamente su
respuesta, porque inclinó ligeramente el rostro. Unas líneas de expresión se
formaron bajo su nariz y en la frente. Cuando al fin entreabrió un poco la boca
y pensé que iba a decir algo, se contuvo, limitándose a pasar la lengua por los
labios y quedando de nuevo como estatua. Me sentí un niño pequeño al cual le
prometen una golosina pero se la dejan encima de un mueble muy alto,
inalcanzable. Tragando mi frustración con saliva, tuve la intención de dejarlo
en paz, cuando el señor Power, advirtiendo mi desconsuelo, sacó su mano derecha
del bolsillo haciéndome seña de que esperara, luego alzó muy lentamente el
brazo y con su dedo índice señaló al cielo. Así, con ese gesto de autoridad,
tenía aspecto de general, de un Napoleón de tenis rojos convocando a sus tropas
para tomar por asalto la luna o las nubes, sólo que en vez de caballos tenía
autos, y, en lugar de soldados, oficinistas ansiosos por llegar a sus hogares.
En ese momento me notificaron por el radio de un accidente a muy poca distancia
de donde me encontraba. Sin pensar que en pocos minutos me encontraría de nuevo
con el señor Power, me dirigí a la patrulla.”
Max Power veía
nostálgicamente el otro lado de la calle, como si ésta fuera un mar revuelto,
hecho de asfalto, y no se atreviera a cruzar hasta la orilla. Una niña salía de
una tienda lamiendo su paleta mientras guardaba las monedas del cambio en una
bolsa con forma de manzana. Se quedó unos momentos junto a él esperando el alto
del semáforo para pasar. Observó con detenimiento los tenis rojos, sonrió,
acercó su mano pegajosa a la manga del suéter y le preguntó:
–Señor, ¿me
podría dar la hora?
Power bajó la
vista hasta toparse con las trenzas y la pequeña mano sujetándose a su suéter.
Se arremangó, pero en su muñeca izquierda no había nada que sirviera para medir
el tiempo. Revisó la derecha con los mismos resultados. Mientras se agachaba
para estar a la altura de la niña, sacó de su maleta una pluma y un pedazo de
papel. Apoyándose en el aire, dibujó un círculo bastante tembloroso. Con la
punta de la lengua sobresaliendo apenas de sus labios, como un escolar
batallando con sus deberes, le hizo varias marcas transversales y a cada una de
ellas le escribió un número. Al finalizar, suspiró satisfecho y le entregó el
papel a la niña. Una leve sonrisa, la del que termina exitoso un encargo,
estampó su rostro. La niña, observando incrédula lo que le había entregado,
volvió a exigir su atención jalándolo de la manga:
–Oiga, pero los
relojes tienen manecillas, y éste no tiene. ¿Cómo voy a saber la hora?
Max Power se
encogió de hombros, hizo un gesto de sorpresa, su boca se frunció, como si la
niña le hubiera hecho una pregunta relativa a física nuclear o matemáticas
avanzadas. Pronto el semáforo se pondría en rojo. La niña suspiró resignada, le
dio otra lamida a su paleta, y le dijo lacónicamente:
–Bueno, adiós.
La pequeña
figura se puso en marcha casi engullida por la estampida de portafolios y
trajes que competían por llegar a la acera de enfrente. Max Power se despidió
de ella agitando la mano. Después la metió de nuevo a su bolsillo. Al otro lado
de la calle un agente de tránsito –entre tímido y curioso– se acercó a él.
Nunca se supo
la identidad de la niña. Basados en el retrato hablado que proporcionó el
agente de tránsito se pegaron carteles en la ciudad. Al no haber respuesta,
extendieron la búsqueda a todo el país. Para muchos, ese encuentro fue crucial,
o al menos bastante representativo. Incluso un famoso escritor desarrolló un
cuento teniendo como trama esa supuesta plática. Retomando la información
disponible en ese momento, el escritor apenas menciona el episodio del cine y
básicamente se centra en la efímera relación que sostuvieron Power y la niña.
