* "TANGO
ALADO" Obra de Griselda Roces.
TANGO…. Ella *
Rasguña
provocadora
la espalda de
la ausencia
y desarropa el
compás
Grita
y aúlla el
bandoneón en celo
desafía la
danza
que traza con
despecho
el que robó tu
nombre
Despojada de lo
humano
humo espeso
abrazo cruel
huesos
cobardes
Tango
Taco de
terciopelo
que hunde todas
las palabras
negra la noche
y la cinta que
hace cerco
en la cintura
roja la boca
sangra
sobre el
escote.
*De Griselda
Roces. griseldaroces@hotmail.com
LA ESPALDA DE LA AUSENCIA…
Secreta ofrenda*
Con la prestada
luz
de un antiguo
recuerdo
que conserva
aún
su claridad
meridiana,
avivo cierta
hoguera
que se niega a
morir
de escarchas,
acosada.
En secreta
ofrenda
se retraen
los bordes
punzantes
de la noche, se
quitan
se alejan. Ya
no hieren.
El ritual
comienza si la piel
reclama su sed
si la sangre
acelera el pulso
cuando el
recuerdo impera
y puedo volver
a amar
como la vez
primera.
En secreta
ofrenda.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Historia del
durmiente despierto*
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Con calma, casi
con familiaridad, tomándolo en sus manos
comprendió la
profundidad de los sueños y la suerte de las lágrimas.
Estaba a punto
de besarlo cuando recordó la advertencia del ángel Gabriel:
– Si entras en
este sueño, Amaril, dejarás de soñar.
Mario
Satz “Azahar”
Uno
Al inicio de la
tarde tuvo ganas de fumar. Tomó la pipa de agua y distrajo la mirada en
el humo que salía de su boca y que formaba nubes amarillas, ámbar rescatado del
cielo Abou-Hassán, comerciante de seda y dátiles, recordó el verso del
profeta: “El mundo es una gota de agua, el azahar que se desvanece en el tiempo”.
La aspereza del tabaco le devolvió las fatigas del viaje, la imagen de un ave
teñida de rojo; un aleteo que le transmitía una somnolencia pegajosa, producida
–tal vez– por una comida abundante. Sus labios exhalaron una tenue colina
de humo, la última. Afuera, el harmattan –producto del invierno
sahariano– soplaba del noreste, bajo su influjo la corteza de los árboles se
agrietaba y las plantas desvanecían sus colores. En las noches,
Abou-Hassán acostumbraba subir al torreón en el centro del patio para vigilar
los diminutos reptiles que salían de sus madrigueras en busca de presas.
El torrente de huellas dejado en la arena recordaba el tránsito de las
estrellas y en las mañanas el desierto parecía una superficie viva, surcada por
venas. Abou-Hassán regresó al diván, dejó escapar un bostezo, se tapó con
una manta de pelo de cabra y durmió.
Dos
Abrió los
ojos. En los párpados pudo sentir las patas heladas de un par de
mariposas blancas. Un poco de aire frío se filtraba
bajo la puerta, traía los restos de una canción, la gesta de los amantes, sus
besos de humo. Pidió vino de dátiles pero sus sirvientes no
acudieron. Repitió el llamado en vano. Al fondo del cuarto bailaban
sombras. El ritmo de una respiración removía el silencio, hacía temblar
las sombras como a las hojas de un árbol. Abou-Hassán examinó su
cuarto y descubrió varios objetos de madera, nuevos a su vista y oscurecidos
por el tiempo. Ánforas y vasijas se alineaban sobre una mesa
baja. Cuando volvió la mirada encontró que la luz incidía en las sombras
y les daba forma. Así, una mujer surgió de la penumbra, sin reparar en
él, alcanzó uno de los recipientes, le quitó la tapa y revolvió el interior
buscando las hojas de naranjo que Abou-Hassán usaba para el té. Las pulseras
en sus brazos tintineaban. Sus ojos eran brillantes y negros; manojos de
arrugas permanecían estancados en la frente y en las mejillas. Quiso
preguntarle qué hacía en su cuarto pero no se atrevió. La luz se movía
por el piso, entretenida en el vislumbre del fuego descubrió por accidente más
objetos: un sillón encorvado, cojines dispersos en las esquinas, repitiendo en
sus arrugas lejanos vestigios de hombres. Un gran espejo duplicaba
paredes, encaminaba al mundo a una consistencia de naturaleza muerta.
Abou-Hassán se levantó, pasó junto a la mujer que lo miró en silencio y
contempló su reflejo con perplejidad infantil, le hizo votos solemnes. Un
examen más detenido reveló que la superficie no era inerte sino que se
esforzaba en imitar la piel del invierno, sus formas de agua. Se miró
hasta observar que el reflejo envejecía, como si el tiempo pasara de ave en
reposo a una en continua migración, entretenida en las líneas de su rostro
y pensó –en el desfiguro– que su memoria comenzaba a inventar.
