*Aire
Fresco. Obra de Julio Ovejero.
*
Mi abuelo le
contó su secreto a mi padre. Vi como acercó la boca a su oreja y susurró. Quise
desactivar el misterio leyendo sus labios. Pero la boca miente, aquellas
palabras tenían un subsuelo.
Mi padre
buscaba plazas donde correr, era boxeador y se entrenaba para recibir golpes.
Con mi hermano solíamos acompañarlo por las noches. En invierno patinábamos
sobre el asfalto cubierto de hielo, masticábamos los frutos helados del serbal,
nos hacíamos los envenenados.
Mi abuelo
caminaba arrastrando los pies y sin levantar la mirada del suelo, fue soldado y
lo encerraron en un calabozo lleno de barro, los pies se le empezaron a pudrir.
Mi padre no podía dejar de correr.
Cerré los ojos
y no pude soñar, pasé la noche deslizándome por las paredes de mi habitación.
Mi hermano dormía abrazado a un oso al que le arranqué los ojos. Me deslicé
también por la primera capa de hielo que cubre los lagos del invierno. Los
alces jóvenes mueren allí porque no se distancian de su nacimiento.
El arte de
hachar la leña para construir una isba requiere por parte del brazo la comprensión
de la altura y de la profundidad. Ese brazo evita que el hacha se asuste. El
golpe justo separa el pasado del futuro.
*De Natalia
Litvinova.
UN RASTRO DE CENIZA ROBADO A LAS ESTRELLAS…
*
A las palabras
las antecede un nido.
No vienen todas
del mismo lugar.
Existen nidos
que las cobijan,
nidos distintos
y entonces
algunas
salen con
garras
con alas
y salen
con hierbas silvestres
salen con
tierra
o con
algodones
y algunas salen
con fríos
otras desiertas
Pero terminan
de nacer en las bocas
de a montones
nacen.
Para explotar
ante un otro.
Siempre hay un
otro.
Aunque sea uno
mismo.
Que puede
darles muerte
O ponerlas a
vivir
en un trágico
segundo
*De Paz
Bongiovanni. pazbongio@hotmail.com
Una flor
encendida*
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Los ojos
turbios y los sentidos al aire, el perfumista buscaba revelaciones. En su
tienda, todas las noches, lejos de alborotos, improvisado el laboratorio
bullía. También algunos frascos calentados por llamas azules. En medio de la
penumbra, las azulosas iluminaban su cara y en su mirada una inútil victoria.
Porque las esencias eran efímeras. Porque el tiempo actuaba en ellas. Como el
humo disperso del café. Como morosa nube que pierde su forma. Es verdad que el
perfumista era hombre viejo. Pero en los olores gozaba y rejuvenecía. Y
entonces, gota a gota, con altas palmadas, con nuevos olores, encendía su
locura.
En las tardes
el perfumista bajaba al pueblo y bebía absenta en el Cuervo Rojo. En la segunda
ronda se quitaba el sombrero, inclinaba la cabeza y le hablaba a su bebida, el
hada verde de los maniacos, de los poetas. El perfumista, enverdecido, alzaba
la voz y proclamaba su fuego, sus contenidos ardores. Y los parroquianos lo
miraban y sus risas tan ruidosas eran que parecían rojas. Transfigurados en la
penumbra, rabiando en el Cuervo Rojo, eran densos diablos bailando en las
sombras, empuñando tenedores como afilados tridentes, en ristre. Quizá en esas
noches la verdosa hacía al perfumista inmune a las burlas. Le entumía el alma
para ensimismarlo y alejarlo de las voces y del escarnio. Como un guiñapo,
envenenado por tanto verde, el perfumista caminaba después por las calles.
Insultaba a la luna, a los rijosos diablos, a su sombra. La tormenta de absenta
terminaba en su cama con estertores. El vaho del alcohol tan fresco era, casi
fosforescía en su boca. Y el cuerpo, encallado entre las sábanas, se anegaba en
el dócil sueño, en la penumbra.
II
Murió el
silencio en el cuarto. El perfumista dio locas vueltas en la cama. Como herido
de muerte. Como si habitara un lecho de encendidos carbones. Tomó un vaso de
agua. Frente al espejo hizo el triste inventario de su cuerpo. Se lavó la cara.
Se examinó, uno a uno, los dientes. Los pelos blancos fulguraban en la luz. La
luz también incidía en las arrugas, en la barba. En las mañanas que seguían a
las juergas sentía alboroto de mundo en el cuerpo. Como muchos pájaros, a un
mismo tiempo, en el pecho. Un temblor casi caliente en las venas. Cosquilleos
en la nariz.
Después de
vestirse abrió su negocio. Quitó el polvo de los instrumentos, de las precisas
herramientas. A pesar de los temblores conservaba diestras las manos. Ordenó
goteros y colorantes. Hierbas y minerales. Se sentó a esperar clientes.
Suspiraba como santo. Miraba la vida triste del pueblo. El silencioso
transcurrir de los gatos. Rodeado de frascos, de los reflejos que brotaban en
ellos. Alrededor de él, como luciérnagas, sus imaginaciones.
