*Dibujo de Erika
Kuhn.
*
No es posible
tejer un hilo
más alrededor de la noche
la araña
terminó su tela
las sábanas
lucen como muertas
objetos
inanimados sobre la cama.
Creí en un
tiempo de fronteras
en la
suficiencia
de la barrera
del propio cuerpo.
No pensaba que
los cuerpos podían derramarse vivos
sobre las
sábanas
más allá de sus
fronteras.
Ahora
permanezco de pie
rígida
En el último
resquicio de sombra que queda.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar
del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde
se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un
máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España,
2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los
pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds
De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos
Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano
con el relato Grow a lover.
UN HILO MÁS ALREDEDOR DE LA NOCHE…
Después de vos *
A veces puedo
cosas simples
adelantarme a
los autos
cortar tomate
puedo manejar y
cruzar miradas
como si todos
fuéramos desconocidos
después de vos
no
quedo
burbujeando
en el espacio
que ocupabas
te sigo
invisible
adentro de mí
lejos por donde
te fuiste
floto en el
auto amarrada al cinturón
sin aire
sin tu
respiración
me pierdo
¿para dónde el
guiño?
preguntas
irrisorias
una luz roja
no leo las
calles
no entiendo el
apuro
y es tan
difícil
andar así como
aprendiendo
mis manos
teclean sobre el volante
suspendida en
la indefinición
pensando
palabras
como si fuera
extranjera
después de vos
no.
A veces lo
consigo
segundos
y ando
como si nada me
perturbara
manejo y cocino
(como si no
existieras)
segundos
de una
tranquilidad pavorosa
segundos
espejo de plata
estático
y llego a casa
corto lechuga
como si eso
fuera cocinar
corto bien fino
el tomate
y es demasiado
no puedo
porque cae una
hoja de lechuga al piso
y la rajadura
en el espejo
no puedo
después de vos
no quiero.
*De Lorena
Suez. lorenarsuez@gmail.com
2017
CALLES*
Soy un áspid.
Espanto lo que asusta mi miedo.
Soy un áspid y
una calle de tierra, sin colmillos.
No hay calle
que detenga las arenas de la muerte.
Soy, apenas una
hoja de barro.
A veces, solo a
veces, un asombro.
Un brote. Un
rumor. Un pezón en celo.
Me escondo, me
traslado y las calles me recorren toda.
Me alcanzan. Me
acarician, me hablan.
Es frecuente
que griten.
Paso a paso
traen las huellas de mi madre.
El viento vuela
el sombrero de mi padre.
De tanto
caminarme me han gastado.
Algunas
duermen, No amor, no las despiertes. No.
El polvo cubre
la cicatriz de Abel.
Cuesta abajo.
Puta clara, lluvia oscura.
Lázaro gime y
palpita de pasión.
Escucho las
pisadas. Huyen. No me esperan.
Hay un ciego
que baila. Y un niño.
Tengo sangre en
la boca. En el pubis, sangre.
Los amantes
yacen en un puente de niebla.
Soy un áspid.
Espanto lo que asusta mi miedo.
Soy un áspid y
una calle de tierra, sin colmillos.
No hay calle
que detenga las arenas de la vida.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
*
Llueve y
estamos a resguardo. Nada importa más que el sonido del agua sobre las plantas.
Sólo así podemos sobreponernos de los días difíciles. Cada ínfima gota que cae
se convierte en mar, pero antes pudimos escucharla sobre la superficie de la
tierra. Por eso el mar suena tan implacable, porque contiene el sonido de cada
una de las gotas al caer, y la fuerza que juntamos cuando escuchamos llover.
*De Cecilia
Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com
MAÑANA, EL HOY
MEJORARÁ*
Como a tantas
generaciones, se nos cayeron las palabras de las manos y quedaron
irremediablemente maculadas.
Ya no hubo
forma de recomponer el héroe quebrado en fragmentos, de repintar la deslucida
felicidad, de recuperar la honestidad así sin sentirse un tonto, esa palabra
honestidad que rodó debajo de una pila de papeles sucios y cáscaras de naranja.
