*Foto: Tapa de
la edición de “la Raíz del Bambú” -2012-
PEQUEÑA HISTORIA
DE AMOR*
I
Seguramente en
los años cincuenta, Salta ya era “La Linda”, con sus cerros pintorescos tan
vestidos de verde, rodeando la ciudad; sus caminos de cornisa donde uno suele
humedecerse de nubes, ver los valles ondulados con aquellas vaquitas diminutas
como pintadas, pastando; y saliendo de una curva angustiosa los reflejos de un
prístino lago, con un dique de juguete.
Entonces ya,
como siempre ha sido, el tierno corazón de una colegiala ensaya
atropelladamente los primeros escarceos, de un galope estremecedor en un
inmaculado pecho infantil, prendado de un primer amor. Amor que nace con la
ilusión de ser amada, un amor que nace como un juego que casi no se puede
ocultar, y al compartirlo parece que se agranda, que ocupa todo el mundo.
Eso le pasó a
la pequeña Paola, aunque podría ser, o quizás era, a cualquiera de las demás de
esa escuela, y de todas las escuelas del mundo; pero sucede que por esto que
relato, aquello tan común e inevitable, pasó a trascender en el tiempo de este
modo.
Podríamos decir
que son cosas de chicos, que es un juego inocente que más o menos nos tocó a
todos; pero para las monjas que regían el colegio de varones y niñas anexo a la
basílica franciscana de la capital salteña, esas cosas eran censurables e
impropias de niñas o niños de bien. Sería una travesura coquetear o presumir, y
era posible que el objeto del deseo nunca llegara a enterarse, que no pasara de
una sospecha pero aún así, no dejaba de henchir el pecho del elegido. Pero la
aventura debía mantenerse sin que las celadoras lo advirtieran. Un caída de
ojos, una mirada, una sonrisa; que a esa edad los varones, más lentos en estos
lances, no terminaban de interpretar; por eso ellas en sus cabildeos, entre
risas y secretitos se decían que los pobres eran unos “babiecas”.
Roberto, de
quinto grado, no se daba por enterado, y Paola de cuarto, recurría a su grupito
de íntimas para pergeñar nuevas estrategias, ya que al estar ellas en cuarto,
sólo compartían el recreo, y siempre rigurosamente sobrevoladas por las miradas
vigilantes; por lo que todo debía hacerse con el mayor disimulo.
Así que un día,
en el aula, durante una aburridísima clase de historia, mientras el almirante
Brown disparaba sus cañones en el Río de la Plata; Paola escribió una pequeña
esquela de amor, arrebolada y temblorosa, muy lejos ella de la encendida
batalla de nuestro máximo héroe naval, soñando más bien, en la hazaña que
planeaban ellas: que una del grupito le alcanzara de sorpresa al desprevenido
Roberto, aquellos dos renglones en los que confiaba que la advirtiera, que al
fin él se avivara de una buena vez… y desde lejos, ver anhelante qué iría a
hacer aquel encumbrado príncipe; seguramente la buscaría con la mirada hasta
encontrarla, descubrirla, fijarse en ella, y seguramente, sonreírle
amorosamente…
II
De esto y de lo
que sigue lo conocimos mi mujer y ya por boca del antiguo sacristán de la
esplendorosa basílica de San Francisco en la zona histórica de la ciudad, en
una pletórica visita turística. Este hombre, no supimos nunca nosotros por qué
estaba tan dispuesto aquella mañana, mientras nos guiaba por el suntuoso
templo, uno de los verdaderos altares de nuestra historia; en la que se
entrelaza con la campaña del general Belgrano, donde tras aquella gloriosa
batalla, funden las campanas con el bronce de sus cañones, dejándole con fervor
a Salta un legado y testimonia de su gran victoria. Campanas que suenan en el
alto y pintoresco campanil, que tanto luce al frente en el conjunto barroco
colonial del emblemático templo franciscano, de marcados tonos que remarcan sus
elegantes líneas, volutas y ornamentos, propios de principios del siglo
diecinueve.
En la
sacristía, en el centro de una enorme sala, hay una mesa de grandes
dimensiones, e inamovible, como enclavada; ya que luce un pesadísimo y grueso
mármol que admitiría fácilmente veinte personas sentadas a su alrededor, traída
de Europa durante la colonia y de Panamá bajada por el Alto Perú a lomo de
mulas, y asentada en seis gruesas patas redondas, también de mármol…
Y este
escenario, y por esta preciosa mesa, se desató el relato de la historia de la
notita de amor que Roberto nunca llegó a leer. O casi…
_Ah..¡Sí!
Ustedes no saben que pasó con aquel papelito que tenía grabados dos renglones
de ansiosas palabras de amor inmaculado y juvenil…_
_¿En dónde
habíamos quedado?..._
III
Roberto
permanecía un poco retraído, casi apartado, ya que se sentía grandecito, como
que ya ciertos juegos no le atraían tanto, y quizás un poco distinto a los
demás. En eso una de las compañeritas de Paola se le acerca rozándolo y
tratando de poner en su mano el mensaje. Como él no estaba atento, ella tuvo
que insistir, haciéndolo más evidente… y ¡Zácate!... Cuando Dios no quiere… Una
de las monjas estaba a pocos pasos y de reojo vio algo, y como si hubiera visto
al mismísimo diablo, saltó como un resorte, gesticulando a voz en cuello,
tratando de obtener aquel objeto que ya era al menos obsceno. Otras monjas
corrieron en su auxilio, gritando también aunque no sabían qué ocurría… Pero
Roberto, ya con el papelito se largó a correr, escurridizo como un mono por
aquel patio de juegos, se metió en la sacristía y en dos segundos estaba
escondido bajo la mesa. Sentía afuera el barullo del revuelo, donde todos se
agitaban sin saber qué pasaba.
Vio que entre
la pata y la mesada de grueso mármol había un intersticio, y apurado metió la
notita tan doblada como se la dieron, y la introdujo hasta que desapareció allí
escondido, el cuerpo del delito. Luego salió a enfrentar a la Santa
Inquisición. Hubo amonestaciones, suspensiones y notas a los padres; las más
severas a las niñas partícipes del delito. Salvo muy pocos aquel día, los demás
imaginaron cosas, o las mal interpretaron; los colegiales llevaron el tema a
sus casas y la cosa de pequeña pasó a crecer y a deformarse; las madres estaban
horrorizadas, y la ciudad misma terminó escandalizándose de las vejaciones y
quizás violaciones que impidieron las santas monjas del prestigioso colegio. La
moral misma de algunas familias se mancillaba en voz baja en las tertulias y en
las casas.
Tras aquel
bochorno, Paola fue llevada por una tía a Córdoba, donde continuó sus estudios,
fue desvinculándose de su ciudad natal, y casi no se supo más de ella.
Roberto pasado
el revuelo volvió furtivamente bajo su mesa a buscar la nota, pero no pudo
sacarla, por más que tratara. Otro día volvió con un estilete y otros enseres
para recuperar la notita, pero al insistir sólo consiguió empujarla más
profundamente en la ranura; y alzar la mesa, imposible, ni él ni diez como él…
Más adelante también la vida lo llevó a él a vivir muy lejos de su Salta natal…
Pasaron
décadas, al menos cinco; y Roberto pudo volver ya hecho un hombre grande y
lleno de recuerdos. Nunca olvidó aquella esquela, y pensaba en que mientras
envejecía con distintos logros, aquel papelito, quizá amarillento, estaría allí
como esperándolo.
Tras los
permisos de rigor, y con la ayuda suficiente pudo mover el pesado mármol,
alzándolo tan sólo un par de centímetros…, y él mismo con sus propios dedos
obtuvo tras tanto tiempo, el pequeño trozo de papel, y leer por fin aquellas
palabras de amor que tan ilusionada y temblorosa había escrito Paola, aquel
lejano día, más de cincuenta años atrás…
Quienes estaban
con él en la espaciosa sacristía, asistieron a la emocionada estampa de un
rostro compungido, enmarcado por blancos cabellos, de blandas mejillas, donde
bajaron por un instante, dos gruesas y temblorosas lágrimas, y un hondo e
imperceptible suspiro, fue el preludio de un largo y profundo silencio…
Yo me había
transportado siguiendo el relato del afable sacristán, tan ensimismado, que
también sentí mis ojos humedecidos y en el pecho el corazón como que se me
derretía lentamente…
_¡Oh Dios!..._
exclamó, mirando alarmado su reloj, y llevándose una mano a la frente, como
asustado…_¡Las doce y quince!..., ¡Y yo no toqué las campanas de las doce!..._
y agregó: _¡Sólo me había pasado una vez en treinta años!!!_
Y se fue
presuroso a su repique de campanadas de aquel medio día, en que se retrasaron
quince minutos… ¡Por una pequeña notita escrita por una jovencita enamorada,
hace más de cincuentas años!
*De Celso H Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda.
Santa Fe.
LA RAÍZ DEL BAMBÚ…
TIEMPO DE
GESTACIÓN*
(EL HELECHO Y
EL BAMBÚ)
Pasaron cinco
años desde que presenté mi libro anterior.
Mi opera prima.
Incluso desde
otro tanto estuve gestando aquella obra. Un libro de apenas algo más de
doscientas páginas. El balance inevitable que hago es lo poco productivo de mi
tiempo de trabajo, del tiempo que le dedico a mi empeño de escribir.
Me tengo que
conformar con esto que he logrado. Menos mal que mi tiempo contaba con estos
tantos días de crédito en mi haber, en las cuentas de la vida; y pude al menos
hacer esto, como máximo. No obstante, estoy satisfecho.
Cuando Dios
hizo el mundo, y el portentoso Paraíso Terrenal, un día advirtió que el
Bambú no daba aún señales de surgir a la vida. A su lado un helecho
derramaba lozanas sus hojas enramadas. Al año pasó el Señor nuevamente
por el lugar, y vio al helecho más grande y aún más lozano; pero ni señales del
Bambú. Al año siguiente, y al otro, pasaba por allí, esperando verlo brotar. Y
nada. Pasaron cinco años antes que el creador pudiera ver como la tierra se
agrietaba y la punta blanquecina de un brote apartaba los pequeños terrones
abriéndose paso. Al fin el Bambú, asomaba a la luz del día; le había costado
cinco largos años gestando su germinación. A partir de allí abría su abanico de
cañas al cielo, creciendo en altura, hasta un palmo por cada día.
Todo ese tiempo
le había llevado construir sus cimientos bajo tierra, para que la planta
pudiera surgir luego fuerte y poderosa, para afrontar los vientos y
tempestades; para poder ser lo que debía ser, para dar plenamente su mensaje
entre los seres de la Creación.
*Celso H.
Agretti
Avellaneda,
Santa Fe; febrero 2011
PRÓLOGO*
Cuando alguno
de esos graciosos que abunda por todas partes me pregunta qué libro me llevaría
a una isla desierta, mi respuesta suele ser rápida: cualquiera de Mark Twain.
Pero ninguna novela de tan ilustre escritor merecería semejante privilegio, a
excepción tal vez de Huckleberry Finn que junto a Moby Dick son las dos obras
cumbre de la literatura norteamericana. No obstante, yo menciono a Twain porque
siempre tengo en mente algún compendio de artículos suyos. Por ejemplo Las tres
erres, edición seleccionada por Maxwell Geismar y publicada en la colección
Punto Omega de la editorial Guadarrama. Es un libro que suele acompañarme en
los viajes, pues su lectura resulta de lo más estimulante. El pobre está que se
cae a trozos y al abrirlo siempre acabo cazando hojas al vuelo, despegadas de
tanto leerlas. Así y todo no puedo desprenderme de ese libro, me tiene
fascinado por su palpitante actualidad al atacar con maestría tanto el
autoritarismo político como el fanatismo religioso o la opresión colonial de
finales del siglo XIX, situaciones que se reproducen hoy en día con gran
fidelidad.
Digo todo esto
porque se me ha presentado una disyuntiva: acabo de leer otro libro que podría
muy bien acompañarme a esa hipotética isla desierta. Me refiero a La raíz del
BAMBÚ de Celso H. Agretti, digno del mejor Mark Twain, repleto de
aforismos que no han de envidiar nada a los del mismísimo Stanislaw Jerzy Lec,
ese polaco genial que nos electrizó con sus famosos Pensamientos despeinados.
Agretti es un
Lec de aquí mismo, un Mark Twain de la actualidad, y de su pluma salen
sentencias repletas de humor, ironía y lucidez. ¡Qué gran combinación! Todo
ello mezclado mediante una combinación sublime con las pinceladas de
costumbrismo y esa manera tan especial de detallar los lugares, las situaciones
y los personajes que nos lleva a hacernos cómplices de cada historia.
Lo mejor de
todo es alcanzar tan fácilmente esta complicidad.
