viernes, agosto 25, 2017

LA RAÍZ DEL BAMBÚ…



*Foto: Tapa de la edición de “la Raíz del Bambú” -2012-












PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR*




I


Seguramente en los años cincuenta, Salta ya era “La Linda”, con sus cerros pintorescos tan vestidos de verde, rodeando la ciudad; sus caminos de cornisa donde uno suele humedecerse de nubes, ver los valles ondulados con aquellas vaquitas diminutas como pintadas, pastando; y saliendo de una curva angustiosa los reflejos de un prístino lago, con un dique de juguete.
Entonces ya, como siempre ha sido, el tierno corazón de una colegiala ensaya atropelladamente los primeros escarceos, de un galope estremecedor en un inmaculado pecho infantil, prendado de un primer amor. Amor que nace con la ilusión de ser amada, un amor que nace como un juego que casi no se puede ocultar, y al compartirlo parece que se agranda, que ocupa todo el mundo.
Eso le pasó a la pequeña Paola, aunque podría ser, o quizás era, a cualquiera de las demás de esa escuela, y de todas las escuelas del mundo; pero sucede que por esto que relato, aquello tan común e inevitable, pasó a trascender en el tiempo de este modo.

Podríamos decir que son cosas de chicos, que es un juego inocente que más o menos nos tocó a todos; pero para las monjas que regían el colegio de varones y niñas anexo a la basílica franciscana de la capital salteña, esas cosas eran censurables e impropias de niñas o niños de bien. Sería una travesura coquetear o presumir, y era posible que el objeto del deseo nunca llegara a enterarse, que no pasara de una sospecha pero aún así, no dejaba de henchir el pecho del elegido. Pero la aventura debía mantenerse sin que las celadoras lo advirtieran. Un caída de ojos, una mirada, una sonrisa; que a esa edad los varones, más lentos en estos lances, no terminaban de interpretar; por eso ellas en sus cabildeos, entre risas y secretitos se decían que los pobres eran unos “babiecas”.
Roberto, de quinto grado, no se daba por enterado, y Paola de cuarto, recurría a su grupito de íntimas para pergeñar nuevas estrategias, ya que al estar ellas en cuarto, sólo compartían el recreo, y siempre rigurosamente sobrevoladas por las miradas vigilantes; por lo que todo debía hacerse con el mayor disimulo.
Así que un día, en el aula, durante una aburridísima clase de historia, mientras el almirante Brown disparaba sus cañones en el Río de la Plata; Paola escribió una pequeña esquela de amor, arrebolada y temblorosa, muy lejos ella de la encendida batalla de nuestro máximo héroe naval, soñando más bien, en la hazaña que planeaban ellas: que una del grupito le alcanzara de sorpresa al desprevenido Roberto, aquellos dos renglones en los que confiaba que la advirtiera, que al fin él se avivara de una buena vez… y desde lejos, ver anhelante qué iría a hacer aquel encumbrado príncipe; seguramente la buscaría con la mirada hasta encontrarla, descubrirla, fijarse en ella, y seguramente, sonreírle amorosamente…






II


De esto y de lo que sigue lo conocimos mi mujer y ya por boca del antiguo sacristán de la esplendorosa basílica de San Francisco en la zona histórica de la ciudad, en una pletórica visita turística. Este hombre, no supimos nunca nosotros por qué estaba tan dispuesto aquella mañana, mientras nos guiaba por el suntuoso templo, uno de los verdaderos altares de nuestra historia; en la que se entrelaza con la campaña del general Belgrano, donde tras aquella gloriosa batalla, funden las campanas con el bronce de sus cañones, dejándole con fervor a Salta un legado y testimonia de su gran victoria. Campanas que suenan en el alto y pintoresco campanil, que tanto luce al frente en el conjunto barroco colonial del emblemático templo franciscano, de marcados tonos que remarcan sus elegantes líneas, volutas y ornamentos, propios de principios del siglo diecinueve.
En la sacristía, en el centro de una enorme sala, hay una mesa de grandes dimensiones, e inamovible, como enclavada; ya que luce un pesadísimo y grueso mármol que admitiría fácilmente veinte personas sentadas a su alrededor, traída de Europa durante la colonia y de Panamá bajada por el Alto Perú a lomo de mulas, y asentada en seis gruesas patas redondas, también de mármol…
Y este escenario, y por esta preciosa mesa, se desató el relato de la historia de la notita de amor que Roberto nunca llegó a leer. O casi…
_Ah..¡Sí! Ustedes no saben que pasó con aquel papelito que tenía grabados dos renglones de ansiosas palabras de amor inmaculado y juvenil…_
_¿En dónde habíamos quedado?..._





III


Roberto permanecía un poco retraído, casi apartado, ya que se sentía grandecito, como que ya ciertos juegos no le atraían tanto, y quizás un poco distinto a los demás. En eso una de las compañeritas de Paola se le acerca rozándolo y tratando de poner en su mano el mensaje. Como él no estaba atento, ella tuvo que insistir, haciéndolo más evidente… y ¡Zácate!... Cuando Dios no quiere… Una de las monjas estaba a pocos pasos y de reojo vio algo, y como si hubiera visto al mismísimo diablo, saltó como un resorte, gesticulando a voz en cuello, tratando de obtener aquel objeto que ya era al menos obsceno. Otras monjas corrieron en su auxilio, gritando también aunque no sabían qué ocurría… Pero Roberto, ya con el papelito se largó a correr, escurridizo como un mono por aquel patio de juegos,  se metió en la sacristía y en dos segundos estaba escondido bajo la mesa. Sentía afuera el barullo del revuelo, donde todos se agitaban sin saber qué pasaba.
Vio que entre la pata y la mesada de grueso mármol había un intersticio, y apurado metió la notita tan doblada como se la dieron, y la introdujo hasta que desapareció allí escondido, el cuerpo del delito. Luego salió a enfrentar a la Santa Inquisición. Hubo amonestaciones, suspensiones y notas a los padres; las más severas a las niñas partícipes del delito. Salvo muy pocos aquel día, los demás imaginaron cosas, o las mal interpretaron; los colegiales llevaron el tema a sus casas y la cosa de pequeña pasó a crecer y a deformarse; las madres estaban horrorizadas, y la ciudad misma terminó escandalizándose de las vejaciones y quizás violaciones que impidieron las santas monjas del prestigioso colegio. La moral misma de algunas familias se mancillaba en voz baja en las tertulias y en las casas.
Tras aquel bochorno, Paola fue llevada por una tía a Córdoba, donde continuó sus estudios, fue desvinculándose de su ciudad natal, y casi no se supo más de ella.
Roberto pasado el revuelo volvió furtivamente bajo su mesa a buscar la nota, pero no pudo sacarla, por más que tratara. Otro día volvió con un estilete y otros enseres para recuperar la notita, pero al insistir sólo consiguió empujarla más profundamente en la ranura; y alzar la mesa, imposible, ni él ni diez como él… Más adelante también la vida lo llevó a él a vivir muy lejos de su Salta natal…
Pasaron décadas, al menos cinco; y Roberto pudo volver ya hecho un hombre grande y lleno de recuerdos. Nunca olvidó aquella esquela, y pensaba en que mientras envejecía con distintos logros, aquel papelito, quizá amarillento, estaría allí como esperándolo.
Tras los permisos de rigor, y con la ayuda suficiente pudo mover el pesado mármol, alzándolo tan sólo un par de centímetros…, y él mismo con sus propios dedos obtuvo tras tanto tiempo, el pequeño trozo de papel, y leer por fin aquellas palabras de amor que tan ilusionada y temblorosa había escrito Paola, aquel lejano día, más de cincuenta años atrás…
Quienes estaban con él en la espaciosa sacristía, asistieron a la emocionada estampa de un rostro compungido, enmarcado por blancos cabellos, de blandas mejillas, donde bajaron por un instante, dos gruesas y temblorosas lágrimas, y un hondo e imperceptible suspiro, fue el preludio de un largo y profundo silencio…
Yo me había transportado siguiendo el relato del afable sacristán, tan ensimismado, que también sentí mis ojos humedecidos y en el pecho el corazón como que se me derretía lentamente…
_¡Oh Dios!..._ exclamó, mirando alarmado su reloj, y llevándose una mano a la frente, como asustado…_¡Las doce y quince!..., ¡Y yo no toqué las campanas de las doce!..._ y agregó: _¡Sólo me había pasado una vez en treinta años!!!_
Y se fue presuroso a su repique de campanadas de aquel medio día, en que se retrasaron quince minutos… ¡Por una pequeña notita escrita por una jovencita enamorada, hace más de cincuentas años!




*De Celso H Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda. Santa Fe.










LA RAÍZ DEL BAMBÚ…






TIEMPO DE GESTACIÓN*
(EL HELECHO Y EL BAMBÚ)



Pasaron cinco años desde que presenté mi libro anterior.
Mi opera prima.
Incluso desde otro tanto estuve gestando aquella obra. Un libro de apenas algo más de doscientas páginas. El balance inevitable que hago es lo poco productivo de mi tiempo de trabajo, del tiempo que le dedico a mi empeño de escribir.
Me tengo que conformar con esto que he logrado. Menos mal que mi tiempo contaba con estos tantos días de crédito en mi haber, en las cuentas de la vida; y pude al menos hacer esto, como máximo. No obstante, estoy satisfecho.
Cuando Dios hizo el mundo, y el portentoso Paraíso Terrenal, un día advirtió que el Bambú  no daba aún señales de surgir a la vida. A su lado un helecho derramaba lozanas sus  hojas enramadas. Al año pasó el Señor nuevamente por el lugar, y vio al helecho más grande y aún más lozano; pero ni señales del Bambú. Al año siguiente, y al otro, pasaba por allí, esperando verlo brotar. Y nada. Pasaron cinco años antes que el creador pudiera ver como la tierra se agrietaba y la punta blanquecina de un brote apartaba los pequeños terrones abriéndose paso. Al fin el Bambú, asomaba a la luz del día; le había costado cinco largos años gestando su germinación. A partir de allí abría su abanico de cañas al cielo, creciendo en altura, hasta un palmo por cada día.
Todo ese tiempo le había llevado construir sus cimientos bajo tierra, para que la planta pudiera surgir luego fuerte y poderosa, para afrontar los vientos y tempestades; para poder ser lo que debía ser, para dar plenamente su mensaje entre los seres de la Creación.



*Celso H. Agretti
Avellaneda, Santa Fe; febrero 2011










PRÓLOGO*



Cuando alguno de esos graciosos que abunda por todas partes me pregunta qué libro me llevaría a una isla desierta, mi respuesta suele ser rápida: cualquiera de Mark Twain. Pero ninguna novela de tan ilustre escritor merecería semejante privilegio, a excepción tal vez de Huckleberry Finn que junto a Moby Dick son las dos obras cumbre de la literatura norteamericana. No obstante, yo menciono a Twain porque siempre tengo en mente algún compendio de artículos suyos. Por ejemplo Las tres erres, edición seleccionada por Maxwell Geismar y publicada en la colección Punto Omega de la editorial Guadarrama. Es un libro que suele acompañarme en los viajes, pues su lectura resulta de lo más estimulante. El pobre está que se cae a trozos y al abrirlo siempre acabo cazando hojas al vuelo, despegadas de tanto leerlas. Así y todo no puedo desprenderme de ese libro, me tiene fascinado por su palpitante actualidad al atacar con maestría tanto el autoritarismo político como el fanatismo religioso o la opresión colonial de finales del siglo XIX, situaciones que se reproducen hoy en día con gran fidelidad.

Digo todo esto porque se me ha presentado una disyuntiva: acabo de leer otro libro que podría muy bien acompañarme a esa hipotética isla desierta. Me refiero a La raíz del BAMBÚ  de Celso H. Agretti, digno del mejor Mark Twain, repleto de aforismos que no han de envidiar nada a los del mismísimo Stanislaw Jerzy Lec, ese polaco genial que nos electrizó con sus famosos Pensamientos despeinados.
Agretti es un Lec de aquí mismo, un Mark Twain de la actualidad, y de su pluma salen sentencias repletas de humor, ironía y lucidez. ¡Qué gran combinación! Todo ello mezclado mediante una combinación sublime con las pinceladas de costumbrismo y esa manera tan especial de detallar los lugares, las situaciones y los personajes que nos lleva a hacernos cómplices de cada historia.

