*Dibujo de Erika Kuhn.
*
¿Quién
pronuncia
ahora/ la
palabra esperada? /¿Qué
océano se
ilumina/qué desierto?
¿Qué ha sido/
de los
abandonados/
que sin técnica
ni elementos
suficientes/ tocaron
las estrellas
con las manos?
Hay pequeños
milagros que nos buscan
como a hijos
perdidos en la noche.
*De Valeria
Pariso.
COMO A HIJOS PERDIDOS EN LA NOCHE...
*
Entre algunos versos
de este libro,
sin ninguna palabra
que los nombre,
cruzan trenes en la
noche.
−¿Estás despierta?
−te pregunto,
mientras los árboles
murmuran
y los silbos revuelan
en nosotros.
Entre algunos versos
y olvidos,
el aire trae un tono,
un augurio
−sones y ecos de las
sombras−,
que respiramos y se
pierden
en lo lejano y lo
impensado,
sin ninguna palabra
que los nombre.
-De Nidia (2007)
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
*Uno de los
poemas que Eduardo llevó con su voz al Festival Internacional de Poesía de Medellín
COMIDA PARA LOS
ASTRONAUTAS*
*De Irma
Verolín. irmaverolin@hotmail.com
Mi padre se
enfermó como se enferman los canarios. De golpe y porrazo sus piernas se
doblaron y ya no pudo ponerse en pie. Hubo que llevarlo y traerlo, aunque mejor
sería decir que tuvimos que arrastrarlo mientras él apretaba las mandíbulas
arrugando toda la cara. La contraía en tal forma que daba la impresión de que le hacía
una mueca de disgusto al mundo. Le desaparecían los ojos y los dientes postizos
se le resbalaban hasta hundirle los pómulos. Sin decir una palabra, nosotros lo
agarrábamos de las axilas y lo empujábamos.
Dicen que a su
edad cuando alguien se cae ya nunca vuelve a ser el mismo. Y yo creo que él se
empeñaba en tratar de ser el mismo para desmentir eso que todos sabíamos y por
un motivo fundamental: mi padre confiaba por encima de cualquier cosa en que su
persona jamás se traicionaría. Parecerse a lo que siempre fue, más que un acto de
lealtad hacia sí mismo, era para él un rasgo de cordura. Lo que cambia, según
el turbio criterio de papá, era un descalabro de la vida. Si para mí la vida es como el
agua, algo que corre y no tiene forma, algo que no se puede tocar: un sueño,
para mi padre era una barra de metal, algo fijo, inmutable, con lo que perfectamente
es posible armarse contra cierta clase de adversidad que bien podría ser la
muerte. De modo que mi padre había empuñado su vida contra cualquier futuro
cambio.
Pero allí
estaba, tendido sobre el mundo con las piernas inútiles, siendo llevado y traído
de las axilas para que su cara se transformara desfavorablemente ante nuestros ojos
asombrados y nuestros brazos cansados de sostener y empujar. Mal que nos
pesara, debíamos rendirnos ante la evidencia: la tierra había comenzado a llamarlo y su
cuerpo no se resistía. A nosotros nos correspondía luchar contra la fuerza de
la tierra para ponerlo en pie o al menos para trasladarlo de un sitio a otro.
Era una tarea
demoledora y triste que nos cansaba y entristecía mucho más si contemplábamos
la cara de papá hecha un acordeón.
Ya sabemos que
una enfermedad comienza por algún sitio y termina en algún otro y que, mientras
tanto, hace estragos y que el cuerpo de la gente se deja estragar porque
esa es su ley primera. El cuerpo de papá, en este caso, no fue una excepción. A
sus piernas muertas, les sobrevino la falta de apetito. Al principio su boca pareció
empequeñecerse, pero luego sucedió al revés, se volvió más grande.
- Si alguien no
come, se muere- opinó el médico.
Yo pensé que
para decir semejante pavada no se necesitaba ser médico. En fin.
Por lo visto
era cuestión de sobornar el apetito de papá o seducirle el estómago, como bien
dio a entender un pariente lejano. ¿Qué otra cosa quedaba por hacer?
