*Dibujo de Erika Kuhn.
Estadía*
Todo puede
comenzar el día
en que
advertimos
que sólo
estamos tanteando espacio
detrás de una
molesta lámina
de partículas
impredecibles, difusas,
en busca de
algo parecido a la permanencia
de la luz de
una vela en una habitación oscura,
cuando el
cuerpo no da más
que para andar
de memoria.
Pero en medio
del letargo de aguas verdosas
que se mueven
con dificultad
nos esmeramos
en advertir un claro de luz
entre las
hendijas del aire viciado.
Y cuando las
cosas retoman su curso
recobramos el
uso de los sentidos
no sin antes
saber
que la estadía
en el llano era necesaria,
que hacía falta
la tierra seca filtrándose
entre los
arbustos que resisten
para apreciar
el contraste.
*De Cecilia
Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com
NADA CRECE AFERRADO A SU SOMBRA…
Liberar*
Palabras,
vuelen lejos. Nombren
Sin ligaduras.
Canten.
La estrechez de
mi espalda ya
no las
contienen.
Fuguen de mí,
busquen
un cielo sin
fantasmas.
Sólo cuando
puedan darme
la inmanente
voz de las cigarras
o una luz
singular en la garganta
regresen por
momentos
y ayúdenme a
decirlo.
Entonces será
mi breve cielo,
una suerte de
instante sublimado.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
LA MEMORIA DE
SARI*
Sari me lo
entregó como a un hijo en custodia:
_Cuidalo. Es
casi imposible de conseguir. Está prohibido y dicen que quemaron los
originales. Te lo presto sólo porque sos vos.
El libro era
“Dar la cara” de David Viñas. Estábamos en 1982 y era imposible pensar en
ediciones nuevas.
Sari era mi
proveedora de libros difíciles de conseguir. Los atesoraba prolijamente, los
cuidaba con pasión y anotaba cada préstamo (a quién, cuándo y probable fecha de
devolución) en un viejo cuaderno.
Gracias a ella
había conocido escritores malditos, callados por la censura, negados a quienes
buscábamos nuevos mundos, otras ideas y opiniones diferentes.
Sari y yo
éramos compañeras en Comunicación Social y grandes amigas.
A pesar de eso
habíamos tenido una fuere discusión días atrás, el 2 de abril, por el
desembarco en las Islas Malvinas.
Yo lo
consideraba un hecho heroico. Ella tenía más años, más experiencia y ya había
sufrido por vidas entregadas por las ideas de otro.
_¡Acordate de
este día! _me gritó_ Ahora todos están eufóricos pero después se lamentarán.
Muchas lágrimas provocará esta decisión.
Estaba muy
enojada, pero terminó la frase con una sonrisa amarga.
Pensaba en todo
eso_ Sari, los libros, las Malvinas_ cuando llegué a Plaza Once, ese 15 de junio.
Llevaba el libro junto a mis apuntes porque lo iba leyendo de a poco, en el
tren, durante el largo trayecto desde Moreno hasta la Capital.
Tenía que
encontrarme con dos compañeros, Miguel y Rubén, para terminar un trabajo
práctico que era urgente entregar esa noche, de lo contrario no podríamos
rendir el parcial y el profesor, el “loco” Gómez, era un correntino gracioso
pero inflexible.
A las seis de
la tarde decidimos hacer una pausa en el trabajo y prender la tele. En la
pantalla estaba Galtieri gritando.
La Argentina se
había rendido, la guerra había terminado y él convocaba a la gente a Plaza de
Mayo, no se sabía muy bien para qué.
Sin dudarlo,
agarramos nuestras carpetas, apuntes y libros y nos fuimos para allá.
La tarde estaba
rara, ya comenzaba a caer el sol cuando llegamos a Avenida de Mayo, todavía
asombrados por la noticia de la rendición. Un rumor al principio lejano se
volvió vigoroso y vibrante. El pavimento temblaba: cientos de personas furiosas
de acercaban gritando y cantando consignas contra los militares. Los bombos
retumbaban con rabia y nos corrimos, instintivamente, para dejarlos pasar.
Yo era
inexperta en marchas y protestas y me quedé parada, observando. Me daba cuenta
de que esa situación sería, alguna vez, un momento inolvidable en mi historia y
la de mi país.