Lo mejor de todo es alcanzar tan fácilmente esta complicidad.
Digámoslo sin ambages: La raíz del BAMBÚ  de Celso H. Agretti es una de las formas más estimulantes de leer disfrutando. Poesía, acidez, relato, humor y filosofía se dan de la mano en uno de los combinados más atrayentes que recuerdo. Digno sucesor de Mark Twain y de Stanislaw Jerzy Lec, este autor tiene todos los números para que me lo lleve a una isla desierta.



*Joan Mateu i Martí
(Escritor; cuentista y poeta)
BARCELONA (España); 23 de octubre de 2011













LA CAPILLITA SOLITARIA

 



La antigua ruta once,  el camino real para nosotros, era ancha, arenosa, polvorienta, y desde nuestro pueblo hacia el norte, habitualmente desolada, casi desierta; haciendo lucir desolado todo lo que lo circundaba. Los arbustos, enredaderas, y pastos de los costados; se veían sucios, cubiertos por el polvo que se levantaba del camino, más por los vientos, que por el escaso tránsito de aquellos tiempos. Muy pocas casas se animaban a asentarse a su vera, sólo algún “boliche” o paraje, muy lejano uno de otro. Las casas de los colonos eran espaciadas, y se presentaban bastante alejadas de la ruta.
En la mitad del siglo veinte éramos niños, y solíamos acompañar a mi padre, en sus cortos viajes, con el traqueteante y pequeño transporte de fletes varios. Solíamos visitar colonos, llevando moderadas cargas de mercaderías, o  de insumos, trayendo parte de sus cosechas, especialmente hortalizas y otros productos, que se comercializaban bien en el pueblo.
A un par de kilómetros de las últimas casas, donde un abandonado camino vecinal formaba la esquina de un pequeño lote de campo, yermo y de breves pastos amarillentos, alejado de todo vestigio de vida: se levantaba solitaria una pequeña capillita ornamental, que se erguía, no más alta que una persona, sobre una delgada columnata retorcida, de aspecto neo gótico, símil mármol, y consagrada seguramente a una deidad religiosa, alguna virgen. Nadie sabía qué conmemoraba, ni en honor a quién se había erigido, y sobre todo por qué  precisamente allí, alejada de todo.
El tema es que verla siempre tan sola, causaba una sensación incómoda, revestida con algo de inexplicable temor,  y nuestra imaginación infantil, nos proponía absurdas relaciones con alguna leyenda, de hechos o personas que desconocíamos; máxime que más de una vez hemos visto, a algún acompañante circunstancial de la zona, persignarse respetuosamente cada vez que pasábamos por el lugar.
Nunca pasé indiferente, ni lo hubiera hecho sin advertirlo; siempre ese resquemor, ese  recelo. Y no sólo yo, en casa se contaban cosas curiosas que habían ocurrido, a quienes de noche pasaban por allí, y no guardaron tal vez el debido respeto; aunque no es que lo creyeran del todo, siempre aparecían esos temas en charlas de sobremesa, como algo gracioso, folklórico.
Recuerdo que una noche nublada y muy obscura, nuestro pequeño camión quedó sin nafta, y se detuvo, precisamente enfrente; aunque no podíamos verla, sabíamos nuestra posición, porque ubicábamos las primeras y espaciadas luces del pueblo. No podría decir que me daba miedo, estaba al lado de mi hermano mayor, que si bien todavía era un niño, era una compañía enorme para mí, y además estaba papá, que fue quién se bajó y midió con una pequeña regla, cuanta nafta tendría el tanque. Pero varias veces me descubrí escudriñando en la negrura, a ver si veía la silueta de la capillita, y a veces miraba fijamente. por si alguna cosa extraña se moviera cerca…
Un jinete se acercaba al trote.
Lo escuchábamos desde una buena distancia. Papá le habló cuando estuvo junto a nosotros, aunque ni remotamente lo conociera. Le dio un billete y una damajuana de vidrio, pidiéndole que le consiguiera algo de nafta en un almacén, que estaba sobre la ruta, hacia el norte. El jinete apareció tras un largo rato, con la damajuana a medio llenar, suficiente para llegar a casa. Generoso y honesto el criollo. Luego no sé bien qué pasó. Papá le dio un billete de poco valor como propina, agradeciéndole “la gauchada”; pero el hombre se indignó, se enojó, y lo expresó a toda voz, y era que consideró escaso el pago por el servicio.
Mi hermano y yo nos decepcionamos, ya que en principio entendimos que era un gesto generoso, y no aceptaría pago alguno por el auxilio; pero no, el hombre entendió que era una changa, y le habían pagado poco…
Todo esto sumado hizo que nuestra avería requiriera bastante tiempo en el lugar, que para mí era apremiante. Me avergonzaba sentir el miedo o resquemor que estaba sintiendo, y por momentos tenía un cosquilleo y escalofríos, hasta que volvía a serenarme viendo que ya nos íbamos y dejábamos atrás aquel oscuro y desolado sitio. Alejándonos, y sintiéndome algo más seguro me animé a voltearme y mirar casi hipnotizado hacia atrás, esperando ver, vaya a saber qué misteriosa aparición. Tengo en mi memoria ese percance, y aquella noche tan cerrada; donde tuve omnipresente la inquietante cercanía de la misteriosa capillita…

Y esto del halo singular y  casi exótico, que emanaba el pequeño santuario, estaba bastante difundido, y amalgamado a una profunda cultura religiosa, que a su vez, de un modo curioso, se ligaba también a un abanico de supersticiones y temores. Era evidente, al menos entre nuestros conocidos y parientes; aunque nadie habría querido reconocerlo, y sólo surgía si se involucraban, como pasó con un primo mayor nuestro, que estaba viviendo temporalmente con nosotros…
Era todavía soltero, así que estaba en la etapa de conocer posibles candidatas casaderas.
Acostumbraban en la zona rural de aquel entonces, acceder a encuentros de muchachos y muchachas, en las fiestas familiares, o en los bailes de colonia, fiestas religiosas o cívicas, y tantos eventos domingueros o casuales. Pero sobre todo de un modo muy recurrido en la zona: las visitas domiciliarias; donde solos, o  en compañía de un amigo, o a veces dos, el pretendiente llegaba un sábado por la noche, “a tomar mate”…  directamente y sin invitación alguna, a una casa  elegida, donde hubiera chicas casaderas.
El juego era ir “tanteando”, a ver cómo eran “recibidos”;  y no excluía que también visitaran otras casas, a veces esa misma noche,  hurgando en un itinerario  de selección, que concluía sólo cuando se formalizaba un compromiso, Esto podía ser una búsqueda de meses o de años, tornándose en algunos casos crónica, y como todo, ir devaluándose con el tiempo, siendo recibidos lógicamente, cada vez con menos expectativas.
No sólo los sábados, también las vísperas de fiestas, donde la otra parte también esperaba con impaciencia, qué podría depararle  aquellos encuentros; que por otra parte no siempre eran tan fortuitos, a veces, ya tenían previamente alguna mirada complaciente, como un guiño, o un convite concertado.
Mi primo pertenecía a éstos últimos, visitantes “tomadores de mates”…
Un jueves por la noche, víspera del sagrado viernes santo, en que no podía realizarse ninguna actividad que no fuera de recogimiento, o adoración a Dios y a Cristo crucificado. Mamá no hubiera querido, que ninguno de nosotros saliera de casa esa noche.
-Mirá que tenés que estar de vuelta antes de las doce. No te entretengas. Acordate que pasada la medianoche ya va a ser Viernes Santo…-
-Si tía, quédese tranquila.- dijo mi primo, guiñándonos un ojo a sus espaldas, cancheramente…
Y con esa promesa, mi primo subió a su bicicleta, y partió a su visita romántica, a una legua al norte. Cuando decidió volver vio que ya eran más de las doce; y aunque nada tomaba en serio, se sintió profundamente sólo al volver por la ruta, en una noche alumbrada fantasmagóricamente por la luna llena.
A la mañana siguiente, tartamudeaba, todavía desencajado al contar, lo que él juraba que le había pasado:
Precisamente al llegar a la capillita, vio de reojo como de la misma salía un pequeño perro negro, mostrando una ferocidad rabiosa, y ladrándole furiosamente, arremetía decidido a morderle la pierna. Trató de pedalear más fuerte, pero el camino arenoso le frenaba las ruedas, y el perro lo atacaba más y más fieramente. Comenzó a defenderse arrojándole patadas, pero cada vez que le acertaba una, el perro crecía, y se hacía cada vez más grande y más aguerrido; y en un momento se había convertido en un perrazo enorme que no le daba tregua…
Se acordó entonces de rezar desesperadamente, mientras se concentraba en pedalear, y poco a poco se fue distanciando; del descomunal y fiero animal en que se había convertido, salvándose según él, por muy poco de sus filosos colmillos…
Todos trataron de hacerlo entender, que el perro habrá sido nada más que un perro, y que el miedo hizo el resto…
Pero a él nadie le hizo cambiar nunca, lo que aseguraba haber vivido.
Y muchos de nosotros entonces, sin querer, sentimos un escalofrío….
Y yo, lo vuelvo a sentir cada vez que me acuerdo.