Entonces, de un
día para el otro, los cajones de la cocina se abarrotaron de libros con hojas
laminadas llenas de ilustraciones gastronómicas, de recetarios hedonistas que
recomendaban masticar con fruición y realzar las comidas con espesuras, salsas
exóticas y condimentos perfumados. Desgraciadamente papá no comía con los ojos
y la sensualidad que mayormente lo había atraído hasta aquel momento había sido
muy distinta. A lo mejor, su falta de apetito era más recalcitrante que cualquiera de
nuestros operativos de seducción. De manera que hubo que volver al médico luego
de la derrota y, encima, con el papá más flaco.
El médico no
dijo nada. Le golpeó las piernas con un martillo de juguete y lo miró a los
ojos como desafiándolo o desafiando su inapetencia. Después nos miró a nosotros uno
por uno y empuñó la lapicera. Sin decir ni media palabra llenó una receta.
Debajo de “R/P” trazó unos signos francamente indescifrables y nos extendió el
papel con cierto aire de triunfo. No quisimos preguntar nada más, porque claramente
pudimos leer: Un tarro por día. Por lo visto la medicina se suministraba en
tarros y, a juzgar por la cara de satisfacción con que el médico nos había
entregado la receta, debía de ser efectiva.
Arrastramos a
papá por el pasillo del consultorio y, al final, la gran bocanada de luz que
llegaba desde la calle nos recordó que el mundo era ancho y ajeno y que la fuerza de
gravedad no se toma descanso. La cuestión es que el largo tramo que nos
separaba del coche se nos hizo larguísimo; aunque papá estuviera más flaco los tramos largos
siempre nos extenuaban. Supongo que los días de arrastrarlo y arrastrarlo, al
irse sumando, socavaron nuestras fortalezas y buenas predisposiciones. No hay
nada que hacerle, a veces el tiempo se pone en contra de nosotros,
lamentablemente este era uno de esos casos. Fui a comprar
la medicina a la farmacia. Volví con una sensación de dicha gritando que no era
un remedio sino una especie de alimento. Así me lo había explicado la
farmacéutica. Tenía un nombre pretencioso que sonaba a metal con alguna que
otra resonancia futurista.
- Ah, también
me dijo la farmacéutica que esta fue la comida de los astronautas cuando
viajaron a la luna – agregué.
De repente a
papá se le iluminaron los ojos.
Depositamos
grandes esperanzas en esos tarritos con inscripciones en inglés.
Venían en
varios sabores con etiquetas alegóricas: marrón para chocolate, rosado para
frutilla y blanco para vainilla. Papá eligió el blanco y a nosotros nos pareció muy bien, ya
que la luna es de ese color y, a aquella altura de los hechos, no podíamos
menos que relacionar a los tarritos con el evento más destacado de nuestro
siglo: la conquista del satélite terrestre.
Papá bebía el
líquido lechoso y espeso con cierta repugnancia. Nosotros lo mirábamos
ilusionados y confiados en que ese líquido iba a resbalársele por las piernas
hasta llenarlas de vigor. Estábamos prácticamente convencidos de que esos
tarritos lo salvarían porque, después de todo, si los astronautas habían
logrado poner su pie en
la luna realizando la epopeya de vencer la falta de gravedad en ese terreno
menos fortachón que la tierra, para sacarnos de la rutina con semejante episodio, eso
se debía, sin la menor duda, al contenido de los tarritos. Por el mismo motivo considerábamos que el líquido lechoso iba a apartar a papá de la muerte para atraerlo
hacia nosotros y devolverle a sus piernas su propia vida y, de paso, aliviar a
la familia de la faena de arrastrarlo de aquí para allá.
Los naturistas
no se equivocan cuando dicen que uno es lo que come. Eso creíamos nosotros
ferviente y ardorosamente al verlo a mi padre inclinando hacia atrás su cabeza
para vaciar los tarritos que sustentaron el prodigio de que el hombre hubiese
llegado a la luna. Claro que también, al contemplarlo bebiéndose tarro tras tarro,
no podíamos olvidar la información que circuló por el barrio un tiempo después
del gran evento: el segundo astronauta que puso su pie sobre la luna se había
hecho alcohólico. Nada más ni nada menos, pero no por haber bebido esos
tarritos alimenticios sino por un desacuerdo con las leyes inflexibles de este mundo que
habitamos. El astronauta había sufrido, allá en la luna, un shock emocional.