Una mujer
atravesó la calle y entró al negocio. El perfumista miró su rostro de nieve. La
mujer husmeó con el perfil fino, casi dibujado a tinta en el resplandor de la
calle. Bosquejado también, su rostro, en el tiempo; enmarcado con un sombrero
antiguo. En el mostrador la mujer inclinó el torso. La luz le llenó los ojos.
Por la invasión de luz, la mirada más plena. Y se lo quedó mirando, apenas
pestañeando, intacta. El perfumista se acercó. En el pecho de la mujer percibió
un olor dulzón, como el de las desbordadas frutas que en sus sueños tocaba.
Ella inclinó aún más el cuerpo. El olor, esta vez, más sutil. Una mueca de
satisfacción dejó expuestos los dientes; los labios codiciosos y llenos.
—Me informaron
que su tienda es la más surtida de la región —le dijo.
—Tengo muchas
variedades, es cierto —respondió el perfumista
—Busco este
perfume –indicó la mujer extendiéndole un papel.
El perfumista
no pudo leer el nombre. La caligrafía era extraña. Casi un dibujo. Ahí no había
letras sino flores, pálpitos rojos y verdes, ramas enredadas hasta la locura.
Vocales, sílabas extrañas, incluso gruñidos, intentó el perfumista. Pero no
quiso negar el perfume a la mujer. Quería retenerla y seguir bebiendo sus
olores. Se caló los lentes y se dirigió al fondo de la tienda. Fingió revisar
frascos, la balanza, los minerales pulverizados en el mortero. Pero sus
pensamientos hervían. El fuego en el cuerpo lo afiebraba. Con gesto adusto
trazaba con las manos rutas imaginarias en los anaqueles. Pero la búsqueda
artificiosa y la impaciencia de la mujer, bullendo al otro lado del mostrador,
lo hicieron regresar.
—No tengo ese
perfume —confesó, al fin, derrotado.
—¿No lo tiene?
—replicó ella.
El perfumista
negó con la cabeza.
—¿Lo podría
conseguir?
—Voy a
intentarlo —mintió
—Regreso
después —dijo la olorosa.
III
Esa noche, en
el Cuervo Rojo, débil trazo en la mesa el perfumista. El hábito de pensar en
los olores de la mujer lo había desgastado. Sus breves palabras, también. En
las manos tenía el papel con el impronunciable. Pero cada vistazo a los
colores, a las líneas, lo aguijoneaba. El Cuervo Rojo emitía un débil murmullo
y en su barra empezaban a dispersarse los diablos. El humo de la absenta
permanecía en el tiempo y le velaba el rostro y los labios. Humoso, el
perfumista, sentía sus pensamientos como torpes peces, nadando en el fondo de
su copa Los últimos diablos, con los ojos constelados de alcohol,
brillosos por la locura, salieron del Cuervo Rojo. ¿Cómo conseguir el perfume
que quería la mujer?, ¿cómo retenerla para beberse por completo sus dones?
Fatigada la mente, empezaba a jugar el juego de la verdosa. Pero la absenta ya
no era consolación, ni bandera de guerra, ni motivo para el abandono. El
perfumista pidió la cuenta. Al salir del lugar, a la distancia, el Cuervo Rojo
titilaba en la noche. Su anuncio neón, la figura viva del pájaro, aleteaba, en
la oscuridad
El perfumista
se dirigió a su tienda. Las banquetas lustrosas por la noche. Los gatos en las
esquinas, en los tejados, en su coro. Después de unos minutos, el perfumista la
vislumbró, a lo lejos, al final de la calle. Junto a un farol, como atraída por
la luz, inmóvil falena, la mujer lo esperaba. La olorosa tenía el mismo
vestido. El perfumista apresuró el paso. Llegó a su encuentro con latidos
violentos; la sangre una estampida en las venas.
—Necesito el
perfume —dijo la mujer.
El perfumista
no pudo contestar. Recobraba apenas el aliento. Pero a pesar del cansancio sus
sentidos, ciegos a las cosas del mundo, iban en pos de la fragante, de la nube
de olores que la envolvía.
—¿Lo encontró?
—preguntó, la impaciente.
El perfumista
negó con la cabeza.
La seguridad
había abandonado a la mujer. Como al borde de un precipicio, temblaba, su voz.
Urgidos también los ojos, los labios llenos.
—Vamos a la
tienda —dijo, al fin, el perfumista —a lo mejor alguna combinación puede dar
resultado.
Sus cuerpos
avanzaron en la noche. Breves sombras ungían el cuerpo de la mujer. El
perfumista caminaba a un lado, sin despegarse mucho, como mosca atraída a la
miel.
El perfumista
abrió la cortina, prendió las luces. Los frascos alineados, con nuevos colores,
por la artificiosa. Líquidos ambarinos, púrpuras, y dorados. Reproducciones de
plantas oriundas de Asia. Algunas encontradas en islas imaginarias, rodeadas de
océanos profundos. Un tesoro en la tienda tenía el perfumista. La mujer dejó su
bolsa en una silla y pasó al otro lado del mostrador.
—Debe ser algo
de rosas, de sándalo —dijo el perfumista.
—O una flor muy
rara –continuó él mismo.
—Que poliniza
una extraña suerte de insecto –pensó en voz alta.
—O una esencia
que brota al azar –finalizó mientras iba al fondo de la tienda.