DE TUERCAS Y MOTORES



El taller del gordo, le decíamos. Todos lo conocían así. El taller y la casa de familia estaban casi lindantes a la nuestra, a no ser por un pequeño predio, con un elemental lavadero de vehículos. Ocupaban la esquina, aunque allí le agregaron en ese tiempo, dos columnas, una pequeña losa, como una visera,  y un surtidor de naftas, que nunca tuvo una aplicación muy comercial. No más de un par de veces he visto cargar allí combustibles, a no más que un par de vehículos.
Eran tan pocos los autos y camiones que había entonces en el pueblo, y casi todos de los primeros modelos, hasta incluso la década de 1930. Aquellos de capota de lona y guardabarros acucharados. En la década del cuarenta el mundo estaba en la segunda gran guerra, y recién después del cuarenta y seis se vieron algunos nuevos. Eran escasos, modernos y aerodinámicos en comparación.
Eso trae que mucho trabajo no tendría un taller de entonces; pero también sucedía que había pocos, y los vehículos envejecían rápidamente en aquellos caminos de polvo, o huellones y barrizales, y cada tanto había que reacondicionarlos.
Tampoco el lavadero se ocupó más que alguna vez. Así que nosotros los chicos del vecindario, lo usábamos como patio de juegos, junto a la vereda de gramilla y la calle que de este lado no tenía cuneta, aprovechando que muy de cuando en cuando pasaba alguien.
Un primo de papá, había comprado, un camión “guerrero”, un GM color verde oliva, rezago de la guerra, con tracción en las cuatro ruedas Los días de lluvia, en los que no se permitía transitar para no estropear las calles, pasaba frente a  casa transitando por la otra vereda llenas de yuyos, dejando profundas huellas, desgarradas con las tremendas ruedas “pantaneras”,  en el barro blando.
Los gitanos, que siempre tenían camiones o autos para vender, rejuntados de partes y modelos, solían venir y ellos mismos trabajaban de mecánicos. Nosotros nos acercábamos curiosos y nos reíamos divertidos, de sus dichos y palabras extrañas.
Un ómnibus de media distancia comenzó parar en la esquina, teniéndola como terminal. Desde allí salía en sus dos o tres viajes semanales al norte de la  provincia¸  todos caminos  polvorientos y alejados. Nosotros jugábamos, los varones, pateando una pelota de cuero, que solía picar mal, porque la pelota no era del todo redonda, y el suelo  y la  cuneta, si bien playa, tampoco eran muy parejos. Nuestra práctica era patearla como venga, cuanto más alta o más lejos mejor, siempre que no pasara el tejido de enfrente. Una siesta pateábamos la pelota de ese modo, mientras el ómnibus permanecía ajeno en el centro de “la cancha”, en espera de su partida. En uno de esos piques, voleé la pelota con todas mis fuerzas, alto, alto… La pelota giraba descentrada mientras venía cayendo, y cayó justo para romper el vidrio trasero con un espeluznante crujido y desparramo de vidrios.
Corrimos a refugiarnos, pero mi hermano ya “mayor”, habló con el dueño y todo terminó felizmente.
Yo comencé a ir por las tardes a “ayudarle” al gordo. Lavaba las piezas que desarmaba, le alcanzaba una herramienta, o hacía algún mandado. Esas tardes pasaron a ser muy emocionantes, especialmente por una sobrina que asomaba igual que yo, a los once años; que usaba un prendedor con una margarita en el pelo, y tenía una mirada y una sonrisa que me erizaban la piel… En el barrio había otras chicas con las que éramos también compañeros y vecinos, muy bonitas; pero era ella la que me hacía sentir aquello. Era ella la que me aguardaba para ir a la escuela, esperándome frente a su casa hasta que yo salía, y entonces sentía sus pies de niña alcanzándome, y mirándonos nos sonreíamos, y podría jurar que flotábamos en nubes y estrellas, hasta cerca de la escuela de ella, donde nos separábamos. Al regreso solíamos encontrarnos en la plaza y volvíamos lentamente, flotando…, soñando. Casi no hablábamos, a veces sí, pero nos entendíamos con la mirada. A veces nos demorábamos un momento en un banco de la plaza, contándonos proyectos, o nimiedades; pero antes de llegar a casa nos separábamos. Era tan tímido que no hubiera soportado una pequeña burla de mis hermanos o de mis hermanas, y menos una mención de mi mamá. Después;  el tiempo se encargó de desarmarlo todo, pero no pudo borrar ciertas huellas que se graban para siempre.
Así que esas tardes del taller fueron inolvidables.
El gordo, era un ropero, alto y grueso por todas partes. Era grueso su cuerpo, sus brazos, su cuello, su rostro; casi de niño,  redondo y oscuro, nariz y orejas  pequeñas, cabello muy enrulado y un minúsculo bigote ralo, mínimo, como hecho con un lápiz. Vestía siempre un mameluco, o jardinero azul, y camisa de mangas cortas. Era ceñudo, como de un enojo constante, aunque poco creíble;  así hablaba a los gritos, “mandoneando”, o mezclando estentóreas carcajadas. Para mí, entonces, tenía una edad indefinida, era un adulto, y además “era grandote”, podría tener cincuenta, o cuarenta, como mi papá; pero después supe que no, que era muy joven, recién casado y con  una beba.
Estaba armando su propio vehículo, mitad auto, mitad camioneta. En aquel entonces tenía el chasis, las ruedas sin guardabarros,  el motor, y muy poco más. No tenía asiento y ponía un par de cajones con una manta para ir con su mujer a Reconquista, o hacer alguna compra. Marchaba después de muchos manijazos, ya que le faltaba el motor de arranque;  y llenaba el taller de humo, atronando la calle, ya que casi no tenía escape. Salía sólo una o dos veces por semana, pero estaban casi toda la tarde afuera, dejándome alguna pequeña tarea, y Zuni venía a “ayudarme”, pero nosotros  sólo sabíamos reírnos divertidos de cualquier ocurrencia. Volaban aquellas horas y de golpe escuchábamos a lo lejos el inconfundible ruido del motor regresando por el fondo de la calle. Espiábamos asomándonos a la esquina, y los veíamos avanzar, como una estrambótica araña de dos cabezas, arrastrando  un remolino de polvo blanco y humareda azul, brincando con los barquinazos de la calle…
Una tarde, en que el gordo optó por silbar partecitas de un chamamé, mezclando carcajadas y expresiones de su Goya natal, mientras desarmaba un carburador, de un camión roñoso, modelo del 35, que íbamos a desmantelar para reconstituirlo, incluyendo pintura completa; llegó un criollo en una alta jardinera de dos crujientes y esqueléticas ruedas, casi como el viejo y sufrido caballo blanco, que mostraba sus huesos tanto en el anca como en la cruz.
Ofrecía un motor de arranque “en buenas condiciones”, que vaya a saber de donde lo habría obtenido el hombre, por sólo veinticinco pesos. Era barato. Y el gordo lo necesitaba como el agua para su “chatita”, como él aseguraba que terminaría siendo. Nuevo, ni soñar. Aquella vez todo era usado. Todo tenía valor. Todo se vendía. Un guardabarros  de auto, de bicicleta, el volante de una máquina de coser, un destapador de vino,  una mecha, un bulón, lo que sea…
-Eso sí,  lo podría traer la semana siguiente…,- Porque no lo tenía consigo.
-Está bien…- Dijo el gordo, sin mostrar la impaciencia que sentía…
A la semana cayó el hombre, con la misma jardinera, y milagrosamente con el mismo caballo;  y sin decir palabra le mostró la preciada pieza, enterita, bien presentada…El mecánico la acunó casi, la vio perfecta;  se le había dado justo…
Pero con toda indiferencia sacó del bolsillo veinte pesos, y pretendió pagarle;  pero el hombre puso cara de disgusto…, y frunciendo el cejo le dijo:
-No mi amigo, un trato es un trato; quedamos en veinticinco pesos…
-No;  usted está equivocado, quedamos en veinte…
Y así discutieron, para sorpresa del criollo, que no esperaba que le salieran con eso. Que sí, que no…
El tampoco quería perder la operación.
De pronto tuvo la idea salvadora…
-Allí está el chico…- Se refería a mí, por supuesto. –El puede decir cuánto era...
El gordo me miró y ví su cara iluminada. Tenía el árbitro de su lado. El chivo cayó sólo en el lazo, el viejo no pensó en eso…
Pero vi la mirada del viejo. Parecía decirme que confiaba en mí.  El no podía concebir que YO pudiera defraudarlo.  El parecía saber que era un chico honesto, limpio…;  pobre viejo…
Y yo no lo defraudé.
Miré la cara aniñada del gordo, no bajé la vista para nada…, y le dije:
-No, Don Raúl, eran veinticinco pesos…-
El mecánico, se aguantó las ganas de gritar, de zapatear…, y  sacó del bolsillo lo que faltaba, y le dio al criollo su plata…
Sé que fue justo,  pero todavía me asombra mi actitud de aquella tarde.
Creo que el primer impulso del gordo, habrá sido comerme crudo;  luego, seguramente, no se sintió muy orgulloso delante de mí,  por su intento. Hasta creo que terminó valorando la actitud del pequeño Quijote.


Epílogo:

Más de veinte años después, cuando comencé a pasar lo domingos en la balsa cruzando el río Paraná, para cubrir la gerencia del banco en Mercedes; me pareció verlo sentado, en cubierta, afuera de la sala de máquinas. Igual. Todo  igual…Como si estuviera delante del mismo gordo, de  la misma edad de aquellos tiempos
Titubeante, me acerco y sintiéndome descolocado, recordando su apellido, le pregunto:
-Perdón, pero Ud., ¿Podría ser de apellido Lorenzo…?
Levantó su mirada con dudas…
-Si. ¿Por…?
_Y tiene un hermano mayor…,¿De nombre Raúl?
Soltó su clásica risotada…
-¡JA, JA, JA…! ¡Yo soy Raúl!... - ¿Y vos?...
No lo podía creer, ¿Y los más de veinte años… dónde los había dejado?
Le dije quien era. Quiso saber de mi madre, de todos nosotros. Ambos nos reencontramos con un trozo de vida, aquel domingo de sol y de río:  y muchas veces nos volvimos a sentar hablando, pero juro que nunca me animé a preguntarse por la Zuni, su pequeña y hermosa sobrina.