Sintió oleadas de vértigo. Advirtió una revuelta de lunas en el
techo. En los ojos duplicados manaban transparencias. Abou-Hassán
intentó hablar pero una voz le murmuró que aún no estaba preparado: su mente
era demasiado elemental para la fantasía, su pensamiento el torpe dibujo de un
niño. La somnolencia volvió; el sopor fue un vaso de agua
rebosante. Bostezó. La mujer lo guió con calma al diván.
Volvió a dormir.
Tres
No supo cuánto
tiempo había pasado. Esta vez no quiso abrir inmediatamente los ojos sino
que se mantuvo atento en su oscuridad, expectante. Afuera seguía la
inmovilidad de la tarde, recorrida por instantes de frío. Podía escuchar
la pesada respiración de los camellos, los hocicos abrevando en las tinajas del
patio: las fosas nasales se dilataban y de ellas emergían vahos circulares que
al elevarse en la tarde adquirían una intensa luminosidad verdosa. Abrió
los ojos. El remedo de una nube dejó en las ventanas su impronta de
humedad y río. Se apoyó con dificultad sobre los codos: brazos y piernas
estaban entumecidos. En el desconcierto pensó que había dormido largo
tiempo, que diminutos insectos se reproducían en sus articulaciones. La
mujer seguía en el cuarto, esta vez acompañada por una joven. Abou-Hassán
alzó la cabeza para verla mejor: estaba ataviada con un sencillo vestido de
algodón, de mangas largas, sin ningún estampado. El cabello castaño
–suelto y largo– oscilaba en la mitad de la espalda. Observó con
detenimiento la redondez de los hombros, el largo perfil del cuello iluminado
tenuemente por los restos de luz esparcidos en el suelo. Apretó los
párpados al sentir un montón de plumas flotar en su cabeza. La joven se
acercó a él, sonrió mientras detenía una mano tibia cerca de la barba.
Movió ligeramente el cuello, lo suficiente para que la luz ascendiera en el
rostro y los ojos se volvieran profundos y acuosos. Un lunar sobre
la ceja derecha brillaba en la penumbra de la frente. En su mirada
habitaba la seda y el olvido y esa deficiencia en la memoria la tornaba
vulnerable, dispuesta a los espacios blancos. Abou-Hassán se preguntó por
el origen de la sensación voluptuosa que lo envolvía y que al no poderle darle
cauce se transformaba en un sentimiento de tristeza. La mujer habló:
–Al fin abres
los ojos.
–¿Qué hacen
aquí?
La mujer fingió
no oírlo y encendió un brasero. Hilillos de humo buscaron el techo.
Las aletas de su nariz se dilataron al recibir el olor que despedían las hojas
de naranjo.
–Has tardado
mucho, debes estar cansado –dijo con afabilidad mientras tomaba un cuenco y lo
llenaba con agua –pero no te preocupes, pronto te recuperarás– las hojas de
naranjo se ablandaron al contacto con el agua, le dieron tiempo para mirarlo,
retrasar las palabras como si encontrara un placer secreto en ellas
Abou-Hassán se
estiró para desentumecerse, dedicó unos minutos a justificar un desvío de la
mente, la posible alucinación del tabaco; aunque la fatiga en los miembros
–perenne desde que había abierto los ojos– le sugirió una larga caminata, la
pendiente de la locura, el combate prolongado contra las arenas viscosas del
sueño.
–Estás
despierto, muy despierto –dijo la mujer con una sonrisa.
Con el sonido
de la última palabra llegó un alivio prematuro: la voz perduraba con una
sabiduría lejana, tal vez antigua, que unida a la reiteración de su vigilia le
obsequiaba liviandades, el poder de controlar el agua. La mujer se sentó
junto a una mesa, con gesto cansado limpió las hojas de naranjo restantes; el
cuerpo de la luz, en medio de sus manos, se esparció en la vejez de la madera,
la volvió el fragmento brillante de una playa. Abou-Hassán recordó las
playas de su infancia, verdes y azules, repletas de caparazones
abandonados. La joven, asombrada, acercó las manos al fuego que reaccionó
con azules y ríos de chispas. Burbujas emergieron de inmediato en la
superficie del cuenco, se reunieron en una espuma compacta que recordaba la
molicie de los barcos. La mujer se sentó, entrelazó las manos sobre el
regazo mientras el humo del brasero terminaba de envolver el cuenco. La
joven lo contempló con curiosidad, al flexionar las piernas el vestido había
subido unos centímetros dejando al descubierto sus pies calzados con sandalias
púrpuras, decoradas al frente con pavo reales en vuelo; pulseras plateadas
alrededor de los tobillos. Los pájaros, antes ruidosos, se mantuvieron en
silencio, esperando el ocaso en las ramas de un pino. Abou-Hassán
entreabrió la boca, varios puntos de humedad se acumularon en la frente, uno de
ellos se separó del resto y descendió con pereza hasta la mejilla. La
mujer retiró el cuenco del fuego, las burbujas perdieron fuerza y culminaron su
alboroto con un siseo apagado.
