*Ilustración: Julián
Alpízar Blanca
ELLA Y LA
MANZANA*
Y entonces supo
que el amor es así, algo imperfecto, difícil de atrapar, algo que nunca se nos
ofrece en una sola pieza, o como lo soñábamos, sino dividido, fragmentado en
pedazos que a veces tardan siglos en aparecer…
El último deseo
Enrique Pérez
Díaz
Sintió un
extraño vacío en su interior al no ver en el banco a quien esperaba... Entre
ellos aún no había nada que pudiera ser llamado una relación, a pesar de que
podía calificar cada encuentro de memorable. Algo inexplicable, cercano a la
angustia, le decía que su ausencia de hoy, no era como para ser tomada a la
ligera. Se acercó a una pareja de estudiantes que conversaba en el banco que le
quedaba enfrente.
-Disculpen la
interrupción –se volvieron hacia él, de pronto se sintió ridículo-. ¿No habrán
visto, por casualidad, a una joven rubia, delgada, de boina gris?
-¡Al fin el
lobo solitario advierte nuestra presencia! –exclamó la adolescente de cabellos
de fuego y mirada azul, y miró a su amigo, que sonrió en silencio.
-No sé de qué
hablan –insistió-. ¿No han visto a una joven de complexión menuda, que suele
sentarse junto a la farola y conversa conmigo cada tarde?
-¿Está
bromeando? –el muchacho dejó de sonreír y lo escudriñó con la mirada–. Reíamos
porque nunca nos habla, ni a nadie. Ese banco lo ocupa usted, y nadie más… ¡Si
viera la cara que pone cuando alguien se le acerca!
-Solemos
decirle “el lobo solitario” –afirmó la muchacha-. Viene al parque cada día a la
misma hora, se sienta a leer el periódico, se fuma un cigarro y se va...
-Me admira que
conozcan mis costumbres. Así fue, hasta hace quince días, entonces conocí a
Eva… tiene el pelo color trigo, largo, siempre usa boina ladeada, se mueve como
una bailarina, ¡es imposible que no la hayan visto!
-¿En este
parque, dice usted? –preguntó ella.
-Aquella tarde
coincidimos en el banco, llegamos a la vez. Yo quería disfrutar mi soledad,
discutimos quién tenía derecho a ocuparlo, nos dimos cuenta de lo ridículo de
la situación y nos reímos, ese fue el comienzo... Desde entonces nos vemos a
esta hora, sin falta, sin cita previa. ¡Ni siquiera sé dónde vive, no tengo su
número de teléfono, ni sus apellidos! Hoy no está… les debo parecer tonto, pero
me siento inquieto. ¿Están bromeando, es ella parte de esto y me está filmando
desde algún escondite? Porque a mi vez, no recuerdo haberlos visto… es cierto
que soy distraído -la muchacha negó con la cabeza-. Tal vez la vieron, hagan
memoria… ¿No les habrá dejado algún mensaje?
El joven habló,
tras intercambiar un gesto de asentimiento con ella.
-No pretendemos
faltarle el respeto. A diario venimos aquí, también sin falta, y nunca hubo una
mujer al lado suyo...
-Por favor,
mírenme a los ojos: estoy cuerdo, soy profesor universitario, enseño física
teórica, mi conducta es respetable… Les aseguro que esta mujer es real.
Tras unos
segundos en silencio, ella le dijo con tono apenado.
-Considerando
su profesión, ¿no ha escuchado hablar de mundos paralelos? ¿De realidades
análogas, cercanas y al mismo tiempo inalcanzables? –él negó con la cabeza,
después afirmó, ella lo miró compasiva y prosiguió-: Digamos que sí. Admitamos
también que entre estos mundos hay sutiles discordancias, que son permitidas
por un orden superior, mientras no generen una alteración de orden mayor. Es decir,
usted puede tomar por esta o por aquella calle, comprar o no el pan del día,
encender o no el televisor al llegar a casa, incluso conocer a una persona con
quien sus dobles jamás tendrán interacción, siempre y cuando este encuentro no
genere una futura vida no planificada: la nota discordante que no está en el
programa del resto de los mundos… -hizo una pausa, el hombre la miraba
consternado-. Este es un lujo que no puede ser permitido. ¿Puede calcular las
consecuencias, las infinitas bifurcaciones del futuro que ocasionaría dicha
desviación? Quizás leo mucha ciencia ficción, soy fantasiosa, pero... ¿Y si
usted es el lobo solitario de otro mundo, que tuvo la suerte de encontrar el
amor? ¿Si por una corrección del que escribe nuestra historia, intercambió hoy
posiciones con su doble de aquí? No lo notó hasta el momento de enfrentarse a
quien pudiera alterar el orden de los universos, si se les hubiera dado la
oportunidad de terminar lo que comenzaron...