JOSECITO EL CARPINTERO*



Su carpintería estaba a unas ocho cuadras sobre nuestra misma calle. Papá me había mandado con una pequeña notita, me parece que a cobrar un flete de maderas. Me iba de mala gana y refunfuñando, ya que hubiera querido quedarme con mi hermano mayor, Audino, ayudándole a pintar las llantas del camión, que comenzaban a lucir rabiosamente amarillas; pero una vez en camino me divertía ir entretenido con el paseo, en aquella mañana radiante de sol.
Era la penúltima calle del pueblo, de tierra, con no más de una docena de casas a lo largo. Las cuadras estaban alambradas o con tejidos, casi todas sembradas como pequeñas chacras: media cuadra de algodón, un sitio de maíz, huertas con zapallos, mandiocas, arvejas, o pequeñas quintas de duraznos, pomelos, o naranjas. El paisaje se completaba con la brisa y un silencio salpicado de trinos dispersos y apagados. Escuchaba en un ir y venir la propaladora del centro, con frases traslapadas, con un parloteo de ecos inentendibles y lejanos.
El galpón parecía pequeño debajo aquella morera gigantesca y umbrosa, con su copa tan verde y tupida, rodeados además por plantas de pomelos y limoneros, en el sitio detrás de la casa. Empujé el portillo, y no vi de donde surgió un enorme perrazo que en un instante estuvo sobre mí, ladrando embravecido,  con sus fauces abiertas, dispuesto a tragarme. Yo con mis ocho años no atiné a nada, paralizado por el terror… Pero, en el salto final  quedó congelado en el aire, sujetado por la cadena, que corría a lo largo de una maroma que atravesaba el patio. Luego de forcejear, quejumbroso se volvió al trotecito, a tirarse entre los pomelos caídos debajo de las plantas.
Allí he visto la colosal silueta del carpintero recortada en la puerta, en su acudir presuroso, con sus herramientas en la mano. Adentro un banco de gruesas maderas, mazas, formones, y por todos lados: tablas, tirantes, tacos y sobre todo virutas y aserrín… El polvo en suspenso de tan denso, reflejaba los chorros de luz que entraban por la ventana, por la puerta y por algunos agujeros del techo de chapas…No sé que me dijo mientras volvía a su trabajo. Yo lo miraba cepillar un grueso tirante, ejercitando sus fuertes brazos sin mangas, con brillos de sudor. Detrás en el suelo, una cabriada a medio armar, esperaba seguramente el madero que Josecito estaba aprestando, con tanto fervor que yo lo miraba embelesado, mientras finos rulos surgían del alisado, e iban cubriendo el banco.
Hoy diría que se parecía a Antony Queen,  por su aspecto de gigante rubio, pelo ralo, de gesto aquietado, y su modo afable, imponente  y campechano. No hablaba mucho, ceñudo, parecía enfadado, pero sorprendía con una risa escueta, que  mezquinaba. Esa mañana lo vi reírse, y mucho. Sin querer tropezó con el gato que se había agazapado entre los retazos del suelo. Debe haberle aplastado la cola al pobre.  El maullido fue interminable y estremecedor, mientras saltaba como un resorte, del suelo al banco, al estante, y de allí a la ventanita trasera por donde salió como un relámpago, pero antes tumbó  un tarro de pintura colorada, que se hizo una pasta en el suelo con el aserrín amontonado. Afuera se debe haber topado con el perrazo, por los ladridos y las disparadas. Josecito entró a reírse sin poder parar por un buen rato, pese a la pérdida de la  pintura. Y yo con él;  y creo que desde ese día,  nos hicimos amigos…
Se advertía que no estaba muy en armonía con la sociedad, al menos con la más cercana; la gente que tenía preeminencia en los estamentos de aquel entonces, en nuestro pueblo,  para él acusaba de fallas imperdonables. Que la cooperativa agrícola, que asociaba a más de mil familias de productores agropecuarias, según él estaba arbitrariamente dirigida y había quienes eran perjudicados, mientras que había otros con privilegios de amistad, o de familia, o de otros intereses. Lo mismo pensaba del párroco, que con un par de familias transcendían sobre la moral de todo el pueblo y la colonia, y se inmiscuía en todas las decisiones. Esto era como estar en contra de todo, por la absoluta incidencia que tenía en la vida del común de la gente.
Tendría entonces unos cincuenta años, pero manifestaba la inconformidad y rebeldía de la más briosa juventud. Creo que volcaba esa adrenalina en el trabajo, que encaraba con  dureza y responsabilidad.
Para los desbastes más gruesos, los cortes más grandes, contaba con el aserradero de la familia de su mujer. Los cuñados disponían de herramientas más pesadas e industriales, por lo que solía ir él allí a hacer esas labores, casi a diario. Pasaba por casa, temprano en las mañanas, a grandes pasos; cargando al hombro un par de tirantes, tablones o distintas maderas, ya que el otro taller estaba a otro tanto de casa, pero al otro lado del pueblo. Para cualquiera hubiera sido una carga más que pesada, pero para su tamaño y su fortaleza, parecía no afectarlo en lo más mínimo, ya que caminaba presto y como si no pesara gran cosa.
Pero había otra razón para tomarse todo ese trabajo. Entre taller y taller, él hacía un pequeño rodeo, tres o cuatro cuadras y pasaba por el bar del Club de bochas, donde Vicente atendía el bar, y si bien a esa hora estaba cerrado, tocaba dos o tres golpecitos, y le abrían para que se desayunara, mandándose al coleto tres copas grandes de fernet Branca, fuerte y puro; que era el combustible imprescindible para iniciar su jornada. Al regreso hacía lo mismo. Su alcoholismo se hizo más y más exigente, se fue agravando; y en pocos años cayó a lo más profundo del pozo. Estuvo muy enfermo y terminó hospitalizado, de donde salió renovado y haciendo votos de que nunca más probaría bebidas blancas… Y poco a poco las fue reemplazando por cervezas. La cantidad que tomaba era proporcional a su tamaño, o a su fuerza. Era increíble. Vaciaba decenas de botellas por día. Pero la verdad parecía que para él eso era el mejor remedio, nunca lo he visto ebrio, ni que le afectara, o al menos, no que se notara.
De tanto en tanto me llamaba para que lo ayudara con sus liquidaciones de impuestos y demás anotaciones. Iba a su casa a la noche, y mientras yo peleaba con sus apuntes, él acarreaba porrones de cerveza desde el “boliche” de la esquina. Me consta que en esas horas tomaba más de una docena. Yo tenía que acompañarlo, pero no le llegaba ni a un décimo. Y él seguía tan fresco y lúcido como siempre.
Era a fines de los años cincuenta y tomó el trabajo de hacer la nueva puerta principal  interna del templo parroquial, que casi toda la década estuvo refaccionándose, junto al nuevo campanario que agregaba la nueva elegancia de su afilado pináculo, lo que le confería un depurado estilo neo-gótico, con los relojes y la gran cruz del remate en lo alto. En la inmensa puerta de madera clara, de Raulí chileno, tuvo Josecito que labrar sus ornamentos en relieve: un par de escudos, columnas y capiteles, que cinceló con maestría. Necesitaba que yo le dibujara las formas y los perfiles, para seguirlos luego con sus formones y gubias, y así labrado un perfil dibujaba yo el otro lado, y él los iba terminando. Puse mi pequeño grano de arena, al lado de él, que perdurará creo en ese monumento, por muchísimo tiempo, aunque no lleve allí ninguna firma.
El párroco de aquellos tiempos, el Pbro. Celso Milanessio, patriarca indiscutido de la comarca, en sus gentes y en sus bienes, era el artífice de lo que lograba la comunidad, de él y de los colaboradores más cercanos. Siguiendo su concepción de la remozada imagen del templo, externo e interno en detalles, le ayudé dibujando distintos artefactos, entre ellos candelabros de pared, de lo que aún algo queda; no en sus sitios ni ornamentos, y sin las tulipas originales.
No sé porque Josecito se cansó de tan noble profesión, un verdadero carpintero y ebanista;  como dice la zamba… “lindo oficio, ¡Quien lo pudiera tener!”
Así que, un día, decidido,  cambió de rubro. Se planteó un giro, una actividad distinta. Fabricar mosaicos. Pasó del día a la noche. ¿Qué podría atraerle un trabajo doblemente duro, exigente, tosco; pasar de la madera tan noble y cálida, a la cal, cemento, arena y a accionar una prensa manual de hacer mosaicos, tirando a músculo puro, el volante de tornillo,  para el moldeado de cada pieza;  unas doscientas o trescientas veces en el día, para ganar un módico sustento?
La prensa que compró era una máquina vetusta, que reemplazaba la empresa donde yo trabajaba entonces No sólo por vetusta, sino porque esos mosaicos calcáreos ya eran reemplazados por los graníticos y luego por las cerámicas. Pero él siguió con verdadero tesón adelante con su nueva actividad, en buena hora ya que los cambios se dieron despacio, y lo suyo tuvo vigencia muchísimo tiempo.
Hubo veces en que me hizo confidencias de sus años mozos, y de aún después. Confidente yo…, que aún no cumplía los veinte; pero lo escuchaba, porque veía que debía decírselo a alguien… Tenía su lado blando, romántico. Me habló de un gran amor, no sé si de soltero o de casado, sé que por algo aquello era “non sancto”, con una directora de una escuela señera; pero hacía años ella volvió a sus pagos de origen y sólo quedó el olvido. Volvió una vez en un acto conmemorativo de la escuela, muchos años después, por unas pocas horas.  Yo la vi en el palco, una señora elegante, distinguida, pero entonces yo no sabía quién era. Era un chico todavía. En cambio él no pudo, no recuerdo por qué; pero  lo lamentaba todavía profundamente. Conocer ese aspecto del hombre tan duro que yo veía en el, desde aquella mañana que pisó el gato, me desconcertaba, y al mismo tiempo me alegraba, porque adivinaba un espíritu sensible y en el fondo triste, totalmente humano…
Una tarde me mostró dos varillas de madera dura, secas y griseadas por la intemperie, que estaban entre otras maderas en la pared trasera de la casa, madurándose al sol.
-Son de lapacho- me dijo- lleva años para hacer lo que quiero.- De estos palos van a salir dos tacos de billar que van a ser únicos…, uno es para vos, y el otro para mí…-
Sopesé la madera, me imaginé cómo sería desbastada, pulida, y contrapesada; pero íntimamente dudé que aquello pudiera llegar a ser lo que él prometía…
-Tanteá el peso, cuando esté balanceado, vas a ver…- me decía con los ojos brillantes, ilusionados. Y volvió a depositar las maderas contra la pared… -Pero requieren estacionarse más todavía…-
Pasó mucho, mucho tiempo, y un día los tacos, estuvieron listos; me los enseñó terminados, como había predicho: eran de una sola pieza, no desarmables; pero prometían un golpe como a veces soñamos tener los billaristas, en un taco ideal
-Elegí el tuyo…- dijo pasándome ambos. Pero yo no acepté, y tuvo que darme él uno de los dos.
Jugamos algunas veces juntos en el Círculo, gozándolos ambos. El mío era ligeramente más fino, con más peso atrás. Me dio el mejor. Otro lado suyo era la nobleza…
Pero al tiempo sus salidas no eran más que promesas, excusas, postergaciones. Josecito estaba decayendo. Sé que no se sentía bien, y dejó su empeño para más adelante, cuando volviera a sentirse mejor.
Hasta que un día, años después, me dio también el otro taco.
-Tenelo vos, en cualquier momento te lo pediré prestado…- Sentí un gusto amargo, no en la boca, sino en medio del alma...,-A veces vas a querer cambiar… tenelos, siempre…-
Y siempre fueron mis tacos. Jugué años. A Josecito lo empecé a ver cada vez menos. Luego entré al banco, y tuve que irme y radicarme en otras ciudades,  en otras provincias. Fui dejando de jugar, absorbido cada vez más por nuevas obligaciones y otras amistades.
Josecito murió estando yo lejos, incluso me enteré mucho después. Lo sentí mucho, pobre amigo, quizás haya querido verme por última vez, y tal vez yo estaba muy ocupado…
Los tacos los perdí, hace años, y no pude recuperarlos, por más que sigo intentando rastrear su derrotero, le he pedido a amigos que me ayuden, pero sin lograrlo. Habían quedado en la parroquia, en poder del hermano Rogelio; pero un día las mesas se vendieron con todos los tacos. No sólo los míos, varios amigos tenían los suyos en las mismas condiciones. Las mesas y los tacos cambiaron de dueños, una y otra vez, y por el momento no logramos localizarlos.
Me gustaría volver a tener mis tacos, SUS TACOS, como trofeo de amistad, como trofeo de la vida. El hubiera querido que los tuviera SIEMPRE, aquellas maderas nobles, labradas con sus manos toscas,  curtidas con honradez.


*Avellaneda Santa Fe; 20 de julio de 2010. (Día del amigo)












LA ESQUINA DE LOS VIENTOS



De cuando en cuando una ráfaga de viento se arremolinaba, en la esquina que daba a ambas calles del frente del solitario edificio de departamentos, haciendo girar nubes de polvo que solían durar poco más que un suspiro. Quizás ocurría tan frecuentemente por la forma del edificio, o tal vez por lo sólo que estaba en medio de un barrio de casas bajas, con la monotonía de sus frentes conservadores, llanos y sencillos; o por la orientación de sus calles, o vaya   a  saberse bien por qué…
Los remolinos, aunque fugaces, a veces molestaban por el polvo y la suciedad que levantaban, a veces despeinaban o jugaban picarescamente con alguna pollera desprevenida; que hacía recordar aquellos versos del cancionero criollo : …”con su pollerita al viento, que linda va…” Parecía que el viento fuera en verdad un duende travieso, que lo hacía para divertirse, en el momento menos esperado, molestando sagazmente a sus dueñas,  y su silenciosa carcajada burlona se perdería seguramente, en las susurrantes volteretas de  hojas y papeles, que tras un súbito giro tornaban a posarse ligeros, tras su breve y revoltoso devaneo.
Veloces e inconscientes, quienes eran atrapadas por el juguetón diablillo, malvado y etéreo, invariablemente se apresuraban a sujetar los volátiles pliegos, bajándolos veloces con sus manos, y doblando ligeramente ambas rodillas, en una lucha graciosa y sutil, por recomponer su donaire, y tratar de seguir como si nada hubiera afectado su gallardía femenina.
Juliana, que pasaba por la vereda de la esquina de los vientos, se vio súbitamente envuelta en uno de esos inesperados revuelos, y no fue lo suficientemente rápida en sus reflejos, o su amplia y primaveral pollera era tal vez demasiado liviana e inestable; y antes que pudiera reaccionar, se había  levantado tanto que le cubrió la cara con el ruedo, y le pareció que transcurría una eternidad entre suspiros y manotones, para conseguir que  bajara flotando alegremente…
Paralizada, miró instintivamente a su alrededor, con sus ojazos verdes muy abiertos, y sus brazos bajos ahora sí, sujetando su díscola pollera, con la secreta esperanza de que nadie lo hubiera reparado, o que nadie estuviera mirándola.
Todo su campo visual permanecía inmutable. La gente entraba y salía del banco en la planta baja, toda vidriada, sin signos de cambio alguno, como si nadie absolutamente, lo hubiera advertido en lo más mínimo.
Se relajó como un resorte soltado de repente, con marcado alivio, exhalando un suspiro tan profundo, que casi podría haber competido con la ráfaga de viento que terminaba de envolverla. Tan sensible era que se sintió culpable sin saber de qué, como si por un instante se hubiera enredado en un grave delito.
Todo había durando un instante, y pasado antes de darse cuenta; pero se le ocurrió la sensación, de que habría podido ser algo así como un bochorno,  un papelón, si alguien cercano la hubiera visto, tan expuesta, en desmedro de su grácil y casi arrogante caminar de gacela, tan prolija y elegantemente bella y delicada.
Un leve temblor en sus labios pretendía delatarla…
Al final, el rubor le agregó hermosura…















LAPACHOS FLORECIDOS*


En memoria de Juan Carlos Medina


En una de sus postreras reuniones del Café,  Juan Carlos nos había propuesto que escribiéramos sobre el tema de los lapachos en flor, justamente en aquella primavera nefasta, que terminó por llevárselo tan inesperadamente y para siempre… Quería que dejáramos retratada una postal en poesías diversas, de aquellos hermosos colores, de sus aromas, y de los sentires con que podrían motivarnos, a quienes manifestábamos asumir el compromiso de escribir sobre nuestra aldea; pero la mayoría dejamos pasar aquella primavera aquejados por su ausencia, y el tema quedó, al menos para mí, pendiente como un desafío inconcluso…, pero siempre vigente, y renovado en cada primavera que se fue sucediendo.
Si lo esencial es invisible a los ojos, lo bello es gratuito al espíritu; así al menos me hubiera dicho mi abuela, siempre oferente de sus consejos y sus sentencias.
Pero mi abuela en sus tiempos no se hubiera referido a los lapachos, al menos no a nuestros tan erguidos y coposos gigantes en flor; porque en aquellos días cuando ella venía, poquísimas veces, muy de vez en vez, al paso gallardo de los caballos de aquella volanta graciosa y escuálida; lo que veía bordeando las calles hundidas, cubiertas de polvo, eran paraísos amarillentos, y deformes por las podas urbanas, que convertían  sus ramas en miembros mutilados, que impotentes, ellos mostraban al cielo como una silenciosa y desgarrante protesta…
Todo aquello duerme en mis recuerdos, y sólo surge entre la niebla del tiempo, cuando por momentos vuelvo a ser aquel niño, y me mezclo entre sus sueños; pero me yergo y contemplo el paisaje, que Dios me regala en cada primavera.
¡Qué lejos quedaron aquellos nudosos paraísos!
Hoy cuando pasamos por nuestras calles actuales; no ya portados por mansos caballos de tiro, sino en modernos vehículos confortables y silenciosos, nos sorprenden los gigantescos lapachos, florecidos en una gama esplendorosa, que nos hinchan de alegría el pecho, por el goce de tenerlos en ese arbolado tan sereno y majestuoso.
No es sólo su sombra, no es sólo su porte ornamental e imponente; es sobre todo su generosa compañía, que como diría mi abuela: como todas las cosas que son verdaderamente hermosas, son gratuitas al espíritu…
Deduzco que somos una generación, que  obtuvo, y puede exhibir un logro elogiable, al ser posible que caminemos hoy a la sombra de estos soberbios guardianes; y pienso también que adornar nuestros paseos, calles y plazas, con un arbolado que asemeja cortinas luminosas, como una caricia de frescura y color, con ejemplares arraigados como nosotros a este suelo norteño; no sólo denota el cariño tributado a nuestra flora, sino también un mensaje altruista que grita nuestra fe en nosotros mismos. Y por sobre todo, devela un gran respeto humano y ofrece un verdadero mensaje, para cualquiera que nos visite, y transite a través de estas calles y avenidas, vestidas de flores, que en cada primavera, tributan generosamente,  a la vida.