–Té de azahar,
te quitará la somnolencia.
–¿Estoy en mi
casa? –preguntó Abou-Hassán, esmerado en recuperar una certeza que se le
escapaba.
–No... vienes
de muy lejos –le respondió mientras soplaba al cuenco y la superficie del agua
se estremecía entre delgados brazos de humo.
Abou-Hassán
enderezó la cabeza. La mujer inclinó el cuenco sobre su boca, la mano
temblaba y en el temblor las venas azules que descendían a los lados se
abultaron, invadidas de pronto por diminutos ríos de sangre. Bebió con la
mirada fija en sus ojos. El té recorrió su garganta dejando una cadena de
palpitaciones. Una oleada de calor bajó por su pecho, diseminó el aire
frío entre sus pies.
En medio de
mareos se sentó en el borde del diván. La habitación parecía distinta a
cada momento: las vigas del techo eran imprecisas en sus colores, los motivos
geométricos de una alfombra mudaron a las paredes, el polvo que flotaba y se
hacía turbio recordaba un banco de arena submarino, agitado por la
tormenta La joven, después de pasearse por la habitación, de
observar el frágil pabilo de una vela como si no lo comprendiera del todo, le
tocó la frente. El contacto prolongó una extraña sensación de pesadez que
culminó con un bostezo, ella pareció darse cuenta del efecto que causaba y se
volvió, al hacerlo, la cinta que ceñía el vestido al cuerpo quedó flotando un
instante y al descender se atoró en la esquina de una mesa; la inercia del
movimiento hizo que la cinta se desanudara y el vestido resbaló lentamente por
el talle hasta yacer en el piso como una segunda piel abandonada, aún con
restos de perfume en las costuras. La joven dejó que el resplandor de las
ventanas descubriera el relieve de las costillas, el suave hueco del ombligo
que parecía alargar la parte inferior del torso. Se acercó a él con una
sonrisa calma. Abou-Hassán rodeó con el dedo índice la incipiente rigidez
del ombligo, usándolo como pretexto para aventurarse a la extensión cercana a
los senos. Varios lunares desperdigados en el vientre le recordaron
granos de arroz, arrojados al azar en una planicie nevada. Extendió la
mano y sintió escalofríos cuando sus dedos llegaron al espacio entre los senos
y cruzaban con un ligero temblor la breve línea de sombra que se desplazaba
entre ellos. La joven respiró profundamente, pudo sentir cómo su
respiración se trasladaba a él, cómo se tensaba un momento, guardando impulso,
como si tuviera que esperar algo, quizás una palabra desconocida, aguardando
ser dicha por cualquiera de los dos. La mujer asistía la escena con ojos
quietos, los labios apretados y firmes. La joven le ofrecía su cuerpo
desnudo como una historia latente, en espera de ser escrita para así poder ser
fuente de otras; historias tristes, historias contadas una y otra vez hasta
lograr que las palabras perdieran paulatinamente el significado y el perderse
en ellas fuera algo inevitable. Mientras su mano derecha vagaba por las
caderas imaginó que el vestido no se había enganchado por accidente, que todo,
desde las palabras intercambiadas, hasta la mano de ella que ahora bajaba para
guiar la suya a la zona interior de los muslos, había sido ensayado meticulosamente.
Imaginó a la joven repitiendo frente al gran espejo cada uno de los movimientos
que formaban parte de esa puesta en escena; una coreografía que ignoraba, pero
que después, al tomar conciencia de la importancia de sus palabras, de su peso
específico, se obligara a adoptar una sabiduría escondida y engañosa. La
trató de encontrar mientras las manos, enlazadas, volvían a subir por las
caderas, como si la primera exploración no hubiera sido suficiente y necesitara
reafirmarse en la invención de formas circulares sobre el vientre.