La mujer,
inmune a su soliloquio, se acercó a los frascos. Mientras miraba, los labios,
toda ella, suspendida en la fiebre. Leía, una a una, las etiquetas. El vestido
dejaba al descubierto una parte de la espalda. Los cabellos, derramados en
ella, abrevaban su resplandor. Un ascua era su alma mientras recorría los
anaqueles. El perfumista, a poca distancia, distinguía en su respiración una
rara orquídea, una especia añorada, una flor cuyo nombre le provocaba insomnio.
La mujer, impaciente, revisó manuales, consultó amarillos recetarios, pesados
libros. Mientras ella investigaba el perfumista, instigado por su provocación,
se acercó aún más. Pero lo hizo tímidamente. La mujer se dio vuelta:
—Espere —dijo y
se acercó al perfumista.
—¿Qué pasa?
—No se mueva.
A las solapas
de su saco dirigió la mujer su investigación. El rostro subió después por los
botones de la camisa, el cuello almidonado y recto.
—No es posible,
usted lo tiene —dijo.
La mujer
festejó su descubrimiento. Niña iluminada parecía. Al borde de la locura. Con
vivas palmadas festejaba.
—Después de
tantos años —dijo dando vueltas.
El perfumista
se quitó el saco. Lo examinó con minucia. Pero no encontró ningún olor. También
su camisa. Como negado a ese olor. Como si éste, en breves segundos, se hubiera
evaporado. Sin embargo la mujer era un sol.
—Debemos darnos
prisa –dijo.
—¿Qué hay que
hacer?
La mujer no
contestó. Sólo empezó a desnudarse. Pronto en una silla el vestido abandonado.
Los zapatos. El encaje de la ropa interior un destello en los ojos del
perfumista. El cuerpo de la mujer, expuesto, como una lámpara apenas oscurecida
por la sombra del pubis. El perfumista, maravillado, percibió que en el
talle le crecían los aromas. El origen de ellos ahí. En mundo ignoto que ahora
descubría. En la tienda se desperdigaron los aromas de la mujer, como luces,
como esquivos insectos. El perfumista miró los blancos senos. Los pezones. Las
aureolas dibujadas por la penumbra. Toda ella la llama de una vela. El
perfumista se quitó, tembloroso, la ropa.
La mujer hizo
espacio, tiró el mortero de una mesa. Viejos cuadernos con recetas, escobillas,
palas, terminaron también en el suelo. Libre la mesa entonces. Lista para los
ardores. La mujer se acostó. Flor que atrapa a un insecto, atrajo al
perfumista. En el ambiente flotaba la fiebre de ella, la que pronto contagiaba
al perfumista y lo hacía subir con dificultad a la mesa. El rojo pulsando en
las entrañas. El cuerpo desnudo de la mujer, fresco como fruta, como madera
recién cortada. El ombligo profundo. Tal vez ahí, pensó el perfumista, mientras
lo besaba, la clave de los olores. Abandonado al deleite, sobre ella, con los
ojos cerrados. La mujer guió al impaciente, al de las manos tiesas y temblonas.
Lo ablandó en los densos muslos. Después el perfumista, más libre, se internó
en el bosque. A la distancia, enredados los dos, como un nombre imposible, como
el buscado perfume. Y los dos brillaban. La mesa se tambaleó. Un frasco más
cayó al suelo y dejó un indeleble rastro en la madera.
El perfumista
penetró en los olores. A cada movimiento lluvia de ellos tenía. También más
joven era cuando la quejosa, entre sus brazos, parecía desbaratarse. De papel
era la mujer con cada acometida. Después de unos minutos el goce de los olores
terminó. El perfumista se dejó caer, como desprendida hoja, a un costado de
ella. Un coro tenía encima. Lo que los hombres deben sentir antes de entrar al
cielo. La mujer se bajó de la mesa. La pedacería de vidrio, herida de luz, en
el piso. Toda ella sudaba. La respiración le afilaba las costillas. Más
evidentes los pechos. Más viva por el sexo la olorosa. Como flor seca de pronto
agotada con agua. El perfumista, embebido aún, se puso los pantalones. Tenía
aromas por todas partes. En las manos. En las canas. En los brazos
calientes. No se acordó de la esencia buscada por la mujer. Sólo podía
pensar en el calor, en los incandescentes restos de una fogata. La mujer seguía
desnuda. Se sentó en una silla. Meditaba. Sus pies muy blancos parecían lunas
en el piso. Después de unos momentos, le preguntó:
—¿Tiene
cerillos?
El perfumista
fue al mostrador y le alargó una caja.
La llama brotó
fácil al primer contacto. La mujer la protegió con la palma de su mano. Como
ánima en cueva oscura. Como espontánea y diminuta estrella. Después tomó un
mechero y contagió de oro la punta. Los dos estuvieron unos segundos mirando la
llama, encandilados.
—Mira,
perfumista —dijo la mujer con una sonrisa, acercando el mechero al encendido sudor
de su cuerpo— éste es el secreto de la esencia, el que he esperado toda la
vida, el único que me falta.
La llama se
encaramó al cuerpo blanco. El perfumista intentó con un trapo apagar a la
mujer. Pero el fuego era pleno. Amante voraz. Como ardiente sudario brotaba. La
flama grande y la mujer un débil pabilo. No hubo gritos, quejas, invocaciones.