*13/04/2010   Reconquista, Santa Fe.













EXPLORACION DE RUTINA


Cuento


Desde muy pequeña ya había advertido que se sentía distinta, diferente a sus compañeras, tan uniformadas y disciplinadas ellas, organizadas y conformes; tan virtuosas, trabajadoras silenciosas e incansables, y obedientes obre todo. No es que ella las cuestionara o que no supiera valorar los logros evidentes de la comunidad; tenía que aceptar, que el orden del conjunto era la base de la armonía  y el confort de que disfrutaban. La seguridad social y la justicia, afloraban aún sobre otros tantos logros que disponían copiosamente.
Así y todo, se fue definiendo como una criatura analítica, razonando hasta sin querer, sobre diversos temas, viéndolos al derecho y al revés, buscando una forma de mejorar todo aquello, aunque fuera en los detalles. Meditar estaba en sus vísceras, no podía evadirse ni aún que tratara, lo hacía naturalmente, sin dejar sus tareas ni menguar el paso, que la jornada le exigía como a todas, obreras o ejecutivas. Hubiera  querido soñar, volar, imaginar otros mundos, otros seres, otras formas de vida.
Veía que a las demás, todos esos temas las tenían sin cuidado. Nunca un cuestionamiento, ni una queja o al menos una propuesta, ni siquiera un comentario. Llegó a creer que era la única que tenía la capacidad de razonar, de tener un deseo, de sentir el dulzor de un sueño.
Echaba sobre sus espaldas la pesada carga, y como cualquiera, emprendía el sendero ondulante, sinuoso, llano por tramos, áspero, bordeado por tallos retorcidos, hojas cortantes, raíces salientes, a veces tan grandes que había que treparlas y sortearlas con gran esfuerzo, conservando intacta la carga. Otras veces eran enormes grietas o zanjas, y todo tipo de suelo y fuertes solazos o ventarrones que pugnaban por arrastrarlas.
No era nada fácil, ni para ella ni para las demás. Apenas descargadas, volver a salir en busca de más provisiones, materiales o materia prima. Una vez más el transitado sendero. Eso no era todo, la jornada era larga, interminable, de sol a sol. Solidarias y socialmente formales, eran cuidadosas en sus relaciones comunes, y se reconocían y saludaban reverentes, al cruzarse con las compañeras que regresaban, invariablemente por el mismo sendero. A veces  encontraba esta ceremoniosa costumbre algo cansadora, ya que debían repetir el saludo cientos y miles de veces en una jornada. Se sumaba el riesgo de extraviarse si perdían contacto con la fila; máxime cuando designaban algunas en una misión exploratoria, en áreas desconocidas, siempre buscando nuevas fuentes de aprovisionamiento.
Esta tarea era por lejos, la más peligrosa, arriesgada, y la más exigente; podía tocarle a cualquiera, ya que no había diferencias ni era de esperarse privilegios o favores, y menos aún, que advirtieran en una cualidades o vocaciones, ya que  supuestamente nacían y crecían iguales, casi clonadas una de otras. Ella estaba convencida de ello. Quizás la conclusión era que se podía vivir, con un poco menos de sacrificio, con más reconocimiento, y más espacio para un desarrollo individual, que despertara la creatividad, las artes y el esparcimiento, sentirse individuos, obtener logros personales y poder volar con la imaginación, sin que fuera considerado un pecado social.
Le tocó un día nublado, en que era más difícil ubicarse cardinalmente; pero estaba acompañada por un pequeño grupito de compañeras, en las que confiaba solidariamente. Iba adelante. Dejando el sendero conocido doblaron a la izquierda, luego a la derecha, y otra vez a la izquierda;  siempre buscando la tierra prometida  de la ansiada abundancia. Las demás registraban memoriosamente, el mapa para el camino del regreso.
El entorno cambiaba gradual. o abruptamente, ello no conseguía distraerlas del objetivo, que era cumplir con la misión encomendada, aún que esta vez se habían alejado mucho más de lo habitual. Los pastizales crecían tan altos que hacía rato no veían el cielo, y el suelo se había convertido en una  pendiente trabajosa y empinada. En la cima una larga  barrera a pique, infinita y alta, les cerraba el paso.
Pero no habían llegado hasta allí para detenerse en un obstáculo, por más intimidante que fuera. Empleando su fuerza proverbial y sus cualidades físicas  sorprendentes, una a una treparon y treparon con todo esfuerzo, pero como si fuera lo más natural, hasta llegar a la cima. Arriba se sorprendieron de algo que jamás habían visto. Un piso liso, una franja metálica,  pulida como un espejo, mucho más ancha que uno de sus senderos y tan largo que se perdía en el lejano horizonte.
Para su percepción del mundo, para su visión de pequeñas hormigas cortadoras, por más exploradoras que fueran esta vez, aquello las desconcertaba. Se miraron entre sí, y comenzaron a temblar, cuando aquel riel de la vía tembló, anunciando la inminente llegada de un tren. Y menos pudieron saber, que estaban justamente enfrente, de una de sus estaciones. El temblor iba creciendo y a lo lejos una silueta frontal crecía vertiginosamente.
Sin saber que hacer, las demás retrocedieron llenas de pánico, mientras ella permaneció heroicamente en su puesto, quizás inconsciente del tamaño y la contundencia del peligro, que se cernía sobre ellas. El monstruo se acercaba gimiendo y resoplando, como un gigantesco dragón de acero.
El tren mermaba su andar, mientras se arrimaba cada vez más lento, entre nubes de vapor blanco y bocanadas de humo negro. Iba a aplastarlas inexorablemente. La hormiguita levantó una de sus patitas para defenderse, cuando la gigantesca rueda le llegó encima, y hasta pudo verse reflejada un instante, en el espejado rodamiento redondeado. Vio su patita chocar con ella; justo en el momento en que el tren se detenía; aunque permaneció bufando, como si jadeara por el esfuerzo…
Sugestión o engaño, desde donde estaban, todas creyeron ver lo mismo.
Asistieron a cómo su valiente compañera, enfrentó al monstruoso y gigantesco aparato y lo detuvo, con sólo levantar una patita.
La aclamaron con auténtico entusiasmo, y locas de alegría se volvieron a contar el milagro, y cantando la llevaron de vueltas en andas por el sendero que llevaba al hormiguero.
En poco tiempo todas supieron de su heroísmo, y fue declarada ilustre con todos los honores. La reina quiso que le contara una y otra vez de su proeza, que corroboraban sus compañeras de hazaña,  incluidas en el aura de gloria que envolvía desde ahora a la pequeña heroína, que se cubrió con un manto de laureles.
Logró al fin ser considerada distinta, diferente, como ella presentía ser, desde que tuvo uso de razón, desde cuando era horminiña…
También despertó en otras, sentimientos e intereses contrarios. Algunas se encolumnaron con una, que pronto mostró su disgusto, por la distinción que prodigaba el hormiguero, a este nuevo paladín que surgió, seguramente por un golpe de suerte…Era cuestión de encontrar la forma de desenmascararla, de quitarle el halo que le habían entronizado…No era nada natural, ni podía aceptarse así como así, que alguna se destacara de las demás.
Confabuladas llegaron a las vías y esperaron una y otra vez, una nueva arribada del tren a aquella estación, ya que de golpe habían aprendido a deducir, aprendido a pensar, bien o mal, apuradas por la imprevista competencia del odioso destacarse de una semejante; y eso les hizo comprender aproximadamente, como  funcionaría aquello. Ahora sospechaban que el monstruo por más terrible y gigante que haya sido, se había detenido porque debía detenerse y no por la fuerza ni el coraje de la nueva y famosa vedette. Iban a demostrarlo y destronarla, o quizás podrían luego usarlo, para igualar el mérito y los honores, que ella había alcanzado.
En el mismo escenario se repetía la escena, y sintieron también temblar el riel, lustroso y brillante contra el sol de la tarde, y también vieron la oscura silueta agrandarse entre nubes de humo y vapor, rugiendo como un dragón encabritado.
Era una visión del averno, aterradora; imposible desde sus pequeñeces  de hormigas, no sentir pavor. Pero ya conocían el truco, y contaban con que el tren se detendría allí, frente a la estación; donde incluso veían vagamente, fuera de foco, gente en movimiento que esperaba.
Detrás, una pequeña multitud había tomado posiciones en la lisa ruta de acero, para contemplar el evento; y aclamaban alentando a los nuevos líderes que surgirían en unos instantes. La comunidad de iguales de aquel hormiguero, se estaba despertando, y quizás todo comenzaría a convulsionarse, a partir de aquella gesta de la que eran históricas testigos.
Vieron acercarse más y más la temible rueda delantera, mil veces más grande que todas ellas; y aún sabiendo el truco, mostraban el valor de su estirpe, y también vieron que el avance se iba frenando, que el monstruo se detenía, tal como habían calculado.
Pero para el tren, metro más o metro menos era lo mismo, no importaba ninguna precisión, el andén era largo, y esta vez paró unos metros más adelante, quizás cinco o seis; pero bastaron para consumar, una involuntaria masacre hormiguística…
Nadie corrió, ni se escucharon sirenas ululantes; ni la gente que se agolpaba en el andén, ni la que desocupaba los vagones, ni la que aguardaba para abordarlos, nadie escuchó nada. Nadie advirtió la tragedia que acababa de ocurrir, a pocos pasos de ellos…
Sólo se salvaron dos o tres hormiguitas, coloradas y temblantes, que apenas pudieron encontrar el sendero y volver al hogar, donde llorosas y apesadumbradas, contaron del triste final de estas nobles y valientes compañeras, que, aunque equivocadas, trataron de demostrar una arriesgada teoría, que costó tantas vidas al convulsionado hormiguero…
Después del luctuoso suceso, la afortunada heroína fue más aclamada que nunca, ya que su mérito era ahora indiscutible…











Historias Bancarias
SOBRANTE DE CAJA



Un aspecto curioso de las diferencias de caja en el banco, son; al menos visto “a prima facie”, que si hay finalmente un faltante que no aparece en equis tiempo, será el cajero o tesorero responsable quien la asuma.- Para eso, para cubrir ese riesgo va formando un fondo de fallas de caja, con un adicional en el sueldo, que no dispone, sino que va a engrosar ese fondo.-
Una vez que acumulaba un monto de doce retenciones, de allí en más, podía  disponer del sobresueldo; siempre que no volviera a tener faltantes, porque desde allí siempre se va descontando cualquier falta que pueda tener, manteniendo como base el fondo de un año, retenido para una eventualidad mayor.-
De un modo u otro: las faltas de caja las asume directamente  el funcionario a cargo.-
En cambio los sobrantes que pudiera haber habido iban a una cuenta pendiente y disponible por si aparecieran, o fueran reclamados también antes de cierto tiempo, después de lo cual terminaban en una cuenta de resultados; lo tomaría el banco como una ganancia, pero de ningún modo serviría para compensar otras diferencias por más que hubieran habido faltantes.-
No se compensaban ambas cuentas, como quizás pudiera creerse.-
Mi pequeño hijo, entonces de escasos cuatro años, atento y perspicaz, y como corresponde, siempre tratando de entender los asuntos de los más grandes, se habría planteado algo de esto, con lo poco que pudo haber escuchado alguna vez, al comentarlo yo quizás en la mesa cuando uno desenrolla sin querer en su casa las cosas del trabajo, como quién rebobina sus asuntos para aclararlos o para buscar el apoyo de los suyos.-
Era un chico que se extasiaba conversando con los mayores, máxime si conseguía que le prestaran atención.- Desenvuelto, irradiaba un halo de viveza que cautivaba, y sorprendía con las cosas que abordaba y con las ingeniosas e inesperadas salidas, doblemente pintorescas a su edad.-
Por ello los conocidos, familiares, o quienes nos frecuentaban, lo estimulaban a que contara esto o aquello, ya sea haciéndoles preguntas o tirándole cualquier tema por el sólo gusto de escuchar sus infantiles y espontáneas respuestas tan graciosas en su inocencia.-
Una mezcla de alegría y orgullo era para él nuestro primer auto, casi una antigüedad aún entonces, pero que se veía en las calles y era todavía bastante común, además lucía como nuevo y estaba reluciente; un modelo de los años treinta,  de carrocería cerrada; pero ya comenzaba el prurito de que había que “avanzar” con los modelos, “No te podés quedar”, por más que a veces había cosas más urgentes.- Desde entonces, ya, cambiar cada tanto el auto era prioritario.- Al menos así lo pensábamos en general.- Y él comenzaba a comprenderlo.-
Un amigo que nos visitaba, enseguida comenzó a darle cuerda para sonsacarle una conversación, ya que no podía mi hijo mantenerse aparte sin intervenir, en especial si había gente de afuera como en este caso.-
-¿Y tu papá cuando va a cambiar el auto por un modelo más nuevo?- Le quiso sacar mi amigo, asumiendo un aire de complicidad para ganarse su confianza.-
Mi hijo se encogió de hombros graciosamente, mientras hacía un gesto con las dos manitos…
-Y… ¡Cuándo tenga un sobrante de caja!!!