Digámoslo sin
ambages: La raíz del BAMBÚ de Celso H. Agretti es una de las formas más
estimulantes de leer disfrutando. Poesía, acidez, relato, humor y filosofía se
dan de la mano en uno de los combinados más atrayentes que recuerdo. Digno
sucesor de Mark Twain y de Stanislaw Jerzy Lec, este autor tiene todos los
números para que me lo lleve a una isla desierta.
*Joan Mateu i
Martí
(Escritor;
cuentista y poeta)
BARCELONA
(España); 23 de octubre de 2011
LA CAPILLITA
SOLITARIA
La antigua ruta
once, el camino real para nosotros, era ancha, arenosa, polvorienta, y
desde nuestro pueblo hacia el norte, habitualmente desolada, casi desierta;
haciendo lucir desolado todo lo que lo circundaba. Los arbustos, enredaderas, y
pastos de los costados; se veían sucios, cubiertos por el polvo que se levantaba
del camino, más por los vientos, que por el escaso tránsito de aquellos
tiempos. Muy pocas casas se animaban a asentarse a su vera, sólo algún
“boliche” o paraje, muy lejano uno de otro. Las casas de los colonos eran
espaciadas, y se presentaban bastante alejadas de la ruta.
En la mitad del
siglo veinte éramos niños, y solíamos acompañar a mi padre, en sus cortos
viajes, con el traqueteante y pequeño transporte de fletes varios. Solíamos
visitar colonos, llevando moderadas cargas de mercaderías, o de insumos,
trayendo parte de sus cosechas, especialmente hortalizas y otros productos, que
se comercializaban bien en el pueblo.
A un par de
kilómetros de las últimas casas, donde un abandonado camino vecinal formaba la
esquina de un pequeño lote de campo, yermo y de breves pastos amarillentos,
alejado de todo vestigio de vida: se levantaba solitaria una pequeña capillita
ornamental, que se erguía, no más alta que una persona, sobre una delgada
columnata retorcida, de aspecto neo gótico, símil mármol, y consagrada
seguramente a una deidad religiosa, alguna virgen. Nadie sabía qué conmemoraba,
ni en honor a quién se había erigido, y sobre todo por qué precisamente
allí, alejada de todo.
El tema es que
verla siempre tan sola, causaba una sensación incómoda, revestida con algo de
inexplicable temor, y nuestra imaginación infantil, nos proponía absurdas
relaciones con alguna leyenda, de hechos o personas que desconocíamos; máxime
que más de una vez hemos visto, a algún acompañante circunstancial de la zona,
persignarse respetuosamente cada vez que pasábamos por el lugar.
Nunca pasé
indiferente, ni lo hubiera hecho sin advertirlo; siempre ese resquemor,
ese recelo. Y no sólo yo, en casa se contaban cosas curiosas que habían
ocurrido, a quienes de noche pasaban por allí, y no guardaron tal vez el debido
respeto; aunque no es que lo creyeran del todo, siempre aparecían esos temas en
charlas de sobremesa, como algo gracioso, folklórico.
Recuerdo que
una noche nublada y muy obscura, nuestro pequeño camión quedó sin nafta, y se
detuvo, precisamente enfrente; aunque no podíamos verla, sabíamos nuestra
posición, porque ubicábamos las primeras y espaciadas luces del pueblo. No
podría decir que me daba miedo, estaba al lado de mi hermano mayor, que si bien
todavía era un niño, era una compañía enorme para mí, y además estaba papá, que
fue quién se bajó y midió con una pequeña regla, cuanta nafta tendría el
tanque. Pero varias veces me descubrí escudriñando en la negrura, a ver si veía
la silueta de la capillita, y a veces miraba fijamente. por si alguna cosa
extraña se moviera cerca…
Un jinete se
acercaba al trote.
Lo escuchábamos
desde una buena distancia. Papá le habló cuando estuvo junto a nosotros, aunque
ni remotamente lo conociera. Le dio un billete y una damajuana de vidrio,
pidiéndole que le consiguiera algo de nafta en un almacén, que estaba sobre la
ruta, hacia el norte. El jinete apareció tras un largo rato, con la damajuana a
medio llenar, suficiente para llegar a casa. Generoso y honesto el criollo.
Luego no sé bien qué pasó. Papá le dio un billete de poco valor como propina,
agradeciéndole “la gauchada”; pero el hombre se indignó, se enojó, y lo expresó
a toda voz, y era que consideró escaso el pago por el servicio.
Mi hermano y yo
nos decepcionamos, ya que en principio entendimos que era un gesto generoso, y
no aceptaría pago alguno por el auxilio; pero no, el hombre entendió que era
una changa, y le habían pagado poco…
Todo esto
sumado hizo que nuestra avería requiriera bastante tiempo en el lugar, que para
mí era apremiante. Me avergonzaba sentir el miedo o resquemor que estaba
sintiendo, y por momentos tenía un cosquilleo y escalofríos, hasta que volvía a
serenarme viendo que ya nos íbamos y dejábamos atrás aquel oscuro y desolado
sitio. Alejándonos, y sintiéndome algo más seguro me animé a voltearme y mirar
casi hipnotizado hacia atrás, esperando ver, vaya a saber qué misteriosa
aparición. Tengo en mi memoria ese percance, y aquella noche tan cerrada; donde
tuve omnipresente la inquietante cercanía de la misteriosa capillita…
Y esto del halo
singular y casi exótico, que emanaba el pequeño santuario, estaba
bastante difundido, y amalgamado a una profunda cultura religiosa, que a su
vez, de un modo curioso, se ligaba también a un abanico de supersticiones y
temores. Era evidente, al menos entre nuestros conocidos y parientes; aunque
nadie habría querido reconocerlo, y sólo surgía si se involucraban, como pasó
con un primo mayor nuestro, que estaba viviendo temporalmente con nosotros…
Era todavía
soltero, así que estaba en la etapa de conocer posibles candidatas casaderas.
Acostumbraban
en la zona rural de aquel entonces, acceder a encuentros de muchachos y
muchachas, en las fiestas familiares, o en los bailes de colonia, fiestas
religiosas o cívicas, y tantos eventos domingueros o casuales. Pero sobre todo
de un modo muy recurrido en la zona: las visitas domiciliarias; donde solos,
o en compañía de un amigo, o a veces dos, el pretendiente llegaba un
sábado por la noche, “a tomar mate”… directamente y sin invitación
alguna, a una casa elegida, donde hubiera chicas casaderas.
El juego era ir
“tanteando”, a ver cómo eran “recibidos”; y no excluía que también
visitaran otras casas, a veces esa misma noche, hurgando en un
itinerario de selección, que concluía sólo cuando se formalizaba un
compromiso, Esto podía ser una búsqueda de meses o de años, tornándose en
algunos casos crónica, y como todo, ir devaluándose con el tiempo, siendo
recibidos lógicamente, cada vez con menos expectativas.
No sólo los
sábados, también las vísperas de fiestas, donde la otra parte también esperaba
con impaciencia, qué podría depararle aquellos encuentros; que por otra
parte no siempre eran tan fortuitos, a veces, ya tenían previamente alguna
mirada complaciente, como un guiño, o un convite concertado.
Mi primo
pertenecía a éstos últimos, visitantes “tomadores de mates”…
Un jueves por
la noche, víspera del sagrado viernes santo, en que no podía realizarse ninguna
actividad que no fuera de recogimiento, o adoración a Dios y a Cristo crucificado.
Mamá no hubiera querido, que ninguno de nosotros saliera de casa esa noche.
-Mirá que tenés
que estar de vuelta antes de las doce. No te entretengas. Acordate que pasada
la medianoche ya va a ser Viernes Santo…-
-Si tía,
quédese tranquila.- dijo mi primo, guiñándonos un ojo a sus espaldas,
cancheramente…
Y con esa
promesa, mi primo subió a su bicicleta, y partió a su visita romántica, a una
legua al norte. Cuando decidió volver vio que ya eran más de las doce; y aunque
nada tomaba en serio, se sintió profundamente sólo al volver por la ruta, en
una noche alumbrada fantasmagóricamente por la luna llena.
A la mañana
siguiente, tartamudeaba, todavía desencajado al contar, lo que él juraba que le
había pasado:
Precisamente al
llegar a la capillita, vio de reojo como de la misma salía un pequeño perro
negro, mostrando una ferocidad rabiosa, y ladrándole furiosamente, arremetía
decidido a morderle la pierna. Trató de pedalear más fuerte, pero el camino
arenoso le frenaba las ruedas, y el perro lo atacaba más y más fieramente.
Comenzó a defenderse arrojándole patadas, pero cada vez que le acertaba una, el
perro crecía, y se hacía cada vez más grande y más aguerrido; y en un momento
se había convertido en un perrazo enorme que no le daba tregua…
Se acordó
entonces de rezar desesperadamente, mientras se concentraba en pedalear, y poco
a poco se fue distanciando; del descomunal y fiero animal en que se había
convertido, salvándose según él, por muy poco de sus filosos colmillos…
Todos trataron
de hacerlo entender, que el perro habrá sido nada más que un perro, y que el
miedo hizo el resto…
Pero a él nadie
le hizo cambiar nunca, lo que aseguraba haber vivido.
Y muchos de
nosotros entonces, sin querer, sentimos un escalofrío….
Y yo, lo vuelvo
a sentir cada vez que me acuerdo.
DE TUERCAS Y
MOTORES
El taller del
gordo, le decíamos. Todos lo conocían así. El taller y la casa de familia
estaban casi lindantes a la nuestra, a no ser por un pequeño predio, con un
elemental lavadero de vehículos. Ocupaban la esquina, aunque allí le agregaron
en ese tiempo, dos columnas, una pequeña losa, como una visera, y un
surtidor de naftas, que nunca tuvo una aplicación muy comercial. No más de un
par de veces he visto cargar allí combustibles, a no más que un par de
vehículos.
Eran tan pocos
los autos y camiones que había entonces en el pueblo, y casi todos de los
primeros modelos, hasta incluso la década de 1930. Aquellos de capota de lona y
guardabarros acucharados. En la década del cuarenta el mundo estaba en la
segunda gran guerra, y recién después del cuarenta y seis se vieron algunos
nuevos. Eran escasos, modernos y aerodinámicos en comparación.
Eso trae que
mucho trabajo no tendría un taller de entonces; pero también sucedía que había
pocos, y los vehículos envejecían rápidamente en aquellos caminos de polvo, o
huellones y barrizales, y cada tanto había que reacondicionarlos.
Tampoco el
lavadero se ocupó más que alguna vez. Así que nosotros los chicos del
vecindario, lo usábamos como patio de juegos, junto a la vereda de gramilla y
la calle que de este lado no tenía cuneta, aprovechando que muy de cuando en
cuando pasaba alguien.
Un primo de
papá, había comprado, un camión “guerrero”, un GM color verde oliva, rezago de
la guerra, con tracción en las cuatro ruedas Los días de lluvia, en los que no
se permitía transitar para no estropear las calles, pasaba frente a casa
transitando por la otra vereda llenas de yuyos, dejando profundas huellas, desgarradas
con las tremendas ruedas “pantaneras”, en el barro blando.
Los gitanos,
que siempre tenían camiones o autos para vender, rejuntados de partes y
modelos, solían venir y ellos mismos trabajaban de mecánicos. Nosotros nos
acercábamos curiosos y nos reíamos divertidos, de sus dichos y palabras
extrañas.
Un ómnibus de
media distancia comenzó parar en la esquina, teniéndola como terminal. Desde
allí salía en sus dos o tres viajes semanales al norte de la
provincia¸ todos caminos polvorientos y alejados. Nosotros
jugábamos, los varones, pateando una pelota de cuero, que solía picar mal,
porque la pelota no era del todo redonda, y el suelo y la cuneta,
si bien playa, tampoco eran muy parejos. Nuestra práctica era patearla como
venga, cuanto más alta o más lejos mejor, siempre que no pasara el tejido de
enfrente. Una siesta pateábamos la pelota de ese modo, mientras el ómnibus
permanecía ajeno en el centro de “la cancha”, en espera de su partida. En uno
de esos piques, voleé la pelota con todas mis fuerzas, alto, alto… La pelota
giraba descentrada mientras venía cayendo, y cayó justo para romper el vidrio
trasero con un espeluznante crujido y desparramo de vidrios.
Corrimos a
refugiarnos, pero mi hermano ya “mayor”, habló con el dueño y todo terminó
felizmente.
Yo comencé a ir
por las tardes a “ayudarle” al gordo. Lavaba las piezas que desarmaba, le
alcanzaba una herramienta, o hacía algún mandado. Esas tardes pasaron a ser muy
emocionantes, especialmente por una sobrina que asomaba igual que yo, a los
once años; que usaba un prendedor con una margarita en el pelo, y tenía una
mirada y una sonrisa que me erizaban la piel… En el barrio había otras chicas
con las que éramos también compañeros y vecinos, muy bonitas; pero era ella la
que me hacía sentir aquello. Era ella la que me aguardaba para ir a la escuela,
esperándome frente a su casa hasta que yo salía, y entonces sentía sus pies de
niña alcanzándome, y mirándonos nos sonreíamos, y podría jurar que flotábamos
en nubes y estrellas, hasta cerca de la escuela de ella, donde nos separábamos.