La mujer silenciosa ardía. De cuclillas, invadida, mirada a su alrededor
asombrada. Después de unos instantes el sitio del fuego ocultó casi todo su
cuerpo. Pero a pesar del fuego no ardía la olorosa. Y no había chispas, ni
leves pavesas volando. El perfumista, los estantes, los frascos, testigos. La
tienda un vertedero de luces. No había denso humo. Ni olor a quemado, ni
oscuros nubarrones. En el ámbito sólo fina niebla crecía, cundía entre papeles,
cuadros, estantes. Como dos brasas los ojos de la mujer. La niebla comenzó a
llenarse de azahares, de rosas, de orquídeas. El perfumista incluso encontró,
en el cúmulo, la absenta que había bebido esa misma tarde. Percibió, en la
niebla, un nuevo olor. La mujer aún pudo mover la mano derecha y atrapó un
poco. La llevó a la nariz. Sonrió. Fue lo último que pudo ver el perfumista de
la ardiente. Atrapar el olor era inútil. El perfumista pensó, esperanzado, que
el olor era tan intenso que quedaría impregnado en los frascos, en los
instrumentos, en los papeles. Pero la esencia, como la muerte, era efímera. El
tiempo pasó y el olor fue absorbido. Pero la niebla perduró durante días y era
tan densa que el perfumista a veces sentía que le besaba los labios.
*Incluido en “El
caso Max Power y otros cuentos”, de Alejandro Badillo,
publicado por Aurora Boreal.
-Link
para descarga gratuita: http://www.auroraboreal.net/images/stories/editorial/narrativa/El%20caso%20Max%20Power%20y%20otros%20cuentos.pdf
*
Supe del viento
porque vi
el gesto rojo
de las amapolas.
Ahora estoy
perdida:
saltó mi
corazón desde tu mano.
En un segundo
deshice el
precipicio
donde en
nombre del amor
me fragmenté
hasta la última costilla.
Esto que puede
parecer una catástrofe
se llama adiós.
*De Valeria
Pariso
Pilar*
*Por Victoria
Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
Pilar se
levanta temprano como cada día. Le extraña que Oso no venga a saludarla. Pone
el agua para el mate y va a buscarlo. Arrastra las pantuflas a paso lento. La
noche anterior se quedó echado al lado de la salamandra. Hacía mucho frío, ella
le dejó el chal sobre el lomo antes de irse a dormir. Le vio los ojos cansados,
sólo eso, él le movió la cola en un gesto que ella interpretó como un gracias.
De nada osito. Y se fue a la cama.
Llega adonde el
perro parece dormir. Se acerca y se agacha agarrándose del respaldo de la
silla. Oso, oso dale que es tarde levántate. Entonces se da cuenta de que ya no
respira.
Pilar tenía 6
años y los pies curtidos por las espinas del campo. Escuchó la noticia sin que
la vieran. Sonaron tres golpes en la puerta mientras ella jugaba con León, su
perro, en la parte trasera de la casa, desde allí con la puerta abierta del
fondo podía ver la pequeña cocina. Su madre abrió sin decir palabra, con apenas
un gesto asintió cuando le preguntaron si era la mujer de Armando Bermúdez. Lo
sentimos Señora. Y su madre estrujando el delantal se dejó caer sobre una silla
y empezó a llorar. Lloraba con sollozos fuertes. Ver a su madre le alcanzo para
saber lo que los soldados habían dicho aunque ella no los hubiese oído. Salió
corriendo. León la siguió sin detenerse hasta que Pilar ya no pudo respirar.
Cayó de rodillas, su pecho se hundía una y otra vez en el intento de recuperar
algo del aire perdido. Las lágrimas llegaron a su boca. Lágrimas como ríos
interminables. León a su lado lamía su cara. Pilar lo abrazó. ¿Cómo puede ser
Leoncito? El abuelo dijo que papá volvería lo prometió, yo lo oí, que si Dios
lo salvó en el Ebro de esta iba a volver. ¿Qué vamos a hacer Leoncito? Y con
todas sus fuerzas rodeo el cuerpo de León hundiendo la cara entre sus pelos.
Dos años
después de la muerte de Armando la madre de Pilar recibió carta y pasajes desde
Buenos Aires. Sus hermanos varones estaban allí hacía un tiempo. No podían dejar
sola a su hermana viuda y con tres hijos en un país atravesado por una
posguerra feroz. Pilar se abrazó a su abuelo con toda la fuerza que le
permitieron sus brazos cansados. León a su lado saltaba y lloraba con esa
percepción que parecen tener los animales en ciertos momentos. Pilar no sabía
qué decir. Ya había intentado convencer a su madre de quedarse. Tenemos que
irnos, está tierra sin tu padre no vale nada. Y volvía a llorar como tantas
veces. Esa tarde se subió a la carreta que los llevaría a Vigo donde un barco
con destino final a Buenos Aires los esperaba. Tras ella subió su hermano José,
y el pequeño Jesús de apenas tres años que, arriba de su madre, dormía. Pilar
vio a León correr la carreta ladrando, aullando como si de pronto se hubiese convertido
en un lobo. Ella se abrazó las piernas y cerró fuerte los ojos. Cuando ya no
escuchó sus ladridos volvió a abrirlos. Su madre a su lado aún los tenía
cerrados y como siempre lloraba abrazada a su hijo.
