lunes, julio 13, 2015

UN RASTRO DE CENIZA ROBADO A LAS ESTRELLAS...


*Aire Fresco. Obra de Julio Ovejero.






*


Mi abuelo le contó su secreto a mi padre. Vi como acercó la boca a su oreja y susurró. Quise desactivar el misterio leyendo sus labios. Pero la boca miente, aquellas palabras tenían un subsuelo.

Mi padre buscaba plazas donde correr, era boxeador y se entrenaba para recibir golpes. Con mi hermano solíamos acompañarlo por las noches. En invierno patinábamos sobre el asfalto cubierto de hielo, masticábamos los frutos helados del serbal, nos hacíamos los envenenados.

Mi abuelo caminaba arrastrando los pies y sin levantar la mirada del suelo, fue soldado y lo encerraron en un calabozo lleno de barro, los pies se le empezaron a pudrir. Mi padre no podía dejar de correr.

Cerré los ojos y no pude soñar, pasé la noche deslizándome por las paredes de mi habitación. Mi hermano dormía abrazado a un oso al que le arranqué los ojos. Me deslicé también por la primera capa de hielo que cubre los lagos del invierno. Los alces jóvenes mueren allí porque no se distancian de su nacimiento.

El arte de hachar la leña para construir una isba requiere por parte del brazo la comprensión de la altura y de la profundidad. Ese brazo evita que el hacha se asuste. El golpe justo separa el pasado del futuro.


*De Natalia Litvinova.









UN RASTRO DE CENIZA ROBADO A LAS ESTRELLAS…






*


A las palabras las antecede un nido.
No vienen todas del mismo lugar.
Existen nidos que las cobijan,
nidos distintos
y entonces algunas
salen con garras
con alas
y salen con  hierbas silvestres
salen con tierra
o  con algodones
y algunas salen con fríos
otras desiertas
Pero terminan de nacer en las bocas
de a montones nacen.
Para explotar ante un  otro.
Siempre hay un otro.
Aunque sea uno mismo.
Que puede darles muerte
O ponerlas a vivir
en un trágico segundo



 *De Paz Bongiovanni. pazbongio@hotmail.com










Una flor encendida*



*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



Los ojos turbios y los sentidos al aire, el perfumista buscaba revelaciones. En su tienda, todas las noches, lejos de alborotos, improvisado el laboratorio bullía. También algunos frascos calentados por llamas azules. En medio de la penumbra, las azulosas iluminaban su cara y en su mirada una inútil victoria. Porque las esencias eran efímeras. Porque el tiempo actuaba en ellas. Como el humo disperso del café. Como morosa nube que pierde su forma. Es verdad que el perfumista era hombre viejo. Pero en los olores gozaba y rejuvenecía. Y entonces, gota a gota, con altas palmadas, con nuevos olores, encendía su locura.

En las tardes el perfumista bajaba al pueblo y bebía absenta en el Cuervo Rojo. En la segunda ronda se quitaba el sombrero, inclinaba la cabeza y le hablaba a su bebida, el hada verde de los maniacos, de los poetas. El perfumista, enverdecido, alzaba la voz y proclamaba su fuego, sus contenidos ardores. Y los parroquianos lo miraban y sus risas tan ruidosas eran que parecían rojas. Transfigurados en la penumbra, rabiando en el Cuervo Rojo, eran densos diablos bailando en las sombras, empuñando tenedores como afilados tridentes, en ristre. Quizá en esas noches la verdosa hacía al perfumista inmune a las burlas. Le entumía el alma para ensimismarlo y alejarlo de las voces y del escarnio. Como un guiñapo, envenenado por tanto verde, el perfumista caminaba después por las calles. Insultaba a la luna, a los rijosos diablos, a su sombra. La tormenta de absenta terminaba en su cama con estertores. El vaho del alcohol tan fresco era, casi fosforescía en su boca. Y el cuerpo, encallado entre las sábanas, se anegaba en el dócil sueño, en la penumbra.




II


Murió el silencio en el cuarto. El perfumista dio locas vueltas en la cama. Como herido de muerte. Como si habitara un lecho de encendidos carbones. Tomó un vaso de agua. Frente al espejo hizo el triste inventario de su cuerpo. Se lavó la cara. Se examinó, uno a uno, los dientes. Los pelos blancos fulguraban en la luz. La luz también incidía en las arrugas, en la barba. En las mañanas que seguían a las juergas sentía alboroto de mundo en el cuerpo. Como muchos pájaros, a un mismo tiempo, en el pecho. Un temblor casi caliente en las venas. Cosquilleos en la nariz.