No hemos tenido
desde entonces más que recuerdos de bellos conceptos que fueron hecho y vida en
el pasado, pero son hoy, para nosotros, nostalgia y recuerdo. Nada es lo que
fue, las frutas se nos pudren en los árboles.
Cuántas veces
he leído “somos enanos en hombros de gigantes”, gigantes los antepasados,
gigantes aquellos hombres y mujeres de proporciones épicas, gloriosos en un
ayer iluminado como un cielo que tiene la llama viva del atardecer glorioso y a
la vez es ocaso de tiernos, intimistas dorados.
Cuántas veces,
al través de los libros y las épocas, hemos escrito la decepción de ver a una
juventud sumida en la desintegración y la desidia, mientras que nos
enorgullecemos de las indudables virtudes de nuestros abuelos. Nuestros abuelos
trabajaron de sol a sol, se esforzaron, sacaron adelante a sus hijos,
construyeron y sembraron, no como estos jóvenes que tienen todo servido pero
son débiles, inconstantes, desagradecidos.
Pero quien
añora un pasado feliz e impoluto añora lo que visto de lejos, engaña. El río
Paraná en un día de sol y desde el puente, es celeste, brillante, reluciente de
reflejos cristalinos. Espeja el cielo. Desde la orilla, sin embargo, es marrón
como todo río que transita pesado y meandroso por la llanura. Y el río es
siempre el mismo río, pero no obtenemos la misma impresión desde distintos
observatorios.
Así, no vemos
en nuestros días más que la corrupción y el desorden, mientras que suponemos
que hubo un pasado, alguna vez, en el que las cosas eran justas y razonables.
El río espeja el cielo, hacemos que el reflejo de ese pasado nos muestre lo que
deseamos, lo que necesitamos ver.
Recuerdo un
extenso panegírico de la primera mitad del siglo veinte, de la vida simple, los
fuertes valores, la seguridad de los niños jugando en la calle, de la luz en
los hogares que no expulsaban a sus viejos ni se desintegraban en divorcios, la
comida saludable en cocinas llenas de frascos de vidrio, los juguetes de trapo,
la blanca mesa enharinada para amasar, los patios con malvones, la solidez de
las maderas macizas en los muebles hechos para durar varias generaciones. En
fin, que uno acuerda y se solaza en una visión de la vida como fue y como debería
ser. Por debajo, sin embargo, de tanta maravilla, por debajo del reflejo del
cielo, del celeste prestado por el cielo, esto es, por la pátina que pone la
evocación sobre los hechos concretos, podríamos referirnos a esa primera mitad
del siglo con dos guerras mundiales, hornos crematorios, las mujeres sometidas,
los pobres analfabetos, los judíos y negros denigrados, despreciados los
inmigrantes, miles de niños trabajando en los campos y las fábricas,
comunidades aborígenes pereciendo, padres de familia tiranos y violentos con su
esposa y su prole. Todo estuvo allí, también, junto a las navidades con cintas
y las alegres comparsas.
El pasado fue,
el presente es, el futuro será, y la gente sigue cometiendo abominaciones y
actos de una majestad redentora. Siempre estamos al final de los tiempos,
siempre estamos en la disolución de la sociedad, en el trastocamiento
generalizado de las costumbres. Porque el mundo muta y se recompone como las
fantásticas composiciones aleatorias de los caleidoscopios, y nosotros, subidos
al filo del hoy, queremos que la máquina deje de girar, que la escena se fije
en un único instante que corresponde a la brevedad de nuestras pobres vidas.
Y somos tan
héroes, tan cobardes, tan traidores, tan generosos y tan humanos como siempre,
enanos sobre enanos o gigantes sobre gigantes, qué más da, depende de quién
mire y desde cuál atalaya.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Es tan pequeña
cosa la palabra.
Tan limitada a
su oficio,
tan certera.
Precaria, yo
también,
frente al
espejo,
me cubro y me
descubro de signos,
buscando no se
qué
o la felicidad.