-Entonces, ¿qué
sucederá en aquel universo? –preguntó su amigo-. ¿Qué pasará con la joven de la
boina? ¿Y con el otro lobo, el que conocemos?
-Nuestro lobo
solitario no la reconocerá, pues nunca la ha visto... Aquel día, ella ocupó
otro banco, o no fue al parque. Hoy él está cansado, no quiere discutir con una
desconocida, así que opta por romper su rutina y moverse a otro lado del
parque. No para mientes en ella… como ha dicho, es distraído. Eva, herida ante
el gesto de indiferencia de quien había empezado a admirar, tal vez a amar,
decide no volver. Él, sumido en su lectura y en las volutas de humo, no
advierte que ha restaurado el orden infinito... Jamás sabrá del cambio.
-¿Y que será
él? –el estudiante mira al hombre de expresión desolada.
-No hay retorno
–la adolescente habla en un susurro, como quien confiesa un secreto-. Quizás,
en un arranque de compasión, el que rige nuestros destinos envíe a uno o dos de
sus mensajeros para advertirle que no intente buscarla.
El hombre la
contempla a través de las lágrimas. Pasa su mirada de uno a otro, sus pensamientos
vuelan en desorden. ¿Cómo no guardar memoria de aquellos jóvenes de belleza
celestial, frente a él, cada tarde? Escucha el dulce sonido de la voz, aunque
tal vez la explicación que sigue no es necesaria.
-Ojalá nuestro
lobo capte el mensaje... Se ahorrará el sufrimiento, el vano esfuerzo de
intentar encontrarla. Optará por no contarlo, se dirá que todo fue un hermoso
sueño y volverá a su diario vespertino en su banco solitario. Nada gana con
caer en la desesperación. Es una ley: En una cifra N de mundos, esencialmente
idénticos, Eva debe morder siempre la misma manzana.
*De Marié
Rojas Tamayo.
La
Habana. Cuba
¿HAY CENIZAS DE LA LUZ?
*
Aquello
destinado a
arder:
la luz, el
fuego,
eso
que limitado
por la sustancia
tiene un final.
¿Hay cenizas de
la luz?
En mis ojos
tiembla la
sombra siempre
como una
premonición.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
VEINTICUATRO
MINUTOS DE SILENCIO*
*De Alfredo
Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
"Un
cortado", contesto y, apenas el mozo se aleja, vuelvo a abstraerme del
bullicio del bar en el que me he refugiado huyendo de la lluvia. Me concentro
de nuevo en el paisaje de la calle, en el vaivén nervioso de los transeúntes
que, enmarcados fugazmente por los enormes ventanales, realizan apresuradas
maniobras para evitar los efectos del súbito temporal que ha agrisado la
mañana.
El escándalo de
una taza al romperse contra el suelo en el otro extremo del salón me lleva a
desviar la mirada por unos segundos hacia el interior del bar. Al hacerlo, mis
ojos chocan en forma imprevista contra la pareja que está sentada en una mesa
cercana a la mía. Me asombra verla, o más bien comprobar con tardía lucidez que
ya estaba allí cuando llegué. Mis ojos miopes me tienen acostumbrado a
jugarretas sensoriales de este tipo; sin embargo, intuyo de inmediato que aquí
hay algo más, algo que excede mis dificultades visuales. Porque si bien es
cierto que no había visto a la pareja, no menos cierto es que tampoco la había
escuchado. Sí, esa es la cuestión: no los he escuchado hablar. Por reflejo,
miro mi reloj. Calculo que debe hacer unos cinco minutos que estoy aquí. Cinco
minutos durante los cuales ese hombre y esa mujer no han emitido un sólo
sonido.