SOLO UN REFLEJO



Al principio era sólo eso, un reflejo. A muy poca distancia la luz reflejaba una pequeña superficie lustrosa y quieta como un espejo, y a un palmo o poco más lejos, el campo visual se difuminaba y se obscurecía, como si el mundo se hubiera reducido a eso. Le parecía estar mirando su entorno por un agujero, un ventanuco que no le permitía agrandar su zona de visión clara. Se sorprendió elucubrando pensamientos, que no iban más lejos que eso. Tratar de comprender lo que estaba viendo. Pensó que si pudiera arrimarse más al ventanuco, podría divisar un ángulo más ancho, más abierto. Pero no pudo, nada se movía de él, ningún miembro le obedecía.
Se concentró reuniendo sus escasas fuerzas en centrar el foco de su visión en lo que formaba por ahora aquel pequeño mundo, casi pegado a su cara, al nivel del suelo.  Reflejaba también con visos de piedra húmeda, algunos adoquines del empedrado, los lomos brillantes, las comisuras obscuras, y a un costado el muro chato del cordón de la cuneta. Vio avanzar una hormiga desde un extremo borroso, y muy lentamente vino avanzando por el borde del charco que llenaba parte de su reducido paisaje. La hormiga se movía como titubeando, y se detuvo detrás de un pequeño objeto blancuzco, hinchado y deforme. Consiguió forzar su campo de nitidez, y despaciosamente identificó aquello tan deteriorado y que ahora ocultaba a la hormiga. Descubrió casi con alegría, que era la colilla, el “pucho” de un cigarrillo, que se iba mojando en la orilla del pequeño lago, aunque creyó ver una muy tenue voluta de humo, como si al apagarse finalmente, presenciaba de tan cerca el expirar de aquella brasa,  ya inexistente. Logró distinguir algo mejor, y entendió que el espejo no era de agua, sino de una sustancia aceitosa, algo viscosa. Más allá de la hormigo vio posarse alguna mosca, donde no veía muy claro; se movían, y levantaban cortos vuelos y volvían a posarse, tozudamente en el mismo lugar.  Ningún color, sólo tonos obscuros, claros o brillosos.
Debe haber sido de noche porque los reflejos seguramente provenían del alumbrado que debía haber en la calle. No había tráfico, ni se escuchaban pasos, ni sonido alguno. No sentía ni el viento en su piel, ni siquiera su piel. Silencio. Ni su respiración, ni sus propios latidos; pero no sentía dolor, ni molestias, ni siquiera angustia. Todo transcurría calmo y sin fatiga.
Algunas imágenes confusas fueron aleteando en su interior, y pasó mucho de aquel raro transcurrir del tiempo, antes de hilvanar confusas imágenes, y luego se fueron formando por tramos, en trozos, incoherentes episodios.
Una de las ideas más claras que se le formaron en aquella caverna obscura y silenciosa, fue recordar su nombre, advertir que tenía uno, y luego que era una identidad humana, con cuerpo y alma. Luego los trozos se fueron armando de a poco, y por momentos todo se convertía en un torbellino vertiginoso, y la angustia aumentaba a medida que aumentaba su comprensión. Se encontró caminando en la vereda, esta misma tarde, y quizás en esta misma vereda. Una pequeña multitud iba y venía. Era plena tarde y avanzaba absorto, con su ataché bajo el brazo izquierdo… Apenas se fijó en los tres adolescentes que venían en su contra y pensó que irían a abordarlo, pero los muchachos sólo quedaron al costado, como indiferentes. Ahora recordaba lo que le llamó la atención, llevaban pequeños bultos en las manos. Sabía que algunos de ellos vivían en las calles, dormían en los subtes o en las plazas, y muchas veces suplían un plato de comida, y hasta su orfandad, con unas bocanadas del penetrante aroma del pegamento barato que llevaban en bolsitas de plástico.
Drogados, podían ignorar toda carencia, incluso de afectos, y se tornaban predadores urbanos implacables, y con toda crueldad cometían crímenes indolentemente, como si desconocieran el valor de la vida y no les importara la integridad de las personas, ni siquiera la de ellos mismos. Eso lo puede ordenar ahora en este no tiempo tan curioso; en aquel  momento siguió unos metros y entró a su oficina, donde una placa de bronce platil mostraba su nombre; “Rogelio Namara, Ing. Civil; Agente inmobiliario”
A veces su estudio era un refugio, donde hallaba sosiego en su trabajo y pasaba largas horas, donde absorto, perdía la conciencia del tiempo; sentía que él mismo era en esos momentos su mejor compañía. Si se demoraba demasiado, Pamela, su mujer lo llamaba, recordándole que debía volver a casa. Era una ceremonia que los dos celebraban sin fastidio alguno, porque había una mutua y extraña comprensión entre ellos.
Esta noche, antes que Pamela le recordara la hora, él pudo llamarla a ella, diciéndole que no se preocupara, que ya salía para casa.- En la vereda, mientras cerraba el ingreso, se percató que era más tarde de lo imaginado, que el silencio y la soledad habían ganado la calle.
Al comenzar a caminar, le pareció volver a ver aquellos jovencitos de mala traza, entre las sombras, pero antes de que pudiera cerciorarse lo habían cercado y le tironeaban el maletín; mientras uno de ellos le exigía el dinero, otro lo golpeaba en la cabeza con algo pesado y contundente. Cayó al suelo aferrándose inconsciente a sus preciados documentos con sus comisiones de la jornada, y desmayándose sintió que se salía con la suya y no podrían con él, y también sintió un trueno como un rayo que le pegaba en el pecho y un fuego quemante le inflamó las entrañas. Todo se nubló en un instante, y lo último que distinguió fueron los pasos apresurados con que los chicos se fugaban.
Ahora lo veía todo con una claridad y calma pasmosa. Los menores no llevaban sólo las bolsitas de pegamento, también portaban un arma letal, que usaron contra él sin dudarlo. En la violencia urbana que se estaba viviendo en estos tiempos, una vida no valía gran cosa, era evidente, y ahora estaba allí, caído sin poder moverse, y sería parte de estadísticas nefastas, que en las altas esferas preferían negarse; y por ahora la sociedad polemizada entre castigar o comprender a sus infestadas legiones de jóvenes, abandonados, sin educación, sin medios, y sin esperanzas. Es cierto, la sociedad se sentía culpable, y entretanto miles de semejantes eran inmolados en este “dejar hacer”, esta apatía, esta indolencia.
Por primera vez se planteo que podía estar muriéndose. Que ese charco no era ni agua ni aceite; sino su propia sangre, sobre la que descansaba. Que su atisbo de conciencia no era más que una transición con que la vida le permitía hacer un acto de conciencia, como en su niñez escuchaba de los mayores, y en su vieja parroquia donde había asistido de niño a aquellas clases de catecismo.
Si fuera así había que avisarle a Pamela, llamarla, mostrarle donde estaba, que supiera qué le estaba pasando. Si pudiera verla, hablarle, decirle de un tirón tantas cosas que hubiera querido decirle y que  postergaba una y otra vez. Y si no le quedaba más aliento, al menos decirle-“Te amo…, siempre te he amado, perdóname…” Al menos eso.
Pero aquel pequeño paisaje, formado por débiles reflejos nocturnos, se iba apagando. Llegó el momento en que quedó a oscuras, a solas, dentro de aquella caverna infinita, que tenía como última morada. Se sintió como un pez solitario en las profundidades obscuras del océano más profundo.
Sólo pudo plantearse una pregunta:
-¿Y ahora…?












RECONQUISTA DE ANTAÑO*

(Década del cuarenta)



Terrosas calles hundidas,
quietos ríos polvorientos;
tus veredas como muelles,
salteadas, altas, salientes.
Sombreaban adormecidos
en los bordes barrancosos,
amarillentos  paraísos,
de gajos ralos,  nudosos.


En cada esquina una loma,
encima  un foco colgante,
que  los vientos hamacaban,
una  luz de cobre, oscilante;
y a un vacío de sombras,
quería vencer cabeceante.


Barría el viento norte;
polvo, arena y hojas secas,
y en un terreno lindante
tierna brizna  pellizcaba
un caballo flaco y tunante


Casas de frentes severos,
altas, planas, con cornisas;
se copiaban las ventanas,
balcones de rejas macizas.
Alineaban las fachadas
viviendas con almacenes,
paredes sin revocar,
puertas de altos dinteles.


En la oquedad de un silencio
con ecos que repicaban,
como un ladrido lejano,
vendedores que voceaban:
pan, pescado, o un artesano;
el batir seco de un parche,
que la comparsa ensayaba,
o el tañer de una campana,
que a la oración convocaba.


En un baldío cualquiera
tejido de alambre cercado,
juegan niños y mascotas
bajo un arco deformado.
En el cielo un barrilete,
coletea libre su suerte;
y otro caído hace tiempo,
enreda en el cable su muerte.


Algunos carros mezclaban
sus crujidos quejumbrosos,
roncaban transportes viejos,
y escasos autos ruidosos.
Conviven en esa armonía,
traqueteante sinfonía,
aromas de especias y campo;
vida de pueblo hacendosa…
que hoy Ciudad,
guarda orgullosa.


* 02/08/2008











Cierre…
UD. ES UN ELEGIDO...



... Me dijo el neumonólogo que me hacía la evaluación para la Junta Médica... en Rosario, el 14 de diciembre de 1998...
Mientras le resumía mis antecedentes, respecto a la operación de tórax (Sanatorio Parque – Rosario, 1984), y él me seguía con la historia clínica, tomando apuntes y preguntando algún detalle, sobre todo de mi estado de salud actual...
_ “Hay menos sobrevida a la operación de pulmón cuando se trata del derecho... es Ud. verdaderamente afortunado”..._ y antes de irnos volvió a recordarme: ...
_ “Usted…; ES UN ELEGIDO”…-

Me acordé del Dr. Luis Nannini que tiempo después de la operación, cuando iba periódicamente a los controles, siempre de me decía en broma: _ “¡Vos tendrías que estar viendo crecer las margaritas desde abajo...!”_
Yo nunca tomé total conciencia de cuán comprometida había estado mi salud, y más que la salud, la vida misma...
Hasta que..., Hace unos meses (esto escribía en 1998), he visto la Historia Clínica que me remitió el Sanatorio Parque de Rosario, en donde descubrí que lo que tenía era cáncer de pulmón muy avanzado; “Un carcinoma ya muy desarrollado, con  metástasis doble ".-
¡Sentí como si me hubiera caído un rayo…...- Yo era, lo soy; un sobreviviente de este azote de la humanidad, tan duro de nombrar y combatir: el cáncer, y en aquel entonces lo sobrevivía ya por más de catorce años!!!
¡No lo hubiera sospechado, siquiera!!!
¡Me impactó de tal modo...!   Es quizás, el golpe más profundo que recibí en la vida y me conmovió tanto que no se separa un sólo minuto de mi mente...
¡Y ahora este médico que me dice que soy un elegido...!
¿Por qué?, o: ¿para qué?
Seguramente todos lo somos, todos tenemos un destino, una tarea, una misión; pero cada uno nos preguntamos cuál es la nuestra…
¿Será que tengo que hacer alguna cosa en especial?... ¿O algo  me estará reservado? ¿Y qué tiempo me queda? ¡Y es ahí donde siento que me corre un frío por la espalda, me pone la piel  de gallina!!!
Siento un tremendo nudo en la garganta... siento que ya no soy el mismo… no sé, es como que tuviera que detenerme y replantearme todo, absolutamente todo de nuevo...
Un día, Lucas, mi nieto que entonces tendría unos tres años y medio, se me vino con el cuchillo bajo el poncho...- Siempre tuvo estos planteos; ibamos a dormir, y cuando quedábamos los dos solos, antes de dormirnos, venían los grandes temas.:
_“Pepe, ¿porqué algunos  NO  NOS  MORIMOS ?”_
UNA GRAN PREGUNTA SIN DUDA...
(Por supuesto que Lucas no podía aún entender toda la película..., sólo había comenzado a ver los títulos) ...