Al regreso solíamos encontrarnos en la plaza y volvíamos lentamente, flotando…,
soñando. Casi no hablábamos, a veces sí, pero nos entendíamos con la mirada. A
veces nos demorábamos un momento en un banco de la plaza, contándonos
proyectos, o nimiedades; pero antes de llegar a casa nos separábamos. Era tan
tímido que no hubiera soportado una pequeña burla de mis hermanos o de mis
hermanas, y menos una mención de mi mamá. Después; el tiempo se encargó
de desarmarlo todo, pero no pudo borrar ciertas huellas que se graban para
siempre.
Así que esas
tardes del taller fueron inolvidables.
El gordo, era
un ropero, alto y grueso por todas partes. Era grueso su cuerpo, sus brazos, su
cuello, su rostro; casi de niño, redondo y oscuro, nariz y orejas
pequeñas, cabello muy enrulado y un minúsculo bigote ralo, mínimo, como hecho
con un lápiz. Vestía siempre un mameluco, o jardinero azul, y camisa de mangas
cortas. Era ceñudo, como de un enojo constante, aunque poco creíble; así
hablaba a los gritos, “mandoneando”, o mezclando estentóreas carcajadas. Para
mí, entonces, tenía una edad indefinida, era un adulto, y además “era
grandote”, podría tener cincuenta, o cuarenta, como mi papá; pero después supe
que no, que era muy joven, recién casado y con una beba.
Estaba armando
su propio vehículo, mitad auto, mitad camioneta. En aquel entonces tenía el
chasis, las ruedas sin guardabarros, el motor, y muy poco más. No tenía
asiento y ponía un par de cajones con una manta para ir con su mujer a
Reconquista, o hacer alguna compra. Marchaba después de muchos manijazos, ya
que le faltaba el motor de arranque; y llenaba el taller de humo,
atronando la calle, ya que casi no tenía escape. Salía sólo una o dos veces por
semana, pero estaban casi toda la tarde afuera, dejándome alguna pequeña tarea,
y Zuni venía a “ayudarme”, pero nosotros sólo sabíamos reírnos divertidos
de cualquier ocurrencia. Volaban aquellas horas y de golpe escuchábamos a lo
lejos el inconfundible ruido del motor regresando por el fondo de la calle.
Espiábamos asomándonos a la esquina, y los veíamos avanzar, como una
estrambótica araña de dos cabezas, arrastrando un remolino de polvo
blanco y humareda azul, brincando con los barquinazos de la calle…
Una tarde, en
que el gordo optó por silbar partecitas de un chamamé, mezclando carcajadas y
expresiones de su Goya natal, mientras desarmaba un carburador, de un camión
roñoso, modelo del 35, que íbamos a desmantelar para reconstituirlo, incluyendo
pintura completa; llegó un criollo en una alta jardinera de dos crujientes y
esqueléticas ruedas, casi como el viejo y sufrido caballo blanco, que mostraba
sus huesos tanto en el anca como en la cruz.
Ofrecía un
motor de arranque “en buenas condiciones”, que vaya a saber de donde lo habría
obtenido el hombre, por sólo veinticinco pesos. Era barato. Y el gordo lo
necesitaba como el agua para su “chatita”, como él aseguraba que terminaría
siendo. Nuevo, ni soñar. Aquella vez todo era usado. Todo tenía valor. Todo se
vendía. Un guardabarros de auto, de bicicleta, el volante de una máquina
de coser, un destapador de vino, una mecha, un bulón, lo que sea…
-Eso sí,
lo podría traer la semana siguiente…,- Porque no lo tenía consigo.
-Está bien…-
Dijo el gordo, sin mostrar la impaciencia que sentía…
A la semana
cayó el hombre, con la misma jardinera, y milagrosamente con el mismo
caballo; y sin decir palabra le mostró la preciada pieza, enterita, bien
presentada…El mecánico la acunó casi, la vio perfecta; se le había dado
justo…
Pero con toda
indiferencia sacó del bolsillo veinte pesos, y pretendió pagarle; pero el
hombre puso cara de disgusto…, y frunciendo el cejo le dijo:
-No mi amigo,
un trato es un trato; quedamos en veinticinco pesos…
-No;
usted está equivocado, quedamos en veinte…
Y así
discutieron, para sorpresa del criollo, que no esperaba que le salieran con
eso. Que sí, que no…
El tampoco
quería perder la operación.
De pronto tuvo
la idea salvadora…
-Allí está el
chico…- Se refería a mí, por supuesto. –El puede decir cuánto era...
El gordo me
miró y ví su cara iluminada. Tenía el árbitro de su lado. El chivo cayó sólo en
el lazo, el viejo no pensó en eso…
Pero vi la
mirada del viejo. Parecía decirme que confiaba en mí. El no podía
concebir que YO pudiera defraudarlo. El parecía saber que era un chico
honesto, limpio…; pobre viejo…
Y yo no lo
defraudé.
Miré la cara
aniñada del gordo, no bajé la vista para nada…, y le dije:
-No, Don Raúl,
eran veinticinco pesos…-
El mecánico, se
aguantó las ganas de gritar, de zapatear…, y sacó del bolsillo lo que
faltaba, y le dio al criollo su plata…
Sé que fue
justo, pero todavía me asombra mi actitud de aquella tarde.
Creo que el
primer impulso del gordo, habrá sido comerme crudo; luego, seguramente,
no se sintió muy orgulloso delante de mí, por su intento. Hasta creo que
terminó valorando la actitud del pequeño Quijote.
Epílogo:
Más de veinte
años después, cuando comencé a pasar lo domingos en la balsa cruzando el río
Paraná, para cubrir la gerencia del banco en Mercedes; me pareció verlo
sentado, en cubierta, afuera de la sala de máquinas. Igual. Todo
igual…Como si estuviera delante del mismo gordo, de la misma edad de
aquellos tiempos
Titubeante, me
acerco y sintiéndome descolocado, recordando su apellido, le pregunto:
-Perdón, pero
Ud., ¿Podría ser de apellido Lorenzo…?
Levantó su
mirada con dudas…
-Si. ¿Por…?
_Y tiene un
hermano mayor…,¿De nombre Raúl?
Soltó su
clásica risotada…
-¡JA, JA, JA…!
¡Yo soy Raúl!... - ¿Y vos?...
No lo podía
creer, ¿Y los más de veinte años… dónde los había dejado?
Le dije quien
era. Quiso saber de mi madre, de todos nosotros. Ambos nos reencontramos con un
trozo de vida, aquel domingo de sol y de río: y muchas veces nos volvimos
a sentar hablando, pero juro que nunca me animé a preguntarse por la Zuni, su
pequeña y hermosa sobrina.
JOSECITO EL
CARPINTERO*
Su carpintería
estaba a unas ocho cuadras sobre nuestra misma calle. Papá me había mandado con
una pequeña notita, me parece que a cobrar un flete de maderas. Me iba de mala
gana y refunfuñando, ya que hubiera querido quedarme con mi hermano mayor,
Audino, ayudándole a pintar las llantas del camión, que comenzaban a lucir
rabiosamente amarillas; pero una vez en camino me divertía ir entretenido con
el paseo, en aquella mañana radiante de sol.
Era la
penúltima calle del pueblo, de tierra, con no más de una docena de casas a lo
largo. Las cuadras estaban alambradas o con tejidos, casi todas sembradas como
pequeñas chacras: media cuadra de algodón, un sitio de maíz, huertas con
zapallos, mandiocas, arvejas, o pequeñas quintas de duraznos, pomelos, o
naranjas. El paisaje se completaba con la brisa y un silencio salpicado de
trinos dispersos y apagados. Escuchaba en un ir y venir la propaladora del
centro, con frases traslapadas, con un parloteo de ecos inentendibles y
lejanos.
El galpón
parecía pequeño debajo aquella morera gigantesca y umbrosa, con su copa tan
verde y tupida, rodeados además por plantas de pomelos y limoneros, en el sitio
detrás de la casa. Empujé el portillo, y no vi de donde surgió un enorme
perrazo que en un instante estuvo sobre mí, ladrando embravecido, con sus
fauces abiertas, dispuesto a tragarme. Yo con mis ocho años no atiné a nada,
paralizado por el terror… Pero, en el salto final quedó congelado en el
aire, sujetado por la cadena, que corría a lo largo de una maroma que
atravesaba el patio. Luego de forcejear, quejumbroso se volvió al trotecito, a
tirarse entre los pomelos caídos debajo de las plantas.
Allí he visto
la colosal silueta del carpintero recortada en la puerta, en su acudir
presuroso, con sus herramientas en la mano. Adentro un banco de gruesas
maderas, mazas, formones, y por todos lados: tablas, tirantes, tacos y sobre
todo virutas y aserrín… El polvo en suspenso de tan denso, reflejaba los
chorros de luz que entraban por la ventana, por la puerta y por algunos
agujeros del techo de chapas…No sé que me dijo mientras volvía a su trabajo. Yo
lo miraba cepillar un grueso tirante, ejercitando sus fuertes brazos sin
mangas, con brillos de sudor. Detrás en el suelo, una cabriada a medio armar,
esperaba seguramente el madero que Josecito estaba aprestando, con tanto fervor
que yo lo miraba embelesado, mientras finos rulos surgían del alisado, e iban
cubriendo el banco.
Hoy diría que
se parecía a Antony Queen, por su aspecto de gigante rubio, pelo ralo, de
gesto aquietado, y su modo afable, imponente y campechano. No hablaba
mucho, ceñudo, parecía enfadado, pero sorprendía con una risa escueta,
que mezquinaba. Esa mañana lo vi reírse, y mucho. Sin querer tropezó con
el gato que se había agazapado entre los retazos del suelo. Debe haberle
aplastado la cola al pobre. El maullido fue interminable y estremecedor,
mientras saltaba como un resorte, del suelo al banco, al estante, y de allí a
la ventanita trasera por donde salió como un relámpago, pero antes tumbó
un tarro de pintura colorada, que se hizo una pasta en el suelo con el aserrín
amontonado. Afuera se debe haber topado con el perrazo, por los ladridos y las
disparadas. Josecito entró a reírse sin poder parar por un buen rato, pese a la
pérdida de la pintura. Y yo con él; y creo que desde ese día,
nos hicimos amigos…
Se advertía que
no estaba muy en armonía con la sociedad, al menos con la más cercana; la gente
que tenía preeminencia en los estamentos de aquel entonces, en nuestro
pueblo, para él acusaba de fallas imperdonables. Que la cooperativa
agrícola, que asociaba a más de mil familias de productores agropecuarias,
según él estaba arbitrariamente dirigida y había quienes eran perjudicados,
mientras que había otros con privilegios de amistad, o de familia, o de otros
intereses. Lo mismo pensaba del párroco, que con un par de familias transcendían
sobre la moral de todo el pueblo y la colonia, y se inmiscuía en todas las
decisiones. Esto era como estar en contra de todo, por la absoluta incidencia
que tenía en la vida del común de la gente.
Tendría
entonces unos cincuenta años, pero manifestaba la inconformidad y rebeldía de
la más briosa juventud. Creo que volcaba esa adrenalina en el trabajo, que
encaraba con dureza y responsabilidad.
Para los
desbastes más gruesos, los cortes más grandes, contaba con el aserradero de la
familia de su mujer. Los cuñados disponían de herramientas más pesadas e
industriales, por lo que solía ir él allí a hacer esas labores, casi a diario.
Pasaba por casa, temprano en las mañanas, a grandes pasos; cargando al hombro
un par de tirantes, tablones o distintas maderas, ya que el otro taller estaba
a otro tanto de casa, pero al otro lado del pueblo. Para cualquiera hubiera
sido una carga más que pesada, pero para su tamaño y su fortaleza, parecía no
afectarlo en lo más mínimo, ya que caminaba presto y como si no pesara gran
cosa.
Pero había otra
razón para tomarse todo ese trabajo. Entre taller y taller, él hacía un pequeño
rodeo, tres o cuatro cuadras y pasaba por el bar del Club de bochas, donde
Vicente atendía el bar, y si bien a esa hora estaba cerrado, tocaba dos o tres
golpecitos, y le abrían para que se desayunara, mandándose al coleto tres copas
grandes de fernet Branca, fuerte y puro; que era el combustible imprescindible
para iniciar su jornada. Al regreso hacía lo mismo. Su alcoholismo se hizo más
y más exigente, se fue agravando; y en pocos años cayó a lo más profundo del
pozo. Estuvo muy enfermo y terminó hospitalizado, de donde salió renovado y
haciendo votos de que nunca más probaría bebidas blancas… Y poco a poco las fue
reemplazando por cervezas. La cantidad que tomaba era proporcional a su tamaño,
o a su fuerza. Era increíble. Vaciaba decenas de botellas por día. Pero la
verdad parecía que para él eso era el mejor remedio, nunca lo he visto ebrio,
ni que le afectara, o al menos, no que se notara.