Abou-Hassán vio a la joven en la pausa de la madrugada, con la luna roja en la
cara, imaginándolo a él y a la estela de frío dejada en su piel cuando por fin
el vestido cayera. Se vio ignorante, atenido al tacto de las manos que,
unidas, parecían ser las de una persona dependiente de impulsos largos,
uniformados en el deseo. Su ignorancia le hizo sentirse como un impostor,
alguien sujeto al azar de las tormentas de arena y que trasladado a un
escenario desconocido sintiera la falsedad de una vida para la cual aún no
estaba preparado. La joven pareció entender su inquietud y estrechó los
ojos dándole a entender que era el indicado, que la incertidumbre cedería con
el tiempo, la torpeza de sus manos estaba a salvo en las suyas. En medio
de la confianza pudo intuir un engaño sutil, aludido en el aura de frío que
perduraba y que parecía bosquejada por una inteligencia tenaz e
inexperta. Las puntas de los dedos humedecieron el inicio del sexo, y
cuando llegaron a su depresión se separaron, comprendiendo que su llegada
obedecía a una búsqueda individual. La joven cerró los ojos para seguir a
ciegas el endurecimiento de los muslos, de los senos. Abandonada, acercó
la boca esperando un beso. Juntó los labios. Abou-Hassán trató de
encontrarla pero los labios se hacían de aire y las mejillas perdían
consistencia hasta dejar juegos de luz sobre la piel. La respiración de
la joven se perdía como el viajero que se obstina en un imposible laberinto.
–¿Qué pasa?
preguntó Abou-Hassán a la mujer.
–Ella está de
paso. Mira, ahora está por despertar.
La joven fue
invadida por fragancias dulces, fosforescencias amarillas. Sus ojos se
llenaron de nubes y un poco de azahar impregnó el lugar donde habían estado los
labios. Aún pudo verla, estremecida, como si presintiera la ilusión del
invierno, como si su perfil fuera el cuerpo de una llama y alguien, en secreto,
intentara apagarla. Antes de desaparecer dirigió una mirada de sorpresa a
su alrededor.
Cuatro
Consumió las
horas obstinado e insomne. Recorrió salones, fatigó el movimiento de los
pájaros y el transcurrir de los relojes. La mujer le advirtió la
inutilidad de sus esfuerzos, le explicó que ese sueño en particular no era
pausa ni arribo, sino un punto de partida interminable; él –como ella– tendría
que afrontar la postergación, la espera de otros viajeros, espejismos que al
desvanecerse lo recordarían con la vaguedad de un trazo borroso. Uno de
ellos, cuyo sueño tuviera la lucidez suficiente, sería su reemplazo. Al acabar
su explicación, con gesto satisfecho, se desvaneció. Abou-Hassán no le
hizo caso y siguió alumbrando los rincones con lámparas de aceite, vigilando el
polvo de los corredores. Al tercer día, derrotado, fue por la manta de
pelo de cabra y durmió; pero cada vez que abría los ojos no podía despertar y
pasaba de un sueño a otro, como quien recorre las habitaciones de una mansión
infinita.
*Texto incluido
en “El caso Max Power y otros cuentos”, de Alejandro Badillo,
publicado por Aurora Boreal.
-Link
para descarga gratuita: http://www.auroraboreal.net/images/stories/editorial/narrativa/El%20caso%20Max%20Power%20y%20otros%20cuentos.pdf
LATIDO*
Desata todos
los nudos esta noche
por cábala
y libera los
rehenes del sueño.
No hay más nada
que tejer,
sólo
conjeturas.
*De Griselda
Roces. griseldaroces@hotmail.com
Su piel *
Su piel hosca
geométrica abandonada de caricias escarlatas, cual una hoja de otoño respiraba
escuetamente.
Un cerrojo
yacía en su pubis cercenando estallidos en reactivas circunstancias.
Su rostro
veteado de cicatrices de ausencias, padecía miradas.
Pero:
Una tarde
encendió el deseo de ser conquistada.
Es que surgió
un explorador con sabias palabras de doctorado.
Fue delineando
su silueta, en volumen, sensibilidad, confianza.
Su epidermis
rígida y rugosa, fue tornándose flexible, húmeda, traslucida.
En silabas y en
vocales fue abriendo a la aventura., tibia casi propasada.
Pues su voz
tranquila le musitaba, reconciliándola en el edén de semillas encapsuladas.
El
ilustradamente fue despacio iniciando la entrega, con uvas y arándanos
atrevidos.
Ella sucumbió
en sus bálsamos sin resistencia.-
*De Azul.
azulaki@hotmail.com
El lector*
La mujer se
extiende como un libro. Se va hacia adentro, él la mira, le prende ojos en el
desliz de la línea cuando se curva. Ella se parte en ángulos a golpes de
miradas, fosforece. Quiere ser un libro que él leerá y en el que él hará
marcas. El señalador es la escritura, la palabra. No hay cuerpo sin palabras.
Un idioma se busca, se articula en el borde. La mujer sin saberlo tiene la
historia de la literatura en la piel, la Biblia que no leyó. Es Sara dándose
vuelta, Madame Bovary, una Lolita, princesa en la torre del castillo, la isla
desconocida, Es Nora, una virgen, Cordelia, Lilith, la Malena del tango, una
Dulcinea imaginada, Medea y la Medusa, Ariadna generosa en los hilos y las
chicas de Flores cortándose en pedacitos para ofrecerse a los ojos de los
hombres. La voz es una mirada, los roces escrituras. Ella tendida entre los
siglos, espera su lector. El cierra el libro que leía antes de desear leerla a
ella. El libro que tenía abierto él con un símbolo que le decía "sos
esto".