Mirábamos a
papá bebiéndose su líquido salvador en aquel tiempo blanco que escapaba a la
rutina y que todos en casa convinimos en llamar “convalecencia”, sabiendo que
no era así, ya que a su edad cualquier convalecencia es por demás dudosa. La
vida es frágil, demasiado frágil, acaso laxa, se desparrama tan fácilmente por
los costados y se va por la canaleta. La vida es nutritiva, aunque siempre se
va.
Llegamos a
pensar en hacerle beber muchos tarritos a papá, más de uno por día, para que la
fuerza de gravedad se volviera más fortachona bajo sus pies o para que la tierra no lo
llamara o para que, al menos, él no escuchara ese llamado. Nosotros pensábamos
tantas cosas. Por otra parte que los tarritos vinieran de varios colores era también un
motivo de nuestro pensamiento. ¿No eran entonces iguales entre sí o igualmente
efectivos? ¿Dependía su posible recuperación de la hora del día en que los bebiera
o en la forma de hacerlo? Lo cierto es que nuestras esperanzas, todas nuestras
esperanzas, estaban puestas en esos tarritos. Cada vez que abríamos una latita, a
mi padre le temblaban las piernas porque él sabía que, para bien o para mal,
aquellas latitas propiciaban grandes cambios.
Una sobrina mía
tuvo la poco feliz idea de hacer artesanías con los tarros vacíos.
Quiso
agujerearlos en la base y ponerles un hilo. Lo consideramos un reverendo
sacrilegio. Si bien aquellos tarritos vaciados de vida se habían vuelto
inútiles,
representaban
lo que eran: el recipiente mismo de la salvación. Nos opusimos a que se
desvirtuara su sentido y los guardamos tal cual estaban en un aparador.
Daba pena
tirarlos a la basura una vez que papá los bebía. Se me antojaba que eran como
naves espaciales vagando por el espacio sin astronauta y sin destino.
Por fin llegó
un momento en la vida de papá en que un hecho concordó con los tarritos del
líquido lechoso. Fui yo quien lo llevó, hicimos juntos el viaje. Tomamos un taxi
en la esquina. Con gran pachorra arrastré a mi padre hacia aquel inmenso
hospital. Entramos en una habitación blanca en cuyo centro una cama se introducía en
cierto tubo metálico donde angostos discos plateados echaban luces que
encandilaban. Como mi padre estaba más sordo que no sé qué y ya no había remedio para
eso y como, además, debían darle órdenes por un altoparlante, yo me quedé junto
a él. Me pusieron un delantal azul de hule relleno de plomo. Un enfermero me
indicó que cuando la voz del parlante dijera: “No respire”, le tapara la nariz
a papá, eso era más seguro. Y que cuando escuchara: “Respire con normalidad” se
la destapara. Así lo hice mientras los discos de plata giraban alrededor del
torso de mi padre que permaneció estático y obediente, ya sea respirando con
normalidad o permitiendo que mi mano interrumpiera el camino del aire sin decir
ni mu. Enseguida me dolió la espalda por el peso del delantal de hule y por estar
agachada con mi cabeza metida también dentro de ese tubo. Le tapaba la nariz y
se la destapaba siguiendo las indicaciones de la voz pastosa y rulemánica que surgía cada
tanto del parlante. Tapar y destapar la nariz de mi padre. Sí, así lo hice. Él
mantuvo los ojos bien abiertos. Como si se muriera atentamente y renaciera
adentro de ese tubo que iba a captar el secreto funcionamiento de sus órganos,
con la misma fidelidad con que las cámaras de los astronautas habían captado las
imágenes de la tierra y del sol, pleno de redondeces indiscutibles y colores
tornasolados y distantes.
