*Dibujo de Erika Kuhn.
DESTIERRO*
I
Voy camino al destierro.
Extenso páramo
donde la luna baña su soledad.
No hay retorno. Es la única certeza.
II
Miro y contemplo la sequedad.
Las voces familiares se ahogan
en el inmenso silencio.
Tú ya no estás
y no hay “nada que no duela” (M. Fernández)
III
Voy camino al destierro
sin fronteras en mis pasos.
La clara luna, por la noches,
deja entrever siluetas indecisas.
Extiendo mis manos hacia ellas…
sólo yo en el páramo.
TODO LE PERTENECE AL AIRE…
Soledad*
Silenciosa
amiga,
obligada
sombra,
compañera de
madrugadas,
mustios
domingos y hastiadas vigilias.
Soledad, monta
ese pájaro
tan azul y
sutil que es la vida
y derriba mis
barrotes,
hazme compartir
amistad, ansiar ser amada,
salir a
cortejar la luna, robar jazmines, perseguir un grillo.
Te estoy
despidiendo soledad.
No vuelvas.
*De Elsa
Hufschmid. elsifumi@yahoo.com.ar
*
La soñé por
primera vez desde que no está,
aunque sé que
era más que ella. Los sueños
retoman ese
lugar que queremos perder
y ganar en
medio de la rutina y los deseos.
Ella creía que
algo no estaba bien hecho, como otros.
Su enojo no fue
menos real pero ahora insiste
en quedar
debajo de palabras y análisis,
como si pudiera
olvidarme esos segundos feroces
en que volví a
ser su hija.
*De Valeria
Cervero. valecervero@hotmail.com
*
Lo que espera
por nosotros,
al regreso
de todos los
caminos.
Lo que aguarda
inmutable,
paciente,
fatal,
ojalá sean los
brazos
de la impasible
muerte:
la caricia
silente
de la
mortalidad.
Ojalá
no enfrentemos
las máscaras
obscenas
de nuestros
miedos niños
llamando en los
espejos,
pidiéndonos
jugar.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
CANCION DE
ADIOS*
Toda la noche
ha silbado y no es el viento.
Ha recorrido en
silbos circulares tu cuerpo.
Se que vienes
del miedo.
El zorro te ha
orinado y atacada has sido por los cuervos.
No temas, tu
pelambre de hembra está a salvo.
En mi sangre
hay un oscuro navío escondido
Creí que tu
sangre crecía como savia
Cada púa tuya
me confirma que eres solo carne.
Ya es tiempo de
dejar la estación del apenas.
-No debería,
no; no debería existir el apenas-
- La mentira no
debería tener patas cortas-
Los brotes ya
borran la plenitud del rastro.
Es tiempo.
Tiempo que se va y no vuelve.
De enterrar la
locura. Dejar crecer la hierba.
Cerrar de
nuevo, la Caja de Pandora.
No obstante el
payaso llora y ríe.
Es la hora del
verbo, del temblor y del adiós.
Falacia.
Invención. Humo de hierba. No importa ya.
Salivaré, de
tus flancos, las púas.
Mordisquearé.
Una a una hasta morir.
Hincaré los
dientes en tus hombros.
Lameré la
humedad de tus diversos rostros.
Beberé de tus
clepsidras plenas.
Treinta esperas
y ciento ochenta estaciones.
Consecutivamente.
Una vez, otra vez más.
Luego, amor, te
dejaré partir.
Vos y yo
seguiremos jugando al camino solitario.
Mas, lo se.
En tus oídos,
ámbito del ultrasonido de mi pena.
Esta canción de
amor, no morirá. Lo se.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Región de ser*
Sobre la
rispidez del día
hiere
la voz del
tiempo que se va. Duele.
Entonces
escribo
confieso
afirmo
niego
imagino
vivo
muero
y escribo otra
vez. Lo hago
para ocupar
otra región del aire.
Donde poder
reinventarme.
Donde ser:
savia-rama-hoja-corteza-raíz-árbol.
Donde mentirme
alguien.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Los indicios
del olvido se abren como flores.
Es posible
juntarlos
y armar
un ramo para
convencerse.
Apretarlo entre
las manos
y cortarse.
Ver cómo el
ramo negro
se va poniendo
rojo.
Y no llorar
por los bordes
filosos de las hojas.
*De Valeria
Pariso.
*
Aún no nos
conocemos.
Habitamos
separadas
en castas
a la orilla de
los días.
Unas
cargan sus
sueños,
hijos, cestos
de ropa sucia.
Arrastran
restos
de hombres
que alguna vez
han querido.
Otras izan su
pelo
sobre las camas
vacías
y lloran
a escondidas
por una
revolución
que no les
pertenece.
Algunas
hablan lenguas
extrañas.
Tienen la boca
llena
de palabras
desconocidas
y las muerden,
las devoran
como a la fruta
prohibida.
Todas
tenemos sexo,
pechos, hambre
de vida.
Todas
miramos con
miedo
de orilla a
orilla.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Un lugarcito
en Monte Vera*
Las ramas del
sauce me acariciaron los hombros, dándome la bienvenida.
Y su sombra me
alivió el calor que ahogaba persiguiéndome desde la ciudad.