De tanto en tanto
me llamaba para que lo ayudara con sus liquidaciones de impuestos y demás
anotaciones. Iba a su casa a la noche, y mientras yo peleaba con sus apuntes,
él acarreaba porrones de cerveza desde el “boliche” de la esquina. Me consta
que en esas horas tomaba más de una docena. Yo tenía que acompañarlo, pero no
le llegaba ni a un décimo. Y él seguía tan fresco y lúcido como siempre.
Era a fines de
los años cincuenta y tomó el trabajo de hacer la nueva puerta principal
interna del templo parroquial, que casi toda la década estuvo refaccionándose,
junto al nuevo campanario que agregaba la nueva elegancia de su afilado
pináculo, lo que le confería un depurado estilo neo-gótico, con los relojes y
la gran cruz del remate en lo alto. En la inmensa puerta de madera clara, de
Raulí chileno, tuvo Josecito que labrar sus ornamentos en relieve: un par de
escudos, columnas y capiteles, que cinceló con maestría. Necesitaba que yo le
dibujara las formas y los perfiles, para seguirlos luego con sus formones y
gubias, y así labrado un perfil dibujaba yo el otro lado, y él los iba
terminando. Puse mi pequeño grano de arena, al lado de él, que perdurará creo
en ese monumento, por muchísimo tiempo, aunque no lleve allí ninguna firma.
El párroco de
aquellos tiempos, el Pbro. Celso Milanessio, patriarca indiscutido de la
comarca, en sus gentes y en sus bienes, era el artífice de lo que lograba la
comunidad, de él y de los colaboradores más cercanos. Siguiendo su concepción
de la remozada imagen del templo, externo e interno en detalles, le ayudé
dibujando distintos artefactos, entre ellos candelabros de pared, de lo que aún
algo queda; no en sus sitios ni ornamentos, y sin las tulipas originales.
No sé porque
Josecito se cansó de tan noble profesión, un verdadero carpintero y ebanista;
como dice la zamba… “lindo oficio, ¡Quien lo pudiera tener!”
Así que, un
día, decidido, cambió de rubro. Se planteó un giro, una actividad
distinta. Fabricar mosaicos. Pasó del día a la noche. ¿Qué podría atraerle un
trabajo doblemente duro, exigente, tosco; pasar de la madera tan noble y
cálida, a la cal, cemento, arena y a accionar una prensa manual de hacer
mosaicos, tirando a músculo puro, el volante de tornillo, para el
moldeado de cada pieza; unas doscientas o trescientas veces en el día,
para ganar un módico sustento?
La prensa que
compró era una máquina vetusta, que reemplazaba la empresa donde yo trabajaba
entonces No sólo por vetusta, sino porque esos mosaicos calcáreos ya eran
reemplazados por los graníticos y luego por las cerámicas. Pero él siguió con
verdadero tesón adelante con su nueva actividad, en buena hora ya que los
cambios se dieron despacio, y lo suyo tuvo vigencia muchísimo tiempo.
Hubo veces en
que me hizo confidencias de sus años mozos, y de aún después. Confidente yo…,
que aún no cumplía los veinte; pero lo escuchaba, porque veía que debía
decírselo a alguien… Tenía su lado blando, romántico. Me habló de un gran amor,
no sé si de soltero o de casado, sé que por algo aquello era “non sancto”, con
una directora de una escuela señera; pero hacía años ella volvió a sus pagos de
origen y sólo quedó el olvido. Volvió una vez en un acto conmemorativo de la
escuela, muchos años después, por unas pocas horas. Yo la vi en el palco,
una señora elegante, distinguida, pero entonces yo no sabía quién era. Era un
chico todavía. En cambio él no pudo, no recuerdo por qué; pero lo
lamentaba todavía profundamente. Conocer ese aspecto del hombre tan duro que yo
veía en el, desde aquella mañana que pisó el gato, me desconcertaba, y al mismo
tiempo me alegraba, porque adivinaba un espíritu sensible y en el fondo triste,
totalmente humano…
Una tarde me
mostró dos varillas de madera dura, secas y griseadas por la intemperie, que
estaban entre otras maderas en la pared trasera de la casa, madurándose al sol.
-Son de
lapacho- me dijo- lleva años para hacer lo que quiero.- De estos palos van a
salir dos tacos de billar que van a ser únicos…, uno es para vos, y el otro
para mí…-
Sopesé la
madera, me imaginé cómo sería desbastada, pulida, y contrapesada; pero
íntimamente dudé que aquello pudiera llegar a ser lo que él prometía…
-Tanteá el
peso, cuando esté balanceado, vas a ver…- me decía con los ojos brillantes,
ilusionados. Y volvió a depositar las maderas contra la pared… -Pero requieren
estacionarse más todavía…-
Pasó mucho,
mucho tiempo, y un día los tacos, estuvieron listos; me los enseñó terminados,
como había predicho: eran de una sola pieza, no desarmables; pero prometían un
golpe como a veces soñamos tener los billaristas, en un taco ideal
-Elegí el
tuyo…- dijo pasándome ambos. Pero yo no acepté, y tuvo que darme él uno de los
dos.
Jugamos algunas
veces juntos en el Círculo, gozándolos ambos. El mío era ligeramente más fino,
con más peso atrás. Me dio el mejor. Otro lado suyo era la nobleza…
Pero al tiempo
sus salidas no eran más que promesas, excusas, postergaciones. Josecito estaba
decayendo. Sé que no se sentía bien, y dejó su empeño para más adelante, cuando
volviera a sentirse mejor.
Hasta que un
día, años después, me dio también el otro taco.
-Tenelo vos, en
cualquier momento te lo pediré prestado…- Sentí un gusto amargo, no en la boca,
sino en medio del alma...,-A veces vas a querer cambiar… tenelos, siempre…-
Y siempre
fueron mis tacos. Jugué años. A Josecito lo empecé a ver cada vez menos. Luego
entré al banco, y tuve que irme y radicarme en otras ciudades, en otras
provincias. Fui dejando de jugar, absorbido cada vez más por nuevas
obligaciones y otras amistades.
Josecito murió
estando yo lejos, incluso me enteré mucho después. Lo sentí mucho, pobre amigo,
quizás haya querido verme por última vez, y tal vez yo estaba muy ocupado…
Los tacos los
perdí, hace años, y no pude recuperarlos, por más que sigo intentando rastrear
su derrotero, le he pedido a amigos que me ayuden, pero sin lograrlo. Habían
quedado en la parroquia, en poder del hermano Rogelio; pero un día las mesas se
vendieron con todos los tacos. No sólo los míos, varios amigos tenían los suyos
en las mismas condiciones. Las mesas y los tacos cambiaron de dueños, una y
otra vez, y por el momento no logramos localizarlos.
Me gustaría
volver a tener mis tacos, SUS TACOS, como trofeo de amistad, como trofeo de la
vida. El hubiera querido que los tuviera SIEMPRE, aquellas maderas nobles,
labradas con sus manos toscas, curtidas con honradez.
*Avellaneda
Santa Fe; 20 de julio de 2010. (Día del amigo)
LA ESQUINA DE
LOS VIENTOS
De cuando en
cuando una ráfaga de viento se arremolinaba, en la esquina que daba a ambas
calles del frente del solitario edificio de departamentos, haciendo girar nubes
de polvo que solían durar poco más que un suspiro. Quizás ocurría tan
frecuentemente por la forma del edificio, o tal vez por lo sólo que estaba en
medio de un barrio de casas bajas, con la monotonía de sus frentes conservadores,
llanos y sencillos; o por la orientación de sus calles, o vaya
a saberse bien por qué…
Los remolinos,
aunque fugaces, a veces molestaban por el polvo y la suciedad que levantaban, a
veces despeinaban o jugaban picarescamente con alguna pollera desprevenida; que
hacía recordar aquellos versos del cancionero criollo : …”con su pollerita al
viento, que linda va…” Parecía que el viento fuera en verdad un duende
travieso, que lo hacía para divertirse, en el momento menos esperado,
molestando sagazmente a sus dueñas, y su silenciosa carcajada burlona se
perdería seguramente, en las susurrantes volteretas de hojas y papeles,
que tras un súbito giro tornaban a posarse ligeros, tras su breve y revoltoso
devaneo.
Veloces e
inconscientes, quienes eran atrapadas por el juguetón diablillo, malvado y
etéreo, invariablemente se apresuraban a sujetar los volátiles pliegos,
bajándolos veloces con sus manos, y doblando ligeramente ambas rodillas, en una
lucha graciosa y sutil, por recomponer su donaire, y tratar de seguir como si
nada hubiera afectado su gallardía femenina.
Juliana, que
pasaba por la vereda de la esquina de los vientos, se vio súbitamente envuelta
en uno de esos inesperados revuelos, y no fue lo suficientemente rápida en sus
reflejos, o su amplia y primaveral pollera era tal vez demasiado liviana e
inestable; y antes que pudiera reaccionar, se había levantado tanto que
le cubrió la cara con el ruedo, y le pareció que transcurría una eternidad
entre suspiros y manotones, para conseguir que bajara flotando
alegremente…
Paralizada,
miró instintivamente a su alrededor, con sus ojazos verdes muy abiertos, y sus
brazos bajos ahora sí, sujetando su díscola pollera, con la secreta esperanza
de que nadie lo hubiera reparado, o que nadie estuviera mirándola.
Todo su campo
visual permanecía inmutable. La gente entraba y salía del banco en la planta
baja, toda vidriada, sin signos de cambio alguno, como si nadie absolutamente,
lo hubiera advertido en lo más mínimo.
Se relajó como
un resorte soltado de repente, con marcado alivio, exhalando un suspiro tan
profundo, que casi podría haber competido con la ráfaga de viento que terminaba
de envolverla. Tan sensible era que se sintió culpable sin saber de qué, como
si por un instante se hubiera enredado en un grave delito.
Todo había
durando un instante, y pasado antes de darse cuenta; pero se le ocurrió la
sensación, de que habría podido ser algo así como un bochorno, un
papelón, si alguien cercano la hubiera visto, tan expuesta, en desmedro de su
grácil y casi arrogante caminar de gacela, tan prolija y elegantemente bella y
delicada.
Un leve temblor
en sus labios pretendía delatarla…
Al final, el
rubor le agregó hermosura…
LAPACHOS
FLORECIDOS*
En memoria de
Juan Carlos Medina
En una de sus
postreras reuniones del Café, Juan Carlos nos había propuesto que
escribiéramos sobre el tema de los lapachos en flor, justamente en aquella
primavera nefasta, que terminó por llevárselo tan inesperadamente y para
siempre… Quería que dejáramos retratada una postal en poesías diversas, de
aquellos hermosos colores, de sus aromas, y de los sentires con que podrían
motivarnos, a quienes manifestábamos asumir el compromiso de escribir sobre
nuestra aldea; pero la mayoría dejamos pasar aquella primavera aquejados por su
ausencia, y el tema quedó, al menos para mí, pendiente como un desafío
inconcluso…, pero siempre vigente, y renovado en cada primavera que se fue
sucediendo.
Si lo esencial
es invisible a los ojos, lo bello es gratuito al espíritu; así al menos me
hubiera dicho mi abuela, siempre oferente de sus consejos y sus sentencias.
Pero mi abuela
en sus tiempos no se hubiera referido a los lapachos, al menos no a nuestros
tan erguidos y coposos gigantes en flor; porque en aquellos días cuando ella
venía, poquísimas veces, muy de vez en vez, al paso gallardo de los caballos de
aquella volanta graciosa y escuálida; lo que veía bordeando las calles
hundidas, cubiertas de polvo, eran paraísos amarillentos, y deformes por las
podas urbanas, que convertían sus ramas en miembros mutilados, que
impotentes, ellos mostraban al cielo como una silenciosa y desgarrante
protesta…
Todo aquello
duerme en mis recuerdos, y sólo surge entre la niebla del tiempo, cuando por
momentos vuelvo a ser aquel niño, y me mezclo entre sus sueños; pero me yergo y
contemplo el paisaje, que Dios me regala en cada primavera.
¡Qué lejos
quedaron aquellos nudosos paraísos!
Hoy cuando
pasamos por nuestras calles actuales; no ya portados por mansos caballos de
tiro, sino en modernos vehículos confortables y silenciosos, nos sorprenden los
gigantescos lapachos, florecidos en una gama esplendorosa, que nos hinchan de
alegría el pecho, por el goce de tenerlos en ese arbolado tan sereno y
majestuoso.