Me permito
decir.
Soy la que
nombra de este lado del mundo,
donde los
cuartos aún conservan el frío,
pero el sol ya
está entibiando las ventanas.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Me despojo*
De lo oscuro.
De las sombras.
De vigilias
perforadas por búsquedas
sin raíces-sin
frutos-sin jugos terminales.
Por el hambre
de saber, me despojo.
Desvestida de
tinieblas salgo al encuentro
de un posible
lenguaje que se dice
con otras
docilidades
tales
como olvidarse
de uno
como salir al
encuentro de lo mínimo
y dejarse
deslumbrar con la luz
con la música
de los sonidos
... de todo lo
que puede
hacer propicio
el encuentro
de nuevas
ternuras / con mis ojos añejos.
Para empezar de
nuevo, me despojo.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
-Lo
inconsciente esta servido.
¿Vas a comer?
¿Vamos a
comernos?
¿Con voracidad,
como el caníbal hambriento que duerme en el cerebro reptiliano?
¿O lentamente,
como esos matrimonios que cuelgan de sus telas de araña acumulando años y
polvillo?
*De Urbano
& Coiro.
El miedo a la
oscuridad*
*Por Carlos
Gardini.
Vi la mancha
azul cuando lavaba las piedras que había recogido esa tarde en la playa. Caía
el sol, y la arena brillaba como vidrio roto.
Los mayores me
llamaban desde la sombrilla, pero fingí que no los veía. Me acerqué a la mancha
y noté que en realidad era un resplandor que alumbraba la arena desde abajo.
Me puse a
escarbar y al rato desenterré una piedra azul, chata y redonda, con una
protuberancia en el centro. Me asombró que no fuera brillante, sino opaca. El
fulgor azul la envolvía como una nube. No era preciso lavarla, porque no tenía
arena pegada. Me la escondí en el pantalón de baño y volví a la sombrilla.
Llevaba las otras piedras en una bolsa. Mi padre quiso verlas cuando llegué.
–Mostrame el tesoro
de Barbarroja –dijo.
Y Barbarroja le
mostró sus piedras, todas menos la azul.
A la noche subí
a acostarme apenas terminé de cenar. Ese verano sentía por primera vez el
orgullo y la frustración de dormir en un cuarto propio. Había anhelado ese
aislamiento. Ahora que mis hermanas y yo habíamos crecido, desvestirse era una
complicada serie de maniobras “en salvaguarda de la intimidad”, como decía mi
tía. Además, me fastidiaban esos cuchicheos de mujeres en la penumbra.
La soledad, sin
embargo, era más hiriente de lo que había imaginado.
Mi dormitorio
daba al jardín trasero –así llamaba mi tía a un pastizal lleno de cosas
arrumbadas– y por la ventana se veía un árbol nudoso y negro que a veces me
paralizaba de miedo. Pero esa noche apoyé la piedra en la cómoda y el miedo y
la soledad se disiparon. Dormí como si me protegiera una sombra benigna.
Cuando me
levanté, la piedra se había transformado. Ahora era una piedra doble, dos
láminas chatas con una protuberancia en el centro, exactamente iguales a la
original, unidas por un puente delgado pero firme. Me apoyé la piedra doble en
la nariz, como si me probara anteojos, pero en seguida volví a dejarla en la
cómoda. En la playa, cuando todos estábamos reunidos bajo la sombrilla, me
sentí obligado a contar lo que había ocurrido. Mi tía jugaba a los naipes con
mi madre, mis hermanas admiraban furtivamente los músculos de un bañero, mi
padre dormitaba en la lona. En voz muy baja, pues casi prefería que no me
oyeran, comenté que había encontrado una piedra azul y en la noche se había
duplicado.
–Todo puede
suceder, con los tiempos que corren –dijo mi tía sin apartar la vista de los
naipes.
Pasé el resto
del día como envuelto en un capullo. Todo era frágil pero inmenso.
–Hoy no
juntaste piedras –observó mi padre después de la cena.