Miguel y Rubén
se dieron cuenta de lo que ocurría y me agarraron del brazo.
La tarde se
oscurecía y la multitud avanzaba hacia Plaza de Mayo.
Mis amigos
fueron precavidos. Al fin de cuentas yo era muy joven y había crecido sin
conocer manifestaciones políticas.
_Pase lo que
pase _ dijo Rubén_ no te separes de nosotros.
_Quedate en la
Catedral, entre la primera y la segunda columna. Nosotros nos adelantamos y
después te venimos a buscar. No te muevas de ahí por nada.
Desde mi lugar
empecé a ver el resultado de la rabia, la decepción y los años de represión. La
gente empezó a romper las tulipas de luz de la Plaza y a arrojar piedras contra
la Casa Rosada-
La respuesta
fue sospechosamente rápida. Las tanquetas de la Brigada anti tumultos
aparecieron y el pánico logró que la gente saliera disparada hacia todos lados.
Mis amigos
llegaron inmediatamente hasta mi refugio y agarrándome cada uno de un brazo, me
sacaron por el aire de las escalinatas de la Catedral.
La gente
corría, empujando y atropellándose.
Una mujer casi
anciana gritaba “¡No corran, no corran!” pero nadie parecía escucharla. En
realidad, yo sí la escuchaba, pero no podía detenerme. Me empujaban los de
atrás y si me hubiese parado en ese momento me pasaban por encima.
Se escuchaban
gritos, sirenas y el jadeo de los que corríamos.
A pesar de
nuestros esfuerzos, la avalancha nos empujó y caí sobre las escalinatas del
Banco Nación. En ese momento, el libro de David Viñas voló.
Vi que
daba unas vueltas en el aire y caía (vaya a saber dónde) para desaparecer bajo
miles de pies aterrorizados, descontrolados, despavoridos.
Miguel me
agarró de una mano y me sacó de la multitud hacia una calle lateral.
No me atreví a
mencionar el libro. Miré hacia atrás pero era imposible ver algo en el suelo,
entre tantos brazos, cuerpos y rostros furiosos y desesperados.
No podía
hablar. Nos escabullimos por oscuras calles, lejos del ruido y la represión
que, nos enteramos después, fue brutal.
Rubén maldecía
al gobierno con pasión. Miguel caminaba silencioso y yo me di cuenta de que
estaba temblando. No había dicho una palabra desde la salida del departamento.
Escuchábamos
corridas, disparos y sirenas a lo lejos. Nos cruzamos con una ambulancia que
pasó rápidamente hacia el oeste.
Eran casi a las
nueve de la noche cuando llegamos al Instituto, en Junín y Santa Fe.
Subí las
escaleras con mucho esfuerzo. Tenía las piernas doloridas por la tensión.
Adentro nadie
parecía saber nada. Habíamos llegado tarde al parcial. Ningún noticiero
mostraba lo que a pocos metros de allí había pasado y todavía continuaba…
Mis compañeros
le explicaron al correntino lo que había pasado.
El “loco” Gomez
nos miró con seriedad y finalmente dijo:_Están aprobados. Para alguien que va a
ser periodista es mucho más importante ir a una manifestación como esa que
quedarse a estudiar un apunte.
Y en ese
momento recordé el libro.
Sari iba a
matarme.
La enfrenté
diez minutos más tarde, cuando tocó el timbre.
Se había
acercado todo el instituto a escuchar el repetido relato del malogrado acto y
la posterior represión y Sari me agarró del brazo.
_Nena ¡Qué
cagazo! Contame tu versión.
Recordé las
palabras de Miguel: “Tené cuidado de lo que contás y cómo lo contás. En el
instituto hay infiltrados”. Pero Sari era de confianza.
Empecé a
contarle despacio lo que había sucedido, hasta llegar a la parte de la corrida
y el vuelo del libro. Buscando las palabras más adecuadas, se lo dije.
Sari se quedó
perpleja. Primero le vi una expresión furiosa, pero segundos después la noté
triste. O resignada.
_Perdoname,
Sari_ le dije_ no sabía que iba a pasar todo esto, si no, no lo hubiese sacado
de casa.