No es sólo su
sombra, no es sólo su porte ornamental e imponente; es sobre todo su generosa
compañía, que como diría mi abuela: como todas las cosas que son verdaderamente
hermosas, son gratuitas al espíritu…
Deduzco que
somos una generación, que obtuvo, y puede exhibir un logro elogiable, al
ser posible que caminemos hoy a la sombra de estos soberbios guardianes; y
pienso también que adornar nuestros paseos, calles y plazas, con un arbolado
que asemeja cortinas luminosas, como una caricia de frescura y color, con
ejemplares arraigados como nosotros a este suelo norteño; no sólo denota el
cariño tributado a nuestra flora, sino también un mensaje altruista que grita
nuestra fe en nosotros mismos. Y por sobre todo, devela un gran respeto humano
y ofrece un verdadero mensaje, para cualquiera que nos visite, y transite a
través de estas calles y avenidas, vestidas de flores, que en cada primavera,
tributan generosamente, a la vida.
*13/04/2010
Reconquista, Santa Fe.
EXPLORACION DE
RUTINA
Cuento
Desde muy
pequeña ya había advertido que se sentía distinta, diferente a sus compañeras,
tan uniformadas y disciplinadas ellas, organizadas y conformes; tan virtuosas,
trabajadoras silenciosas e incansables, y obedientes obre todo. No es que ella
las cuestionara o que no supiera valorar los logros evidentes de la comunidad;
tenía que aceptar, que el orden del conjunto era la base de la armonía y
el confort de que disfrutaban. La seguridad social y la justicia, afloraban aún
sobre otros tantos logros que disponían copiosamente.
Así y todo, se
fue definiendo como una criatura analítica, razonando hasta sin querer, sobre
diversos temas, viéndolos al derecho y al revés, buscando una forma de mejorar
todo aquello, aunque fuera en los detalles. Meditar estaba en sus vísceras, no
podía evadirse ni aún que tratara, lo hacía naturalmente, sin dejar sus tareas
ni menguar el paso, que la jornada le exigía como a todas, obreras o
ejecutivas. Hubiera querido soñar, volar, imaginar otros mundos, otros
seres, otras formas de vida.
Veía que a las
demás, todos esos temas las tenían sin cuidado. Nunca un cuestionamiento, ni
una queja o al menos una propuesta, ni siquiera un comentario. Llegó a creer
que era la única que tenía la capacidad de razonar, de tener un deseo, de sentir
el dulzor de un sueño.
Echaba sobre
sus espaldas la pesada carga, y como cualquiera, emprendía el sendero
ondulante, sinuoso, llano por tramos, áspero, bordeado por tallos retorcidos,
hojas cortantes, raíces salientes, a veces tan grandes que había que treparlas
y sortearlas con gran esfuerzo, conservando intacta la carga. Otras veces eran
enormes grietas o zanjas, y todo tipo de suelo y fuertes solazos o ventarrones
que pugnaban por arrastrarlas.
No era nada
fácil, ni para ella ni para las demás. Apenas descargadas, volver a salir en
busca de más provisiones, materiales o materia prima. Una vez más el transitado
sendero. Eso no era todo, la jornada era larga, interminable, de sol a sol.
Solidarias y socialmente formales, eran cuidadosas en sus relaciones comunes, y
se reconocían y saludaban reverentes, al cruzarse con las compañeras que
regresaban, invariablemente por el mismo sendero. A veces encontraba esta
ceremoniosa costumbre algo cansadora, ya que debían repetir el saludo cientos y
miles de veces en una jornada. Se sumaba el riesgo de extraviarse si perdían
contacto con la fila; máxime cuando designaban algunas en una misión
exploratoria, en áreas desconocidas, siempre buscando nuevas fuentes de
aprovisionamiento.
Esta tarea era
por lejos, la más peligrosa, arriesgada, y la más exigente; podía tocarle a
cualquiera, ya que no había diferencias ni era de esperarse privilegios o
favores, y menos aún, que advirtieran en una cualidades o vocaciones, ya
que supuestamente nacían y crecían iguales, casi clonadas una de otras.
Ella estaba convencida de ello. Quizás la conclusión era que se podía vivir,
con un poco menos de sacrificio, con más reconocimiento, y más espacio para un
desarrollo individual, que despertara la creatividad, las artes y el esparcimiento,
sentirse individuos, obtener logros personales y poder volar con la
imaginación, sin que fuera considerado un pecado social.
Le tocó un día
nublado, en que era más difícil ubicarse cardinalmente; pero estaba acompañada
por un pequeño grupito de compañeras, en las que confiaba solidariamente. Iba
adelante. Dejando el sendero conocido doblaron a la izquierda, luego a la
derecha, y otra vez a la izquierda; siempre buscando la tierra prometida
de la ansiada abundancia. Las demás registraban memoriosamente, el mapa para el
camino del regreso.
El entorno
cambiaba gradual. o abruptamente, ello no conseguía distraerlas del objetivo,
que era cumplir con la misión encomendada, aún que esta vez se habían alejado
mucho más de lo habitual. Los pastizales crecían tan altos que hacía rato no
veían el cielo, y el suelo se había convertido en una pendiente trabajosa
y empinada. En la cima una larga barrera a pique, infinita y alta, les cerraba
el paso.
Pero no habían
llegado hasta allí para detenerse en un obstáculo, por más intimidante que
fuera. Empleando su fuerza proverbial y sus cualidades físicas
sorprendentes, una a una treparon y treparon con todo esfuerzo, pero como si
fuera lo más natural, hasta llegar a la cima. Arriba se sorprendieron de algo
que jamás habían visto. Un piso liso, una franja metálica, pulida como un
espejo, mucho más ancha que uno de sus senderos y tan largo que se perdía en el
lejano horizonte.
Para su
percepción del mundo, para su visión de pequeñas hormigas cortadoras, por más
exploradoras que fueran esta vez, aquello las desconcertaba. Se miraron entre
sí, y comenzaron a temblar, cuando aquel riel de la vía tembló, anunciando la
inminente llegada de un tren. Y menos pudieron saber, que estaban justamente
enfrente, de una de sus estaciones. El temblor iba creciendo y a lo lejos una
silueta frontal crecía vertiginosamente.
Sin saber que
hacer, las demás retrocedieron llenas de pánico, mientras ella permaneció
heroicamente en su puesto, quizás inconsciente del tamaño y la contundencia del
peligro, que se cernía sobre ellas. El monstruo se acercaba gimiendo y
resoplando, como un gigantesco dragón de acero.
El tren mermaba
su andar, mientras se arrimaba cada vez más lento, entre nubes de vapor blanco
y bocanadas de humo negro. Iba a aplastarlas inexorablemente. La hormiguita
levantó una de sus patitas para defenderse, cuando la gigantesca rueda le llegó
encima, y hasta pudo verse reflejada un instante, en el espejado rodamiento
redondeado. Vio su patita chocar con ella; justo en el momento en que el tren
se detenía; aunque permaneció bufando, como si jadeara por el esfuerzo…
Sugestión o
engaño, desde donde estaban, todas creyeron ver lo mismo.
Asistieron a
cómo su valiente compañera, enfrentó al monstruoso y gigantesco aparato y lo
detuvo, con sólo levantar una patita.
La aclamaron
con auténtico entusiasmo, y locas de alegría se volvieron a contar el milagro,
y cantando la llevaron de vueltas en andas por el sendero que llevaba al
hormiguero.
En poco tiempo
todas supieron de su heroísmo, y fue declarada ilustre con todos los honores.
La reina quiso que le contara una y otra vez de su proeza, que corroboraban sus
compañeras de hazaña, incluidas en el aura de gloria que envolvía desde
ahora a la pequeña heroína, que se cubrió con un manto de laureles.
Logró al fin
ser considerada distinta, diferente, como ella presentía ser, desde que tuvo
uso de razón, desde cuando era horminiña…
También
despertó en otras, sentimientos e intereses contrarios. Algunas se encolumnaron
con una, que pronto mostró su disgusto, por la distinción que prodigaba el
hormiguero, a este nuevo paladín que surgió, seguramente por un golpe de
suerte…Era cuestión de encontrar la forma de desenmascararla, de quitarle el
halo que le habían entronizado…No era nada natural, ni podía aceptarse así como
así, que alguna se destacara de las demás.
Confabuladas
llegaron a las vías y esperaron una y otra vez, una nueva arribada del tren a
aquella estación, ya que de golpe habían aprendido a deducir, aprendido a
pensar, bien o mal, apuradas por la imprevista competencia del odioso
destacarse de una semejante; y eso les hizo comprender aproximadamente,
como funcionaría aquello. Ahora sospechaban que el monstruo por más
terrible y gigante que haya sido, se había detenido porque debía detenerse y no
por la fuerza ni el coraje de la nueva y famosa vedette. Iban a demostrarlo y
destronarla, o quizás podrían luego usarlo, para igualar el mérito y los
honores, que ella había alcanzado.
En el mismo
escenario se repetía la escena, y sintieron también temblar el riel, lustroso y
brillante contra el sol de la tarde, y también vieron la oscura silueta
agrandarse entre nubes de humo y vapor, rugiendo como un dragón encabritado.
Era una visión
del averno, aterradora; imposible desde sus pequeñeces de hormigas, no
sentir pavor. Pero ya conocían el truco, y contaban con que el tren se
detendría allí, frente a la estación; donde incluso veían vagamente, fuera de
foco, gente en movimiento que esperaba.
Detrás, una
pequeña multitud había tomado posiciones en la lisa ruta de acero, para
contemplar el evento; y aclamaban alentando a los nuevos líderes que surgirían
en unos instantes. La comunidad de iguales de aquel hormiguero, se estaba
despertando, y quizás todo comenzaría a convulsionarse, a partir de aquella
gesta de la que eran históricas testigos.
Vieron
acercarse más y más la temible rueda delantera, mil veces más grande que todas
ellas; y aún sabiendo el truco, mostraban el valor de su estirpe, y también
vieron que el avance se iba frenando, que el monstruo se detenía, tal como
habían calculado.
Pero para el
tren, metro más o metro menos era lo mismo, no importaba ninguna precisión, el
andén era largo, y esta vez paró unos metros más adelante, quizás cinco o seis;
pero bastaron para consumar, una involuntaria masacre hormiguística…
Nadie corrió,
ni se escucharon sirenas ululantes; ni la gente que se agolpaba en el andén, ni
la que desocupaba los vagones, ni la que aguardaba para abordarlos, nadie
escuchó nada. Nadie advirtió la tragedia que acababa de ocurrir, a pocos pasos
de ellos…
Sólo se
salvaron dos o tres hormiguitas, coloradas y temblantes, que apenas pudieron
encontrar el sendero y volver al hogar, donde llorosas y apesadumbradas, contaron
del triste final de estas nobles y valientes compañeras, que, aunque
equivocadas, trataron de demostrar una arriesgada teoría, que costó tantas
vidas al convulsionado hormiguero…
Después del
luctuoso suceso, la afortunada heroína fue más aclamada que nunca, ya que su
mérito era ahora indiscutible…
Historias
Bancarias
SOBRANTE DE CAJA
Un aspecto
curioso de las diferencias de caja en el banco, son; al menos visto “a prima
facie”, que si hay finalmente un faltante que no aparece en equis tiempo, será
el cajero o tesorero responsable quien la asuma.- Para eso, para cubrir ese
riesgo va formando un fondo de fallas de caja, con un adicional en el sueldo,
que no dispone, sino que va a engrosar ese fondo.-
Una vez que
acumulaba un monto de doce retenciones, de allí en más, podía disponer
del sobresueldo; siempre que no volviera a tener faltantes, porque desde allí
siempre se va descontando cualquier falta que pueda tener, manteniendo como
base el fondo de un año, retenido para una eventualidad mayor.-
De un modo u
otro: las faltas de caja las asume directamente el funcionario a cargo.-
En cambio los
sobrantes que pudiera haber habido iban a una cuenta pendiente y disponible por
si aparecieran, o fueran reclamados también antes de cierto tiempo, después de
lo cual terminaban en una cuenta de resultados; lo tomaría el banco como una
ganancia, pero de ningún modo serviría para compensar otras diferencias por más
que hubieran habido faltantes.-
No se
compensaban ambas cuentas, como quizás pudiera creerse.-
Mi pequeño
hijo, entonces de escasos cuatro años, atento y perspicaz, y como corresponde,
siempre tratando de entender los asuntos de los más grandes, se habría
planteado algo de esto, con lo poco que pudo haber escuchado alguna vez, al
comentarlo yo quizás en la mesa cuando uno desenrolla sin querer en su casa las
cosas del trabajo, como quién rebobina sus asuntos para aclararlos o para
buscar el apoyo de los suyos.-
Era un chico
que se extasiaba conversando con los mayores, máxime si conseguía que le
prestaran atención.- Desenvuelto, irradiaba un halo de viveza que cautivaba, y
sorprendía con las cosas que abordaba y con las ingeniosas e inesperadas
salidas, doblemente pintorescas a su edad.-
Por ello los
conocidos, familiares, o quienes nos frecuentaban, lo estimulaban a que contara
esto o aquello, ya sea haciéndoles preguntas o tirándole cualquier tema por el
sólo gusto de escuchar sus infantiles y espontáneas respuestas tan graciosas en
su inocencia.-
Una mezcla de
alegría y orgullo era para él nuestro primer auto, casi una antigüedad aún
entonces, pero que se veía en las calles y era todavía bastante común, además
lucía como nuevo y estaba reluciente; un modelo de los años treinta, de
carrocería cerrada; pero ya comenzaba el prurito de que había que “avanzar” con
los modelos, “No te podés quedar”, por más que a veces había cosas más
urgentes.- Desde entonces, ya, cambiar cada tanto el auto era prioritario.- Al
menos así lo pensábamos en general.- Y él comenzaba a comprenderlo.-
Un amigo que
nos visitaba, enseguida comenzó a darle cuerda para sonsacarle una
conversación, ya que no podía mi hijo mantenerse aparte sin intervenir, en
especial si había gente de afuera como en este caso.-
-¿Y tu papá
cuando va a cambiar el auto por un modelo más nuevo?- Le quiso sacar mi amigo,
asumiendo un aire de complicidad para ganarse su confianza.-
Mi hijo se
encogió de hombros graciosamente, mientras hacía un gesto con las dos manitos…
-Y… ¡Cuándo
tenga un sobrante de caja!!!