–Colgaron a
Barbarroja –le respondí.
–Del cuello
hasta morir –rió mi padre.
Un viento
fuerte me despertó a medianoche. Miré hacia la ventana: las hojas del árbol
negro aleteaban furiosamente, y las ramas parecían brazos velludos. La casona
crujía. Aunque mi tía estaba orgullosa de esa propiedad que le había legado la
familia, era un edificio destartalado y grotesco. Mi tía tenía más ínfulas que
dinero y la casona –aunque ella pronunciara esta palabra con mayúscula– era
asfixiante. Pero esa noche el árbol no me asustó. Me sentía amparado por esos
ojos azules que brillaban sobre la cómoda y parecían escrutar, en su pétrea
placidez, el universo entero.
A la mañana
siguiente, mientras desayunábamos en el jardín, quise hablar de nuevo sobre la
piedra. Mis hermanas escribían cartas a sus novios de Buenos Aires mientras mi
tía recitaba antiguas glorias familiares en las que mi madre creía con un
candor que entonces me divertía y con el tiempo me resultó alarmante. Me
acerqué a mi padre y le repetí la historia de la piedra azul. Me escuchó con
una sonrisa.
–Un talismán
llegado del mar –exclamó teatralmente.
Mi madre lo
miró con tristeza. Mi tía murmuró algo sobre los problemas del crecimiento y
las fantasías perniciosas. Aún hoy recuerdo esa palabra, “perniciosas”, como un
taladro horadándome el cráneo. Mi padre aceptó subir a mi cuarto para ver el
talismán. Mi tía comentó que las extravagancias del hermano siempre habían sido
la vergüenza de la familia. Mi madre asintió como quien se resigna a una fatalidad.
–No es un
talismán –le dije a mi padre mientras subíamos la escalera. No estaba seguro
del significado de esa palabra, pero sospechaba que mi padre no había
entendido–. Esa piedra está viva.
–Todos los
talismanes están vivos –respondió mi padre. Y añadió, para mi decepción–: En
cierto modo.
Arriba le
mostré la piedra doble. A mi padre se le borró la sonrisa. Examinó la piedra
con admiración y espanto. Tenía la expresión de una fiera, pero hizo un
esfuerzo para dominarse. Comentó, casi con desdén, que había otras más bonitas.
–¿Viste el
fulgor azul? –exclamé.
–Un fenómeno
óptico –explicó vagamente–. Claro que no parece una piedra común. Con razón
imaginaste esas cosas. –En seguida se arrepintió de esa frase–. Quiero decir
que encontraste algo interesante.
–Cuando la
encontré no era doble.
Mi padre no
respondió. Le quité la piedra con brusquedad y la apoyé de nuevo en la cómoda.
Él extendió el brazo como para recobrarla, pero se puso la mano en el bolsillo.
Más tarde, en
la playa, descubrí el esplendor del mundo. Mi piel tocaba la arena, y la arena
tocaba el mar, y a lo lejos el mar tocaba otras playas, y la arena de esas
playas tocaba la piel de otra gente. Hilos invisibles unían todas las cosas.
Recogí arena y la apreté con fuerza.
La arena era la
eternidad, y la tenía en un puño.
Esa noche me
acosté y me puse a mirar el árbol. A través de las ramas, vi el resplandor
lechoso que cuajaba el cielo. Pensé de nuevo en los hilos invisibles y los
imaginé como una gran telaraña. Esa telaraña era el mundo, y se segregaba e
hilaba a sí misma. Vi un fulgor azulado palpitando en la oscuridad. Los ojos de
piedra parpadeaban en la sombra para ver el mundo del que formaban parte.
A la mañana,
durante el desayuno, mi tía me preguntó:
–¿Qué es esa
costumbre de prender y apagar la luz de noche? ¿No te enseñaron a no gastar
electricidad? El despilfarro ha sido la ruina de esta familia.
La miré sin
entender.
–Te habrás
dormido leyendo y no te diste cuenta –balbuceó mi madre, tal vez para ayudarme.