En una entrevista concedida a la prensa internacional, afirmó: “Cualquier
intento de una biografía de Power será casi en su totalidad imaginaria, porque
los datos que han proporcionado los testigos son pocos y en algunos casos
ambiguos. Por eso en el cuento abordo al personaje tratando de evitar datos, y
escribo diálogos ajenos a cualquier lógica. Para mí, Power siempre será un ser
subjetivo por excelencia, esa característica es la que hace que cada quien vea
en él lo que le conviene. Las personas lo visten como si fuera un muñeco de
cartón, le pegan distintos rostros, frases, esperanzas. El error radica ahí,
porque él es lo opuesto: una hoja en blanco, un espejo que devuelve palabras,
una estatua retándonos en silencio. Todo el mundo espera respuestas,
soluciones, por eso no pudieron comunicarse con alguien que cada paso que daba
era una enorme interrogación. Si tratamos de enfocar los hechos del 22 de marzo
desde este punto de vista, todo lo que hizo, desde que salió del cine hasta que
llegó al metro, adquirirá pleno sentido: el no–sentido.”
Después de
caminar algunas cuadras, Max Power pudo ver un montón de curiosos apiñándose en
círculo. El tráfico avanzaba muy lentamente. Los automovilistas, al ver las
luces rojas y azules de una ambulancia, trataron entre claxonazos de hacerle un
espacio. En el asfalto había fragmentos de vidrio machacados. La escena no
necesitaba mayor interpretación porque el auto –con las llantas delanteras
sobre la banqueta, el parabrisas destrozado– y la abultada manta blanca
explicaban todo. El auto mostraba la dureza de un accidente; la fragilidad de
la vida humana, era representada por la manta, que parecía un copo de nieve
abandonado en medio de la calle. Dos velas situadas a sus lados titilaban como
estrellas fúnebres. Power se fijó en todos los detalles: el cofre salpicado de
manchas rojas, la bolsa de mujer colgando de la antena. Un vaso de unicel roto,
todavía con restos de café, era arrastrado por el viento. Decenas de miradas
curiosas contemplaban a la mujer sollozante, que se aferraba al bulto cubierto
de tela blanca como si quisiera retener a un fantasma. Parecía una virgen
doliente al pie de la cruz. La levantaron en brazos. Al principio opuso
resistencia, sin embargo terminó cediendo y aflojó el cuerpo. Sus ojos no
tenían lágrimas pero estaban rojos y casi desorbitados. Fue llevada a la
ambulancia para que le administraran un calmante. Power, sumamente interesado
en lo que sucedía, se hizo un lugar entre los curiosos. La gente murmuraba los
detalles del accidente; alguien mencionó que había visto huir al conductor del
auto. Dos paramédicos, sabiendo que ya no podían hacer nada, cuidando de no
descubrir el cuerpo, levantaron el bulto y lo pusieron en una camilla. El
agente de tránsito que había encontrado a Power calles atrás desviaba el
tráfico hacia vías alternas. Observó cómo el sujeto que lo había desconcertado
tanto caminaba en dirección de la ambulancia.
–¿Es familiar
de la joven? –le preguntó el paramédico.
Max Power no
contestó, ni siquiera lo miró. Con lentitud apartó la manta. Quedó tan absorto
por su descubrimiento que se acercó todavía más y sin querer movió un poco las
ruedas de la camilla. Esta pequeña sacudida fue suficiente para que una gota de
sangre resbalara de los cabellos y fuera a estrellarse en su tenis derecho. La
gota permaneció intacta en la punta, sin deformarse, brillando débilmente como
si fuera un recuerdo del suceso. Acarició las mejillas sucias, llenas de
cortes, al mismo tiempo que contemplaba la piel árida de los brazos. Los
cabellos revueltos, apenas sujetos por un prendedor con forma de mariposa, le
daban el aspecto de una chica recién despertada, lista para bañarse y dedicarse
a sus labores. El cerco de curiosos se estrechó todavía más. Una voz murmuró
“¿Qué está haciendo?”, pero la pregunta sólo obtuvo silencios e intercambios de
miradas. Power observó cómo en los labios de la joven se formaban unas burbujas
de sangre. Pasó las yemas de los dedos para limpiarlos. Lo hizo cuidadosamente:
parecía temer despertarla de un sueño apacible. En ese momento, en un último
acto reflejo, la boca de la joven se movió. Max Power dio un respingo y se
apresuró a cubrirla de nuevo.