El amplio patio
alfombrado con césped, refrescó mis pies y un arco iris de flores salpicando
los rincones llenó mis ojos inundando de paz y alivio que tanta falta hacía a
mi espíritu.
La casa
pequeña, simple, acogedora, aún sin completar su amoblamiento pero con detalles
donde se adivina la mano de su dueña.
Pero el
espíritu de Teresa danzaba entre las púberes plantitas, que mostraban sus hojas
nuevas, sus flores, compitiendo entre ellas por ser la mejor, la más mirada.
En lucha contra
las mandíbulas de las hormigas, los caracoles, el ardiente sol del verano, el
granizo que las deshojó y aplastó a las mas pequeñas. Pero se unían, se
abrazaban entre sí y crecían devolviendo el amor que les regalaban.
Se adivina un
futuro precioso jardín, se presiente un día, no muy lejano, caminar entre
perfumes verdes y sutiles rojos, amarillos, azules y blancos y la sonrisa ancha
y orgullosa de su creadora, Teresa, la jardinera poeta.
*De Elsa
Hufschmid. elsifumi@yahoo.com.ar
*
Todo:
tus manos,
mi espalda,
las palabras de
fuego
que incendiaste
a la orilla de
la noche.
Todo
le pertenece al
aire.
Creemos,
ingenuos y
felices,
que fundamos
la impúdica
ciudad
de la memoria.
Que somos
los primeros
en atravesar
las puertas,
en mirar con
estos ojos
las luces
encendidas.
Ilusos.
Aferramos
en un puño de
hierro
los instantes.
Pero todo,
todo le
pertenece al aire.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
*
Todo lo que no
se ve
va a caer.
Enumeraste
imparable.
Cucarachas,
arañas, polillas, piojos, víboras, ratas
larvas de toda
clase, huevitos de dragones, fosforescencias de ave
fénix
sí, todo eso se
puede juntar
en un depto
pequeño y no
verse
panaderos,
pelusas, hojas secas, libélulas,
un grillo que
murió cantando, hormigas negras y rojas, grandes inmensas migas de galletas,
graves trozos de arroz compactado
dos perlitas de
aros distintos, tres arandelas que no corresponden
un dibujo
arrugado, una figurita autoadhesiva con brillantina
ya no pega
nada pega con
nada
restos
arqueológicos, bichos antiguos, herramientas en desuso,
lapiceras
disfuncionales, una
explotada
marcadores que
iluminaban un camino y lápices sin puntas
algunos
mordidos, siempre lamidos
por mí
clips que
agarraban mensajes trascendentes, una nota
con letra
borroneada en vías
de extinción
Afirmaste
varias veces, tranquilo y seguro
experto
Todo lo que no
se ve
va a caer.
Estos restos,
estos insectos
muertos o a
punto
de hacer el
acto
de desaparición
vital
el acto de
yacer
última
transformación
reguero
escondido de cadáveres
reguero a la
vista de libros por abrir
reguero de
autores
vivos, muertos
o a punto
de quedar
impresos
morir a lo
inédito morir al secreto
cajón
vida afuera una
portada
una nueva
máscara
poética lista
para desordenarse
autores
calaveras
letras impresas
desciframiento
charla que
arroja
libros como
piedras, mariposas, nubes, más insectos
con unos te
golpeo
con otros te
acaricio
con unos te
impresiono
con otros te
beso
libros salvajes
estos
se crían con
bichos, empollan huevos, se dejan recorrer
patitas y polvo
y nuestras
lenguas que no paran
de mirarse
y nuestros ojos
que descubren
letras
se tatúan en el
cuerpo apenas revelado
en un
movimiento esquivo
(casi no se ve)
o, quizás
impetuoso
en un
movimiento que
puede cambiar
todo
prender fuego
un movimiento
solo
hacernos de
nuevo
un movimiento
lenguas
susurros gritos
un movimiento
seremos
(no se ve)
cenizas
y cenizas
quedan
dispuestas a
caer, a bañar los restos de ese depto bosque
lluvia que hace
visible
qué somos o
fuimos
cenizas
ligeramente se
ven y vuelan y caen
otra vez.
(km. 2016)
*De Karina
Macció. karina@siempredeviaje.com.ar
-Karina
Macció (Buenos Aires, 1974) es escritora, editora, docente apasionada por
la traducción. Dirige Siempre de Viaje, talleres de lectura y escritura, y
Viajera Editorial, dedicada a la literatura contemporánea, especialmente a la
poesía. Es profesora de Semiología en el Carlos Pellegrini y egresada del
colegio Nacional Buenos Aires. Le gusta organizar encuentros donde la poesía
brille y sea una experiencia inolvidable.
Ha publicado Ocre,
Amarillo vol1 (Textos Intrusos); Mis Peores Poemas de Amor/My
love worst poems (traducido por Annie McDermott, Viajera), Diario de la
Transformación (Viajera), La Pérdida o La Pérdida (Viajera), impresos
en rojo (Gog y Magog), Ferina (La Bohemia), Lestrygonia
(Aurelia Rivera), Pupilas Estrelladas (Siesta).
*
Uno dice pero
algo no querido se filtra. Este hueco entre lo que uno quiere decir y lo dicho
es ya un asomo de lo literario.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
http://inventren.blogspot.com/
Feria*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Poco antes de
mediodía, Mariano bajó del tren.