DEDICATORIA*



Dedico este libro a mi familia:
A mi amada esposa Betty,
a mis hijos:
Dacio Darío, Julio César, Ivo Dan;
Y a mis nietos:
Lucas Ivan, Maria Agustina,
Luciana Isabella,
Bruno, Tiago, María Eugenia,  Ornella;
Y a sus madres.

A la memoria de Elio, mi padre;
Regina, mi madre, y Audino, mi hermano mayor…
Y a Reinaldo y mis hermanas:
Tere, Ana María, Aurora, Clelia, y Yoli.


A todos ellos;

Porque:
Han estado siempre presentes
En cada minuto, en cada palabra.
Todo ha sido para ellos, o por ellos.
Porque:
Detrás de cada relato, de cada historia,
Está el mensaje, la razón;
Donde sabrán encontrar en su momento
los códigos para entenderlos.

Y:
A mi pueblo, a mi gente,
Quienes serán los herederos
De este mi humilde legado.



*Celso H Agretti.
16 de junio de 2011











UNAS PALABRAS PARA CELSO*


¿Que se hace con los recuerdos?
Que se hace con su presencia inquietante. ¿Cómo hacer de la imagen actual de ruinas un relato sobre la casa de los tíos en la infancia?
Celso tiene el coraje para escribir desde los recuerdos.  Y con esa magia de pintor para que sean visibles; para que quien lea pueda representarse "ese" lugar, "esos" personajes a los que el paso del tiempo no los ha desgastado. Están allí, tan vivos y presentes, tan iguales antes del tiempo.
Porque lo pasado sigue hasta en los poros. Memoria narrable e inconsciente a la vez, el cuerpo tiene una lucha permanente con los recuerdos, bellos, atroces, nunca indiferentes a lo que otorgamos la creencia de ser "el presente".
Y allí, en ese espacio donde las palabras hacen retroceder la devastación de lo perdido, anda Celso con su escritura que logra imágenes fotográficas. Con la curiosidad perenne de una mirada de niño.
En La raíz del BAMBÚ brotan sus páginas pintando su aldea, y sigue escribiendo de sus días irreversiblemente felices.

Con afecto y admiración;


Eduardo Francisco Coiro.
-Editor de INVENTIVA SOCIAL.







Inventren







EL PUENTE DE LA VIA*



Si no tuviéramos recuerdos,
no tendríamos conocimientos.



I


El puente estaba a una docena de cuadras, no más, de dónde vivíamos cuándo éramos niños, pero a nosotros nos parecía que la distancia era enorrrme, y siempre tentaba con su sabor de aventura.-
Teníamos necesariamente que hacer un tramo caminando por las vías, después de andar las últimas tres o cuatro cuadras del pueblo hasta el paso a nivel donde ahora estoy parado; contemplando y recordando esas vivencias infantiles, que pasaron hace ya varias y largas décadas.-
Estoy justamente en el cruce de la vieja vía con el camino.- El que saliendo del pueblo va recto al norte, pasando por las chacras sembradas.- El lugar está en parte casi igual; los grandes eucaliptos viejos, enormes y retorcidos siguen allí adelante, al borde, a mi izquierda.-
Claro que están más viejos que entonces, y faltan algunos, tumbados poco a poco por los vientos de tantas tormentas y algunos talados sin mayor conciencia. También falta enfrente un gigantesco Ombú, pero allí ahora fue avanzando el borde urbano, por lo que lo que era campo, hoy son calles vestidas de casas.-
Incluso desde aquí vislumbro a través de los rugosos troncos y altos pastos la vieja casona donde entonces íbamos los domingos con Audino, mi hermano mayor, a escuchar los partidos del campeonato por la Radio, cosa que nosotros aún no teníamos, y allí vivían varios chicos de la edad de él, primos entre sí, que eran compañeros en el Colegio.-
Ellos no eran ni amigos míos, ni compañeros, y hasta les tenía algo de temor, o recelo. Incluso los mayores, que se sumaban al grupo, eran para mí extraños. Uno tenía largos bigotes como ya no se veían, de otra época, retorcidos y puntiagudos. En esos años tuvo un trágico final este hombre imponente. Una noche lluviosa murió de un tiro de revólver en la ladrillería que tenían cerca de la amplia casona; un peón ebrio, de turno en el horno, puso fin a su vida, parece que por problemas pasionales o tal vez sólo por el vino.
Otro era tullido y usaba muletas, y era muy apacible y amistoso y a él sí le agarré mucho cariño. Siempre tocaba las conexiones de los cables con la batería, cuando la radio chirriaba o enmudecía.
Yo trataba de tener claro en qué constituía el equipo y cuál era su magia. El receptor, que en sí era todo un mueble, los cables con sus bornes, la batería o acumulador, el molinillo de viento que proveía la recarga, y la antena aérea, de altas picanas como mástiles, con sus riendas y blancos aisladores y el oscilante hilo de cobre con su bajada. Toda una instalación. Y... , las estaciones estaban a gran distancia. Se escuchaban pocas y eran casi todas de Buenos Aires, pero todavía no eran muchas las casas que podían tener una.
Pero no era sólo la pasión del fútbol ni las tardes de radio, sino recorrer este camino y su entorno, salir de nuestro pequeño mundo, y alejarnos de las últimas casas del pueblo, cruzar la vía, y adentrarnos en lo que había más allá. Cruzar la vía era el comienzo de la aventura. Más allá era otra cosa, el camino era largo, infinito, y hablaba de otros lugares que conocíamos sí, pero que estaban cargados de encanto. Hasta ese pequeño tramo era un viaje, un verdadero viaje, donde pasaban tantas cosas lindas: las llamativas alas pintadas del pájaro que nos rozó volando, el otro que estaba cerquita en un arbusto del alambrado, o la liebre que descubríamos en su carrera por las puntas de las largas orejas que asomaban zigzagueando en los pastos, o de pronto, una perdiz que nos mató de susto al alzar vuelo casi debajo del pie.- ¡ PPPPRRRR rrrrrr ...!
O la forma de aquel Tala, con su copa ahuecada y tupida como una techumbre, o aquella rama perfecta para una honda, o el ulular del viento, la frescura de una sombra, el flamear de los pastos; o los vertiginosos y traviesos remolinos de verano, levantando polvo, pastos, y papeles que quedaban girando, y se descolgaban lentamente del cielo, revoloteando como desilusionados, mientras que del remolino no quedaba ni rastros...





II


O sea: contemplo lo que queda y me transporto en el tiempo; mientras piso los rieles enterrados, soñando. Pero si bien detrás de mí el pueblo se convirtió en ciudad y el pavimento llega precisamente hasta la vía, hacia el norte el camino sigue polvoriento; pero en la vía el tren no pasa desde hace muchos años, veinte al menos.
Aquí el polvo del camino le puso una capa ya permanente y cada vez más compacta, dura como una lápida, y triste como una mortaja. A un lado y otro del camino los rieles abandonados duermen entre el pasto que los ha ido tapando casi por completo, y por momentos se dejan entrever entre la fronda de la gramilla por el pálido brillo que reflejan del sol de la tarde en el dorso casi opaco, y más adelante se adivina la vía y la curva que aquí comienza, redondeada y suave, más por la memoria que por la evidencia.-
Antes, ese brillo nos cegaba cuando caminábamos contra el sol, ya que el tren al pasar una y otra vez los mantenía pulidos como espejos, y la gramilla y otros pastos se mantenían prolijamente fuera de la franja que formaba la vía con el ancho de los durmientes a flor de tierra. A cada lado del cruce, en la línea del alambrado, los guarda-ganados impedían que los caballos, vacunos u otros animales grandes, ingresaran a las vías por obvias razones de seguridad.
No eran profundos, pero a nosotros nos atraían y nos demorábamos en pasar pisando, una y otra vez sobre las rejas, como demostrando el valor que teníamos, especialmente cuando los domingos estábamos acompañados por los demás chicos, con los que solíamos ir a jugar. Hoy están tapados en tierra, o quizás ni estén allí, porque no se ven ni rastros, al menos a simple vista.




III


Hacia el este del paso a nivel, la Estación quedaba a unas veinte cuadras, y la vía terminaba de hacer la curva y seguía recta unas diez cuadras hasta otro paso a nivel; pero aquello estaba fuera de nuestro alcance, al menos en esa etapa. Aquí teníamos suficiente. Aquí mismo a la derecha están todavía los galpones de una fundición de hierro, y enfrente una ruidosa desmotadora de algodón, que nos tapaba en polvo y humo, además de un constante zumbido de sus extractores, ventiladores y ciclones, que nos arrullaba y nos despertaba, una u otra.-
Al costado de la vía, formaban montones los residuos de borra y metal fundido, entre los que encontrábamos enorme cantidad de municiones de hierro, más o menos redondeadas, especiales para tirar con las gomeras, que justamente por su peso y su redondez, aseguraban una trayectoria de verdaderas balas; hoy diría que hasta sumamente peligrosas… Ese montón de desecho tenía incontables buscadores de proyectiles, que nosotros almacenábamos para nuestras correrías.-
También era campo de pruebas, porque la tentación era ver como se tiraba con estos o con aquellos, y los blancos predilectos eran los aislantes de porcelana del telégrafo, que bordeaba la vía junto al alambrado. Algunos chicos de nuestra edad, o un poco mayores eran unos verdaderos inadaptados, capaces de cualquier maldad, por lo que eso, era una nadería.-
Eso, o matar inofensivas palomitas, horneros, cuises, etc., que hoy horrorizaría a cualquiera, aquella vez pasaba desapercibido. Aún no se hablaba de ecología ni de especies protegidas, y casi, casi, ni de amor a los animales; al menos, no con la conciencia conque hoy se está asumiendo, y menos a los niños, y menos que menos a esos niños...





IV


A una calle de la vía vivíamos nosotros, y ver pasar el tren era una diversión que no menguaba por más que lo hacíamos todos los días, mañana y tarde. El más interesante era el tren de carga. No tenía un horario, como el de pasajeros, pero pasaba después de media tarde y en el invierno, durante la temporada de la caña de azúcar, íbamos al borde a esperar su paso, y nos solían arrojar cañas enteras o trozos, y para nosotros eran trofeos tan valiosos, que volver con cierta carga nos llenaba de gloria.
Recuerdo las emociones de la espera. Ver al maquinista o al foguista esconder o balancear las cañas que nos arrojarían, tras elegirnos; porqué a veces éramos varios los chicos que esperábamos junto al alambrado. Era todo un juego, para ellos seguramente divertido, para nosotros, angustioso. Si el tren era largo siempre había más gente en los vagones o en las chatas, que hacían otro tanto.
Pero no era necesariamente pareja la cosecha, era más bien cosa del azar. Todos guardábamos una estratégica distancia uno de otro, asignándonos en el momento un territorio; y desde nuestra posición aguardábamos expectantes. Ver que se fijaban en uno y revoleaban el trofeo en nuestra dirección, y caía más o menos cerca, pero entre las matas de paja brava, y había que encontrarla, a veces disputándola fieramente con el chico vecino; y otras veces con la poca luz del ocaso, se terminaban perdiendo y proseguíamos la búsqueda al día siguiente. No era seguro que la caña nos esperara, quizás el ocasional vecino nos habría madrugado.