El accidente
fue reseñado en una nota de tres renglones en la sección policiaca de los
diarios locales. Sin embargo, una semana después, cuando los rumores de que
Power había estado ahí fueron confirmados, la noticia adquirió resonancia
mundial. Llovieron los reporteros tratando de saber el mínimo detalle de la
atropellada y su madre. Al día siguiente se dio a conocer la historia completa:
la joven era estudiante de economía, había ido al cine con su madre
(coincidentemente la primera función de Le rouge et le noir). Al acabar la
película habían ido a tomar un café. La joven tenía que estudiar para un
examen, así que pidió uno para llevar. Se dirigían a la parada del autobús
cuando, al pasar por las líneas amarillas que marcan el paso de los peatones,
un auto ignoró la luz roja y la embistió de frente. Un testigo mencionó que vio
el cuerpo rodando por el cofre, otro salía de su casa justo cuando el auto se
detuvo bruscamente y dejó la huella de las llantas marcadas en el asfalto. La
joven se golpeó con el parabrisas y salió proyectada metros adelante. Su bolsa
ensartada en la antena siguió balanceándose unos segundos, como un péndulo,
hasta quedar estática. La madre se llevó las manos a la boca porque al mismo
tiempo las piernas de su hija dejaron de sacudirse. Policías y paramédicos
fueron entrevistados una y otra vez. El encargado de la ambulancia dijo:
“Lamentablemente no pudimos hacer nada, el impacto había reventado varios
órganos internos y ya no había pulso. Intentamos reanimación artificial sin
lograr respuesta. Íbamos a subirla a la ambulancia para llevarla al forense,
cuando un hombre de suéter azul y tenis rojos se acercó a la camilla. Le
pregunté si era familiar de la joven, pero no me respondió. Destapó el cuerpo y
estuvo así unos segundos, hasta que algo lo asustó y se fue caminando de prisa.
Tuve curiosidad por saber que era lo que lo había asustado, así que bajé la
manta y me sorprendí mucho al descubrir en el rostro de la joven una sonrisa”.
En el velorio,
los esfuerzos por extirparle del rostro esa sonrisa fueron vanos. La joven
–todavía con el rostro hinchado, adquiriendo esa palidez que hace a los muertos
figuras de cera– ostentaba imperturbable, hasta podría decirse con orgullo, una
sonrisa limpia, de esas que sólo se pueden obtener con un buen chiste o una
situación graciosa. Al siguiente día, antes de partir al cementerio, a los
familiares les fue difícil llorar amargamente porque, al reconfortar a la madre
y persignarse frente al ataúd, no pudieron dejar de preguntarse por qué la
joven, que reposaba su muerte vestida muy correcta de blanco, con las manos
cruzadas sobre el pecho, tenía esa sonrisa descarada que dejaba ver todos sus
dientes. Algún primo lejano había comentado, cuando terminó el entierro: “Parecía
que se estaba burlando de todos.” Un caso todavía más curioso, al que también
le dieron seguimiento los medios, fue el que protagonizó su madre. Ésta, que
había presenciado la breve aparición de Power, estaba segura de que era una
especie de mensajero celestial; un ángel que había mandado Dios para hacer
menos difícil la muerte de su hija. En caso contrario, ¿cómo explicar esa
sonrisa? Sólo alguien que se sabe en las puertas del paraíso puede estar tan
contento como para demostrarlo de esa forma tan explícita. El dolor de una
madre al perder a su hija puede tener repercusiones sorprendentes. La idea del
ángel fue tomando cada vez más fuerza en su mente. La prueba que faltaba para
confirmar sus fantasías llegó cuando en el servicio forense se enteró del final
de Power en el metro. Ya no necesitaba otra cosa, porque el mensaje era claro:
el hombre de tenis rojos era un enviado del cielo que había elegido a su hija y
a ella como portadoras de la verdad divina. Sintió que debía hacer algo. No
podía permanecer indiferente, así que consiguió donativos, amplió su casa y, el
22 de marzo del año siguiente fundó “La Iglesia Universal de Max Power”, cuyos
principios eran prácticamente los mismos que los de la iglesia mormona, con la
diferencia de que los sacerdotes vestían igual que Max Power y, en la biblia
oficial, su nombre era puesto en lugar de Dios, Jesús, y algunos de los
profetas más importantes. Un comediante bromeó diciendo que, de ahora en
adelante, cuando muriera una persona, un ángel de tenis rojos diera su aval,
para que los familiares pudieran librarse de costosas misas y aburridos
rosarios, pues el alma del ser querido ya estaba segura en el cielo. Algunos
estudiantes que estaban entre el grupo de curiosos, fundaron el efímero
movimiento de izquierda llamado “Todos somos Max Power”. Sin ningún documento
ideológico, ni pronunciamiento político, lo único que hicieron fue rentar un
cuarto y colgar una foto retocada por computadora en la que Power –con una
boina sobre su cabeza y la barba medio crecida– simulaba ser una especie de Che
Guevara. Con esta foto, vendida en camisetas y carteles, adquirieron fondos
suficientes para reunirse todas las noches en su cuartel general y
emborracharse a la salud de su héroe. De La Iglesia Universal de Max Power
pronto se desprendió una rama místico-religiosa cuyos fundadores, monjes
modernos, cabalistas, esotéricos, se dedicaron a estudiar cada paso de Power.