_Dejá, no te
preocupes_ me contestó amargada_ terminó según su esencia, en una revuelta.
Cada libro tiene su personalidad y este, no creo que haya sido escrito para
momentos de calma.
Pero durante
varios días me pareció ver algo de reproche en su mirada.
Por mi parte,
me preguntaba quién habría recogido el libro.
Esa tarde, la
del 15 de junio, fue el comienzo de la inevitable caída del gobierno militar.
Años más tarde,
cuando ya vivía a setecientos kilómetros de Buenos Aires y las computadoras
empezaban a ser un electrodoméstico más, recibí un mail de Sari.
_¡Al fin te
encontré! Tuve que contactarme con cuatro para conseguir alguna noticia tuya.
Quiero que nos reencontremos. Tengo una sorpresa.
En un bar de
Chivilcoy, casi veinticinco años después, Sari y yo nos volvimos a abrazar.
Iba por su
segundo matrimonio pero parecía más joven que en los años del Instituto. Tenía
la mirada tranquila y feliz.
_¡No sabés todo
lo que me pasó en estos años! ¡Voy a necesitar horas para contarte!
Como en aquel
tiempo, yo seguía hablando poco. La observaba haciendo gestos, riendo, y
pensaba en cuánta razón tenía ese dos de abril.
De pronto abrió
el bolso y sacó algo.
_Mirá: ¡Creélo!
Ajado, con las
hojas amarillas y la punta de las tapas levantadas, tenía delante de mí el
libro perdido.
Asombrada, la
miré pidiéndole una explicación.
_Lo trajo a
casa mi segundo marido. Fue increíble. El trabajaba con Perez Esquivel y se lo
entregó un policía arrepentido, que lo encontró tirado en la calle aquel 15 de
junio. Nadie lo había levantado. El tipo lo escondió en su casa por meses y
después decidió que su lugar era otro. Así, de la forma más asombrosa, volvió a
mis manos.
Repasé las
hojas lentamente…
_¿Qué paso con
el policía?
_Ayudó bastante
en el esclarecimiento de algunas desapariciones. . Lo dieron de baja y lo
ayudamos a ponerse un negocio. Estaba cansado y asqueado. Al fin de cuentas, él
también era un argentino…
Me parecía
sorprendente el destino del libro.
_Y tus
hijos…¿lo leyeron?_pregunté
Sarí largó una
carcajada.
_¡Nooo! Mis
hijos no leen nada y menos este tipo de libros!. Creen que es ciencia ficción!
De pronto volví
a ver esa extraña sonrisa amarga en su cara.
_¿Ves, nena que
yo tenía razón? Los que festejamos, en el setenta y ocho, en el ochenta y dos,
lloraríamos después. Nuestros hijos no son ingenuos. No van a actos políticos,
no corren, no se apasionan por nada. El libro está ahora totalmente seguro y
aburrido en la biblioteca de mi casa.
Una vez más
abracé a Sari, antes de irme.
Meses después
me mandó un mail contándome que nuevamente había perdido el libro. Se lo había
olvidado en la silla del bar de Chivilcoy.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Cuentos
cortos, y no tanto”
Barro y sal*
La nostalgia
líquida insinúa ser como:
el ala enhiesta
de la mariposa que cae
casi
imperceptible, insegura y natural,
entre unos
huesos de lemanita o marfil.
Sometida
inmerecida de la gravedad,
como las
ínfimas gotas de esa sangre
que sacrifica
la herida de la historia
para otorgar la
fragancia de la rosa.
Si aún el mismo
dios o zarza ardiente
fue barro
pestilente y sal alguna vez,
luego fue
soñado el arcano principal
de una baraja
entre manos temerosas.
La melancolía
leve y frágil es como:
el latido lento
de un órgano cansado
casi velado por
lloviznas vespertinas
entre los
vidrios de una ventana gris.
Esclava
totalmente febril y revelada
como el cielo
que escupe sus ángeles
que reniega de
sus sapos y serpientes
para exhibir
solo el color de la lluvia.
Si hasta las
mismas manos tropiezan
fue así desde
el pasado y el presente
luego cedimos
la piedra, el pedernal,
y el mundo
empezó a girar sin pausa.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
ESPEJOS
OXIDADOS*
“Lo único que
me duele de morir, es que no sea de amor”
García Márquez.