–Nadie lee
prendiendo y apagando la luz –insistió mi tía–. Anoche sentí calores y me
levanté. Salí al jardín y vi un reflejo intermitente. Miré tu ventana y el
reflejo venía de allí.
–¿Jugás a los
fantasmas? –bromearon mis hermanas.
Mi padre
callaba pero me observaba con avidez, como si el mundo dependiera de mi
respuesta. Me quedé mudo, y mi tía murmuró algo sobre los malos ejemplos y los
jóvenes irrespetuosos.
–No lo hago más
–dije al fin, para quitármela de encima.
Mi padre me
miró defraudado. Una sombra le cruzó la cara.
–¡Bu! –exclamaron
mis hermanas.
–Yo no creo en
fantasmas –contesté de mal humor.
El mal humor no
me duró mucho tiempo.
Cada día, la
piedra me revelaba que nuestra soledad es una apariencia.
Una noche, un
chasquido en la puerta de mi cuarto despedazó ese milagro. Me desperté,
pestañeé y vi a mi tía en el umbral, con la mano en el picaporte. Una luz azul
la envolvía, el fulgor palpitante de la piedra. Me quedé quieto para que ella
me creyera dormido, pero estaba demasiado perpleja para fijarse en mí.
Evidentemente había abierto la puerta de golpe para sorprenderme en mi presunta
desobediencia, pero la mirada acusatoria y triunfal se le había borrado.
Clavaba los ojos en la luz azul.
Se acercó a la
cómoda en puntas de pie. Al principio no se animó a tocar la piedra. Tanteó
alrededor de ella como buscando una conexión eléctrica. La piedra dejó de
parpadear. Mi tía la tomó con cautela y la soltó como si le diera asco. La
piedra parpadeó de nuevo. Mi tía se llevó las manos a la cabeza, y se le
desprendió un aro. No se agachó a recogerlo. Abrió la boca para gritar, pero no
pudo. El grito (de algún modo hay que decirlo) le salió por los ojos. En la
penumbra azulada, sus pupilas centellearon como ascuas.
A la mañana
bajé a desayunar con el aro en el bolsillo.
–¿Por qué traés
porquerías a mi casa? –rezongó mi tía.
Mi madre se
tapó la boca con las manos.
–Querida
hermana –dijo mi padre–, empecemos el día en paz. ¿De qué porquerías estás
hablando?
–Las piedras.
¿Para qué trae piedras de la playa?
–No tiene nada
de malo, y además lo hizo siempre.
Mi tía murmuró
algo sobre los padres irresponsables que llevaban a los hijos por la mala
senda.
–Son sólo
piedras –dijo mi padre–, y están guardadas en una bolsa.
–Ayer entré a
limpiar y vi una piedra en la cómoda. ¡En la cómoda!
–¿Te referís al
talismán? –preguntó mi padre.
Mi tía lo miró
boquiabierta.
–Esa piedra
está viva –declaró mi padre, guiñándome el ojo.
Mis hermanas,
por contener la risa, se atragantaron con el café.
–¿De qué estás
hablando? –preguntó mi tía.
–Es sencillo –explicó
mi padre, impostando la voz–. Esa piedra vigila el universo. En ella están los
ojos de Dios.
Mi tía se
santiguó, murmuró algo sobre herejías y blasfemias y perdió la paciencia.
–Debí
imaginarme que vos andabas metido en esa broma pesada –protestó.
–¿Broma?
–preguntó mi padre, sinceramente intrigado. Se puso serio de golpe. Mi tía
intuyó que había hablado más de la cuenta.
–Vos y tu hijo
–masculló–. ¿Por qué no aprenderán de las mujeres de la familia? A vos también
te hablo, mocoso –añadió, mirándome con ferocidad–. ¿Por qué no aprendés de tus
hermanas, que son unas señoritas?
–No quiero ser
una señorita –murmuré.
Mi madre agachó
la vista. Mis hermanas se levantaron respetuosamente de la mesa y entraron en
la casa. Oí el eco de sus risitas apenas cruzaron la puerta.