Trazaron mapas del recorrido que hizo desde el cine hasta el metro, calcularon
el mapa estelar del 22 de marzo, revisaron exhaustivamente la grabación del
noticiero donde estaba su última huella. Para ellos, el hombre no había dejado
nada al azar, todo tenía un significado críptico y, por lo tanto, sólo
asequible a los iniciados. Con esta idea fueron al cine, estudiaron hasta el
cansancio la foto de Power, contaron el número de letras de la tarjeta de
presentación, las dividieron, sumaron, multiplicaron. Adquirieron decenas de
copias de Le rouge et le noir. Como sucede con esa clase de movimientos, poco a
poco fueron perdiendo fuerza, y dejaron de aparecer en público. Los últimos
miembros siguieron sus estudios en secreto para poder tener libertad de acción.
Hace poco publicaron un libro donde aseguran que “El Único e Indivisible Max
Power”, como ellos lo llaman, era un iniciado que viajaba en el tiempo, habría
recibido enseñanzas de los Esenios, participado en la construcción de las
pirámides de Teotihuacán, ayudado a Leonardo da Vinci a pintar la Mona Lisa y,
finalmente, en su última escala, había dejado su legado más importante. Aún no
sabían cuál era éste, pero especulaban que tenía que ver con el fin del mundo.
Entre toda la confusión que se desató a partir del accidente, la opinión más
sensata fue la que dio una psicoanalista en un programa de radio: “Seguramente era
hipersensible, toda su vida había evitado escenas desagradables. Como sabía que
se acercaba el fin, tuvo el valor de enfrentar la muerte destapando el cuerpo
de la joven. Es sabido que la gente después de muerta puede realizar
movimientos. En este caso fue una sonrisa. Power se asustó y quiso llegar
cuanto antes al metro, no soportaba estar un segundo más en este mundo que no
entendía”.
A esa hora, la
entrada al metro hervía de gente. Las personas caminaban por intrincados
laberintos creados por los vendedores ambulantes, que así lograban ganar
terreno para exponer mejor sus mercancías. Max Power compró un boleto y cruzó
el torniquete. A pesar del frío de la calle, en el ambiente flotaba un aire
tibio, pegajoso. Bajó las escaleras sumergido en la multitud que se amontonaba
en el estrecho pasillo. Los escalones, erosionados por el continuo paso de
miles de zapatos, se habían vuelto resbaladizos, un poco curvos en las orillas.
El mar de cabezas se movía en orden, ejecutando una coreografía inmensa y bamboleante.
Al llegar a una intersección, la fila se dividió en tres. Manteniéndose en el
centro, dejándose llevar por el flujo de gente, llegó al inicio de una nueva
escalera, ésta vez eléctrica. Al ir descendiendo, se dio cuenta de que el
sentido contrario iba igual de repleto. Ante sus ojos desfiló un enjambre de
lentes, gorras, narices, ojos. La escalera llegó a su fin y la fila se
dispersó, como si fueran peces que hubieran estado atrapados y ahora pudieran
nadar a sus anchas en el andén. Su atención divagó entre los anuncios de
cosméticos, ropa deportiva, el rostro sonriente de un aspirante a diputado en
plena campaña. Un gusano anaranjado, repleto de pasajeros en sus entrañas,
emitió un silbido al entrar a la estación. Las puertas se abrieron. Los que estaban
adentro luchaban por salir, mientras los de afuera buscaban hacerse de un
espacio. El abordaje fue breve, porque las puertas empezaron a cerrar sus
fauces. Una voz grabada pidió que dejaran libres los accesos. La serie de
rectángulos naranjas reemprendió el viaje. Max Power observó los rostros
apretujados contra los cristales, bajó la vista hacia la línea amarilla que
señalaba el límite de seguridad y acercó la punta de sus tenis rojos hacia
ella. El reloj ubicado debajo del nombre de la estación cambió de minuto. Los
que no habían podido entrar no se intimidaron y tomaron nuevas posiciones para
un nuevo intento. Power retiró la punta de sus tenis de la línea, pero
inmediatamente los volvió a colocar ahí, rebasándola unos centímetros. Después
se puso en cuclillas y, apoyando las manos en el piso, se arrastró hasta quedar
sentado en el borde. Su actitud parecía la de un niño inocente que confunde su
columpio con el paso del metro. Tal vez por eso la gente no actuó de inmediato.