La Boca. Pilar
tenía dieciséis años y volvía a paso lento de trabajar en la fábrica. Ocho
horas barriendo y ayudando en las máquinas tejedoras. Al menos arrimaba algo de
dinero. No la estaban pasando bien. Buenos Aires es el paraíso, decían las
cartas, acá la gente tira el pan a la basura porque no llegan a comerlo. La
tierra prometida no cumplió con todas las promesas. Venía pensando qué distinta
era Buenos Aires a Galicia. No podía decidir cuál era más linda. Tan
distintas...tenía amigas gallegas que había conocido ya desde el barco. Volvían
cansadas, apenas con ganas de compartir un mate y una charla en el conventillo,
al menos con ellas podía seguir escuchando el rumor de su tierra perdida.
¿Cuándo volvería a Galicia? Si era honesta consigo misma la respuesta era
nunca. Cavilaba, pensaba en los suyos, en su tierra, cuando levantó la vista se
encontró que, media cuadra más adelante, había un bulto que parecía un paquete.
Le dio curiosidad. Apuró el paso, cuando estaba cerca, reconoció que era un
pequeño perrito que temblaba. Lo alzó y lo abrazó para darle calor. Cuando
acercó su cara al cachorro el recuerdo de León la envolvió sin retorno. No pudo
parar de llorar las cuatro cuadras que le faltaban para llegar a su casa. Un
nuevo compañero, pensó, mientras daba un suspiro y sacaba el pañuelo para secarse
las lágrimas. A vos te voy a poner Manuel.
Lo lamentamos
Señora no pudimos hacer nada. Un infarto irreversible. Gloria, su hija, la
sostenía, la envolvía con sus brazos, lloraban juntas. Cuarenta años había
compartido con Fermín, cuarenta años y ya no estaba. No encontraba una palabra
que decir sólo lágrimas. Y el calor de su hija que no la soltaba.
Horas después
subían juntas a un taxi. Me quedo con vos Má esta noche. Está bien hija no hace
falta. Quería estar sola. Lo necesitaba. Se despidieron en la puerta de su
casa. Cualquier cosa me llamás. Sí hija quédate tranquila. Cruzó el jardín de
la entrada y abrió la puerta, ni bien puso la llave en la cerradura escuchó las
patas de Oso acercándose. La recibió a los saltos y moviendo su cola peluda y
gris. Pilar llegó al sillón, dejó la cartera. Oso se trepó sobre su falda como
hacía cada día de los últimos diez años. Ella lo abrazó para llorar sin
consuelo su primera noche viuda.
Oso se murió le
dice a Gloria por teléfono. ¿Cómo estás Má? ¿Cómo querés que esté? Ya no me
queda nada. No digas eso Má estamos Juan y yo y los chicos. Ya sé, pero vos
tenés tu vida, no es un reclamo, te entiendo, a mi sólo que quedaba la compañía
de Oso ya no me queda nada. Má busco los chicos de la escuela y voy para allá
al medio día. Esperamos a Juan y lo enterramos juntos. ¿Escuchas? ¿Estás bien?
Sí, sí estoy bien. Algún cachorro vamos a conseguir. Bueno, después hablamos de
eso, los espero. Cuelga el teléfono y va a su habitación a buscar una sábana.
Busca la última que bordó, vuelve a la cocina y con ella cubre a Oso. Se sienta
en la silla. Toma unos mates y se acuerda de León su perro de la infancia y por
primera vez se da cuenta de que no sabe qué fue de él, donde estará enterrado.
Un nuevo cachorro piensa. Ochenta años. Ya no puedo cuidar a nadie. Se escucha
decir. No, ya es suficiente. Mejor le digo a Gloria que no traiga ningún
cachorro. ¿Quién lo va a cuidar cuando yo no esté?
*
Vengo
desde la
sombra,
oscura
como un jirón
desprendido
de la noche.
Traigo,
apenas,
el asombro
apretado
en una mano:
un rastro
de ceniza
robado
a las
estrellas.
En mí
vive
la luz.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
EL CIRUELO DEL
MUNDIAL*
Cada mundial
vuelvo a recordar la historia del árbol en el fondo de la casa de los padres de
Kalman.
Porque el
secuestro ocurrió al principio del mundial de la dictadura.
Quizá será por
la tapa del libro, que conservo desde aquella época.
La hoja suelta
y maltrecha de papel era la tapa de "EL ESTADO Y LA REVOLUCION "
de V.I. LENIN. PEQUEÑA BIBLIOTECA MARXISTA LENINISTA
En la desesperación
el padre polaco de Kalman había enterrado todo lo que encontró en la pieza de
sus hijos.
Sólo se había
salvado la colección de Mecánica Popular y el diccionario.
La imagen de su
rostro recién retornado del chupadero. Su cara, nunca voy a olvidar su cara
aunque la imagen este desgastada por las décadas transcurridas.
A los 20 años
Kalman había envejecido de golpe: era un muchacho ojeroso con una tristeza
madre instalada en la mirada. Me recibió sentado en una habitación
deliberadamente sombría, como si sus ojos acostumbrados a semanas en la
mazmorra no toleraran la luz.