Después de vestirse abrió su negocio. Quitó el polvo de los instrumentos, de las precisas herramientas. A pesar de los temblores conservaba diestras las manos. Ordenó goteros y colorantes. Hierbas y minerales. Se sentó a esperar clientes. Suspiraba como santo. Miraba la vida triste del pueblo. El silencioso transcurrir de los gatos. Rodeado de frascos, de los reflejos que brotaban en ellos. Alrededor de él, como luciérnagas, sus imaginaciones.

Una mujer atravesó la calle y entró al negocio. El perfumista miró su rostro de nieve. La mujer husmeó con el perfil fino, casi dibujado a tinta en el resplandor de la calle. Bosquejado también, su rostro, en el tiempo; enmarcado con un sombrero antiguo. En el mostrador la mujer inclinó el torso. La luz le llenó los ojos. Por la invasión de luz, la mirada más plena. Y se lo quedó mirando, apenas pestañeando, intacta. El perfumista se acercó. En el pecho de la mujer percibió un olor dulzón, como el de las desbordadas frutas que en sus sueños tocaba. Ella inclinó aún más el cuerpo. El olor, esta vez, más sutil. Una mueca de satisfacción dejó expuestos los dientes; los labios codiciosos y llenos.

—Me informaron que su tienda es la más surtida de la región —le dijo.

—Tengo muchas variedades, es cierto —respondió el perfumista

—Busco este perfume –indicó la mujer extendiéndole un papel.

El perfumista no pudo leer el nombre. La caligrafía era extraña. Casi un dibujo. Ahí no había letras sino flores, pálpitos rojos y verdes, ramas enredadas hasta la locura. Vocales, sílabas extrañas, incluso gruñidos, intentó el perfumista. Pero no quiso negar el perfume a la mujer. Quería retenerla y seguir bebiendo sus olores. Se caló los lentes y se dirigió al fondo de la tienda. Fingió revisar frascos, la balanza, los minerales pulverizados en el mortero. Pero sus pensamientos hervían. El fuego en el cuerpo lo afiebraba. Con gesto adusto trazaba con las manos rutas imaginarias en los anaqueles. Pero la búsqueda artificiosa y la impaciencia de la mujer, bullendo al otro lado del mostrador, lo hicieron regresar.

—No tengo ese perfume —confesó, al fin, derrotado.

—¿No lo tiene? —replicó ella.

El perfumista negó con la cabeza.

—¿Lo podría conseguir?

—Voy a intentarlo —mintió

—Regreso después —dijo la olorosa.




III


Esa noche, en el Cuervo Rojo, débil trazo en la mesa el perfumista. El hábito de pensar en los olores de la mujer lo había desgastado. Sus breves palabras, también. En las manos tenía el papel con el impronunciable. Pero cada vistazo a los colores, a las líneas, lo aguijoneaba. El Cuervo Rojo emitía un débil murmullo y en su barra empezaban a dispersarse los diablos. El humo de la absenta permanecía en el tiempo y le velaba el rostro y los labios. Humoso, el perfumista, sentía sus pensamientos como torpes peces, nadando en el fondo de su copa  Los últimos diablos, con los ojos constelados de alcohol, brillosos por la locura, salieron del Cuervo Rojo. ¿Cómo conseguir el perfume que quería la mujer?, ¿cómo retenerla para beberse por completo sus dones? Fatigada la mente, empezaba a jugar el juego de la verdosa. Pero la absenta ya no era consolación, ni bandera de guerra, ni motivo para el abandono. El perfumista pidió la cuenta. Al salir del lugar, a la distancia, el Cuervo Rojo titilaba en la noche. Su anuncio neón, la figura viva del pájaro, aleteaba, en la oscuridad

El perfumista se dirigió a su tienda. Las banquetas lustrosas por la noche. Los gatos en las esquinas, en los tejados, en su coro. Después de unos minutos, el perfumista la vislumbró, a lo lejos, al final de la calle. Junto a un farol, como atraída por la luz, inmóvil falena, la mujer lo esperaba. La olorosa tenía el mismo vestido. El perfumista apresuró el paso. Llegó a su encuentro con latidos violentos; la sangre una estampida en las venas.

—Necesito el perfume —dijo la mujer.

El perfumista no pudo contestar. Recobraba apenas el aliento. Pero a pesar del cansancio sus sentidos, ciegos a las cosas del mundo, iban en pos de la fragante, de la nube de olores que la envolvía.

—¿Lo encontró? —preguntó, la impaciente.

El perfumista negó con la cabeza.

La seguridad había abandonado a la mujer. Como al borde de un precipicio, temblaba, su voz. Urgidos también los ojos, los labios llenos.

—Vamos a la tienda —dijo, al fin, el perfumista —a lo mejor alguna combinación puede dar resultado.

Sus cuerpos avanzaron en la noche. Breves sombras ungían el cuerpo de la mujer. El perfumista caminaba a un lado, sin despegarse mucho, como mosca atraída a la miel.