La acción resultó tan inverosímil que los había dejado con la boca abierta, sin
saber que decir. Las piernas de Power colgaban y él las movía de atrás hacia
adelante dando pequeños pataleos. Un niño riéndose señaló a su madre al extraño
que movía las piernas como si estuviera sentado en una piscina. Max Power bajó
la vista y, de un solo movimiento –impulsándose de nuevo con las manos–, dio un
salto y cayó a la mitad de la vía. Eso despertó a la gente e hizo que
reaccionaran las lenguas; primero fue la anciana que gritó: “No lo haga.” Luego
el vendedor ambulante, que a falta de argumentos sólo pudo soltar una
exclamación de incredulidad. Como una fila de fichas de dominó, una voz empujó
a otra y así el efecto en cadena llenó de gritos las gargantas de todas las
criaturas que poblaban el andén. En el sonido local pidieron calma. Power se
quedó unos momentos observando con interés a la gente que manoteaba, se jalaba
los cabellos, cerraba los ojos. Un señor de lentes alzó la voz para llamar su
atención: “Dime qué es lo que quieres, yo te escucho.” Power se encogió de
hombros dándole a entender que no quería nada y, metiendo las manos en los
bolsillos, empezó a caminar. Arreciaron las súplicas, invocaciones a la Virgen,
gritos desesperados de “no seas tonto”, “la vida es bella, muchacho”. A pesar
del revuelo, nadie se atrevió a acercarse: parecía que se hubiera metido a un
océano y la gente no pudiera rescatarlo porque no sabía nadar. El hombre de
lentes –sin darse por vencido– hizo acopio de valor y se acercó al borde. Iba a
bajar una pierna cuando se escuchó el ruido de unos vagones aproximándose.
“Dios mío”, murmuró una voz. El valiente se amedrentó y abandonó su tentativa.
Cuando todos esperaban angustiados el fatal desenlace, el suspiro de alivio de
los que estaban cerca de la boca del túnel, indicó que el metro entraba por la
otra dirección. El conjunto de vagones llegó con su carga, que contemplaba
incrédula al hombre sobre las vías. La amenaza más inmediata había pasado; sin
embargo Power seguía en su empeño y ya era demasiado tarde para que alguien se
aventurara a un nuevo rescate. Caminaba sin prisa, parecía confundir el andén
con un paseo dominical en el campo. Sólo faltaba que silbara una canción. La
gente, resignada, observó a la figura de tenis rojos introducirse en el túnel.
Antes de perderse de vista, volteó sonriéndoles, quizá para calmarlos, para
demostrarles que no tenía miedo. El andén, antes ruidoso, se quedó en silencio.
El último acto
de Max Power, dado a conocer en el noticiero nocturno, ocasionó que el
reportero tuviera problemas nerviosos y que el titular de noticias ganara
varios premios. Antes del enlace en vivo, pasaron varios testimonios que habían
recabado al llegar a la estación del metro. Una señora resaltó la sonrisa en su
rostro; un anciano, conmovido hasta las lágrimas, aseguraba que antes de bajar
a las vías quiso decirle algo. En el puesto de control confirmaron que, después
de entrar la persona al túnel, había pasado un vagón. El conductor de éste fue
interrogado exhaustivamente; pero, por más preguntas que se le hicieron, lo
único que pudieron obtener fue la declaración firme de que no había pasado por
encima de nadie y que, en todo el recorrido, lo único fuera de lo normal había
sido un reflejo minúsculo a la mitad de las vías, como si alguien hubiera
dejado abandonado un espejo. Las autoridades anunciaron que habían detenido el
tráfico en esa línea. Los pasajeros que salían del último recorrido no
entendían la desesperación del joven reportero tratando de sacar algo en claro.