Cuando salió de
aquel tubo, papá se sintió mareado y, a pesar de que lo tomé por las axilas,
trastabilló. Daba la impresión de que, de verdad, había regresado de la luna. Por
alguna razón un poco ingenua pensé que ahora sí podíamos esperar todo de él. De
él y del futuro.
Llevamos a papá
al médico con los resultados de aquella exquisitez de estudio medicinal. El
médico casi no dijo palabra. Movió constantemente su cabeza dando a entender un
“no”, o algo parecido a un “no”.
Dormí mal
aquella noche y soñé con el gran tubo en el que había metido a mi padre y con
mi voz diciendo que respirara y que no respirara como si yo hubiese sido Dios dando
vida y dando muerte. Hasta que, de esa forma inesperada en que suceden las
cosas en los sueños, me vi flotando en el aire. También lo vi a mi padre, pero
debajo de él estaba la luna, tierna y polvorosa, la gran luna lunar, llena de
majestades, a pocos centímetros por debajo de sus pies. Era una luna completamente
plateada. Una luna de ésas que usan en el cine, una luna fellinesca y sabía que
si hubiese acercado mis manos al piso se hubiera deshecho entre mis dedos. Los pies
de papá flotaban sin apoyarse, no porque él no hubiese sido capaz de hacerlo,
ya que por algo había bebido y bebido las latitas merecedoras de tanta gloria sino
porque estaba enterado de las consecuencias que acarrean tamañas hazañas. De
modo que siguió flotando en la blandura de un Universo chato, que amagaba
disolverse al menor pestañeo, mientras el espacio infinito y la tierra allá
lejos lo convertían en un auténtico astronauta. Claro que no llevaba traje ni
casco ni nada. Su
cara relajada y sus piernas sueltas en el aire opaco. Y millones de latas
vacías sin el alimento con líquido lechoso flotaban graciosamente a su alrededor.
“Es sólo un
sueño”, me repetía y traté de despertarme y no pude. Me quedé pensando en lo
oscuro que era el cielo abierto, en lo oscuro y lo grande que se veía en realidad,
por eso el interior de las latitas vacías relampagueaba y los ojos verdosos de
mi padre se parecían a los de pez fuera de su escenario natural. Todo eso pensaba
mientras seguía tratando de despertar. Pero no pude. No pude. Vaya a saber
cuánto tiempo estuvimos sin que nada pasara. De repente se me cruzó un pensamiento
revelador: “¡Este no es mi sueño! Estoy metida en el sueño de papá”.
Al principio no
me gustó nada el pensamiento y me puse muy tensa. Menos mal que después
recapacité y decidí aflojarme. Hice bien, porque cualquiera en mi lugar hubiera
sospechado que aquel iba a ser un sueño muy pero muy largo.
*Del libro “Una
luz que encandila”
Formosa- Abril
de 2009
*
Mi viejo dejó
por toda
herencia
una copa de
bronce
y una taba.
la copa la
encontró en un túnel
a mitad de
siglo pasado,
jugando a las
escondidas.
al lado de la
copa
había una
espada.
la espada se la
regaló a su padrino.
la copa la
conservó hasta una tarde de frío
cuando me dijo
"es tuya,
cuidala"
tiene una
inscripción "Palais d´Orsay"
parece que
Napoleón I mandó construir el lugar.
eso al menos
dice la enciclopedia.
por qué debería
cuidar yo esa copa? me preguntaba.
y la taba,
bueno, la taba es otra historia.
yo la codicié
de muy chico
cuando siquiera
sabía cómo se pronunciaba.
estaba siempre
en el mueble de la cocina.
un mueble que
mi viejo hizo con sus propias manos,
con maderas,
clavos, tornillos
y una buena
docena de puteadas.
Tiene en su
cara más visible un gaucho
de pie
con una mano en
un bolsillo
y la otra
extendida, sosteniendo no sé qué,
el tiempo
tampoco pasó en vano para la taba.
ahora están acá
al lado mío.