El perfumista abrió la cortina, prendió las luces. Los frascos alineados, con nuevos colores, por la artificiosa. Líquidos ambarinos, púrpuras, y dorados. Reproducciones de plantas oriundas de Asia. Algunas encontradas en islas imaginarias, rodeadas de océanos profundos. Un tesoro en la tienda tenía el perfumista. La mujer dejó su bolsa en una silla y pasó al otro lado del mostrador.

—Debe ser algo de rosas, de sándalo —dijo el perfumista.

—O una flor muy rara ­–continuó él mismo.

—Que poliniza una extraña suerte de insecto –pensó en voz alta.

—O una esencia que brota al azar –finalizó mientras iba al fondo de la tienda.

La mujer, inmune a su soliloquio, se acercó a los frascos. Mientras miraba, los labios, toda ella, suspendida en la fiebre. Leía, una a una, las etiquetas. El vestido dejaba al descubierto una parte de la espalda. Los cabellos, derramados en ella, abrevaban su resplandor. Un ascua era su alma mientras recorría los anaqueles. El perfumista, a poca distancia, distinguía en su respiración una rara orquídea, una especia añorada, una flor cuyo nombre le provocaba insomnio. La mujer, impaciente, revisó manuales, consultó amarillos recetarios, pesados libros. Mientras ella investigaba el perfumista, instigado por su provocación, se acercó aún más. Pero lo hizo tímidamente. La mujer se dio vuelta:

—Espere —dijo y se acercó al perfumista.

—¿Qué pasa?

—No se mueva.

A las solapas de su saco dirigió la mujer su investigación. El rostro subió después por los botones de la camisa, el cuello almidonado y recto.

—No es posible, usted lo tiene —dijo.

La mujer festejó su descubrimiento. Niña iluminada parecía. Al borde de la locura. Con vivas palmadas festejaba.

—Después de tantos años —dijo dando vueltas.

El perfumista se quitó el saco. Lo examinó con minucia. Pero no encontró ningún olor. También su camisa. Como negado a ese olor. Como si éste, en breves segundos, se hubiera evaporado. Sin embargo la mujer era un sol.

—Debemos darnos prisa –dijo.

—¿Qué hay que hacer?

La mujer no contestó. Sólo empezó a desnudarse.  Pronto en una silla el vestido abandonado. Los zapatos. El encaje de la ropa interior un destello en los ojos del perfumista. El cuerpo de la mujer, expuesto, como una lámpara apenas oscurecida por la sombra del pubis.  El perfumista, maravillado, percibió que en el talle le crecían los aromas. El origen de ellos ahí. En mundo ignoto que ahora descubría. En la tienda se desperdigaron los aromas de la mujer, como luces, como esquivos insectos. El perfumista miró los blancos senos. Los pezones. Las aureolas dibujadas por la penumbra. Toda ella la llama de una vela. El perfumista se quitó, tembloroso, la ropa.

La mujer hizo espacio, tiró el mortero de una mesa. Viejos cuadernos con recetas, escobillas, palas, terminaron también en el suelo. Libre la mesa entonces. Lista para los ardores. La mujer se acostó. Flor que atrapa a un insecto, atrajo al perfumista. En el ambiente flotaba la fiebre de ella, la que pronto contagiaba al perfumista y lo hacía subir con dificultad a la mesa. El rojo pulsando en las entrañas. El cuerpo desnudo de la mujer, fresco como fruta, como madera recién cortada. El ombligo profundo. Tal vez ahí, pensó el perfumista, mientras lo besaba, la clave de los olores. Abandonado al deleite, sobre ella, con los ojos cerrados. La mujer guió al impaciente, al de las manos tiesas y temblonas. Lo ablandó en los densos muslos. Después el perfumista, más libre, se internó en el bosque. A la distancia, enredados los dos, como un nombre imposible, como el buscado perfume. Y los dos brillaban. La mesa se tambaleó. Un frasco más cayó al suelo y dejó un indeleble rastro en la madera.

El perfumista penetró en los olores. A cada movimiento lluvia de ellos tenía. También más joven era cuando la quejosa, entre sus brazos, parecía desbaratarse. De papel era la mujer con cada acometida. Después de unos minutos el goce de los olores terminó. El perfumista se dejó caer, como desprendida hoja, a un costado de ella. Un coro tenía encima. Lo que los hombres deben sentir antes de entrar al cielo. La mujer se bajó de la mesa. La pedacería de vidrio, herida de luz, en el piso. Toda ella sudaba. La respiración le afilaba las costillas. Más evidentes los pechos. Más viva por el sexo la olorosa. Como flor seca de pronto agotada con agua. El perfumista, embebido aún, se puso los pantalones. Tenía aromas por todas partes. En las manos. En las canas. En los brazos calientes.  No se acordó de la esencia buscada por la mujer. Sólo podía pensar en el calor, en los incandescentes restos de una fogata. La mujer seguía desnuda. Se sentó en una silla. Meditaba. Sus pies muy blancos parecían lunas en el piso. Después de unos momentos, le preguntó:

—¿Tiene cerillos?