SOLO UN REFLEJO
Al principio
era sólo eso, un reflejo. A muy poca distancia la luz reflejaba una pequeña
superficie lustrosa y quieta como un espejo, y a un palmo o poco más lejos, el
campo visual se difuminaba y se obscurecía, como si el mundo se hubiera reducido
a eso. Le parecía estar mirando su entorno por un agujero, un ventanuco que no
le permitía agrandar su zona de visión clara. Se sorprendió elucubrando
pensamientos, que no iban más lejos que eso. Tratar de comprender lo que estaba
viendo. Pensó que si pudiera arrimarse más al ventanuco, podría divisar un
ángulo más ancho, más abierto. Pero no pudo, nada se movía de él, ningún
miembro le obedecía.
Se concentró
reuniendo sus escasas fuerzas en centrar el foco de su visión en lo que formaba
por ahora aquel pequeño mundo, casi pegado a su cara, al nivel del suelo.
Reflejaba también con visos de piedra húmeda, algunos adoquines del empedrado,
los lomos brillantes, las comisuras obscuras, y a un costado el muro chato del
cordón de la cuneta. Vio avanzar una hormiga desde un extremo borroso, y muy
lentamente vino avanzando por el borde del charco que llenaba parte de su
reducido paisaje. La hormiga se movía como titubeando, y se detuvo detrás de un
pequeño objeto blancuzco, hinchado y deforme. Consiguió forzar su campo de
nitidez, y despaciosamente identificó aquello tan deteriorado y que ahora
ocultaba a la hormiga. Descubrió casi con alegría, que era la colilla, el
“pucho” de un cigarrillo, que se iba mojando en la orilla del pequeño lago,
aunque creyó ver una muy tenue voluta de humo, como si al apagarse finalmente,
presenciaba de tan cerca el expirar de aquella brasa, ya inexistente.
Logró distinguir algo mejor, y entendió que el espejo no era de agua, sino de
una sustancia aceitosa, algo viscosa. Más allá de la hormigo vio posarse alguna
mosca, donde no veía muy claro; se movían, y levantaban cortos vuelos y volvían
a posarse, tozudamente en el mismo lugar. Ningún color, sólo tonos
obscuros, claros o brillosos.
Debe haber sido
de noche porque los reflejos seguramente provenían del alumbrado que debía
haber en la calle. No había tráfico, ni se escuchaban pasos, ni sonido alguno.
No sentía ni el viento en su piel, ni siquiera su piel. Silencio. Ni su
respiración, ni sus propios latidos; pero no sentía dolor, ni molestias, ni
siquiera angustia. Todo transcurría calmo y sin fatiga.
Algunas
imágenes confusas fueron aleteando en su interior, y pasó mucho de aquel raro
transcurrir del tiempo, antes de hilvanar confusas imágenes, y luego se fueron
formando por tramos, en trozos, incoherentes episodios.
Una de las
ideas más claras que se le formaron en aquella caverna obscura y silenciosa,
fue recordar su nombre, advertir que tenía uno, y luego que era una identidad
humana, con cuerpo y alma. Luego los trozos se fueron armando de a poco, y por
momentos todo se convertía en un torbellino vertiginoso, y la angustia
aumentaba a medida que aumentaba su comprensión. Se encontró caminando en la
vereda, esta misma tarde, y quizás en esta misma vereda. Una pequeña multitud iba
y venía. Era plena tarde y avanzaba absorto, con su ataché bajo el brazo
izquierdo… Apenas se fijó en los tres adolescentes que venían en su contra y
pensó que irían a abordarlo, pero los muchachos sólo quedaron al costado, como
indiferentes. Ahora recordaba lo que le llamó la atención, llevaban pequeños
bultos en las manos. Sabía que algunos de ellos vivían en las calles, dormían
en los subtes o en las plazas, y muchas veces suplían un plato de comida, y
hasta su orfandad, con unas bocanadas del penetrante aroma del pegamento barato
que llevaban en bolsitas de plástico.
Drogados,
podían ignorar toda carencia, incluso de afectos, y se tornaban predadores
urbanos implacables, y con toda crueldad cometían crímenes indolentemente, como
si desconocieran el valor de la vida y no les importara la integridad de las
personas, ni siquiera la de ellos mismos. Eso lo puede ordenar ahora en este no
tiempo tan curioso; en aquel momento siguió unos metros y entró a su
oficina, donde una placa de bronce platil mostraba su nombre; “Rogelio Namara,
Ing. Civil; Agente inmobiliario”
A veces su
estudio era un refugio, donde hallaba sosiego en su trabajo y pasaba largas
horas, donde absorto, perdía la conciencia del tiempo; sentía que él mismo era
en esos momentos su mejor compañía. Si se demoraba demasiado, Pamela, su mujer
lo llamaba, recordándole que debía volver a casa. Era una ceremonia que los dos
celebraban sin fastidio alguno, porque había una mutua y extraña comprensión
entre ellos.
Esta noche,
antes que Pamela le recordara la hora, él pudo llamarla a ella, diciéndole que
no se preocupara, que ya salía para casa.- En la vereda, mientras cerraba el
ingreso, se percató que era más tarde de lo imaginado, que el silencio y la
soledad habían ganado la calle.
Al comenzar a
caminar, le pareció volver a ver aquellos jovencitos de mala traza, entre las
sombras, pero antes de que pudiera cerciorarse lo habían cercado y le
tironeaban el maletín; mientras uno de ellos le exigía el dinero, otro lo
golpeaba en la cabeza con algo pesado y contundente. Cayó al suelo aferrándose
inconsciente a sus preciados documentos con sus comisiones de la jornada, y
desmayándose sintió que se salía con la suya y no podrían con él, y también
sintió un trueno como un rayo que le pegaba en el pecho y un fuego quemante le
inflamó las entrañas. Todo se nubló en un instante, y lo último que distinguió
fueron los pasos apresurados con que los chicos se fugaban.
Ahora lo veía
todo con una claridad y calma pasmosa. Los menores no llevaban sólo las
bolsitas de pegamento, también portaban un arma letal, que usaron contra él sin
dudarlo. En la violencia urbana que se estaba viviendo en estos tiempos, una
vida no valía gran cosa, era evidente, y ahora estaba allí, caído sin poder
moverse, y sería parte de estadísticas nefastas, que en las altas esferas
preferían negarse; y por ahora la sociedad polemizada entre castigar o
comprender a sus infestadas legiones de jóvenes, abandonados, sin educación,
sin medios, y sin esperanzas. Es cierto, la sociedad se sentía culpable, y
entretanto miles de semejantes eran inmolados en este “dejar hacer”, esta
apatía, esta indolencia.
Por primera vez
se planteo que podía estar muriéndose. Que ese charco no era ni agua ni aceite;
sino su propia sangre, sobre la que descansaba. Que su atisbo de conciencia no
era más que una transición con que la vida le permitía hacer un acto de
conciencia, como en su niñez escuchaba de los mayores, y en su vieja parroquia
donde había asistido de niño a aquellas clases de catecismo.
Si fuera así
había que avisarle a Pamela, llamarla, mostrarle donde estaba, que supiera qué
le estaba pasando. Si pudiera verla, hablarle, decirle de un tirón tantas cosas
que hubiera querido decirle y que postergaba una y otra vez. Y si no le
quedaba más aliento, al menos decirle-“Te amo…, siempre te he amado,
perdóname…” Al menos eso.
Pero aquel
pequeño paisaje, formado por débiles reflejos nocturnos, se iba apagando. Llegó
el momento en que quedó a oscuras, a solas, dentro de aquella caverna infinita,
que tenía como última morada. Se sintió como un pez solitario en las
profundidades obscuras del océano más profundo.
Sólo pudo
plantearse una pregunta:
-¿Y ahora…?
RECONQUISTA DE
ANTAÑO*
(Década del
cuarenta)
Terrosas calles
hundidas,
quietos ríos
polvorientos;
tus veredas
como muelles,
salteadas,
altas, salientes.
Sombreaban
adormecidos
en los bordes
barrancosos,
amarillentos
paraísos,
de gajos
ralos, nudosos.
En cada esquina
una loma,
encima un
foco colgante,
que los
vientos hamacaban,
una luz
de cobre, oscilante;
y a un vacío de
sombras,
quería vencer
cabeceante.
Barría el
viento norte;
polvo, arena y
hojas secas,
y en un terreno
lindante
tierna
brizna pellizcaba
un caballo
flaco y tunante
Casas de
frentes severos,
altas, planas,
con cornisas;
se copiaban las
ventanas,
balcones de
rejas macizas.
Alineaban las
fachadas
viviendas con
almacenes,
paredes sin
revocar,
puertas de
altos dinteles.
En la oquedad
de un silencio
con ecos que
repicaban,
como un ladrido
lejano,
vendedores que
voceaban:
pan, pescado, o
un artesano;
el batir seco
de un parche,
que la comparsa
ensayaba,
o el tañer de
una campana,
que a la
oración convocaba.
En un baldío
cualquiera
tejido de
alambre cercado,
juegan niños y
mascotas
bajo un arco
deformado.
En el cielo un
barrilete,
coletea libre
su suerte;
y otro caído
hace tiempo,
enreda en el
cable su muerte.
Algunos carros
mezclaban
sus crujidos
quejumbrosos,
roncaban
transportes viejos,
y escasos autos
ruidosos.
Conviven en esa
armonía,
traqueteante sinfonía,
aromas de
especias y campo;
vida de pueblo
hacendosa…
que hoy Ciudad,
guarda
orgullosa.
* 02/08/2008
Cierre…
UD. ES UN
ELEGIDO...
... Me dijo el
neumonólogo que me hacía la evaluación para la Junta Médica... en Rosario, el
14 de diciembre de 1998...
Mientras le
resumía mis antecedentes, respecto a la operación de tórax (Sanatorio Parque –
Rosario, 1984), y él me seguía con la historia clínica, tomando apuntes y
preguntando algún detalle, sobre todo de mi estado de salud actual...
_ “Hay menos
sobrevida a la operación de pulmón cuando se trata del derecho... es Ud.
verdaderamente afortunado”..._ y antes de irnos volvió a recordarme: ...
_ “Usted…; ES
UN ELEGIDO”…-
Me acordé del
Dr. Luis Nannini que tiempo después de la operación, cuando iba periódicamente
a los controles, siempre de me decía en broma: _ “¡Vos tendrías que estar
viendo crecer las margaritas desde abajo...!”_
Yo nunca tomé
total conciencia de cuán comprometida había estado mi salud, y más que la
salud, la vida misma...
Hasta que...,
Hace unos meses (esto escribía en 1998), he visto la Historia Clínica que me
remitió el Sanatorio Parque de Rosario, en donde descubrí que lo que tenía era
cáncer de pulmón muy avanzado; “Un carcinoma ya muy desarrollado, con
metástasis doble ".-
¡Sentí como si
me hubiera caído un rayo…...- Yo era, lo soy; un sobreviviente de este azote de
la humanidad, tan duro de nombrar y combatir: el cáncer, y en aquel entonces lo
sobrevivía ya por más de catorce años!!!
¡No lo hubiera
sospechado, siquiera!!!
¡Me impactó de
tal modo...! Es quizás, el golpe más profundo que recibí en la vida
y me conmovió tanto que no se separa un sólo minuto de mi mente...
¡Y ahora este
médico que me dice que soy un elegido...!
¿Por qué?, o:
¿para qué?
Seguramente
todos lo somos, todos tenemos un destino, una tarea, una misión; pero cada uno
nos preguntamos cuál es la nuestra…
¿Será que tengo
que hacer alguna cosa en especial?... ¿O algo me estará reservado? ¿Y qué
tiempo me queda? ¡Y es ahí donde siento que me corre un frío por la espalda, me
pone la piel de gallina!!!