V


Justo enfrente, cruzando la vía, había una pequeña franja de monte. Un montecito. No tendría más de media cuadra de ancho, y una cuadra de largo. Pero tenía todos los tonos de verde, y bastaba para que a nosotros nos pareciera una selva virgen, inhóspita, y cuajada de peligros...
Aromos, chañares, espinacoronas, arbustos y enredaderas, tunas con sus tentadoras frutas, pero erizadas de púas, cardos con sus varas floridas, insectos que zumbaban, diversos pájaros que anidaban allí, y un sendero bastante sinuoso que lo atravesaba; en una punta una lagunita, donde solíamos sentarnos por horas, con mi hermanito menor, Reinaldo, y a veces algún vecinito, a la sombra de los algarrobos que la bordeaban y hacíamos que pescábamos tirando los "bogueritos" entre los juncos , mientras observábamos las ranas o los sapitos, y los caracoles y los rojos racimos de huevos pegados a las pajas sobre la línea del agua.
Nunca la he visto seca a la pequeña laguna, ni en tiempos de sequías, y eso que no era más que un charco. Hoy me parece increíble, pero entonces hasta contemplaba hipnotizado las larvas de los mosquitos que tras la lluvia pululaban en la superficie, y minúsculas arañas que tejían redes entre las ramitas de la orilla.
Llegar al montecito, entrar en él bastaba para convertirnos en legendarios exploradores, arrojados cazadores, o valientes e intrépidos personajes como el mismísimo Tarzán de los monos... Como tenía inventiva fabriqué una pequeña ballesta, con su travesa, su tensor, su gatillo; y con unas afiladas varillitas metálicas como flechas.
Eufórico, tras comprobar su funcionamiento y su eficacia, me fui al monte, a la jungla, en busca de aventuras... Buscaba una pequeña pieza de caza, quizás algo peligroso, algo que valiera un tiro de mi portentosa ballesta... Tras moverme con cautela , despacio y sin ruido, al acecho, por más que estuve quieto largo rato, no he visto nada que se moviera; a no ser una rana verde que saltó entre las ramas de un árbol bajo y no dudé, casi diría que fue sin querer, disparé la flecha-varilla y la rana quedó atravesada, ensartada entre las ramas.-
Me quedé duro.
Si le tenía repugnancia a las ranas y a los sapos, al menos vivos los veía sólo un instante y a cierta distancia; pero ahora tendría que arrimarme y recuperar la flecha, pese a todo no estaba dispuesto a perder una de mis valiosas varillas de metal con un filo tan trabajado, no; para nada. Así que formé de tripas corazón y lo hice, me sobrepuse al asco, tomé al pobre batracio muerto y le saqué la flecha, y allí terminó la cacería, y con el estómago revuelto volví a casa. Nunca volví a tirar ni al blanco con el artefacto, y no supe decir en casa, porque no probé bocado en la mesa, ese día al menos.-






VI



El puente de la vía me queda al oeste. Solíamos venir por varios motivos. Indudablemente tenía su magia. Uno era la pesca. Y de tanto en tanto sacábamos alguna pequeña tararira, tanto para dejarnos con ganas. Si bien bajo el puente siempre había agua, y era bastante honda, no era más que un zanjón, que provenía de una cañada de las cercanías y que solo traía agua cuando llovía, que a su vez volvía a formarse cañada más adelante en el bajo, antes del puente del camino, y así sucesivamente.
Una vez, estando en primer o segundo grado, un compañero, más grande y muy corajudo ya de pequeño, porqué después estando él siempre era el líder de nuestro grupo; me convenció que lo acompañara a la casa de uno de nuestros compañeritos de la escuela que vivía en la zona rural. De ida fuimos por el camino, pero de regreso dispuso que regresáramos cruzando el bajo, a campo traviesa.-
El asunto es que había llovido hacía poco y la cañada tenía agua y si bien corría bastante no parecía honda. Además era como una maraña cruzada de pequeños zanjones y se podían pasar pisando los islotes que formaban. Todo a pequeña escala. Pero a poco era más ancha de lo esperado y más correntosa. Los pequeños canales se hacían difíciles de sortear, y un par de veces caímos y trepamos. Además yo era más chico y se me hacía difícil.
El no hablaba de volver.
Era aguerrido.
Pero sentí realmente miedo y tuvimos momentos difíciles, hasta que finalmente pasamos lo peor, terminamos volviendo a casa, mojados y temblando. No sé a él, porque era muy corajudo, pero a mí no se me borró nunca el miedo que pasamos aquel día.






VII



Ir por la vía hacia el puente era de por sí un paseo.
Tratábamos de caminar haciendo equilibrio por los rieles y pisar sólo de tanto en tanto el suelo para mantenerse, ya que los durmientes hacían desparejo el piso, además llevaba una zanja de desagüe cada dos durmientes a un lado y a otro alternativamente. Por lo que caminar requería atención y un paso coordinado.
Aunque para nosotros era un juego.
A la izquierda había un viejo aserradero, con una playa llena de grandes troncos, o piezas de madera, que llegaba hasta el borde de la vía. A la derecha había una excavación profunda, de donde sacaban tierra arcillosa para la ladrillería. Esta era la misma que correspondía a la casona de los grandes eucaliptos. Era frecuente que aquí viniéramos a bañarnos en los días de calor, especialmente a la siesta.
Todos sentíamos temor a que llegara la gente de la ladrillería, aunque estaba la cava al borde de la vía y además no hacíamos ningún daño. Nos bañábamos desnudos, y sabiendo lo vulnerables que quedábamos, dejábamos la ropa muy a mano, aunque salir del agua no era fácil ya que era barrancoso y la arcilla de por sí resbalosa.
En una de esas, en lo mejor del baño refrescante, sentimos el galopar de caballos y un griterío que asustaba. Verlos y tenerlos encima fue todo uno. Cada cual salió como pudo manoteando la ropa y cruzando el alambrado, y por las dudas correr a más no poder...
Nos vestíamos mientras corríamos. Tampoco era para tanto. Ellos no habrían estado más que divirtiéndose, pero nadie se quedó a averiguarlo. Había un chico nuevo en el grupo. Siempre estaba muy bien vestido.
Cuando todos nos juntamos en el paso a nivel él aún estaba desnudo con las ropas en la mano, temblaba de miedo, además había dejado el sombrero al borde del agua, y decía llorando que no podía volver a la casa sin el preciado sombrero. ¿Volver a buscarlo?... - ¡Ni locos!,- y el grupo se disolvió mientras él aún no lograba vestirse...
Quedé con él, y él allí firme, temblando; encima yo lo había invitado...
- ¡Bueno, vamos! – dije en un arrebato cargado de súbito coraje…
Y nos volvimos los dos solos. ¡Además los ladrilleros no iban a estar allí esperándonos! La verdad es que no podíamos estar seguros si se habían ido, porque el borde de la cava tenía una zona de arbustos, que nos impedía ver hasta que la trasponíamos, y ahí ya estaríamos adentro...
Pero sí, media docena de chicos y no tan chicos, estaban con sus caballos aún allí. Nos quedamos un momento duros, luego usé mi salvoconducto, que esperaba me sirviera: Yo era conocido de ellos, al menos de algunos. Así que me animé y les mostré el sombrero en el suelo, y le dije que era de mi amigo, y que veníamos a buscarlo.
No hicieron gran cosa, así que alcé el sombrero, los saludé con el sombrero mismo, y rápidamente me volví alcanzando a mi compañero, que ya se me había adelantado bastante, y estaba en medio de la vía; y aliviado, me vine riendo porqué yo creía, que no teníamos que haber disparado de ese modo.-
Al fin me había portado como un pequeño y valiente quijote.






VIII


Más adelante había sendas ladrillerías a ambos lados, y aún más adelante el puente. El puente era de hierro, y ladrillos, de cuando hicieron el ferrocarril. A veces veníamos a bañarnos, aunque yo siempre conseguí zafar porqué me daba miedo. Otras a pescar. O solamente a divertirnos. Pero el lugar era fascinante. El terraplén bajaba en un declive abrupto, con tortuosos caminitos que bajábamos a trompicones, entre tupidas matas y verdes plantas de ombúes nudosos.
A los costados había chacras sembradas.
Una siesta de domingo, muy calurosa, mientras el pueblo quieto y somnoliento, descansaba de los sudorosos días de la semana; nosotros, media docena de compañeros, llegábamos una vez más de excursión al puente. A lo lejos, un horizonte azulado y difuso, que el calor hacía reverberar, se veía como a través de un cristal ondulado y movedizo; mientras el silencio que nos envolvía contenía un mundo de pequeños zumbidos, chirridos y silbidos, propios del verano y de la hora, en que imperaban las chicharras y los pequeños insectos.
Nos sentíamos felices por estar allí; libres, aventureros, ansiosos…
Unos bajaron del terraplén antes del puente, y otros lo traspasamos, bajando al otro lado de la ancha y lagunosa poza, repartiéndonos así las orillas de pesca.
El más corajudo lideraba como siempre las acciones. Atento por encontrar en qué demostrar su liderazgo, además de tener una inclinación a vencer obstáculos o pequeños peligros.
Se le ocurrió venir a nuestra orilla, atravesando el estrecho pero profundo curso de agua que bajaba a la cañada; sosteniéndose sobre el alambrado, aunque faltaba algún poste, y los hilos sólo unidos por las varillas, se balanceaban peligrosamente a medida que avanzaba. Llegado a la mitad, el alambrado se volcó aún más, haciéndole casi tocar la espalda en el agua, lo que lo obligó a apoyarse pisando un trozo de tronco medio podrido, que flotaba junto a camalotes y deshechos, y la correntada empujaba, manteniéndolo contra lo que quedaba del inestable tendido…
El tronco, que era en parte hueco, se hundió en la punta que pisaba, y de la otra comenzaron a salir víboras en cantidad, tan asustadas como él, subiendo a los camalotes y palos, y otras nadaron zigzagueantes buscando la costa más cercana.
Gritamos o saltamos, y corrimos, no recuerdo bien. Sé que después nos organizamos y entre todos lo ayudamos a salir.
Era el precio que a veces le tocaba pagar.





IX


A veces cuando no tenía clases y en casa me permitían, llevaba a mi hermano menor a que me acompañara. Una mañana de sol pero con mucho viento, volvíamos a casa ya cerca del mediodía, embelesados con el ondular de las cañas y el silbido de las ramas, con los mechones de hojas flameando hacia el sur, por efectos del fuerte viento norte.
Un silbido me pareció más fuerte y me volví, justo a tiempo para ver casi encima nuestro, la tremenda mole de la locomotora del tren de pasajeros, que nos pitaba seguramente desde hacía rato, resoplando vapor y humo negro. Empujé a mi hermano violentamente a un costado, y yo alcancé a saltar al otro, y desde el suelo vimos pasar a un metro, semejante monstruo, con su diabólico movimiento de cigüeñales y de bielas, entre quejidos y bufidos de horrenda bestia metálica.- Sentados vimos como se alejaba el último vagón, en una humareda y pitidos anunciando como siempre, que estaba llegando una vez más.
No hablamos en todo el camino, y el susto no se nos iba por mucho tiempo. No podíamos creer de lo que nos habíamos salvado. De esto ni una palabra en casa, no sea que nos merme el permiso para volver otro día.





X


De todo esto me voy acordando mientras camino lentamente por la vía, o lo que queda de ella, mirando absorto el piso, los desagües borrados, los rieles semiocultos en el yuyo, los durmientes que sólo asoman alguna esquina de tanto en tanto, me paro antes de llegar al puente, me acuerdo de la excavación y me cuesta encontrar el lugar donde estaría; una irregularidad del terreno, con las barrancas borradas y cubierta de chañares, todo el terreno aledaño cubierto de ramas, en un verdadero abandono. Por aquí más o menos habrá sido, cuando el tren casi nos atropella.
Me siento un rato y sueño.
Cuando me incorporo veo semi-enterrada contra el borde de un durmiente, una bolita de vidrio de colores, un "bochón", como le decíamos entonces..., y no sé si en serio o en broma, me parece igual al que mi hermano siempre llevada, en el bolsillo de su pequeño "jardinero". - ¿Puede ser? ¡Claro que no! ¡A quién se le ocurre! - Encontrar una bolita así de aquel tiempo, así sin más...
Pero no sé, me quedo pensando en eso, y por las dudas, guardo muy bien el bochón colorido de vidrio, y me pregunto: - Pero; ¿Y ahora, habrá bolitas así?-
Un poco más y llego al puente.
Sigue estando, incluso tiene agua, pero no están los ombúes y un ramerío de espinas cubre los costados del terraplén.- Espinas y cardos y rameríos enmarañados, después de dos o más décadas de abandono.-
No es más que una ruina, nada que ver con aquello.




*De CELSO H. AGRETTI. celsoagr@trcnet.com.ar
Del libro "Los días felices", edición del autor; 2005.





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