Ahora se
deshacen las certezas y esas dos lenguas se mestizan, escriben.
Saben el comienzo
y nada más. La cortina se cierra como el libro y ellos balbucean en el intento
de decir lo imposible.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
NAUFRAGIO*
“Pero soy solo
un hombre más. Cansado de correr en dirección contraria, sin podio de llegada.”
BERSUIT
VERGARABAT
Muchas veces,
sin darnos cuenta mordemos las ventanas.
Esa vieja
costumbre de vivir con las puertas de luto.
Sabemos cual es
el punto de partida, imperceptible sucesión de días.
Alguna vez
reconocemos rostros y saludamos a la pólvora y al libro.
Pero las cosas
ocurren en dirección contraria al viento.
El recorrido es
largo y el tiempo de la oruga, muy corto.
Y ahora aquí,
en esta calle – que sigue siendo mía-
Con un tiempo
de horas que no son mías.
Extraño modo de
poseer la hora que pasó.
¿Hay olvidos
posibles con los brazos en cruz?
Hay días, solo
días que nos van disgregando.
Creía que en la
extrema distancia nos reconoceríamos.
Pero lo oculto,
lo secreto, lo escondido. Lo increíble.
Es descubrir
que la chicharra vive bajo tierra.
Y aun en el
llano el naufragio fue posible.
A veces las
cosas acontecen y es difícil parar, es difícil correr.
Es difícil…
difícil… es difícil llorar cuando no llueve.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
La otra
confesión*
*Por Guillermo
Camacho. info@auroraboreal.dk
¡Lo estamos
observando!
Esas tres
palabras, simples pero contundentes, estaban escritas en una caligrafía
perfecta y con un estilógrafo de los de antes. La nota del papelito amarillo
venía pegada a la carátula de la última versión del folleto sobre Acoso Sexual
que había publicado la oficina unos años atrás.
¡Me quedé
helado!
Tuve que
sentarme y volver a leer pausadamente la nota.
Me volvió a
parecer que las tres palabras eran categóricas, concluyentes.
Todo había
pasado muy rápido en los últimos diez días. Esto era curioso, porque si hay
algo que caracteriza a nuestra institución, además de ser tal vez la mayor
organización internacional del mundo, es la lentitud en el ritmo de las
acciones y la toma de decisiones. Dos semanas atrás se había decidido que mi
división se mudaría tres pisos más arriba, a las antiguas oficinas del
departamento de recursos humanos. A ellos los habían trasladado a un nuevo y
hermoso edificio frente al río, donde también estaba ubicada la Secretaría
General y los Consejos Generales, de Seguridad, Económicos y de Administración.
Me olvidé por
completo de que a la mañana siguiente partiría en misión a un país caribeño.
Estuve fácilmente media hora sentado, revisando mis veintitrés años de
servicios en la organización. Repasando cuidadosamente episodios que pudieran
ser la causa para que hubiera recibido aquella nota insinuante y atrevida con
el folleto de pautas y comportamiento sobre Acoso Sexual. Aquel documento ya
tenía sus años. Había sido presentado como parte de una serie de manuales sobre
formas de actuar y seguridad después del ataque a las Torres Gemelas. Pero todo
eso era pasado.
Sentado en
aquella silla de mi nueva oficina, aún con la piernas temblorosas y la boca
reseca, me vino a la memoria mi época de estudiante universitario y las
apasionantes discusiones sobre la conciencia moral. Me enfrasqué una vez más en
el concepto de que ciertas personas observan una determinada conducta moral y
que otras se conducen de forma inmoral.
Pero yo, ¿cuál
principio moral había violado?
No encontré en
el archivo de mi memoria durante los años de servicio ningún acto que mi
conciencia rechazara. Ninguna obligación a reparar algún mal. Aquella reflexión
ayudó a que mis piernas dejaran de temblar, la saliva me volviera a fluir
humedeciendo mi boca y la temperatura de mi cuerpo subiera otra vez. Descubrí
con placer mi reflejo en el vidrio de la ventana. Ya no estaba lívido. Terminé
de desempacar cajas, agarré mis notas para el viaje y me fuí al Caribe a mi
misión de trabajo.
Las dos semanas
de trabajo en el Caribe fueron intensas, pero gracias al clima tropical
marítimo de la isla, que en esos días estuvo influido por unos vientos
agradables, y su rica comida, una mezcla de sabores del África y de la India,
me hicieron olvidar por completo el papelito amarillo con sus tres palabras
contundentes.