Sus preguntas obtenían respuestas parecidas: “no vi nada”, “es una broma”,
“estaba dormido”. El único testimonio diferente fue el que dio un hombre de
traje y portafolios negro que, con mucha seguridad, dijo: “Se tiran al paso del
metro, pero no se van así, caminando tan campantes”.
El conductor
del noticiero hizo un enlace a la estación.
–Estamos en
vivo. Dime que ves.
–Los
rescatistas están alumbrando el túnel, buscando alguna señal del cuerpo... Un
momento, voy a salir del aire, estamos arreglando algunas interferencias.
–Muy bien.
Aprovecho para ir a comerciales.
Al regresar de
los anuncios, el conductor muy serio dijo:
–Amables
televidentes, para los que nos sintonizaron tarde les informo que un sujeto de
aproximadamente 30 años, de tenis rojos y suéter azul bajó a las vías del metro
y se fue caminando en dirección al túnel. Regresamos contigo, ¿hay algo nuevo?
–Parece que
encontraron algo.
–¿El cadáver?
–No estoy
seguro, nos estamos acercando para verificar.
En la pantalla
se veía el túnel, los cascos blancos de los rescatistas resaltaban en la
oscuridad. Por momentos la imagen se distorsionaba. La cámara situada detrás
del reportero tomaba parte de su cabeza y de sus lentes
–Es una maleta.
–¿Qué tiene?
El reportero
abrió el cierre.
–No hay nada.
La linterna de
un rescatista distinguió algo, alumbró a la izquierda. Una voz anunció:
–Aquí hay algo.
–¿Puedes
acercarte más?
No contestó,
sino que se apresuró a llegar lo antes posible. La toma se agitó; después,
estabilizándose, mostró la ropa abandonada de Power: calcetines negros, el
pantalón arrugado de mezclilla, el suéter azul, los tenis rojos con las
agujetas todavía amarradas. Encima de ellos estaba una cartera manchada de
sangre.
–Los
rescatistas van más adelante a ver si encuentran el cuerpo –dijo, y procedió a
describir lo que estaba haciendo–. Voy a revisar la cartera, a ver si encuentro
algo relacionado con la persona.
Unos segundos
de silencio. La voz nerviosa del reportero, llegó a los oídos de la audiencia,
perpleja, frente a sus televisores.
–Sólo hay una
tarjeta. Dice HOLA, SOY MAX POWER.
–¿Estás seguro?
¿No hay nada mas?
–No, espera...
–se dirigió al camarógrafo–. Oye, ilumina aquí.
El conductor,
ya impaciente, iba a preguntar de qué se trataba cuando la toma, un poco
borrosa, alcanzó a mostrar, en una de las paredes del túnel, la silueta de una
persona trazada con tiza blanca –como lo hacen los peritos después de un
accidente–. Era una pintura rupestre en la que se distinguían las piernas
formadas por dos líneas irregulares que se unían al trazo más grueso del
tronco. El círculo del rostro –en perpetuo equilibrio– tenía en su interior dos
círculos más pequeños. Debajo de ellos, el triángulo de la nariz y la media
luna correspondiente a la boca. Uno de los brazos estaba levantado; al final de
éste, una línea de apenas uno o dos centímetros simulaba un dedo índice que
señalaba arriba, hacia el cielo.
Max Power se
adentró en el túnel, después de dar unos pasos volteó, parecía un hombre que
sale de viaje y le dedica una última mirada a sus recuerdos. Aún podía escuchar
las voces de la gente. Un ratón gris salió de un lado y atravesó frente a él
arrastrando su cola pelada, inusualmente larga. Continuó su marcha. La oscuridad
era apenas perforada por las diminutas lámparas situadas a los costados.
Abandonó su maleta que resbaló de su cuerpo como una hoja seca cayendo de un
árbol. Sintió la mano derecha pegajosa. Alzándola frente a su rostro, observó
la palma teñida en rojo, las líneas de sus manos desdibujándose. Se detuvo y
exhaló un suspiro largo. Sus movimientos eran seguros, sólo su mirada húmeda
mostraba emoción. Fue poco el tiempo que le llevó quitarse toda la ropa. La
piel se le puso de gallina. Dejó los tenis rojos que zafó sin necesidad de
desatar las agujetas. Se escuchó el bufido del metro acercándose. Sabía que no
quedaba mucho tiempo, así que se apresuró a sacar la cartera del bolsillo del
pantalón y la colocó encima de los tenis. Un rastro de sangre la manchó. Poniéndose
de pie, enderezando la espalda, aguzó la vista para ver a la incandescencia
iluminar débilmente el fondo del túnel. Así, desnudo, Max Power parecía ser un
hombre de cristal, un hombre necesitado de mostrar su fragilidad moviendo uno a
uno los dedos de sus pies y sacando la lengua al ruido cada vez más fuerte.