Siento un
tremendo nudo en la garganta... siento que ya no soy el mismo… no sé, es como
que tuviera que detenerme y replantearme todo, absolutamente todo de nuevo...
Un día, Lucas,
mi nieto que entonces tendría unos tres años y medio, se me vino con el
cuchillo bajo el poncho...- Siempre tuvo estos planteos; ibamos a dormir, y
cuando quedábamos los dos solos, antes de dormirnos, venían los grandes temas.:
_“Pepe, ¿porqué
algunos NO NOS MORIMOS ?”_
UNA GRAN
PREGUNTA SIN DUDA...
(Por supuesto
que Lucas no podía aún entender toda la película..., sólo había comenzado a ver
los títulos) ...
DEDICATORIA*
Dedico este
libro a mi familia:
A mi amada
esposa Betty,
a mis hijos:
Dacio Darío,
Julio César, Ivo Dan;
Y a mis nietos:
Lucas Ivan,
Maria Agustina,
Luciana
Isabella,
Bruno, Tiago,
María Eugenia, Ornella;
Y a sus madres.
A la memoria de
Elio, mi padre;
Regina, mi
madre, y Audino, mi hermano mayor…
Y a Reinaldo y
mis hermanas:
Tere, Ana
María, Aurora, Clelia, y Yoli.
A todos ellos;
Porque:
Han estado
siempre presentes
En cada minuto,
en cada palabra.
Todo ha sido
para ellos, o por ellos.
Porque:
Detrás de cada
relato, de cada historia,
Está el
mensaje, la razón;
Donde sabrán
encontrar en su momento
los códigos
para entenderlos.
Y:
A mi pueblo, a
mi gente,
Quienes serán
los herederos
De este mi
humilde legado.
*Celso H
Agretti.
16 de junio de
2011
UNAS PALABRAS
PARA CELSO*
¿Que se hace
con los recuerdos?
Que se hace con
su presencia inquietante. ¿Cómo hacer de la imagen actual de ruinas un relato
sobre la casa de los tíos en la infancia?
Celso tiene el
coraje para escribir desde los recuerdos. Y con esa magia de pintor para
que sean visibles; para que quien lea pueda representarse "ese"
lugar, "esos" personajes a los que el paso del tiempo no los ha
desgastado. Están allí, tan vivos y presentes, tan iguales antes del tiempo.
Porque lo
pasado sigue hasta en los poros. Memoria narrable e inconsciente a la vez, el
cuerpo tiene una lucha permanente con los recuerdos, bellos, atroces, nunca
indiferentes a lo que otorgamos la creencia de ser "el presente".
Y allí, en ese
espacio donde las palabras hacen retroceder la devastación de lo perdido, anda
Celso con su escritura que logra imágenes fotográficas. Con la curiosidad
perenne de una mirada de niño.
En La raíz del
BAMBÚ brotan sus páginas pintando su aldea, y sigue escribiendo de sus días
irreversiblemente felices.
Con afecto y
admiración;
Eduardo
Francisco Coiro.
-Editor de
INVENTIVA SOCIAL.
Inventren
EL PUENTE DE LA
VIA*
Si no
tuviéramos recuerdos,
no tendríamos
conocimientos.
I
El puente
estaba a una docena de cuadras, no más, de dónde vivíamos cuándo éramos niños,
pero a nosotros nos parecía que la distancia era enorrrme, y siempre tentaba
con su sabor de aventura.-
Teníamos
necesariamente que hacer un tramo caminando por las vías, después de andar las
últimas tres o cuatro cuadras del pueblo hasta el paso a nivel donde ahora
estoy parado; contemplando y recordando esas vivencias infantiles, que pasaron
hace ya varias y largas décadas.-
Estoy justamente
en el cruce de la vieja vía con el camino.- El que saliendo del pueblo va recto
al norte, pasando por las chacras sembradas.- El lugar está en parte casi
igual; los grandes eucaliptos viejos, enormes y retorcidos siguen allí
adelante, al borde, a mi izquierda.-
Claro que están
más viejos que entonces, y faltan algunos, tumbados poco a poco por los vientos
de tantas tormentas y algunos talados sin mayor conciencia. También falta
enfrente un gigantesco Ombú, pero allí ahora fue avanzando el borde urbano, por
lo que lo que era campo, hoy son calles vestidas de casas.-
Incluso desde
aquí vislumbro a través de los rugosos troncos y altos pastos la vieja casona
donde entonces íbamos los domingos con Audino, mi hermano mayor, a escuchar los
partidos del campeonato por la Radio, cosa que nosotros aún no teníamos, y allí
vivían varios chicos de la edad de él, primos entre sí, que eran compañeros en
el Colegio.-
Ellos no eran
ni amigos míos, ni compañeros, y hasta les tenía algo de temor, o recelo.
Incluso los mayores, que se sumaban al grupo, eran para mí extraños. Uno tenía
largos bigotes como ya no se veían, de otra época, retorcidos y puntiagudos. En
esos años tuvo un trágico final este hombre imponente. Una noche lluviosa murió
de un tiro de revólver en la ladrillería que tenían cerca de la amplia casona;
un peón ebrio, de turno en el horno, puso fin a su vida, parece que por
problemas pasionales o tal vez sólo por el vino.
Otro era
tullido y usaba muletas, y era muy apacible y amistoso y a él sí le agarré
mucho cariño. Siempre tocaba las conexiones de los cables con la batería,
cuando la radio chirriaba o enmudecía.
Yo trataba de
tener claro en qué constituía el equipo y cuál era su magia. El receptor, que
en sí era todo un mueble, los cables con sus bornes, la batería o acumulador,
el molinillo de viento que proveía la recarga, y la antena aérea, de altas
picanas como mástiles, con sus riendas y blancos aisladores y el oscilante hilo
de cobre con su bajada. Toda una instalación. Y... , las estaciones estaban a
gran distancia. Se escuchaban pocas y eran casi todas de Buenos Aires, pero
todavía no eran muchas las casas que podían tener una.
Pero no era
sólo la pasión del fútbol ni las tardes de radio, sino recorrer este camino y
su entorno, salir de nuestro pequeño mundo, y alejarnos de las últimas casas
del pueblo, cruzar la vía, y adentrarnos en lo que había más allá. Cruzar la
vía era el comienzo de la aventura. Más allá era otra cosa, el camino era
largo, infinito, y hablaba de otros lugares que conocíamos sí, pero que estaban
cargados de encanto. Hasta ese pequeño tramo era un viaje, un verdadero viaje,
donde pasaban tantas cosas lindas: las llamativas alas pintadas del pájaro que
nos rozó volando, el otro que estaba cerquita en un arbusto del alambrado, o la
liebre que descubríamos en su carrera por las puntas de las largas orejas que
asomaban zigzagueando en los pastos, o de pronto, una perdiz que nos mató de
susto al alzar vuelo casi debajo del pie.- ¡ PPPPRRRR rrrrrr ...!
O la forma de
aquel Tala, con su copa ahuecada y tupida como una techumbre, o aquella rama
perfecta para una honda, o el ulular del viento, la frescura de una sombra, el
flamear de los pastos; o los vertiginosos y traviesos remolinos de verano,
levantando polvo, pastos, y papeles que quedaban girando, y se descolgaban
lentamente del cielo, revoloteando como desilusionados, mientras que del
remolino no quedaba ni rastros...
II
O sea:
contemplo lo que queda y me transporto en el tiempo; mientras piso los rieles
enterrados, soñando. Pero si bien detrás de mí el pueblo se convirtió en ciudad
y el pavimento llega precisamente hasta la vía, hacia el norte el camino sigue
polvoriento; pero en la vía el tren no pasa desde hace muchos años, veinte al
menos.
Aquí el polvo
del camino le puso una capa ya permanente y cada vez más compacta, dura como
una lápida, y triste como una mortaja. A un lado y otro del camino los rieles
abandonados duermen entre el pasto que los ha ido tapando casi por completo, y
por momentos se dejan entrever entre la fronda de la gramilla por el pálido
brillo que reflejan del sol de la tarde en el dorso casi opaco, y más adelante
se adivina la vía y la curva que aquí comienza, redondeada y suave, más por la
memoria que por la evidencia.-
Antes, ese
brillo nos cegaba cuando caminábamos contra el sol, ya que el tren al pasar una
y otra vez los mantenía pulidos como espejos, y la gramilla y otros pastos se
mantenían prolijamente fuera de la franja que formaba la vía con el ancho de
los durmientes a flor de tierra. A cada lado del cruce, en la línea del
alambrado, los guarda-ganados impedían que los caballos, vacunos u otros
animales grandes, ingresaran a las vías por obvias razones de seguridad.
No eran
profundos, pero a nosotros nos atraían y nos demorábamos en pasar pisando, una
y otra vez sobre las rejas, como demostrando el valor que teníamos,
especialmente cuando los domingos estábamos acompañados por los demás chicos,
con los que solíamos ir a jugar. Hoy están tapados en tierra, o quizás ni estén
allí, porque no se ven ni rastros, al menos a simple vista.
III
Hacia el este
del paso a nivel, la Estación quedaba a unas veinte cuadras, y la vía terminaba
de hacer la curva y seguía recta unas diez cuadras hasta otro paso a nivel;
pero aquello estaba fuera de nuestro alcance, al menos en esa etapa. Aquí
teníamos suficiente. Aquí mismo a la derecha están todavía los galpones de una
fundición de hierro, y enfrente una ruidosa desmotadora de algodón, que nos
tapaba en polvo y humo, además de un constante zumbido de sus extractores,
ventiladores y ciclones, que nos arrullaba y nos despertaba, una u otra.-
Al costado de
la vía, formaban montones los residuos de borra y metal fundido, entre los que
encontrábamos enorme cantidad de municiones de hierro, más o menos redondeadas,
especiales para tirar con las gomeras, que justamente por su peso y su
redondez, aseguraban una trayectoria de verdaderas balas; hoy diría que hasta
sumamente peligrosas… Ese montón de desecho tenía incontables buscadores de
proyectiles, que nosotros almacenábamos para nuestras correrías.-
También era
campo de pruebas, porque la tentación era ver como se tiraba con estos o con
aquellos, y los blancos predilectos eran los aislantes de porcelana del
telégrafo, que bordeaba la vía junto al alambrado. Algunos chicos de nuestra
edad, o un poco mayores eran unos verdaderos inadaptados, capaces de cualquier
maldad, por lo que eso, era una nadería.-
Eso, o matar
inofensivas palomitas, horneros, cuises, etc., que hoy horrorizaría a
cualquiera, aquella vez pasaba desapercibido. Aún no se hablaba de ecología ni
de especies protegidas, y casi, casi, ni de amor a los animales; al menos, no
con la conciencia conque hoy se está asumiendo, y menos a los niños, y menos
que menos a esos niños...
IV
A una calle de
la vía vivíamos nosotros, y ver pasar el tren era una diversión que no menguaba
por más que lo hacíamos todos los días, mañana y tarde. El más interesante era
el tren de carga. No tenía un horario, como el de pasajeros, pero pasaba
después de media tarde y en el invierno, durante la temporada de la caña de
azúcar, íbamos al borde a esperar su paso, y nos solían arrojar cañas enteras o
trozos, y para nosotros eran trofeos tan valiosos, que volver con cierta carga
nos llenaba de gloria.
Recuerdo las
emociones de la espera. Ver al maquinista o al foguista esconder o balancear
las cañas que nos arrojarían, tras elegirnos; porqué a veces éramos varios los
chicos que esperábamos junto al alambrado. Era todo un juego, para ellos
seguramente divertido, para nosotros, angustioso. Si el tren era largo siempre
había más gente en los vagones o en las chatas, que hacían otro tanto.
Pero no era
necesariamente pareja la cosecha, era más bien cosa del azar. Todos guardábamos
una estratégica distancia uno de otro, asignándonos en el momento un
territorio; y desde nuestra posición aguardábamos expectantes. Ver que se
fijaban en uno y revoleaban el trofeo en nuestra dirección, y caía más o menos
cerca, pero entre las matas de paja brava, y había que encontrarla, a veces
disputándola fieramente con el chico vecino; y otras veces con la poca luz del
ocaso, se terminaban perdiendo y proseguíamos la búsqueda al día siguiente. No
era seguro que la caña nos esperara, quizás el ocasional vecino nos habría
madrugado.
V
Justo enfrente,
cruzando la vía, había una pequeña franja de monte. Un montecito. No tendría
más de media cuadra de ancho, y una cuadra de largo. Pero tenía todos los tonos
de verde, y bastaba para que a nosotros nos pareciera una selva virgen,
inhóspita, y cuajada de peligros...