Regresé del
Caribe a mi nuevo despacho. A pesar de que lo encontré en orden -ya todo el
equipo se había mudado a sus respectivos cubículos y lentamente cada cual
empezaba a agregarle ese toque personal que humaniza la oficina-, había algo
extraño en el ambiente que no pude identificar.
Tal vez al
único que le noté un aire distinto, algo nervioso, fue a Huguito, el empleado
de menor rango de mi unidad. Lo conocía de antaño. Huguito había estado
encargado durante los últimos veintisiete años de los aspectos logísticos de mi
unidad, llámese boletos aéreos, suministros de papelería, mantenimiento de
fotocopiadoras, el café y hasta las flores de la sala de reuniones por
mencionar tan sólo algunas de sus tareas más evidentes. Era querido por todos.
Algunos incluso lo apodaban cariñosamente Don Hugo, porque efectivamente era un
as para hacer milagros y solucionar problemas de última hora. Y gracias a
Huguito siempre quedábamos bien. Con las mujeres del equipo era detallista,
especial. Todo un caballero. Se acordaba de sus cumpleaños, les hacía favores
personales. Realmente un gran elemento en el grupo. Estuve tentado de
preguntarle qué le pasaba, pero me contuve concluyendo que debía estar exhausto
después de la mudanza, porque éramos diez y seis hombres y diez y ocho mujeres
en toda mi unidad. Supuse que durante mi viaje en misión al Caribe todos habían
abusado de sus favores.
Para sorpresa
mía, a los dos días de mi regreso Huguito me pidió audiencia. Al entrar a mi
oficina se disculpó por interrumpirme, cerró la puerta y me aclaró que me iba a
hablar como amigo y no como subalterno.
- Doctor llevo
quince días que no pego un ojo, me dijo cuando se desplomó en la poltrona de
cuero de mi despacho.
Su cara estaba
demacrada. Unas bolsas debajo de los ojos daban fe de que llevaba días sin
dormir. Su respiración estaba acelerada. Empezó a hablar, pero a la segunda
palabra se deshizo en un llanto que me asustó. Lo dejé llorar en silencio,
temiendo que me iba a anunciar lo peor, mientras le servía un poco de agua. Me
juró por sus dos hijos a quien yo conocía desde el nacimiento que él no había
hecho nada de mala intención. Él era incapaz; y a estas alturas de la vida, si
llegaba a perder el puesto sería el fin. Todavía le quedaban doce años por
pagar de la hipoteca de la casa. El menor acababa de empezar en la universidad.
A la mayor le faltaba un año para graduarse de profesional. De hecho, me había
nombrado padrino indirecto de la hija mayor. Me recordó el esfuerzo monumental
que estaba haciendo por educar a los hijos, por darles una educación para que
tuvieran un futuro mejor que el suyo, que aunque no se quejaba porque el
salario era bueno, no le deseaba a los hijos que se quedaran sirviendo el café
o preocupados porque el papel para las fotocopiadoras no había llegado a
tiempo.
Dijo muchas
otras cosas, algunas incongruentes, pero se detuvo y me miró fijo a los ojos
cuando me confesó que las palmaditas en las nalgas que le daba a la secretaria
de Sandro Trombatore eran de puro cariño. Después de esa confesión le volvió a
dar rienda suelta al llanto.
Cuando se calmo
abrió el puño y me lo mostró:
Un post-it de
color amarillo, arrugado, con tres palabras simples pero contundentes escritas
en una caligrafía perfecta y con un estilógrafo de los de antes:
¡Lo estamos
observando!
Volvió a llorar
a moco tendido como un niño indefenso mientras se le retenía la respiración y
se ahogaba en unos suspiros. De repente dijo:
Este post-it me
llegó pegado a la carátula del folleto de Acoso Sexual. Pero le juro Doctor que
mis palmaditas en las nalgas de la secretaria del Doctor Trombatore son
inocentes. ¡Si ella podría ser mi hija!
Cuando Huguito
se volvió a calmar me pidió que intercediera ante los grandes jefes. Es más
correcto decir que me rogó que abogara por él. No lo podían botar. Confesó que
sí era cierto que cuando subía el papel de las fotocopiadoras hablaba con los
otros empleados de las piernas de la Doctora Pinto -porque efectivamente las
tenía muy buenas- pero que era ella la que le pegaba el culito en el ascensor
cuando iba lleno. Él nunca le había dicho nada porque suponía que desde que el
italiano la había dejado plantada a la Doctora Pinto le debería hacer falta un
macho en casa. Además, él entendía que ella con la cara insinuaba que sí le
gustaba ese roce del ascensor. Antes de dejar mi oficina y obligarme a jurar
que intercedería por él ante la administración, aceptó que había tenido una
aventura con una secretaria, pero que eso había durado unos pocos meses y sólo
en una ocasión habían hecho el amor en las oficinas. Además recalcó que esa
aventura no valía porque por aquellos años no existía el tal folleto de Acoso
Sexual.