El perfumista fue al mostrador y le alargó una caja.

La llama brotó fácil al primer contacto. La mujer la protegió con la palma de su mano. Como ánima en cueva oscura. Como espontánea y diminuta estrella. Después tomó un mechero y contagió de oro la punta. Los dos estuvieron unos segundos mirando la llama, encandilados.

—Mira, perfumista —dijo la mujer con una sonrisa, acercando el mechero al encendido sudor de su cuerpo— éste es el secreto de la esencia, el que he esperado toda la vida, el único que me falta.

La llama se encaramó al cuerpo blanco. El perfumista intentó con un trapo apagar a la mujer. Pero el fuego era pleno. Amante voraz. Como ardiente sudario brotaba. La flama grande y la mujer un débil pabilo. No hubo gritos, quejas, invocaciones. La mujer silenciosa ardía. De cuclillas, invadida, mirada a su alrededor asombrada. Después de unos instantes el sitio del fuego ocultó casi todo su cuerpo. Pero a pesar del fuego no ardía la olorosa. Y no había chispas, ni leves pavesas volando. El perfumista, los estantes, los frascos, testigos. La tienda un vertedero de luces. No había denso humo.  Ni olor a quemado, ni oscuros nubarrones. En el ámbito sólo fina niebla crecía, cundía entre papeles, cuadros, estantes. Como dos brasas los ojos de la mujer. La niebla comenzó a llenarse de azahares, de rosas, de orquídeas. El perfumista incluso encontró, en el cúmulo, la absenta que había bebido esa misma tarde. Percibió, en la niebla, un nuevo olor. La mujer aún pudo mover la mano derecha y atrapó un poco. La llevó a la nariz. Sonrió. Fue lo último que pudo ver el perfumista de la ardiente. Atrapar el olor era inútil. El perfumista pensó, esperanzado, que el olor era tan intenso que quedaría impregnado en los frascos, en los instrumentos, en los papeles. Pero la esencia, como la muerte, era efímera. El tiempo pasó y el olor fue absorbido. Pero la niebla perduró durante días y era tan densa que el perfumista a veces sentía que le besaba los labios.



*Incluido en “El caso Max Power y otros cuentos”,  de Alejandro Badillo, publicado por Aurora Boreal.








*


Supe del viento porque vi

el gesto rojo de las amapolas.


Ahora estoy perdida:

saltó mi corazón desde tu mano.


En un segundo

deshice el precipicio

donde  en nombre del amor

me fragmenté hasta la última costilla.


Esto que puede parecer una catástrofe

se llama adiós.


*De Valeria Pariso










Pilar*



*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar



Pilar se levanta temprano como cada día. Le extraña que Oso no venga a saludarla. Pone el agua para el mate y va a buscarlo. Arrastra las pantuflas a paso lento. La noche anterior se quedó echado al lado de la salamandra. Hacía mucho frío, ella le dejó el chal sobre el lomo antes de irse a dormir. Le vio los ojos cansados, sólo eso, él le movió la cola en un gesto que ella interpretó como un gracias. De nada osito. Y se fue a la cama.
Llega adonde el perro parece dormir. Se acerca y se agacha agarrándose del respaldo de la silla. Oso, oso dale que es tarde levántate. Entonces se da cuenta de que ya no respira.