Siguiendo una
vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en
el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la
abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como
buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun
así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar
en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca
lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de
pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién
sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó
en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre
las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de
la corbata que nunca fue capaz de ponerse.
Pero ahora ya
estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una
gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano
rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la
Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda
desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que
traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte,
Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron
encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su
legítimo dueño.
Cuando salió de
la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de
automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando
acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección
al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco
manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la
desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano
de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le
parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico
hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a
gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que
podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que
llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..."
pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba
formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo
suficiente para comer algo.
Luego, por la
tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar
nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a
algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros
pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores
del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las
innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas
mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió
en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados,
tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de
que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del
comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de
semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.
Al entrar en la
habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó,
perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba
las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener
que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él
era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían
los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las
partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que
aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche
tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí,
entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en
otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron
definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.
Tras la cena,
escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó
al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de
siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió
una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él
las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de
vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra
ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo,
una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven
de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a
mirarle fijamente.
—¿No vas a
invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.
—Me gustaría
mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.
—¿Es más guapa
que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.
—Las dos sois
muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.
Algo pareció
agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que
volvió a hablar.
—¿Quién es?
¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por
favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de
su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la
barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le
dicen "Visi".
Un repentino
silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la
camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para
respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las
últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el entarimado,
apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a otro.
Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar la
extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un hilo
de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:
—La
"Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y
no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...
No pudo seguir
hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.
Las otras
también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como
ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte,
apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su
pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente
le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia
sucedida.
Se recordó
veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación
Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo.
Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de
todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese
modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo,
en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la
tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones
hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi". Pero
ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.
Mientras él se
pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin
a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos
sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y
los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de
la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó
de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar,
por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de
Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el
saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el
bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un
pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la
oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro
lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su
amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.
El pueblo
entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura,
hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y
un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo
antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse
de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso
ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por
causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo
contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su
vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo
que decir al extranjero.
La vida en el
pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus
más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso
fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de
vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos
y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible
paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó
inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y
otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su
rival.
El tiempo fue
pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas
cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del
alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A
partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su
padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le
convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su
afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la
necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A
pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese
viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar
los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.
Mientras
apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica
morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole,
como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se
posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente
impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese
momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba
sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores
momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de
seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no
era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las
tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo,
sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la
vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no
había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió
siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.
El
descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola
visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los
almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de
familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años
había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico,
a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese
estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que
presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído
tiempo atrás y ya casi olvidado.
Aquella primera
vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas
máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que
jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al
explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más
tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los
folletos para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado
viendo durante todo el fin de semana).
Durante la
mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes
repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y
un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a
los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo
disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma,
sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas
estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las
interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió
entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición
innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que
se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que,
después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un
pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al
bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.
¿Cómo no
evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus
recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su
mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a
Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los
clientes.
Un camarero le
había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y
una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo
por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el
fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al
desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un
rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los
ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que
reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca
sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas
exclamaciones y ruidosas carcajadas.
Habían pasado
siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus
ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces
eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron
deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran
podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles
con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados.
Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto,
la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar"
musitó.
El cambio de
expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar?
¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al
final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la
verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa
reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local,
donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una
cita para el día siguiente.
Pero ése fue un
ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo.
Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó
asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo
unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño.
Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a
estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y
pidió otra. Al menos el anís era bueno.
En ese momento,
al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una
escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de
una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle allí
sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y se
acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.
—¿Qué estás
haciendo aquí?
—Sólo quiero
estar contigo —respondió él humildemente.
—Deberías irte.
Aquí no hay nada bueno para ti.
—Estás tú.
Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser
de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.
Increíblemente,
a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor,
volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo:
"Llévame a tu hotel".
Los detalles de
ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció
que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor
físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada
que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).
Mariano
regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al velado
cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora tenía
algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo. Una
feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir,
siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces,
sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres
días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas
partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.
A causa de
algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría
desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la
vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran
comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para
preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la
amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras,
con idéntica resignación, los viajes de Mariano.
También la
"Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una
transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además,
había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al
año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño
remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia
ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la
última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce
años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada
otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el
infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero
siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y
no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca
dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que
había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible
evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser
iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y
acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más
extrañas.
Y ahora, la
"Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él
pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz
que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para
siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los
años en las calles de la Ciudad.
Se percató de
que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan
importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que
lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen
por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.
Pagó las copas
y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó.
Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa;
sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.
Esa noche, en
brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante
brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a
otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior,
el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral
por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches
vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas
partidas de cartas, al lecho frío.
Al día
siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las
sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó,
hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación,
sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al
otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras
le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente,
seguía.
Pero he aquí
que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había
permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre
cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre,
extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión
diferente. La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho
del viajero, una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.
Ignoramos el
texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente
y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la
ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su
equipaje y se apea en la primera estación.
Más tarde
tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente,
pertenece.
-Sergio
Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PARADA KM 79
ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
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