El mozo me trae
el café. Le echo azúcar, lo revuelvo, bebo un sorbo. Miro de nuevo hacia la
calle pero no logro desentenderme de mis vecinos. Me pongo entonces a
observarlos con discreción. Él está recostado levemente en el respaldo de su
asiento. Ella, en cambio, está apenas inclinada hacia adelante, las manos sobre
la mesa, a ambos lados de su taza. Los dos están mirando hacia afuera, a través
del ventanal. Tienen toda la apariencia de esas parejas que salen los sábados
por la mañana a pasear por el centro. Treintañeros, estimo.
Termino mi café
y miro la hora: siete minutos. No hay caso; la pareja no pronuncia siquiera
monosílabos. Me viene a la memoria una película argentina con Pepe Soriano que
vi en mi adolescencia, más concretamente una escena terrible en la que el
matrimonio está cenando en medio de un silencio tan exasperante que se vuelve
casi una presencia más en la mesa. Recuerdo haberme quedado azorado,
preguntándome cómo una pareja podía llegar a semejante grado de descomposición.
Pienso también en un cuento (que al final nunca terminé de escribir) donde la
protagonista decide separarse la noche que va a cenar con su marido y descubre
que, si no conversan entre ellos como lo hacen las otras parejas que están en
el restaurante, es sencillamente porque ya no tienen nada que decirse. Abandono
las digresiones cinematográfico-literarias y regreso al ahora: doce minutos.
Trato de
imaginar el porqué de ese silencio tan desolador. Podría pensarse que los
abruma un problema; quizás la existencia de un familiar enfermo, o la noticia
reciente de una tragedia que los golpeó muy cerca. Pero no. No es preocupación
ni tristeza lo que emana de esos rostros. Tampoco dolor. Podría pensarse
entonces que están peleados. Tal vez discutieron un rato antes de que yo me
sentara. O tal vez se están reencontrando después de una discusión para
reconciliarse y han descubierto que no podrán hacerlo. Pero no, tampoco es
enojo lo que revelan esas facciones imperturbables. Es tedio, un profundísimo,
insondable tedio.
Quince minutos.
Entiendo que no tienen ninguna obligación de hablar (no soy precisamente la
persona más indicada para cuestionar la escasa locuacidad ajena). Pero se nota
que están desinteresados el uno del otro, que no disfrutan de su mutua
compañía. No se toman las manos, ni se sonríen. Su silencio, entonces, no queda
redimido por el goce de ver juntos cómo llueve.
Diecisiete
minutos. Recuerdo un caso similar del que también me tocó ser testigo involuntario.
Era otro bar, otra ciudad, y era de noche. En la mesa contigua había una pareja
que casi no hablaba. El hombre estaba entretenido mirando un teléfono celular
presumiblemente nuevo y se limitaba a hacer cada tanto algún comentario sobre
las virtudes del aparato. La mujer le contestaba con desgano, ostensiblemente
aburrida. Recuerdo que ella levantó los ojos y se encontró con los míos. Debió
haber adivinado que me parecía atractiva, porque desde ese mismo instante
empezó a desplegar los gestos propios del coqueteo inconsciente: juguetear
entre los dedos con el colgante que adornaba su garganta, retorcerse la punta
de los cabellos como al descuido, acomodarse la melena con un movimiento suave
de la cabeza. Cada tanto se volvía con disimulo hacia mí; era evidente que
clamaba por una mirada masculina que la devolviera a su condición de mujer
deseable. No parece, sin embargo, el caso de la pareja que tengo ahora cerca de
mí. No se miran entre ellos, pero tampoco miran a nadie.
Diecinueve
minutos. Conozco parejas que, de tan sociables, dan la impresión de no querer
estar a solas el uno con el otro. Es como si necesitaran imperiosamente la
presencia de los demás para no hastiarse, para no tener que afrontar el riesgo
de un encuentro sin máscaras. Me pregunto si será ésta una de ellas, y la
verdad es que me cuesta imaginarlos charlando animadamente con alguien, o
riéndose a carcajadas en medio de un grupo de amigos. Hay un aura de
inocultable fastidio con la vida o consigo mismos que ronda sobre sus cuerpos
inmóviles.
Veintidós
minutos. La lluvia ha cesado. Los paraguas se cierran y la peatonal recobra el
aspecto que presentaba media hora atrás. Llamo al mozo. La pareja, no.