Pilar tenía 6 años y los pies curtidos por las espinas del campo. Escuchó la noticia sin que la vieran. Sonaron tres golpes en la puerta mientras ella jugaba con León, su perro, en la parte trasera de la casa, desde allí con la puerta abierta del fondo podía ver la pequeña cocina. Su madre abrió sin decir palabra, con apenas un gesto asintió cuando le preguntaron si era la mujer de Armando Bermúdez. Lo sentimos Señora. Y su madre estrujando el delantal se dejó caer sobre una silla y empezó a llorar. Lloraba con sollozos fuertes. Ver a su madre le alcanzo para saber lo que los soldados habían dicho aunque ella no los hubiese oído. Salió corriendo. León la siguió sin detenerse hasta que Pilar ya no pudo respirar. Cayó de rodillas, su pecho se hundía una y otra vez en el intento de recuperar algo del aire perdido. Las lágrimas llegaron a su boca. Lágrimas como ríos interminables. León a su lado lamía su cara. Pilar lo abrazó. ¿Cómo puede ser Leoncito? El abuelo dijo que papá volvería lo prometió, yo lo oí, que si Dios lo salvó en el Ebro de esta iba a volver. ¿Qué vamos a hacer Leoncito? Y con todas sus fuerzas rodeo el cuerpo de León hundiendo la cara entre sus pelos.
Dos años después de la muerte de Armando la madre de Pilar recibió carta y pasajes desde Buenos Aires. Sus hermanos varones estaban allí hacía un tiempo. No podían dejar sola a su hermana viuda y con tres hijos en un país atravesado por una posguerra feroz. Pilar se abrazó a su abuelo con toda la fuerza que le permitieron sus brazos cansados. León a su lado saltaba y lloraba con esa percepción que parecen tener los animales en ciertos momentos. Pilar no sabía qué decir. Ya había intentado convencer a su madre de quedarse. Tenemos que irnos, está tierra sin tu padre no vale nada. Y volvía a llorar como tantas veces. Esa tarde se subió a la carreta que los llevaría a Vigo donde un barco con destino final a Buenos Aires los esperaba. Tras ella subió su hermano José, y el pequeño Jesús de apenas tres años que, arriba de su madre, dormía. Pilar vio a León correr la carreta ladrando, aullando como si de pronto se hubiese convertido en un lobo. Ella se abrazó las piernas y cerró fuerte los ojos. Cuando ya no escuchó sus ladridos volvió a abrirlos. Su madre a su lado aún los tenía cerrados y como siempre lloraba abrazada a su hijo.
La Boca. Pilar tenía dieciséis años y volvía a paso lento de trabajar en la fábrica. Ocho horas barriendo y ayudando en las máquinas tejedoras. Al menos arrimaba algo de dinero. No la estaban pasando bien. Buenos Aires es el paraíso, decían las cartas, acá la gente tira el pan a la basura porque no llegan a comerlo. La tierra prometida no cumplió con todas las promesas. Venía pensando qué distinta era Buenos Aires a Galicia. No podía decidir cuál era más linda. Tan distintas...tenía amigas gallegas que había conocido ya desde el barco. Volvían cansadas, apenas con ganas de compartir un mate y una charla en el conventillo, al menos con ellas podía seguir escuchando el rumor de su tierra perdida. ¿Cuándo volvería a Galicia? Si era honesta consigo misma la respuesta era nunca. Cavilaba, pensaba en los suyos, en su tierra, cuando levantó la vista se encontró que, media cuadra más adelante, había un bulto que parecía un paquete. Le dio curiosidad. Apuró el paso, cuando estaba cerca, reconoció que era un pequeño perrito que temblaba. Lo alzó y lo abrazó para darle calor. Cuando acercó su cara al cachorro el recuerdo de León la envolvió sin retorno. No pudo parar de llorar las cuatro cuadras que le faltaban para llegar a su casa. Un nuevo compañero, pensó, mientras daba un suspiro y sacaba el pañuelo para secarse las lágrimas. A vos te voy a poner Manuel.
Lo lamentamos Señora no pudimos hacer nada. Un infarto irreversible. Gloria, su hija, la sostenía, la envolvía con sus brazos, lloraban juntas. Cuarenta años había compartido con Fermín, cuarenta años y ya no estaba. No encontraba una palabra que decir sólo lágrimas. Y el calor de su hija que no la soltaba.
Horas después subían juntas a un taxi. Me quedo con vos Má esta noche. Está bien hija no hace falta. Quería estar sola. Lo necesitaba. Se despidieron en la puerta de su casa. Cualquier cosa me llamás. Sí hija quédate tranquila. Cruzó el jardín de la entrada y abrió la puerta, ni bien puso la llave en la cerradura escuchó las patas de Oso acercándose. La recibió a los saltos y moviendo su cola peluda y gris. Pilar llegó al sillón, dejó la cartera. Oso se trepó sobre su falda como hacía cada día de los últimos diez años. Ella lo abrazó para llorar sin consuelo su primera noche viuda.

Oso se murió le dice a Gloria por teléfono. ¿Cómo estás Má? ¿Cómo querés que esté? Ya no me queda nada. No digas eso Má estamos Juan y yo y los chicos. Ya sé, pero vos tenés tu vida, no es un reclamo, te entiendo, a mi sólo que quedaba la compañía de Oso ya no me queda nada. Má busco los chicos de la escuela y voy para allá al medio día. Esperamos a Juan y lo enterramos juntos. ¿Escuchas? ¿Estás bien? Sí, sí estoy bien. Algún cachorro vamos a conseguir. Bueno, después hablamos de eso, los espero. Cuelga el teléfono y va a su habitación a buscar una sábana. Busca la última que bordó, vuelve a la cocina y con ella cubre a Oso. Se sienta en la silla. Toma unos mates y se acuerda de León su perro de la infancia y por primera vez se da cuenta de que no sabe qué fue de él, donde estará enterrado. Un nuevo cachorro piensa. Ochenta años. Ya no puedo cuidar a nadie. Se escucha decir. No, ya es suficiente. Mejor le digo a Gloria que no traiga ningún cachorro. ¿Quién lo va a cuidar cuando yo no esté?