La historia de
Hugo me dejó perplejo. No pude concentrarme en toda la mañana. Decidí salir a
almorzar más temprano que de costumbre. En el ascensor me encontré con Roda,
quien me preguntó si me importaba que fuéramos a comer juntos. Quería
comentarme algo, pero como yo había estado en misión en el Caribe no había
tenido oportunidad. Sugirió que no comiéramos en la cafetería del edificio
porque lo que me iba a comentar era delicado y prefería un lugar más discreto y
alejado de la oficina. Dijo que él invitaba. Me llevó a un restaurante costoso
que usamos cuando tenemos invitados importantes. Ordenó una botella del mejor
vino blanco sin preguntar y a pesar de que yo le dije que tenía que volver en
la tarde a trabajar a la oficina.
No he hecho
nada en toda la mañana. Tengo que volver a terminar el reporte del viaje al
Caribe, pero no me escuchó. Cuando iba por la mitad de la botella, ya tenía las
mejillas rojas y se había fumado cuatro cigarrillos desde que habíamos llegado,
le pregunté:
Bueno Roda, ¿de
qué se trata la vaina?
Después de un
rodeo, en el cual me dijo que yo sabía que él era un verdadero amigo mío, que
podía confiar en mí, que nuestras esposas también eran buenas amigas y que no
era sólo porque jugaban al tenis juntas desde hace tantos años, tenía que
confesarme que llevaba tres años enredado con la uruguaya de la unidad. Que no
pensaba separarse porque eso destruiría a su señora y que él no pensaba dejar a
sus hijos. Pero que tampoco estaba en sus planes dejar a la uruguaya. La
uruguaya y él habían encontrado un equilibrio que no molestaba a nadie. Sólo se
veían cuando estaban juntos de misión en el extranjero y que cuando volvían muy
rara vez se veían por fuera de la oficina. Tomó una copa de vino de un sorbo y
sacó del bolsillo de la chaqueta un papelito amarillo en el que pude leer
claramente:
¡Lo estamos
observando!
No había duda.
Aquel post-it amarillo también había sido escrito con un estilógrafo de los de
antes y con una caligrafía perfecta. Era contundente. Lo volví a leer en
silencio y muy despacio. Una vez más me volvió a parecer categórico y
concluyente.
Viejo, me dijo
cariñosamente, llevo noches sin dormir. No me puedo concentrar. Me irrito por
cualquier cosa. Stella se huele algo pero eso lo resuelvo yo. Lo que me tiene
preocupado es este papelito de mierda que me llegó con el folleto de Acoso
Sexual. Lo curioso es que nadie lo sabía en la oficina. Hemos sido muy
cuidadosos conociendo las reglas. Alguien nos tuvo que haber delatado. Algún
envidioso. Alguien que no tolera que tenga de amante a una uruguaya quince años
más joven que yo. Tal vez es Lucía la del Consejo de Seguridad. Ella quiso
tener algo conmigo pero yo la rechacé. Pero ahora creo que ella nunca lo superó
y se está vengando. ¡Viejo me tienes que ayudar si hay una investigación!
No me quedé a tomar
el café. Inventé cualquier disculpa y me fui asqueado. Desilusionado,
sorprendido de mi ceguera. Mi incompetencia quedó demostrada. Durante las
siguientes semanas el ambiente de la oficina empeoró. Catorce de los diez y
seis hombres de mi unidad desfilaron por mi despacho con diferentes pretextos,
pero todos confesaron un mismo delito. Por supuesto que hubo variaciones en los
personajes, y en un caso, uno de los personajes era elemento central de varias
historias simultáneamente; pero el delito y el detonante fueron siempre el
mismo: una nota escrita con un estilógrafo de los de antes en una caligrafía
impecable con tres palabras contundentes pegada al viejo folleto de Acoso
Sexual de la oficina:
¡Lo estamos
observando!
Todos de una u
otra forma me pedían lo mismo, que abogara por ellos ante la administración
central en el caso de que hubiera una investigación. El único que no había
pasado por mi oficina era Sandro Trombatore. A Sandro lo conocía desde la época
en que fuimos a Columbia e hicimos un posgrado juntos. Luego el destino nos
volvió a juntar en la misma oficina. Desde entonces habíamos consolidado
nuestra amistad. Estaba tan decepcionado de todos que no le quise comentar el
asunto. Estuve tentado, pero lo vi tan contento y alejado de esa problemática
decadente de nuestra unidad que no quise contaminarlo con ese ambiente
negativo. Aunque debo confesar que sí le di tiempo, pues para ese momento
estaba convencido de que todos los hombres de la unidad, incluido Sandro,
habíamos recibido el famoso post-it con las tres palabras.