Me dio la hoja
suelta y dijo: -Llevatelo de recuerdo, es lo único que quedo de la biblioteca.
De su
biblioteca enterrada yo sólo había leído "Para leer al Pato Donald"
Después se largo
con el relato del secuestro y lo que soportó durante una semana en ese campo
clandestino.
A menudo pienso
en él, más aun cuando se acerca un mundial.
Cuando volvió a
su casa, fueron con los viejos a un vivero y compraron un ciruelo bastante
crecido.
Fue una
ceremonia familiar plantar el ciruelo sobre el bulto de los libros enterrados
en la quinta.
La dictadura
pasó, años después volvieron a discutir si tenían que desenterrar los libros,
el árbol había crecido y ya daba sombra.
Fue Kalman el
que decidió: -dejémoslo tal cual, parece que las raíces están bien alimentadas.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
*
En mi cielo,
las voces de los autores leen sus textos en la oscuridad. En mi
cielo estabas, te preguntaba algo y contestabas o consultabas
los libros, esperaba tu explicación con la sonrisa de la que recibe
una joya. En ese mismo cielo los picaflores tomaban de tu mano su leche de
azúcar y vos plantabas flores cuidando los colores. Pintor - jardinero de lo
efímero. El mundo se abría con viajes y libros, antes de las
pantallas. En ese mismo cielo Benito, Uma y Huayra aprendían de vos la
conversación, cierto arte íntimo para cubrir las paredes de belleza. Todos nos
sentábamos a ver cuando por las noches les leías cuentos,
como salía a volar el pájaro azul que, ahora no tanto, se les
pide a los hombres que no muestren...También estaba la plaza
de Egipto. en el momento más alto de la alegría de la lucha En ese cielo “no
pasaran” decíamos y nunca pasaron. Trabajaba de leer diarios y desparramar a
cada cual las noticias que les interesaban, el café salía de las
canillas. En lugar de propagandas tiraban en el umbral poemas para que la
mañana brille cuando se sale a la calle. Siempre había una mirada enamorada,
salir a festejar, carnavales, la libertad, el contacto. En mi cielo me
acunaba en la plaza o lloraba con otros. El cuerpo vivía y contaba. Mirá esta
es la voz, tan casi de niña, con la que dije mis verdades y mis dulzuras.
Mirá con estos ojos, descubrí a Miguel Hernández, hace tanto, se me llenaron de
rojos en la fiesta del sol que se esconde en Kee West,
miré caminar a mis hijas y las sonrisas del principio ¿El cuerpo es
la perfecta foto de una estrella de cine o ese recorte con forma de
corazón en un vestido por el que se busca atrapar una mirada? ¿El arte es
lo perfecto o lo que uno hace con lo que le falta? El cuerpo es el placer
de tirarse desde la montaña de arena que es un Everest en la
infancia, y la frescura del agua, alma acariciante, para
flotar. Es un llamado, un regalo para otro. A veces una se envuelve en papel
celofán. Y es una fiesta si alguno sabe desenvolverla .En mi cielo una
pequeña florcita blanca, se posa sobre el negro fondo de la taza de café
olvidada en el jardín, muestra en su contraste, que hay también un
luto esperando, un pequeño infierno que la flor de pétalos abiertos atenúa y
sobrevuela. Desde mi cielo no se ve el cielo, como lamenta Monterroso, pero sí
se lo escribe que es una manera de curarle las heridas o de verdad
soportar que no exista salvo por llamaradas.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
*
te miro,
sentada a la mesa
y no necesitás
siquiera tu sombra
ni la luz de
una lámpara
tenés el aire
de los conejos cuando se enamoran
tu pelo se
parece a la lluvia
miro tu color a
tiempo
tu boca en la
que asoma su ojo el silencio,
miro también
mis manos de
titiritero
y sonrío
porque ya no
hay hilos en ellas
porque están
abiertas,
ventana a
ventana,
porque están
manchadas
del rojo de tu
vida
y me siento con
suerte para nombrarte esta noche
humilde y dulce
(aquel invierno
que encontramos
junto al cordón
de la vereda
cajas con
zapatos
las fui
abriendo,
vos sentada en
las escaleras
y te probé unos
cuantos pares
hasta encontrar
los tuyos
los de tus pies
y sonreíste
me miraste y
sonreíste
y fuimos
alegría
con nada
con tan poca
cosa)
no pedís sino
el amor,
el breve amor,
una mano te
alcanza en la sombra de la belleza
te miro,
acodada a la mesa,
me acerco,
apoyo la cabeza
en tu regazo
y alguien
reanuda en mí
la construcción
de
tus pirámides/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
La Pintura de
Julio Ovejero*
Nacido en San
Miguel, provincia de Buenos Aires, aunque desde muy pequeño vivió en Mendoza.
En la Escuela Superior de Bellas Artes de la ciudad de Mendoza, Argentina, la
antigua Academia Provincial de Bellas Artes, inicia su formación artística.