*


Vengo
desde la sombra,
oscura
como un jirón
desprendido
de la noche.
Traigo,
apenas,
el asombro
apretado
en una mano:
un rastro
de ceniza
robado
a las estrellas.

En mí
vive
la luz.



*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com











EL CIRUELO DEL MUNDIAL*



Cada mundial vuelvo a recordar la historia del árbol en el fondo de la casa de los padres de Kalman.
Porque el secuestro ocurrió al principio del mundial de la dictadura.
Quizá será por la tapa del libro, que conservo desde aquella época.
La hoja suelta y maltrecha de papel era la tapa de "EL ESTADO Y LA REVOLUCION " de  V.I. LENIN.  PEQUEÑA BIBLIOTECA MARXISTA LENINISTA
En la desesperación el padre polaco de Kalman había enterrado todo lo que encontró en la pieza de sus hijos.
Sólo se había salvado la colección de Mecánica Popular y el diccionario.
La imagen de su rostro recién retornado del chupadero. Su cara, nunca voy a olvidar su cara aunque la imagen este desgastada por las décadas transcurridas.
A los 20 años Kalman había envejecido de golpe: era un muchacho ojeroso con una tristeza madre instalada en la mirada. Me recibió sentado en una habitación deliberadamente sombría, como si sus ojos acostumbrados a semanas en la mazmorra no toleraran la luz.
Me dio la hoja suelta y dijo: -Llevatelo de recuerdo, es lo único que quedo de la biblioteca.
De su biblioteca enterrada yo sólo había leído "Para leer al Pato Donald"
Después se largo con el relato del secuestro y lo que soportó durante una semana en ese campo clandestino.
A menudo pienso en él, más aun cuando se acerca un mundial.
Cuando volvió a su casa, fueron con los viejos a un vivero y compraron un ciruelo bastante crecido.
Fue una ceremonia familiar plantar el ciruelo sobre el bulto de los libros enterrados en la quinta.
La dictadura pasó, años después volvieron a discutir si tenían que desenterrar los libros, el árbol había crecido y ya daba sombra.

Fue Kalman el que decidió: -dejémoslo tal cual, parece que las raíces están bien alimentadas.


*De Eduardo Francisco Coiro.










*


En mi cielo, las voces  de los autores leen sus textos en la oscuridad. En mi cielo estabas, te preguntaba algo y contestabas o consultabas los libros, esperaba tu explicación con la sonrisa de la que recibe una joya. En ese mismo cielo los picaflores tomaban de tu mano su leche de azúcar y vos plantabas flores cuidando los colores. Pintor - jardinero de lo efímero. El mundo se  abría con viajes y libros, antes de las pantallas. En ese mismo cielo Benito, Uma y Huayra aprendían de vos la conversación, cierto arte íntimo para cubrir las paredes de belleza. Todos nos sentábamos a ver cuando  por las  noches les leías  cuentos, como salía a volar el pájaro azul que, ahora no tanto, se les  pide a los hombres que no muestren...También estaba  la plaza de Egipto. en el momento más alto de la alegría de la lucha En ese cielo “no pasaran” decíamos y nunca pasaron. Trabajaba de leer diarios y desparramar a cada cual las noticias que les interesaban, el café salía de las  canillas. En lugar de propagandas tiraban en  el umbral poemas para que la mañana brille cuando se sale a la calle. Siempre había una mirada enamorada, salir  a festejar, carnavales, la libertad, el contacto. En mi cielo me acunaba en la plaza o lloraba con otros. El cuerpo vivía y contaba. Mirá esta es la voz,  tan casi de niña, con la que dije mis verdades y mis dulzuras. Mirá con estos ojos, descubrí a Miguel Hernández, hace tanto, se me llenaron de rojos en la fiesta  del sol  que se esconde en Kee  West,  miré caminar a mis hijas  y las sonrisas del principio ¿El cuerpo es la perfecta foto de una estrella de cine o ese recorte con forma de  corazón en un vestido por el que se busca atrapar una mirada? ¿El arte es lo perfecto o lo que uno hace con lo que le falta? El cuerpo es el placer de  tirarse desde la montaña  de arena que es un Everest en la infancia, y la frescura del  agua, alma acariciante,  para flotar. Es un llamado, un regalo para otro. A veces una se envuelve en papel celofán.  Y es una fiesta si alguno sabe desenvolverla .En mi cielo una pequeña florcita blanca, se posa sobre el negro fondo de la taza de café olvidada  en el jardín,  muestra en su contraste, que hay también un luto esperando, un pequeño infierno que la flor de pétalos abiertos atenúa y sobrevuela. Desde mi cielo no se ve el cielo, como lamenta Monterroso, pero sí se lo  escribe que es una manera de curarle las heridas o de verdad soportar que no exista salvo por llamaradas.