Ese hombre me
tiembla desde siglos.
Me desangra las
albas y muerde los desvelos.
Es cardal y
racimo. Amor y duelo.
La noche tensa
la lámpara de agua.
Me viene desde
lejos ese hombre.
Desde antes del
galope del sueño.
Previo al
hambre. A las chozas de chapa.
Viene antes de
mi dura madre.
Antes del padre
nuestro. Del hijo.
Desde antes de
estupro de espejos oxidados.
-No estoy
dormida, digo, no es un sueño-
Pero el gallo
ha cantado tres veces.
Y el hombre ha
llorado mansamente.
Tres veces,
tres.
Le beso la
punta de los dedos. De las manos, los pies.
No habla. No
dice. Guerrea con las nubes.
Es cobardía y
valor. Falacia y realidad.
Un hombre
moribundo me tiembla en la impiedad.
-Ay, amor,
muerto, dormido, agónico.
Y un vacío me
atormenta las vísperas.
Alzo la mano y
me persigno, en vano.
En vano, me
persigno.
Mientras tanto,
no es él, que pasa su lengua por mi boca.
Es polvo, solo
polvo que me llena la boca.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
VIDENCIA*
Zulma buscó con
ansiedad los ojos de la tarotista.
_¿ Y? ¿Qué ve?
La mujer dio
vuelta las cartas lentamente…
Acomodó
algunas, contó las filas y las hileras y, pensativa, descansó su dedo índice
sobre sus labios.
Luego de un
breve silencio, levantó los grandes ojos negros y la miró de fijamente.
_No hay por qué
preocuparse_ le dijo.
_Tenés las
mejores cartas. Vas a ganar el juicio y cobrarás mucho más de lo que
imaginabas.
Con la voz
temblorosa por la duda y la emoción, Zulma volvió a inquirir:
_¿Y ese hombre?
¿Qué pasa?
La mujer volvió
a juntar las cartas. Las mezcló y separó diez, formando un círculo sobre la mesa.
_ Otro éxito_
dijo _En un mes vuelve a tu vida. Te espera un año maravilloso, lleno de
prosperidad y amor. Al fin, después de tantos problemas…
Dos lágrimas
recorrieron el rostro de Zulma
._ ¡Gracias!_
murmuró. La sonrisa transformaba su cara luminosa. _ ¡Me habían dicho que eras
magnífica!
Al marcharse,
se volvió nuevamente hacia la adivina y le repitió:
_¡Gracias!
La tarotista
cerró la puerta y apoyó en ella la espalda.
Una mirada
cansada cruzó sus ojos.
_ ¿Quién era? _
preguntó su hija
La mujer
acomodó lentamente las cartas y sin mirar a su hija, respondió:
_Alguien que en
tres días se muere…
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Cuentos
cortos, y no tanto”
Amanece*
En un paisaje
de verdes luminosos la diosa se despierta, nariz
hacia el café, crujen las hojas hasta adentrarse en las curvas de la
oreja, hacia el interior la mirada encuentra el juego de la vida,
se envuelve en él y sale a las luchas.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
Nada crece
aferrado
a su sombra.
Es deber
de la vida
procurarse
su luz.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
***
http://inventren.blogspot.com/
(De la Estación
La Rica – Ferrocarril Midland)
La Rica*
A Antonio Dal Masetto.
El hombre lee en su asiento una
carta escrita sobre papel verde. Se inclina un poco tratando que el sol que
ingresa por la ventanilla ilumine de lleno en esas letras de birome azul. Tiene
sus ojos cansados y la presbicia lo obliga a distanciar bastante la carta, a
punto de temer con incomodar con la extensión de su brazo a la señora sentada
enfrente en la que puede ver una mirada curiosa detrás de esos anteojos
redondos con bastante aumento.
En realidad, no le importa que
esa señora de mediana edad y pelo rubio enmarañado se interese por su carta.
Ella solo podría haber leído la fecha y el lugar que están en letra visible e
imprenta, arriba a la derecha de la primera hoja. Luego viene la letra
manuscrita, pequeña y encriptada de Gabriela que se hace imposible de descifrar
si la persona no esta familiarizada con ella.