Andrés Cáceres,
escritor y crítico de arte manifestó en una nota en la sección cultural del
periódico Los Andes de Mendoza: “Si algo caracteriza a Ovejero es la elegancia,
el buen gusto, cierta temperancia en el cromatismo y un ordenamiento de luces y
poses nunca del todo realista, pero sin elementos gratuitos. La fantasía, lo irreal
o lo onírico siempre están en función del contenido y por sobre toda otra
consideración, están la plasticidad y el efecto visual del conjunto”.
Ovejero
establece un equilibrio entre la expresión, la fuerte necesidad de expresarse y
la posibilidad de plasmarla en forma accesible. No le interesa proponer
incógnitas sino ofrecer un retazo de vida urbana, reconocible, aleccionadora y
que sea, por sobre todo, otra consideración, arte genuino.
Ovejero vive en
Madrid desde 1977. Su despedida, entonces, fue una primera exposición
individual en la sala "Goya" de Cultura Hispánica. Anteriormente,
había expuesto en forma colectiva con el "Grupo Plástico Numen",
tanto en Mendoza como en Buenos Aires, Viña del Mar y Río de Janeiro y Estados
Unidos. En 1986 presentó una muestra en la desaparecida galería "La
Brocha", Mendoza.
Sus muestras se
multiplicaron y viajaron por toda España, Francia, Italia, Alemania, Japón,
Estados Unidos, Venezuela, Colombia, Brasil y Cuba. A los premios que tenía en
Mendoza se sumaron otros de carácter internacional y comentarios importantes de
críticos europeos
"Ovejero
resuelve con el mismo talento lo figurativo y lo abstracto y consigue que el
lenguaje plástico sea elocuente y valga por sí mismo, más allá de la anécdota,
que no falta y funciona secundariamente. Sus cuadros son de la más alta calidad
y ofrecen una poesía lírica con leve tensión dramática en un caso y en otro,
sensualidad y musicalidad. En conjunto se aprecia una sólida materia, tal como
ocurre cuando la composición está elaborada con seriedad y capacidad y los
rasgos, como en este caso, poseen la soltura gestual de la mano hábil guiada
por una luminosa intuición”.
"Si a ello
agregamos la limpieza del color, la sobriedad de los contrastes y las
delicadezas de tonos, semitonos degradée y transparencias, cabe concluir que
Ovejero, además de un notable pintor, es un artista pleno, que trabaja con
decidido amor por lo que hace".
De sus cuadros
exhibidos en Madrid a mediados de 2004, escribió en la revista especializada
'El Punto de las Artes', Leticia Martín Ruiz: "La unión de Ovejero con la
cultura hispánica ha quedado patente en multitud de muestras realizadas desde
el final de los años setenta y los ochenta en nuestro país. Un artista, que ha
vivido y trabajando con su corazón dividido entre dos mundos y dos culturas,
que nunca ha olvidado de dónde viene y que no pone límites a su posible futura
meta".
Así como tuvo
una época abstracta, pero siempre a partir de la realidad, de modo que cada
cuadro podía asimilarse al paisaje, a la figura, a las edificaciones, a objetos
o a espacios inexplorados, nunca sintió que lo figurativo y lo abstracto fueran
opuestos excluyentes, dogmas inequívocos de credos divergentes.
No hubo un
regreso a la figuración porque nunca la dejó definitivamente, pero aprendió muy
bien las lecciones del expresionismo abstracto y basta un repaso de lo
producido de entonces a la fecha para apreciar la diversidad de técnicas, el
ajuste cromático, la convicción narrativa, la riqueza expresiva y la misma
impronta cualitativa de su estilo.
Ni misticismo
ni rebeldía, sino un disfrute y una alegría de vivir, con ornamentos que
complementan una narración inquietante, que convoca, a la vez, al misterio y a
la nostalgia.
Optimista
jovial, observador crítico y perspicaz, Ovejero nos deleita, últimamente, con
la poesía elegíaca del tango, su extrañamiento, su impulso vital, su
sensualidad arrebatadora y esa imponderable sensación de tener el alma
suspendida cuando suena la música inefable de Buenos Aires.
En una de sus
últimas muestras en Madrid (2011) en Galería Orfila, el escritor y crítico de
arte, Antonio Leyva, dijo de la obra de Ovejero: “La incertidumbre, la
simulación, lo reprobable que debe ser ocultado, lo que degrada o corrompe o
ridiculiza o enternece -convicciones, creencias, afinidades – son los
componentes perturbadores de la pintura de J.C.O. La capacidad del color para
expresar estados de ánimo, para vitalizar la materia inerte, para sustanciar lo
que es sólo estética por dogmática definición, mediante la proyección sobre esa
estética de las conturbaciones y desasosiegos que acompaña al ser humano”.
”….La elocuencia plástica de su lenguaje pareciera provenir de los hallazgos
del expresionismo abstracto en el que por algún tiempo militó, si bien pronto
lo dramáticamente tensional, impregnado de incitaciones sensuales, en ocasiones
resuelto mediante planos-secuencia que sirven a lo narrativo del conjunto, se
impondrán al optimismo atildado y falsamente progresista, impostor y
convencional, que trata de insensibilizar hasta la piel que envuelve nuestro
esqueleto”.
*La Obra “Aire fresco” de Julio Ovejero encabeza la
edición de Inventiva Social por gentileza de su autor.
INVENTREN
Feria*
(De la Estación
Gobernador Ortiz de Rozas – Ferrocarril Provincial)
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Poco antes de
mediodía, Mariano bajó del tren.