*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com









*


te miro, sentada a la mesa
y no necesitás siquiera tu sombra
ni la luz de una lámpara

tenés el aire de los conejos cuando se enamoran
tu pelo se parece a la lluvia

miro tu color a tiempo
tu boca en la que asoma su ojo el silencio,

miro también
mis manos de titiritero
y sonrío
porque ya no hay hilos en ellas
porque están abiertas,
ventana a ventana,
porque están manchadas
del rojo de tu vida

y me siento con suerte para nombrarte esta noche

humilde y dulce

(aquel invierno
que encontramos
junto al cordón de la vereda
cajas con zapatos
las fui abriendo,
vos sentada en las escaleras
y te probé unos cuantos pares
hasta encontrar los tuyos
los de tus pies
y sonreíste
me miraste y sonreíste
y fuimos alegría
con nada
con tan poca cosa)

no pedís sino el amor,
el breve amor,

una mano te alcanza en la sombra de la belleza

te miro, acodada a la mesa,
me acerco,
apoyo la cabeza en tu regazo

y alguien reanuda en mí
la construcción de
tus pirámides/


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar














La Pintura de Julio Ovejero*



Nacido en San Miguel, provincia de Buenos Aires, aunque desde muy pequeño vivió en Mendoza. En la Escuela Superior de Bellas Artes de la ciudad de Mendoza, Argentina, la antigua Academia Provincial de Bellas Artes, inicia su formación artística.
Andrés Cáceres, escritor y crítico de arte manifestó en una nota en la sección cultural del periódico Los Andes de Mendoza: “Si algo caracteriza a Ovejero es la elegancia, el buen gusto, cierta temperancia en el cromatismo y un ordenamiento de luces y poses nunca del todo realista, pero sin elementos gratuitos. La fantasía, lo irreal o lo onírico siempre están en función del contenido y por sobre toda otra consideración, están la plasticidad y el efecto visual del conjunto”.
Ovejero establece un equilibrio entre la expresión, la fuerte necesidad de expresarse y la posibilidad de plasmarla en forma accesible. No le interesa proponer incógnitas sino ofrecer un retazo de vida urbana, reconocible, aleccionadora y que sea, por sobre todo, otra consideración, arte genuino.
Ovejero vive en Madrid desde 1977. Su despedida, entonces, fue una primera exposición individual en la sala "Goya" de Cultura Hispánica. Anteriormente, había expuesto en forma colectiva con el "Grupo Plástico Numen", tanto en Mendoza como en Buenos Aires, Viña del Mar y Río de Janeiro y Estados Unidos. En 1986 presentó una muestra en la desaparecida galería "La Brocha", Mendoza.
Sus muestras se multiplicaron y viajaron por toda España, Francia, Italia, Alemania, Japón, Estados Unidos, Venezuela, Colombia, Brasil y Cuba. A los premios que tenía en Mendoza se sumaron otros de carácter internacional y comentarios importantes de críticos europeos
"Ovejero resuelve con el mismo talento lo figurativo y lo abstracto y consigue que el lenguaje plástico sea elocuente y valga por sí mismo, más allá de la anécdota, que no falta y funciona secundariamente. Sus cuadros son de la más alta calidad y ofrecen una poesía lírica con leve tensión dramática en un caso y en otro, sensualidad y musicalidad. En conjunto se aprecia una sólida materia, tal como ocurre cuando la composición está elaborada con seriedad y capacidad y los rasgos, como en este caso, poseen la soltura gestual de la mano hábil guiada por una luminosa intuición”.

"Si a ello agregamos la limpieza del color, la sobriedad de los contrastes y las delicadezas de tonos, semitonos degradée y transparencias, cabe concluir que Ovejero, además de un notable pintor, es un artista pleno, que trabaja con decidido amor por lo que hace".
De sus cuadros exhibidos en Madrid a mediados de 2004, escribió en la revista especializada 'El Punto de las Artes', Leticia Martín Ruiz: "La unión de Ovejero con la cultura hispánica ha quedado patente en multitud de muestras realizadas desde el final de los años setenta y los ochenta en nuestro país. Un artista, que ha vivido y trabajando con su corazón dividido entre dos mundos y dos culturas, que nunca ha olvidado de dónde viene y que no pone límites a su posible futura meta".
Así como tuvo una época abstracta, pero siempre a partir de la realidad, de modo que cada cuadro podía asimilarse al paisaje, a la figura, a las edificaciones, a objetos o a espacios inexplorados, nunca sintió que lo figurativo y lo abstracto fueran opuestos excluyentes, dogmas inequívocos de credos divergentes.
No hubo un regreso a la figuración porque nunca la dejó definitivamente, pero aprendió muy bien las lecciones del expresionismo abstracto y basta un repaso de lo producido de entonces a la fecha para apreciar la diversidad de técnicas, el ajuste cromático, la convicción narrativa, la riqueza expresiva y la misma impronta cualitativa de su estilo.