¿Entonces no entraron, como yo, para guarecerse del diluvio? El tomar algo en
un bar, ¿formará también parte de sus salidas? Parecen estar allí sin la más
mínima convicción, sin saber muy bien el motivo. Quizás sea esta su rutina de
todos los sábados por la mañana pero, en ese caso, ¿por qué la reiteran? ¿Qué
invisible pero inflexible mandato los obliga a cumplirla, si es evidente que no
la disfrutan?
Pago. El mozo
comenta risueño algo acerca del clima y se va. Miro mi reloj: han pasado
veinticuatro minutos. Espío por última vez a mis vecinos. Por un momento,
especulo con la caprichosa posibilidad de esgrimir una excusa endeble sólo para
hablarles y poder oir sus voces. El pudor me obliga a desechar la idea de
inmediato. Me pongo de pie, paso junto a ellos. Salgo.
Frente a la
puerta del bar, un hombre cruza la calle de manera imprudente y el conductor
que casi lo atropella le dedica una grosera reprimenda. El peatón retruca el
insulto y sigue su camino como si nada.
Comienzo a
remontar la peatonal, sintiendo que me sumerjo lentamente en un mar surcado por
otras, muchas, infinitas, irreparables variantes de la incomunicación.
*Publicado en Crónicas
del Hombre Alto. Editorial Palabrava. Santa Fe. 2013.
La noche de los
caballos como seda*
A la mujer a
veces se le encabritaba la mirada.
Era como si un
río de caballos negros y sedosos la traspasara en la búsqueda del mar.
Un día se dejó
ir desnuda, con pequeños adornos de corales rojos y negros.
Llegó hasta la
orilla.
No sabía si
seguir o volver a la blandura del sueño.
El cazador de gestos
sabe el final.
Sea como sea
que termine la historia, a la mujer nadie le quitará de los ojos el brillo de
los caballos galopando su noche.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
Contagio*
Los muertos
atraen la muerte, simplifican la comedia, arrumban los papeles y sepultan los
disfracen en los roperos.
Juan Benet
Llegaron en la
tarde. Sus figuras deslumbradas en el quicio de la puerta. El filo del sol en
los sombreros, con pinta de haber merodeado, hambrientos, por el pueblo. Sin
embargo, inmóviles en la puerta, parpadeando al mismo tiempo, parecían tener
todo menos hambre. El calor era redondo en la estancia. Chupaba los cuerpos.
Fruto seco lo que tocaba. Las respiraciones de los hombres se amontonaban. El
dueño del bar, somnoliento, sentía el aire caliente desprendido, en mayor
parte, de ellos. Sus manos barajaban ases, tréboles, reyes. Dejó el mazo de
cartas y miró el polvo que, al fin, se asentó en los hombres. Uno, el más alto,
dio un paso adelante y dijo:
—Queremos
cerveza.
La voz
recorrió, leve, la estancia. Después se apagó en el calor, como lumbre en el
agua.
—Pasen, pueden
sentarse — respondió el dueño.
Los hombres se
miraron. Consultaron en silencio al que había tomado la iniciativa. Éste movió
los ojillos y carraspeó. Bajo el sombrero eran profundas sus meditaciones.
Alargó un dedo.
—Está bien.
Los hombres se
sentaron al mismo tiempo. El dueño sirvió seis tarros. El vidrio de los tarros
reprodujo, un instante, sus figuras.
—Tardamos mucho
en llegar —dijo uno.
—Eran fuertes
las tolvaneras.
—No hay
señales, ni indicaciones.
—Pudimos llegar
a cualquier otro lado.
—Después
veremos qué hacer.
El dueño los
ignoró. En ese lugar todos llegaban por accidente y decían siempre lo mismo.
Por eso la clientela menguaba en tiempo de secas. Y entonces mataba las horas
entre las cartas, satisfecho mientras lo demás ardía.
Los hombres
alzaron los tarros y bebieron. Solemnes, en el movimiento llevaron sus
semblantes a la luz, también las narices, los afilados bigotes. El sonido del
líquido en las gargantas, las lenguas chasquearon. En el silencio cualquier
brizna se oía. Por eso, para no incomodarlos, para no atender su charla, el
dueño encendió el radio. La música avivó a los de los sorbos. Eran vivos
pájaros sus siluetas. Sus voces se enredaban en un murmullo que se comía las
palabras. El dueño atisbaba el nervio de las figuras, las manos del principal
que conducía el acto. Las cervezas pronto se acabaron y pidieron la segunda
ronda. El dueño tuvo recuerdo de otros, merodeando en el pueblo, en las calles.