Siguiendo una
vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en
el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la
abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como
buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun
así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar
en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca
lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de
pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién
sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó
en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre
las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de
la corbata que nunca fue capaz de ponerse.
Pero ahora ya
estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una
gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano
rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la
Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda
desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que
traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte,
Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron
encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su
legítimo dueño.
Cuando salió de
la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de
automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando
acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección
al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco
manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la
desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano
de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le
parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico
hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a
gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que
podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que
llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..."
pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba
formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo
suficiente para comer algo.
Luego, por la
tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar
nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a
algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros
pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores
del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las
innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas
mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió
en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados,
tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de
que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del
comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de
semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.
Al entrar en la
habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó,
perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba
las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener
que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él
era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían
los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las
partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que
aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche
tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí,
entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en
otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron
definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.
Tras la cena,
escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó
al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de
siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió
una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él
las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de
vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra
ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo,
una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven
de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a
mirarle fijamente.
—¿No vas a
invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.
—Me gustaría
mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.
—¿Es más guapa
que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.
—Las dos sois
muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.
Algo pareció
agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que
volvió a hablar.
—¿Quién es?
¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por
favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de
su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la
barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le
dicen "Visi".
Un repentino
silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la
camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para
respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las
últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el
entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a
otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar
la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un
hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:
—La
"Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y
no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...
No pudo seguir
hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.
Las otras
también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como
ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte,
apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su
pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente le
estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia
sucedida.
Se recordó
veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación
Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo.
Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de
todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese
modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo,
en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la
tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones
hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi".
Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.
Mientras él se
pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin
a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos
sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y
los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de
la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó
de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar,
por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de
Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el
saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el
bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un
pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la
oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro
lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su
amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.
El pueblo
entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura,
hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y
un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo
antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse
de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso
ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por
causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo
contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su
vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo
que decir al extranjero.
La vida en el
pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus
más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso
fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de
vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos
y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible
paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó inmisericordes
venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y otra vez, debido
principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su rival.
El tiempo fue
pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas
cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del
alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A
partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su
padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le
convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su
afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la
necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A
pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese
viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar
los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.
Mientras
apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica
morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole,
como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se
posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente
impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese
momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba
sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores
momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de
seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no
era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las
tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo,
sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la
vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no
había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió
siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.
El
descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola
visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los
almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de
familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años
había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico,
a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese
estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que
presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído
tiempo atrás y ya casi olvidado.
Aquella primera
vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas
máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que
jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al
explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más
tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los
folletos para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había
estado viendo durante todo el fin de semana).
Durante la
mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes
repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y
un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a
los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo
disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma,
sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas
estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las
interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió
entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición
innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que
se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que,
después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un
pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al
bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.
¿Cómo no
evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus
recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su
mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a
Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los
clientes.
Un camarero le
había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y
una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo
por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el
fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al
desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un
rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los
ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que
reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca
sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas
exclamaciones y ruidosas carcajadas.
Habían pasado
siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus
ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces
eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron
deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran
podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles
con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados.
Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto,
la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a
trabajar" musitó.
El cambio de
expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar?
¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al
final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la
verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa
reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local,
donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una
cita para el día siguiente.
Pero ése fue un
ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo.
Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó
asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo
unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño.
Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a
estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y
pidió otra. Al menos el anís era bueno.
En ese momento,
al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una
escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de
una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle
allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y
se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.
—¿Qué estás
haciendo aquí?
—Sólo quiero
estar contigo —respondió él humildemente.
—Deberías irte.
Aquí no hay nada bueno para ti.
—Estás tú.
Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser
de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.
Increíblemente,
a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor,
volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo: "Llévame
a tu hotel".
Los detalles de
ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció
que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor
físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada
que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).
Mariano
regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al
velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora
tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo.
Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir,
siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces,
sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres
días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas
partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.
A causa de
algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría
desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la
vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran
comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para
preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la
amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras,
con idéntica resignación, los viajes de Mariano.
También la
"Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una
transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además,
había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al
año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño
remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia
ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la
última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce
años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada
otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el
infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero
siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y
no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca
dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que
había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible
evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser
iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y
acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más
extrañas.
Y ahora, la
"Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él
pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz
que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para
siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los
años en las calles de la Ciudad.
Se percató de
que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan
importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que
lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen
por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.
Pagó las copas
y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó.
Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron
el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.
Esa noche, en
brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante
brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a
otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior,
el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral
por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches
vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas
partidas de cartas, al lecho frío.
Al día
siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las
sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó,
hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación,
sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al
otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras
le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente,
seguía.
Pero he aquí
que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había
permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre
cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre,
extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión
diferente. La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho
del viajero, una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.
Ignoramos el
texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente
y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la
ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su
equipaje y se apea en la primera estación.
Más tarde
tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente,
pertenece.
-Sergio
Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
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