Transcurrieron quince, veinte segundos. La incandescencia se concentró en un
punto brillante que expandía sus fronteras. Max Power sintió que su corazón
bombeaba, que daba latidos poderosos. A los treinta segundos, la luz adquirió
el tamaño suficiente para semejar un sol tímido que, asomándose al final del
túnel, reclamaba sus dominios a la noche. El sonido despertaba ecos, mezclaba
el alarido de los vagones con las ruedas metálicas sacando chispas de los
rieles. Fue en el límite de los cincuenta segundos cuando el amanecer blanco,
brillante, se apoderó por completo de sus ojos. Entreabrió la boca y dio un
paso adelante. En sus pupilas se veía al gusano naranja devorar ávidamente las
vías. Un resquicio de su mirada pudo reflejar el bostezo del conductor del
metro. Cincuenta y cinco segundos y el amanecer inmenso empezó a fundirse en su
cuerpo, ocupando cada centímetro. La última respiración, las aletas de su nariz
se hincharon. Alzó el brazo. Cincuenta y nueve segundos. El engranaje del reloj
de la estación rechinó y lentamente cambió de número. Después de eso ya no hubo
nada.
*Incluido en “El
caso Max Power y otros cuentos”, de Alejandro Badillo,
publicado por Aurora Boreal.
-Link
para descarga gratuita: http://www.auroraboreal.net/images/stories/editorial/narrativa/El%20caso%20Max%20Power%20y%20otros%20cuentos.pdf
Trampa*
Sabes? hubo un
tiempo en que
las tinieblas
estaban de pie, entonces
mis ojos
–pescadores de soles-
crearon un
mundo donde subsistir
donde no se
permitieran llaves
ni relojes.
Urgencias ni miedos.
Allí
supe habitar
momentos.
Hartaba huecos
en su refugio
cuando la ira
no tenía respuestas.
Pero quedaron
abiertas las ventanas.
Entró la
ternura equivocada.
Las tinieblas
se pusieron de rodillas.
Y ahora tengo
un mundo donde entro y salgo. Es él en mí... mi dueño, mi invento.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
El trabajo de la
vida*
La memoria
sueña
cavando pozos
en el cielo
desenredando
del abismo
una joya de luz
o una palabra.
En el vacío de
la esfinge
pinta barcos,
risas,
Una forma de
arrinconar la ausencia.
De pararse y
brillar
sobre los
restos mudos del naufragio.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
Náufrago*
El náufrago,
desnudo frente al espejismo de mares y soliloquios, tañía apariencias de su
historia. Afloraban en forma desesperada en la inmensidad de la noche. Como un
científico que busca afanosamente en cada punto de luz descifrar la piedra
fundamental. En su interior, desfilaban por su memoria interlocutores,
sermones, sinsabores, sentimientos ambiguos que en otros momentos lo
estremecieron… Tenía tiempo de sobra.
Allí en la
amplitud del cielo, no le parecieron tan tremendos. Es más: le hacían compañía.
Comenzó a
divertirse jugando con su sombra, como un niño pequeño.-
*De Azul.
azulaki@hotmail.com
*
el cartel
electrónico que anuncia
los andenes de
salida
en los puestos
amarillos las revistas, los diarios,
las colecciones
de libros,
la mano de un
hombre que saluda desde lejos
en respuesta
una boca de mujer sonríe
sus dientes son
otro cartel electrónico
que anuncia la
partida,
el olor de los
puestos de comida rápida atrae a los perros
que se rascan
el lomo con una pata también electrónica,
por la entrada
que da al puente se puede observar la llovizna
un parlante
anuncia o advierte no sé que cosas
la voz se
distorsiona, se desdobla
deja entrar
pasados que llevan en los pies
pequeñas
hendijas por donde asoma el futuro.
sentado en un
banco una niña pega figuritas
en un álbum de
fútbol.
escucho el
bullicio infatigable de la vida
en el pecho de
una paloma
que mira toda
la escena acodada a una viga del techo/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
Besos de arena*
Gris plata la
cresta de la ola, gris la gaviota y la orilla.