A veces se asomaba y los veía ahí, perdidos en el llano, heridos de sol,
aturdidos por sus estoques.
Destapó seis
botellas y se acercó con la charola. Regresó a la barra y estuvo un rato ahí,
escuchándolos, medrando con la venta del día. Los hombres, oscurecidos por los
sombreros, seguían con su charla.
—Hay que
apresurarnos.
—Sí, antes que
anochezca.
—Pero, ¿a dónde
vamos?
Y entre
preguntas el vuelo de las manos, después en ristre a las cervezas, apagando el
calor en las bocas. El dueño, aturdido por los sorbos, por el sopor y por el
sol que le incendiaba la calva.
Entonces, un
trueno en la estancia. El fuego derribó a uno de los hombres. Estrepitosa su
caída. Pajarillo cazado al vuelo, pronto dejó de moverse. Un destello en los
ojos abiertos y sorprendidos. La bala había hecho trizas la ventana. En su
lugar afilados cristales, dientes en el marco. Abajo el polvo relucía, como la
muerte en el convidado. Lo orbitaba una mosca que estuvo un instante en el
gesto, alambrista entre los labios. En algún tiempo cundiría el hedor y
llenaría las cosas de muerte. Y los hombres se acercaron y examinaron al
inmóvil con gesto de disgusto.
—Te lo había
dicho —dijo uno.
—Era previsible
—dijo otro.
—Debimos
abandonarlo en el camino.
—¿Cómo íbamos a
saberlo?—tarareó uno.
—Una señal, una
mancha en su ropa.
—Lo que sea.
El líder
inclinó la cabeza. Sumidos entre nubes, sus pensamientos, sus imaginaciones. El
gesto llenó la cara de arrugas.
Flanquearon al
unísono al muerto. Dos de cada lado. Sin el líder. Una mancha en la camisa,
agrandada por el incesante borboteo. Los ojos a la sangre, con miedo a la marea
en el piso. El radio seguía ajeno con su sonsonete. El dueño emergió de su
asombro y lo apagó. Se acercó a los hombres. La orilla de sangre tocaba las
puntas de los pies. El muerto seguía con los ojos en el techo, el espanto en el
gesto, como si presintiera el embate de las moscas, de los previsibles
carroñeros.
—Va a
oscurecer.
—Te lo dije.
—Quedaremos a
mansalva.
El líder los
calló con una mirada, se acercó al dueño y le preguntó:
—¿Cuánto dura
la tarde aquí?
—¿Cómo?
—respondió.
—Sí, ¿cuánto
tiempo? —dijo impaciente.
El dueño sólo
atinó a balbucear. El líder abandonó su indagación y se asomó por la ventana rota.
Hundió la mirada en el llano. No había sitio para ocultar al posible tirador.
Sólo tierra amarilla, sosegada por la falta de viento. Un cuervo entró en la
desolación y picoteó maniaco el suelo. Después alzó la cabeza y un manojo de
plumas, el destello de las alas, su vuelo.
El dueño,
además de la muerte, sentía una perturbación en el ámbito, la sensación de
muchos cuerpos diminutos quitando sustancia al aire. Intranquilo, dijo:
—Señores, deben
sacar al muerto, no quiero problemas.
Los hombres lo
miraron. Él miró sus figuras sin vértice, suspendidas en el fondo de un sueño.
Y metido en el silencio el muerto, persistente con sus ojos abiertos.
—¿Qué hacemos?
—dijo uno.
—No lo quiero
aquí— arremetió el dueño.
El líder se
acercó y le puso una mano en el hombro. Luego señaló el exterior y dijo con
lenta voz, impregnado de veneno:
—Esta
tranquilidad es falsa, ¿no lo sabe?
El campo amplio
e inerte. En los límites de un marco las nubes, la tibia línea del horizonte.
Los hombres, al unísono, como borregos a la contemplación. Y el vacío que iba
del paisaje a sus cuerpos.
—Aquí no pasa
nadie. Sólo extraviados como ustedes —dijo el dueño, manoteando.
—Entonces
tendrá que acompañarnos.
—¿A qué?
—A dejar al
muerto.
El dueño iba a
replicar pero percibió en el otro un movimiento, una mano hurgando entre las
ropas. Brilló la boca de una pistola. La boca fue tocada por la luz y osciló
lentamente, advirtiendo. El dueño sintió un abismo frente a él y, sin asentir
del todo, se apartó unos pasos.