Pero Sandro
Trombatore nunca se presentó en mi oficina. Y en cierta forma fue un descanso
para mí. Al menos otro que podría decir que también tenía la conciencia
tranquila.
La noticia de
la muerte de Huguito nos llegó como un bombazo. Se desplomó una mañana en la
sala de las fotocopiadoras. Un infarto fulminante acabó con él. En el entierro
su mujer me confesó que su marido llevaba más de un mes sin dormir, preocupado
por algo que nunca le quiso confesar.
Volvimos del
entierro. Sandro vino a mi oficina a subirme la moral porque me vio muy
afectado. Me dijo que esa era la vida, que es corta, que hay que gozarla, que
hay que disfrutarla mientras tengamos salud. Que jamás hay que perder el
sentido del humor, porque si no le puede pasar a uno lo mismo de Huguito.
Quedarse tieso cuando uno menos lo espera. Que había que tener filosofía de
vida.
Entonces me
confesó la travesura. El día de la mudanza se encontró en su oficina con una
pila de dos mil folletos sobre Acoso Sexual que los del departamento de
recursos humanos nunca quisieron llevarse a pesar de que se cansó de pedirles
el favor de que vinieran a retirarlos. Mientras yo lo miraba atónito me dijo:
Caro, imagino
que los has visto. Es un folleto hermoso de cuatro páginas de instrucciones y
pautas sobre lo que no se debe hacer y sí se puede hacer. Están impresos en ese
papel semi mate fino. Cuando estaba a punto de tirarlos se me ocurrió la idea y
escribí diez y seis notas. Hasta te mandé uno a ti.
¡Lo estamos
observando!
Pero definitivamente
parece que en esta oficina ya nadie tiene sentido del humor porque hasta la
fecha de hoy absolutamente nadie me ha hecho un comentario al respecto. Ni
siquiera tú, pícaro, que te conozco todo el recorrido.
Luego soltó una
carcajada homérica que aún estoy escuchando en mis oídos.
*Guillermo
Camacho escritor colombiano. En la actualidad reside entre Dinamarca y
España.
INVENTREN
(De la Estación
San Fermín – Ferrocarril Midland)
SAN FERMÍN*
No hay nada que
hacer aquí, ni toros ni plazas atiborradas, ni caballos enjaezados ni toreros
de brillo y coleta. Nada de nada aquí. Una estación, vías brillantes, la sombra
inexistente de una zorra que se atisba por el rabillo del ojo.
Una zorra que
avanza por los rieles si una está descuidada y mira un poco al costado, un poco
al horizonte, un poco así mirando sin mirar con la típica expectación de quien
atrapa fantasmas sobre fotografías desvanecidas.
No multitud, no
agitación, no clamores. Sólo dos hombres sudorosos y un tren que eternamente
los persigue en un sueño, acaso en una pesadilla, en la zona que es la zona,
ese lugar alejado de la realidad y sin embargo tan allí, tan aquí, tan próximo.
San Fermín y la
resonancia del nombre pero ni banderillas ni trajes de luces ni rosas rojas
entre los dientes apretados. Ni una trenza moruna, ni un tablao ni un atestado
lugar que huela a circo y a muerte roja sobre negro.
Solamente estos
rieles relucientes que trazan las paralelas eternamente unidas en un horizonte
imaginario. Sólo esta planicie, esta llanura, estos yuyos repetitivos estos
fantasmas que sudan, que mueven la zorra a riesgo de tren y a riesgo de
desaparecer finalmente aplastados por el peso, el tremendo peso del firmamento
que vira al violeta.
Por qué San Fermín.
Aquí, en medio de la América. Por qué el recuerdo borroso de santos católicos,
de iglesias barrocas, de cuerpos torturados de santos de imaginería en madera
policromada y ojos vítreos para traer todito el dolor intacto, casi real. Por
qué aquí, en medio de la nada es decir en medio de la América, este tren que no
existe y esta estación sin toros, hecha de fantasmas y de la única zorra que se
apresura en ese viaje eterno de llegar a ninguna parte.
San Fermín.
Reloj detenido de estación abandonada. Fantasmas.
No hay toros
aquí, ni toreros. Hay, si, la sangre en los rieles, la sangre y la agonía del
toro es decir la muerte del ferrocarril. Y el inmenso el inabarcable el
marítimo clamor de las multitudes rugiendo frente a la ajena muerte.
Ha muerto el
toro de hierros y vapores de ollares sudorosos. San Fermín, señores. El carro
lo engancha y arrastrando se lo lleva. Otros se regocijarán en la ignominia de
celebrar sangres y derrotas. Cierro los ojos para no ver. Para respetar la
muerte de rieles y edificio de cenefas airosas.
Al cerrar los
ojos perdura apenas, allí entre las luces de párpados clausurados, la imagen de
la zorra y los fantasmas. Nada queda de más. No hay nada, nada que hacer aquí.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
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