Ni misticismo ni rebeldía, sino un disfrute y una alegría de vivir, con ornamentos que complementan una narración inquietante, que convoca, a la vez, al misterio y a la nostalgia.
Optimista jovial, observador crítico y perspicaz, Ovejero nos deleita, últimamente, con la poesía elegíaca del tango, su extrañamiento, su impulso vital, su sensualidad arrebatadora y esa imponderable sensación de tener el alma suspendida cuando suena la música inefable de Buenos Aires.
En una de sus últimas muestras en Madrid (2011) en Galería Orfila, el escritor y crítico de arte, Antonio Leyva, dijo de la obra de Ovejero: “La incertidumbre, la simulación, lo reprobable que debe ser ocultado, lo que degrada o corrompe o ridiculiza o enternece -convicciones, creencias, afinidades – son los componentes perturbadores de la pintura de J.C.O. La capacidad del color para expresar estados de ánimo, para vitalizar la materia inerte, para sustanciar lo que es sólo estética por dogmática definición, mediante la proyección sobre esa estética de las conturbaciones y desasosiegos que acompaña al ser humano”. ”….La elocuencia plástica de su lenguaje pareciera provenir de los hallazgos del expresionismo abstracto en el que por algún tiempo militó, si bien pronto lo dramáticamente tensional, impregnado de incitaciones sensuales, en ocasiones resuelto mediante planos-secuencia que sirven a lo narrativo del conjunto, se impondrán al optimismo atildado y falsamente progresista, impostor y convencional, que trata de insensibilizar hasta la piel que envuelve nuestro esqueleto”.

*La Obra “Aire fresco” de Julio Ovejero encabeza la edición de Inventiva Social por gentileza de su autor.






INVENTREN




Feria*

(De la Estación Gobernador Ortiz de Rozas – Ferrocarril Provincial)



*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com




Poco antes de mediodía, Mariano bajó del tren.

Siguiendo una vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de la corbata que nunca fue capaz de ponerse.

Pero ahora ya estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte, Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su legítimo dueño.

Cuando salió de la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..." pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo suficiente para comer algo.

Luego, por la tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados, tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.

Al entrar en la habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó, perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí, entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.

Tras la cena, escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo, una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a mirarle fijamente.

—¿No vas a invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.

—Me gustaría mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.

—¿Es más guapa que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.

—Las dos sois muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.

Algo pareció agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que volvió a hablar.

—¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?

—¿Qué más da?

—Dímelo, por favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.

—Bueno, aquí le dicen "Visi".

Un repentino silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:

—La "Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...

No pudo seguir hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.

Las otras también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte, apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia sucedida.

Se recordó veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo. Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo, en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi". Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.

Mientras él se pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar, por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.

Los padres de Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.

El pueblo entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura, hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo que decir al extranjero.

La vida en el pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su rival.

El tiempo fue pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.

Mientras apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole, como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo, sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.

El descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico, a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído tiempo atrás y ya casi olvidado.

Aquella primera vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo durante todo el fin de semana).

Durante la mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma, sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que, después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.

¿Cómo no evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los clientes.

Un camarero le había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas exclamaciones y ruidosas carcajadas.

Habían pasado siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados. Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto, la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar" musitó.

El cambio de expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar? ¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local, donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una cita para el día siguiente.

Pero ése fue un ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo. Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño. Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió otra. Al menos el anís era bueno.

En ese momento, al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Sólo quiero estar contigo —respondió él humildemente.

—Deberías irte. Aquí no hay nada bueno para ti.

—Estás tú. Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.

Increíblemente, a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor, volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo: "Llévame a tu hotel".

Los detalles de ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).

Mariano regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo. Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir, siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces, sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.

A causa de algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras, con idéntica resignación, los viajes de Mariano.

También la "Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además, había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la última Feria y la esperanza de la próxima.

Durante catorce años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más extrañas.

Y ahora, la "Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los años en las calles de la Ciudad.

Se percató de que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.

Pagó las copas y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó. Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.

Esa noche, en brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior, el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas partidas de cartas, al lecho frío.

Al día siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó, hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación, sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente, seguía.

Pero he aquí que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre, extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión diferente. La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho del viajero, una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.

Ignoramos el texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su equipaje y se apea en la primera estación.

Más tarde tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente, pertenece.


-Sergio Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!



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