El líder fue
por los restos de cerveza y los bebió de un trago.
Sonrió.
—Vamos —dijo.
Los hombres
sujetaron al muerto por los pies y por las manos. Su reposo había dejado una
mancha uniforme de sangre. Y sobre ella una mosca, su ávido aleteo. Espantaron
a la diminuta y, a una señal, caminaron hacia la puerta. Dos de cada lado y el
líder al frente de la procesión; atrás el dueño. Pesaba la muerte en el hombre
y lo sujetaron con fuerza del pantalón y la camisa. El triste bamboleo dejaba
un reguero de sangre en el suelo. El dueño imaginó el lento arrastre de un
toro, la derrota del cuerpo, los belfos dejando su huella en el ruedo.
El descampado
en vivo amarillo por el polvo. Algunas huellas de animales. A lo lejos los
tejados de unas casas. Los ojos bajo los sombreros, por el declive del sol, una
ceniza apagada.
—Vamos al
matadero —dijo uno.
—Tenemos una
oportunidad.
—Apurémonos.
El líder, con
un dedo en sus labios, los calló. La procesión se detuvo. Oteaba el horizonte.
Ni un ruido había pero el dedo seguía ahí. Vacío de sangre el muerto, por el
recorrido, por tanta espera. Como corderillo entre los hombres, los abiertos
ojos al cielo.
—Escuchen
—murmuró y dura la quijada, una piedra.
Un poco de
viento en el polvo. Nubes entre las piernas. Las botas en el amarillo, sus
puntas rojas. Un cuervo en círculos sobre todos, sobre ellos como una corona.
Para el cuervo toda la atención de los hombres, a las plumas que dejaba, a su
grajeo. Y el ave se perdió y los hombres volvieron al nervio:
—No es nada.
—Es sólo el
pájaro.
—¿El mismo de
antes?
—Quizá sea una
señal.
—Es probable.
—No pasa nada.
—Sigamos
caminando —dijo el líder.
El calor había
menguado pero aún encandilaba. El resplandor vespertino sobre las piedras. Los
hombres sudaban, dejaban sombras filosas. Sentían que cada paso, cada
respiración, era un anzuelo.
El dueño
caminaba tras el líder, a un par de pasos, tras la penumbra que proyectaba su
espalda. ¿Hasta dónde llegarían? Porque más allá de las casas no había nada. Un
barranco, más tierra amarilla, un sembradío de cadáveres, no sabía. Sólo los
que merodeaban tras la ventana, los que entraban al bar y luego se iban.
Bajó la vista y
se encontró con la pistola enfundada en la cintura del líder. Tan atento estaba
al silencio, a la esquiva señal que no llegaba, que no atendía otro peligro. El
dueño alargó la mano y con veloz movimiento lo desarmó. El otro sintió la
ausencia y descargó con furia el puño. Pero el dueño estaba fuera de su alcance
y el puño en el aire, de vuelta, como cosa imperfecta, inacabada. Intentó un
nuevo embate, pero la pistola, su boca donde había estado la luz, sosegó al
belicoso. La única violencia era la del sol, tras él, que lo coronaba. Los
hombres detuvieron la marcha y sus voces bajo los sombreros, apagadas, como desde
el fondo de una botella. El dueño aquietó las voces ladeando la cabeza. Pero
entonces los hombres dejaron caer al muerto. Un ruido seco, el del cuerpo en el
suelo. Y mientras la visión, mientras el caído encontraba su natural curso, los
hombres desenfundaron sus armas. Brillaban todas. Todos con resplandores en las
manos. En semicírculo los otros, en dirección al dueño, apuntando. La
desventaja era clara. El líder le sonrió a la manada que se regodeaba pensando
en el solitario, en su final en esa tierra de nadie. De nuevo el abismo para el
dueño. Pero esta vez cerró los ojos para conocer la oscuridad que lo esperaba.
Desgranaba entre temblores una oración cuando escuchó el silbido de las
balas. Y sus captores, como soldados de plomo, de un solo embate cayeron.
Algunos boca arriba, otros de costado, como barcos encallados. Las ropas pronto
anegadas, abrevando en la sangre; también las botas, los brazos.