Aromos,
chañares, espinacoronas, arbustos y enredaderas, tunas con sus tentadoras
frutas, pero erizadas de púas, cardos con sus varas floridas, insectos que
zumbaban, diversos pájaros que anidaban allí, y un sendero bastante sinuoso que
lo atravesaba; en una punta una lagunita, donde solíamos sentarnos por horas,
con mi hermanito menor, Reinaldo, y a veces algún vecinito, a la sombra de los
algarrobos que la bordeaban y hacíamos que pescábamos tirando los
"bogueritos" entre los juncos , mientras observábamos las ranas o los
sapitos, y los caracoles y los rojos racimos de huevos pegados a las pajas
sobre la línea del agua.
Nunca la he
visto seca a la pequeña laguna, ni en tiempos de sequías, y eso que no era más
que un charco. Hoy me parece increíble, pero entonces hasta contemplaba
hipnotizado las larvas de los mosquitos que tras la lluvia pululaban en la
superficie, y minúsculas arañas que tejían redes entre las ramitas de la
orilla.
Llegar al montecito,
entrar en él bastaba para convertirnos en legendarios exploradores, arrojados
cazadores, o valientes e intrépidos personajes como el mismísimo Tarzán de los
monos... Como tenía inventiva fabriqué una pequeña ballesta, con su travesa, su
tensor, su gatillo; y con unas afiladas varillitas metálicas como flechas.
Eufórico, tras
comprobar su funcionamiento y su eficacia, me fui al monte, a la jungla, en
busca de aventuras... Buscaba una pequeña pieza de caza, quizás algo peligroso,
algo que valiera un tiro de mi portentosa ballesta... Tras moverme con cautela
, despacio y sin ruido, al acecho, por más que estuve quieto largo rato, no he
visto nada que se moviera; a no ser una rana verde que saltó entre las ramas de
un árbol bajo y no dudé, casi diría que fue sin querer, disparé la
flecha-varilla y la rana quedó atravesada, ensartada entre las ramas.-
Me quedé duro.
Si le tenía
repugnancia a las ranas y a los sapos, al menos vivos los veía sólo un instante
y a cierta distancia; pero ahora tendría que arrimarme y recuperar la flecha,
pese a todo no estaba dispuesto a perder una de mis valiosas varillas de metal
con un filo tan trabajado, no; para nada. Así que formé de tripas corazón y lo
hice, me sobrepuse al asco, tomé al pobre batracio muerto y le saqué la flecha,
y allí terminó la cacería, y con el estómago revuelto volví a casa. Nunca volví
a tirar ni al blanco con el artefacto, y no supe decir en casa, porque no probé
bocado en la mesa, ese día al menos.-
VI
El puente de la
vía me queda al oeste. Solíamos venir por varios motivos. Indudablemente tenía
su magia. Uno era la pesca. Y de tanto en tanto sacábamos alguna pequeña
tararira, tanto para dejarnos con ganas. Si bien bajo el puente siempre había
agua, y era bastante honda, no era más que un zanjón, que provenía de una
cañada de las cercanías y que solo traía agua cuando llovía, que a su vez
volvía a formarse cañada más adelante en el bajo, antes del puente del camino,
y así sucesivamente.
Una vez,
estando en primer o segundo grado, un compañero, más grande y muy corajudo ya
de pequeño, porqué después estando él siempre era el líder de nuestro grupo; me
convenció que lo acompañara a la casa de uno de nuestros compañeritos de la
escuela que vivía en la zona rural. De ida fuimos por el camino, pero de
regreso dispuso que regresáramos cruzando el bajo, a campo traviesa.-
El asunto es
que había llovido hacía poco y la cañada tenía agua y si bien corría bastante
no parecía honda. Además era como una maraña cruzada de pequeños zanjones y se
podían pasar pisando los islotes que formaban. Todo a pequeña escala. Pero a
poco era más ancha de lo esperado y más correntosa. Los pequeños canales se
hacían difíciles de sortear, y un par de veces caímos y trepamos. Además yo era
más chico y se me hacía difícil.
El no hablaba
de volver.
Era aguerrido.
Pero sentí
realmente miedo y tuvimos momentos difíciles, hasta que finalmente pasamos lo
peor, terminamos volviendo a casa, mojados y temblando. No sé a él, porque era
muy corajudo, pero a mí no se me borró nunca el miedo que pasamos aquel día.
VII
Ir por la vía
hacia el puente era de por sí un paseo.
Tratábamos de
caminar haciendo equilibrio por los rieles y pisar sólo de tanto en tanto el
suelo para mantenerse, ya que los durmientes hacían desparejo el piso, además
llevaba una zanja de desagüe cada dos durmientes a un lado y a otro
alternativamente. Por lo que caminar requería atención y un paso coordinado.
Aunque para
nosotros era un juego.
A la izquierda
había un viejo aserradero, con una playa llena de grandes troncos, o piezas de
madera, que llegaba hasta el borde de la vía. A la derecha había una excavación
profunda, de donde sacaban tierra arcillosa para la ladrillería. Esta era la
misma que correspondía a la casona de los grandes eucaliptos. Era frecuente que
aquí viniéramos a bañarnos en los días de calor, especialmente a la siesta.
Todos sentíamos
temor a que llegara la gente de la ladrillería, aunque estaba la cava al borde
de la vía y además no hacíamos ningún daño. Nos bañábamos desnudos, y sabiendo
lo vulnerables que quedábamos, dejábamos la ropa muy a mano, aunque salir del
agua no era fácil ya que era barrancoso y la arcilla de por sí resbalosa.
En una de esas,
en lo mejor del baño refrescante, sentimos el galopar de caballos y un griterío
que asustaba. Verlos y tenerlos encima fue todo uno. Cada cual salió como pudo
manoteando la ropa y cruzando el alambrado, y por las dudas correr a más no
poder...
Nos vestíamos
mientras corríamos. Tampoco era para tanto. Ellos no habrían estado más que
divirtiéndose, pero nadie se quedó a averiguarlo. Había un chico nuevo en el
grupo. Siempre estaba muy bien vestido.
Cuando todos
nos juntamos en el paso a nivel él aún estaba desnudo con las ropas en la mano,
temblaba de miedo, además había dejado el sombrero al borde del agua, y decía
llorando que no podía volver a la casa sin el preciado sombrero. ¿Volver a
buscarlo?... - ¡Ni locos!,- y el grupo se disolvió mientras él aún no lograba
vestirse...
Quedé con él, y
él allí firme, temblando; encima yo lo había invitado...
- ¡Bueno,
vamos! – dije en un arrebato cargado de súbito coraje…
Y nos volvimos
los dos solos. ¡Además los ladrilleros no iban a estar allí esperándonos! La
verdad es que no podíamos estar seguros si se habían ido, porque el borde de la
cava tenía una zona de arbustos, que nos impedía ver hasta que la trasponíamos,
y ahí ya estaríamos adentro...
Pero sí, media
docena de chicos y no tan chicos, estaban con sus caballos aún allí. Nos
quedamos un momento duros, luego usé mi salvoconducto, que esperaba me
sirviera: Yo era conocido de ellos, al menos de algunos. Así que me animé y les
mostré el sombrero en el suelo, y le dije que era de mi amigo, y que veníamos a
buscarlo.
No hicieron
gran cosa, así que alcé el sombrero, los saludé con el sombrero mismo, y
rápidamente me volví alcanzando a mi compañero, que ya se me había adelantado
bastante, y estaba en medio de la vía; y aliviado, me vine riendo porqué yo
creía, que no teníamos que haber disparado de ese modo.-
Al fin me había
portado como un pequeño y valiente quijote.
VIII
Más adelante
había sendas ladrillerías a ambos lados, y aún más adelante el puente. El
puente era de hierro, y ladrillos, de cuando hicieron el ferrocarril. A veces
veníamos a bañarnos, aunque yo siempre conseguí zafar porqué me daba miedo.
Otras a pescar. O solamente a divertirnos. Pero el lugar era fascinante. El
terraplén bajaba en un declive abrupto, con tortuosos caminitos que bajábamos a
trompicones, entre tupidas matas y verdes plantas de ombúes nudosos.
A los costados
había chacras sembradas.
Una siesta de
domingo, muy calurosa, mientras el pueblo quieto y somnoliento, descansaba de
los sudorosos días de la semana; nosotros, media docena de compañeros,
llegábamos una vez más de excursión al puente. A lo lejos, un horizonte azulado
y difuso, que el calor hacía reverberar, se veía como a través de un cristal
ondulado y movedizo; mientras el silencio que nos envolvía contenía un mundo de
pequeños zumbidos, chirridos y silbidos, propios del verano y de la hora, en
que imperaban las chicharras y los pequeños insectos.
Nos sentíamos
felices por estar allí; libres, aventureros, ansiosos…
Unos bajaron
del terraplén antes del puente, y otros lo traspasamos, bajando al otro lado de
la ancha y lagunosa poza, repartiéndonos así las orillas de pesca.
El más corajudo
lideraba como siempre las acciones. Atento por encontrar en qué demostrar su
liderazgo, además de tener una inclinación a vencer obstáculos o pequeños
peligros.
Se le ocurrió
venir a nuestra orilla, atravesando el estrecho pero profundo curso de agua que
bajaba a la cañada; sosteniéndose sobre el alambrado, aunque faltaba algún
poste, y los hilos sólo unidos por las varillas, se balanceaban peligrosamente
a medida que avanzaba. Llegado a la mitad, el alambrado se volcó aún más,
haciéndole casi tocar la espalda en el agua, lo que lo obligó a apoyarse
pisando un trozo de tronco medio podrido, que flotaba junto a camalotes y
deshechos, y la correntada empujaba, manteniéndolo contra lo que quedaba del
inestable tendido…
El tronco, que
era en parte hueco, se hundió en la punta que pisaba, y de la otra comenzaron a
salir víboras en cantidad, tan asustadas como él, subiendo a los camalotes y
palos, y otras nadaron zigzagueantes buscando la costa más cercana.
Gritamos o
saltamos, y corrimos, no recuerdo bien. Sé que después nos organizamos y entre
todos lo ayudamos a salir.
Era el precio
que a veces le tocaba pagar.
IX
A veces cuando
no tenía clases y en casa me permitían, llevaba a mi hermano menor a que me
acompañara. Una mañana de sol pero con mucho viento, volvíamos a casa ya cerca
del mediodía, embelesados con el ondular de las cañas y el silbido de las
ramas, con los mechones de hojas flameando hacia el sur, por efectos del fuerte
viento norte.
Un silbido me
pareció más fuerte y me volví, justo a tiempo para ver casi encima nuestro, la
tremenda mole de la locomotora del tren de pasajeros, que nos pitaba
seguramente desde hacía rato, resoplando vapor y humo negro. Empujé a mi
hermano violentamente a un costado, y yo alcancé a saltar al otro, y desde el
suelo vimos pasar a un metro, semejante monstruo, con su diabólico movimiento
de cigüeñales y de bielas, entre quejidos y bufidos de horrenda bestia
metálica.- Sentados vimos como se alejaba el último vagón, en una humareda y
pitidos anunciando como siempre, que estaba llegando una vez más.
No hablamos en
todo el camino, y el susto no se nos iba por mucho tiempo. No podíamos creer de
lo que nos habíamos salvado. De esto ni una palabra en casa, no sea que nos
merme el permiso para volver otro día.
X
De todo esto me
voy acordando mientras camino lentamente por la vía, o lo que queda de ella,
mirando absorto el piso, los desagües borrados, los rieles semiocultos en el
yuyo, los durmientes que sólo asoman alguna esquina de tanto en tanto, me paro
antes de llegar al puente, me acuerdo de la excavación y me cuesta encontrar el
lugar donde estaría; una irregularidad del terreno, con las barrancas borradas
y cubierta de chañares, todo el terreno aledaño cubierto de ramas, en un
verdadero abandono. Por aquí más o menos habrá sido, cuando el tren casi nos
atropella.
Me siento un
rato y sueño.
Cuando me
incorporo veo semi-enterrada contra el borde de un durmiente, una bolita de
vidrio de colores, un "bochón", como le decíamos entonces..., y no sé
si en serio o en broma, me parece igual al que mi hermano siempre llevada, en
el bolsillo de su pequeño "jardinero". - ¿Puede ser? ¡Claro que no!
¡A quién se le ocurre! - Encontrar una bolita así de aquel tiempo, así sin
más...
Pero no sé, me
quedo pensando en eso, y por las dudas, guardo muy bien el bochón colorido de
vidrio, y me pregunto: - Pero; ¿Y ahora, habrá bolitas así?-
Un poco más y
llego al puente.
Sigue estando,
incluso tiene agua, pero no están los ombúes y un ramerío de espinas cubre los
costados del terraplén.- Espinas y cardos y rameríos enmarañados, después de
dos o más décadas de abandono.-
No es más que
una ruina, nada que ver con aquello.
*De CELSO H.
AGRETTI. celsoagr@trcnet.com.ar
Del libro "Los
días felices", edición del autor; 2005.
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El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
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