"es tuya
(la copa) cuidala"
podés creer,
viejo, que recién ahora comprendo
tardía y
cabalmente tus palabras:
cuando armamos
aquel metegol en el patio de Ramos Mejía
en la casa de
la Nona,
esa copa ofició
de Copa de campeones y yo te la gané,
si mal no
recuerdo, por penales.
es mía, viejo.
claro que es mía.
y fijate cómo
una cosa lleva a la otra.
recién ahora
comprendo
tardíamente y
con una sonrisa en la boca
que me dejaste
ganar,
que tu arquero
no adivinaba nunca el palo donde iba la pelota.
el resto sería
terreno para la poesía.
me quedo con
esto.
y levanto la
copa
y escucho tu
aplauso.
me aplaudiste,
Pochi, esa noche
cuando te gané
por penales/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
OJOS DE HIERBA*
Su gran amor es
la hierba. Enamorado de la hierba está.
-Aun no percibe
la triste locura de su amor-
Tampoco los
comienzos. Sabe de historias compartidas.
De
insurrección. De Cristos degollados. De panzas flacas y bolsillos gordos.
En las noches
de ausencia evoca tristes muertos.
(Los que se
fueron y los que rondan su fiebre)
Llega con su
cabellera de hierba y su torso desnudo.
Pero ella no es
ella. Es una hoja. Una quimera. Un sueño.
La toma muy
fuerte entre sus brazos.
Tan fuerte que
le duelen los miembros de abrazarse.
Y lucha contra
esos ojos de hierba tan mansamente amargos
“Tu boca sabe a
menta y nieve- No conozco la nieve”
Y tiene hambre
y sed y locas ansias.
Solo yo existo.
Solo me basto. Soy como soy.
Y cuando las
penumbras de la noche aun la nombran siente sed.
Sed áspera.
Chúcara. Grotesca.
Y brota y bebe
y grita. Un intenso orgasmo de humo. Osado. Ridículo. Salvaje.
La mujer tirada
sobre el pasto quiere solo una cosa, ser hierba.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Erotismo de las
utopías*
¿Hay lujuria en
el cuerpo de las ideas? ¿En el roce de las ideas con el cuerpo-ideas de los
otros? El cuerpo emocionado volviendo a la utopía de
Solentiname,
tan isla, tan azul de lago y cielo. Retornando a sus pinturas inocentes creadas
por manos campesinas. Desplegando girasoles gigantes,
animales fantásticos, personas y casas habitadas de magia. Volviendo a la
sonoridad amiga de Cortázar robando imágenes naives para tocarnos con ellas y
herirnos de color ¿Una no era entonces un cuerpo pujante que leía, casi
acariciado por la blanca barba de Ernesto Cardenal, bailado por ritmos por
venir? Una antes del Apocalipsis, cada país el suyo, el nuestro en 1976. Una y
otros pensando, raíces extendidas, soportando que tarden en juntarse. Una sin
la perfección de los que nunca se equivocan ni apasionan. Distintas lenguas y
lecturas aunándose en una y en los otros. Una y los otros juntos en un punto
del almacuerpoideas haciendo el amor con la vida.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
El poema
se construye
como un muro.
Lapidado
detrás de las
palabras,
duerme el
grito.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
HAGO SEÑAS Y
SIGNOS PASAJEROS*
*De Gonzalo
Millán.
En aquel mismo
árbol fui a buscar
otro verano, el
corazón ése, mal grabado
sobre una playa
de corteza tersa
con la hoja
viva y rota de un cuchillo.
La crecida del
invierno y de la savia
había
arrastrado nuestras letras,
flechas y
dibujos infantiles,
hasta perderlos
en el laberinto para siempre
tragados por el
remolino de las ramas.
***
-Gonzalo
Millán nació en Santiago de Chile en 1947. Fue autor, entre otros, de los
libros: Relación personal (1968); La ciudad (l979); Vida (1984); Seudónimos de
la muerte (1984); Virus (1987); Cinco poemas eróticos (1990); Trece lunas
(1997) y Claroscuro (2001). Paralelamente a su actividad poética y docente, se
dedicó a la creación artística en el campo de la poesía visual y las artes
plásticas. Durante su exilio en Canadá fundó la editorial Cordillera y desde su
regreso a Chile dirigió la revista de poesía El Espíritu del Valle. Fue
traductor del inglés y del francés. Obtuvo importantes premios, entre los que
se destaca el premio Pablo Neruda (1987). Falleció en su ciudad natal en
octubre de 2006.