El dueño se
agachó y miró alrededor. Nada había cambiado. La desolación del cielo, naranja
por la ruina del sol. Se acercó a los silenciosos, a la ofrenda de dispersos
sombreros. Los cuerpos, a la distancia, como los peces después de la red, con
las bocas abiertas. Y con el primero compartían, además del silencio, la mirada
en el cielo.
El dueño miró
la sangre que manaba y que aquietaba el polvo. Estuvo un rato pensando, las
manos con nervio, el gesto. A lo lejos la puerta del bar, el perfil de las
mesas y los vasos ahogados por la penumbra. Entonces, aguijoneado por la
codicia, comenzó a esculcar a los caídos. Hurgó en las camisas, en los
pantalones, en las botas. Tuvo particular cuidado con el líder, cuyo cráneo
había sido limpiamente perforado. Y en el afán la sangre en las manos. Contó
varios billetes, opacas monedas; incluso un anillo. Los dejó bien esquilmados.
Un destello en sus manos era la sangre. Tan abundante que goteaba. Alzó las
manos y las miró, leves hojas, a contraluz. Miró el bar y deseó estar ahí,
frente al mazo de cartas, parpadeando. Y de vez en cuando, por la ventana, como
en irremediable noria, los merodeantes.
Una línea en el
cielo dibujó un cuervo. Tuvo presentimiento de algo en el aire. Olisqueó sus
ropas. Lentamente comprendió y trató de limpiar la sangre de las manos. Pero
sus esfuerzos fueron en vano y más cundido quedó: el cuerpo todo de diablo. Y
el rojo corría como agua entre los dedos.
Aguzó la vista.
Un brillo a la distancia.
Y esperó,
paciente, el trueno.
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
-Del libro de cuentos "La
herrumbre y las huellas".
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros
de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica
y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
Pan de utopía*
El adagio
aparta el pausado tiempo
de los sonidos
en esta madrugada.
Llueven
esquinas y desvíos
y se abren
andariveles oblicuos
por donde se
acerca la mañana.
La llevo de la
mano hasta mi casa
hablamos de
cosas imposibles...
Soñamos –por
ejemplo- tener el don
de leudar la
esperanza...
No arreglamos
el mundo
pero
desgranamos
tibio pan de
utopías.
-Y en los
tiempos que corren me parece bastante-
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Aquí
comienza la
intemperie.
Los días
que vendrán
-sabemos-
tendrán
el desamparo
de todos los
inviernos.
Abrigame
en tu ternura.
Caminemos.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
*
El lenguaje es
una extrañísima armadura (para defenderse de la intemperie como cualquier
armadura) que está hecha de intemperie, pero de la intemperie de adentro.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
Como agua de
río*
Tremendamente
bonita y frágil para que el guarda se preocupara de pedirle otra cosa que no
fuera el ticket de ida y por una cuestión estrictamente imprescindible. Ni se
le hubiese pasado por la cabeza recordar que junto al boleto, la empresa exigía
constatar, a través de la verificación del documento, la identidad del
pasajero. La joven meneaba como ninguna el gracioso culito y lo único que se le
ocurrió al empleado fue ayudarle caballerosamente, a subir los petates y
acompañarla hasta la clase turista.
Dos inocentes
pestañeos le bastaron para regresar más tarde por si necesitaba algo y para
preguntar si le resultaba cómodo el viaje.
Meiri da Silva
no se explicaba cómo aquel adorado gigante rubio que conoció en la discoteca
había sido capaz de fingir tan bien. Se había acostado con ella al segundo mes
de conocerla luego de haber conseguido que le tuviera confianza ciega. Sin más,
enamorada perdidamente, se había dejado llevar, como agua de río, por las
ensoñaciones del amor adolescente.
También como
agua de río había subido al ferrocarril aquel sofocante mediodía de lunes, en
Brasil, Corumbá, su ciudad natal, con destino a la localidad boliviana de
Quijarro. Veintiuna horas la separaban del arribo de modo que decidió
acomodarse para disfrutar del paisaje. Un recorrido que sabía difícil por lo
azaroso del camino, la precariedad de los vagones y lo rudimentario de los
servicios.
Dos historias
le habían contado acerca del tren. Una, que hace algunas décadas en estos
mismos vagones, se trasportaba enfermos de fiebre amarilla muchos de los cuales
murieron antes de llegar a destino y la otra, la que afirma que, en una
trayectoria tan larga y accidentada, todo viajero que sube en él en realidad
desea quitarse la vida.