Y además, que importancia tiene
que esa señora sepa de su felicidad, de su ir y venir con el amor y la
distancia.
Ella iba y venía, en su trabajo
por los aires, en sus ensueños o en amores fugaces de cada aeropuerto que no
lograban desplazarlo a él. Su hombre. Él, que iba y venia todos los fines de
semana para compartir su lecho, sus labios. Para caminar con ella de la manito
o en el abrazo de hombro de ella a cadera de él que tanto les gustaba, como a
los eternos amantes, novios o compañeros de vida, aunque nunca supieron
definirse, no les interesaba otra cosa más que llevarse de la mano o del abrazo
por la vida que era una sucesión de instantes o una eternidad bajo una misma
luz, pisándose a veces con mutua torpeza los pies en aquellas estrechas veredas
del centro antiguo de la ciudad, para luego retornar al departamento de ella y
fundirse en un solo cuerpo a luz de luna o estrellas, a sol que entibia la piel
o a cielos de acero sin grietas. Aun parece sentir el ruido de la lluvia
cayendo a gotones de sonido persistente por los techos, mientras adentro los
cuerpos se encendían bajo cobijas del frío invierno.
Sentados en la cama, los domingos
a la tarde él le leía cuentos de Dal Masetto y ella a él a Borges o Cortázar.
Una vez, le leyó "Romance" y él sabía, que era apenas un pretexto
para llegar a la frase final que tanto lo oprimía como presagio, como una
anticipación acechante a la vuelta de la esquina, o en cada ir y venir a la
estación de trenes, para llegar o partir de los brazos de ella, su amor, su
compañera.
Recuerda haberle leído esa frase
final del cuento de Antonio Dal Masetto que ahora ronda en su cabeza: “el
destino es insondable y no existe felicidad que no este amenazada”.
Su piel lo enloquecía. Su blanca
piel casi transparente en la que podía ver rutas celestes que no parecían venas
sino mapas de cielo como los que ella surcaba primero en Aerolíneas Argentinas
y más tarde en Lufthansa.
Él sentía cada encuentro y cada
despedida como si fueran una misma imagen superpuesta de ese intento imperfecto
de volver una y otra vez al placer, o al contacto de la piel, la fusión de los
cuerpos, el orgasmo de cada cual a su tiempo y modo, la sonrisa del después y
el dormir abrazados para entrar en la noche del sueño bien juntitos. Gabriela y
su parecido a Bette Davis. Sobre todo la expresión de su mirada. Fue un
descubrimiento mientras en una madrugada vieron “La extraña pasajera”. Como les
pego esa frase que adoptaron casi como un lema propio: "tenemos las
estrellas, no pidamos la luna".
*
Vuelve a doblar en dos las tres
o cuatro hojas de la carta sin dejar de echar una última mirada con los ojos
húmedos sobre el encabezado, que seguramente la señora que esta allí enfrente
ya ha leído, aun fingiendo desinterés y con la mirada perdida en algún punto de
la estación que de una vez están por dejar cuando la fuerza de la máquina logre
romper la inercia y el viaje se desate sin atenuantes.
No importa que esa señora
sentada enfrente haya leído la fecha: Hamburgo, 15 de abril de 1992.
Y más abajo el Querido Javier: y
luego el texto que conoce de memoria y ha leído una y otra vez durante estos
años a bordo del tren.
“A los tristes no los quiere
nadie” se dice a modo de explicación.
Entonces el tren arranca y el
hombre rompe la carta en cuatro con expresión de angustia marcada en el rostro,
aunque ya maldice su impulso, su inútil esfuerzo por doblegar ese pequeño hilo
de ilusión que lo mantiene ahí, no queriendo preguntarse sin respuesta, y
entonces guarda esos grandes pedazos en el bolsillo derecho de su campera,
quizá ya mismo piensa en pegarlos con cinta transparente al llegar a su casa.
Intenta disimular su rostro
desencajado. Se levanta y se va al otro vagón, no quiere testigos, que nadie
sospeche ni se pregunte por que él sigue yendo y viniendo en ese tren. Como si
el tiempo no hubiera pasado.
*De Eduardo Francisco Coiro.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
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ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
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