Zurcir el vacío*
Las manos de mi
madre bordeando los huecos de la memoria. Otra vez zurciendo la toalla, dejando
el agujero mayor -enorme como Júpiter- para una próxima ocasión.
De alguna
manera el hilo que intenta cerrar abre a la vez.
La abuela
italiana, madre de mi padre, envió esta toalla junto con otros presentes para
una fecha importante, un cumpleaños quizás. La toalla llegó, pero el resto de los
regalos se los quedo una conocida que había ofrecido traerlos a la vuelta de su
viaje a Italia.
Esta
obstinación por no tirar esta toalla, o lo que queda de ella después de décadas
de uso. Ese recurso desesperado por defender una memoria endeble.
Las manos de mi
madre luchando contra el vacío. Contra los huecos que nos asedian el día a día.
*De Eduardo Francisco Coiro. http://incoiroencias.blogspot.com.ar/
No se puede
tapar el sol*
¡Qué difícil la
hora del crepúsculo
cuando es
insoslayable la soledad.
Como querer
tapar el sol con una mano.
Sin concesión,
hurgar en el
cismo de los tiempos idos
poniéndose una
bata de entrecasa.
Llevar de paseo
la mirada
hasta la marca
en la pared que contaba
los centímetros
crecidos por los hijos...
Difícil hora la
del crepúsculo!
cuando cada
pájaro hizo su nido
y cuida sus
retoños, digo difícil
no por eso. Que
está perfecto.
Lo digo
por la mano que
se alza sola
queriendo tapar
el sol ineludible
mostrando
impiadoso
las arrugas del
tiempo
que ya no me
falta.
Que ya está con
uno.
Ominoso.
Irrespetuoso, sin considerar
que en paralelo
a su paso,
camina
ilusionada
la
irrenunciable,
la irreverente
edad del alma.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
http://inventren.blogspot.com/
(De la Estación
Ingeniero De Madrid, Compartida por Ferrocarril Midland y Provincial)
De paso*
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Lo pensó así en
el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros
cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una
canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su
mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo
aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido
minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida
de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por
eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier
parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es
una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué
venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el
exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un
cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de
Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de
Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un
entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las
que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.
Tal vez fue ese
detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre
de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún
ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en
algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no
sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora
pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle
sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea,
imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas
anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes
futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada,
infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o
gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las
escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de
hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o
anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La
única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y
no queda registro en parte alguna...
Vio las vías
perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el
desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso
concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares
de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus
respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y
este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida
en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o
inimaginables.
Así sucede
-pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el
inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro!
Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.
Desencuentros...
Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le
habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde
iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener
importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo el
papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera
en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en
apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que
hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por
circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a
dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero
-atinó a pensar más o menos confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado
del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a
corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba,
hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía.
De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria
había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo,
estaba solo.
Los
desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y
¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación?
Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos
rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había
visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:
"Hablar de
nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos
alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo
estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se
desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí en
esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible
derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora
disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando
tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.
¿Amistad?
Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre
seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad?
Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy
lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez
uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en
las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes
tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron
durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar
que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan
grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era
la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el
cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que
sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los
soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados,
cabizbajos.
De los dos
jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba,
sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.
Hizo un gesto
vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará
haciendo ahí?
Después de un
rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y
sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
- Está
esperando.
El joven le
mira, incrédulo.
- ¿El tren?
Pero entonces tal vez deberíamos decirle...
- Probablemente
él sabe.
- Pero si
supiera, entonces...
El viejo calla.
Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya
casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación
abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz
grave, sentenciosa.
- Hay gente que
va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace
las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales,
insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años
y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay
alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora
espera. Nada más.
Y sin mirar
atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no
fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se
extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo
entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que
recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma
leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo
será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.
-Sergio
Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
***
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MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
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