Quitarse la
vida era lo que había querido hacer Meiri cuando se dio cuenta de que era una
chica abandonada que había dejado de creer en el amor y en la palabra de los
hombres. Los primeros meses de relación fueron brillantes. Había descubierto el
goce del sexo y el vértigo de una vida, dentro de las costumbres pueblerinas en
las que se había criado, diferente.
Conoció gente
nueva, participó de fiestas inolvidables a las que, poco a poco, se fue
incorporando de la mano de su amor. La repetición de los viajes en su
maravillosa compañía la alejaron, sin demasiada culpa, de los estudios y de su
familia. El sentimiento era tan grande como el futuro luminoso que preveía
junto al amor de su vida. La marihuana primero y luego el consumo de otras
sustancias fueron solo un escalón para la conquista de la tierra prometida.
El traqueteo
del viejo y sobrecargado tren casi impide que escuchara la voz imperativa de la
obesa mujer:
-¡Señorita!
¡Señorita!- Abrió los ojos alejándose con dificultad de los recuerdos sin estar
segura de que fueran ciertos o fueran un sueño estremecedor. Sueño que la
acosaba cada noche y que le impedía dormir a no ser que se ayudara con grandes
dosis de ansiolíticos, conseguidos a fuerza de condescender favores.
-¿Necesita
agua? -¿Agua?- Sí, me quedan dos botellitas ¿las quiere? El polvo que se levantaba
entre los pasajeros por el paso de los vendedores, la ropa colorida, los bultos
que fuera de los buches para maletas llevaba la gente; el olor penetrante del
cerdo guisado, de las verduras frescas que se vendían dentro mismo del vagón,
los quesos, la algarabía que producían los que hablaban a los gritos, no le
impidió notar la dudosa calidad del agua embotellada que le ofrecía la
improvisada vendedora. Tenía la boca demasiado seca y sabiendo de la
inexistencia de salón comedor donde aprovisionarse del preciado líquido, se
apresuró a comprar las dos unidades ofrecidas.
El asiento del
tren de madera dura, rígido en sus noventa grados comenzaba a endurecer su
espalda sin embargo no dejaba de maravillarse de la cantidad de niños
ofreciendo arroz con carne roja o pollo y agua envasada por ellos. Se trepaban
cada vez que la estructura se detenía en las estaciones y con llamativa
facilidad, luego de vender sus productos, saltaban del tren en movimiento, sin
ninguna precaución.
Entre comida y
comida que probaba sin pensar en las consecuencias que podrían traerle a su
organismo, de hecho para nada dañinas pues eran sabrosas y recién cocinadas,
volvía a sus ensoñaciones y a sus recuerdos.
Apoyada la
cabeza sobre el vidrio de la ventanilla a medias abierta,
el calor era
agobiante y el viento que se colaba sin pudor por las rendijas del tren no
alcanzaba a refrescarla ni a evitar el mal olor que llegaba de los baños.
Todo había
transcurrido asombrosamente rápido. El amor, los viajes, el conocer a aquellas
personas importantes, el lujo. Un cauce encerado y vertiginoso del que no quiso
ni hubiera podido abstraerse, a menos que hubiese tenido el espacio suficiente
que le hubiera permitido pensar a tiempo.
El guarda
pasaba de vez en cuando y la miraba con ojos pícaros mientras trataba de
despertar a la gente que dormía en el piso mugriento. Con malos modos, los
obligaba a levantarse y a quitar del camino sus molestas vasijas cargadas de
mercadería.
Al atravesar la
zona de pantanos maldijo no haber traído repelente de mosquitos y se extrañó
que no hubiese aparecido un vendedor que se lo ofreciera. Protegió su frente
con un pañuelo. No conseguía recordar en qué momento la habían obligado a
tragar los globos de látex, conteniendo la mercancía que debía entregar llegada
a destino. No conseguía recordar en qué momento habían empezado los dolores
espantosos de estómago ni pudo evitar que la gente que la rodeaba no advirtiera
sus estertores y gemidos.
Los gritos de
alerta al guarda no demoraron. Cuando el hombre consiguió atravesar la barrera
de bolsas y de personas de pie apoyadas contra los asientos, Meiri ya tenía el
rostro lívido y la boca retorcida. No pudo responder a los insistentes
llamados… no pudo.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN
GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
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