Lucía el
paisaje grisura transparente, pura calina. No era invierno, sin embargo la
niebla, densa niebla, me devolvía a la añoranza, al calor de los leños y al
recuerdo.
Apenas se
veían, a lo lejos, las barcas de velas. Se perdían en el sube y baja de las ondas.
El agua era una copia del cielo, tan gris como tus ojos, como tus ojos grises.
besos de arena
llovizna
impertinente
los ha borrado
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
HUIDA*
“Huyo de lo que
me sigue; voy detrás de lo que huye de mí.”(Ovidio)
Este capricho
mío de llorar descalza.
Esa empecinada
boca de hierba que me nombra.
Pájaro negro
que grazna sobre antiguos cálices.
Recién nacida.
Vieja rugosa y desdentada.
¿De que
múltiples rumores de espejos me arrancaron?
Yo jugaba entre
lápidas. Árboles tristísimos y trigales venerables.
Y robaba flores
a los muertos. Nardos y flores de papel morado.
Bravura de
polleras cortas. Trenzas y largas falsedades.
Huía y huía y
Dios me perseguía. No me alcanzaba
No lo consigue,
aun. No lo consigue.
Fugitiva yegua
con crines coloradas.
-¿Tampoco viene
este domingo, madre?-
Ella alisaba
los pliegues de la almohada.
Una desnudez de
hierro la arropaba.
Un vaso de agua
y cuatro hembras yertas.
Y el reloj se
detuvo. Y la noche.
Quise beber,
tirada es sus faldas de albahaca.
Sus manos de
Magdalena, cruzadas sobre el pecho.
Leve brisa
elevando un cansancio de años.
¿Están todos?
No. No están.
¿Por qué esa
soledad ¿ ¿Quien te obligó a orinar de pie?
¿Escuchas
madre? Es la eterna nebulosa.
Es otra vez el
mar… y un puñado de sal en mis desiertos.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
VÍSPERA*
Alguna noche
soñé que regresaba.
Ítaca estaba
lejos.
Largas
travesías y sirenas
me separaban de
sus templos.
Escila y la
avidez de las tormentas
significaban la
frontera.
Fieros vientos
y cíclopes
me desviaron
muchas veces de la ruta.
La sal marina y
los años
-los solitarios
años de destierro-
me enseñaron el
decálogo del náufrago.
Pero he aquí
que está amaneciendo
y mis ojos
-pebeteros sangrantes,
heraldos de un
rostro endurecido
por imborrables
cicatrices-
se asoman a las
costas añoradas.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
- De Arenas
de Ítaca
http://inventren.blogspot.com/
La muerte y J. V. Cilley*
(De la Estación J. V. Cilley – Ferrocarril Midland)
La muerte de las personas es como la muerte de los objetos, o quizás
debiese haberlo dicho al revés. Pero la muerte de los objetos, esos seres
inanimados que portan cierta alma que aflora, también es reconocible.
Cómo no decir en la estación "esta estación, que estaba viva, ha
muerto". Cómo, frente al patio borrado por la Pampa que devora las
construcciones humanas, frente al andén inexistente, los rieles levantados, las
paredes apenas esbozadas por una línea de ladrillos ancha y baja, cómo,
entonces, no decir "esta estación, que tuvo vida, ha muerto".
Dicen que a la estación la derrumbaron, que a los rieles los levantaron,
que dejaron que los yuyos tapen el pozo cegado, y que permitieron que el patio
apenas se dibuje brevemente por el perímetro de árboles desolados. Pero a la
casa del guarda no la tiraron las manos de las gentes que mataron la vida del
ferrocarril. La casa se derrumbó de tristeza, sola por el peso de la pena de ya
no ser, de haber quedado despoblada. La vivienda del guarda sin guarda se
derrumbó por el peso del vacío, sin ayuda.
La casa se cayó sobre sí misma, como un árbol, como un farol que se
apaga, como un amor que desvanece su anhelo y se repliega en el olvido.
Es una tumba la estación J. V. Cilley. Si las personas mueren, si la
historia tritura y demuele y desaparece, entonces esta estación, que ya no
está, que es apenas un rastro bajo los cielos enormes y definitivos, esta
estación es una tumba como la de los gringos, una tumba en tierra fundida en la
tierra, un rectángulo de soledad bajo el perfecto azul.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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