–¿De qué broma
estás hablando? –insistió mi padre.
Mi tía frunció
la cara, no con enfado sino con angustia. Sentía ganas de gritar y el grito,
como la noche anterior, le salía por los ojos. Parecía estar viendo el parpadeo
de la piedra azul. Yo me irrité al recordar la noche anterior.
–Vos no
entraste ayer a limpiar –dije de golpe–. Entraste anoche.
Mi tía murmuró
algo sobre calumnias y difamaciones. Qué me había creído, jadeó. Tan luego
ella, andar fisgoneando de noche en los dormitorios.
Me enojé tanto
que no pregunté qué significaba “fisgoneando”.
–Me despertaste
–insistí–. Fuiste a espiarme.
–No inventes
cosas –tartamudeó mi madre.
–No sé cómo
permitís este bochorno –le dijo mi tía a mi padre–. Siempre dije que este chico
fantaseaba demasiado, pero nunca creí que fuera capaz de insultar a sus
mayores.
–Yo no fantaseo
–protesté–. Anoche, para cenar, te pusiste los aros rojos.
Instintivamente,
mi tía se llevó la mano a la oreja.
–Después
perdiste uno en mi dormitorio –concluí, tirando el aro sobre la mesa.
–¡Monstruo!
–dijo ella.
El desayuno
terminó en un revuelo de excusas y acusaciones.
Esa tarde,
cuando yo tomaba sol en la playa, mi padre se me acercó.
–La tía quiere
que tires las piedras – me susurró al oído.
Alcé la cabeza
sobresaltado.
–¿Todas?
–pregunté.
–Todas.
–Quiero
quedarme con una. Sólo una.
–Tienen que ser
todas.
–¿Por qué? ¿Qué
tienen de malo las piedras?
–Nada, pero vos
sabés que las personas mayores tienen sus cosas.
–¿Qué tienen
que ver esas cosas con mis piedras?
Mi padre extendió
la mano y me ayudó a levantarme.
–Vamos –dijo–.
Yo te acompaño. Quiere que las tiremos al mar.
Caminamos por
la playa y la calle de arena hasta llegar a la casona. Mi tía estaba en el
porche, sentada en la mecedora, abanicándose. Aferré con desesperación la
muñeca de mi padre.
–Amo esa piedra
–le dije. Y el amor me quemaba los nervios, me pegaba en las sienes.
Mi padre no
respondió.
–Es una lástima
que no aproveches la playa –le dijo a mi tía al llegar al porche–. Es un día
hermoso.
Ella no dijo
nada y desvió los ojos, abanicándose con rabia. Murmuró algo sobre la vejez y
los años perdidos.
–Pero la tía no
es vieja –le susurré a mi padre mientras subíamos.
–No se lo digas
nunca –repuso mi padre–. Ella quisiera ser vieja. Ella quisiera estar muerta.
Y parecía
muerta cuando bajamos. Sentada en la mecedora, con el abanico en el regazo,
lucía doblemente inmóvil. Tenía los ojos abiertos, pero no nos siguió con la
mirada.
En la playa, mi
padre y yo vaciamos la bolsa y nos pusimos a arrojar las piedras al mar.
Jugamos a ver quién las tiraba más lejos. Las piedras rebotaban en las olas
antes de hundirse. Las gaviotas las perseguían, tal vez creyendo que eran
peces. La piedra azul quedó para el final. Mi padre la recogió y echó el brazo
hacia atrás para arrojarla, pero se arrepintió y me la dio a mí. Miré la piedra
doble: había perdido el fulgor, y era como un par de ojos muertos. No quise
aceptarla. Mi padre la dejó caer en la arena y se fue hacia la sombrilla. Quise
gritarle que era un cobarde, pero mi propia cobardía me lo impidió.
Lagrimeé.
Tomé la piedra
y la tiré al mar. Las gaviotas se dispersaron en un estallido de plumas. El
cielo parecía un cristal hecho añicos.
En la cena de
esa noche, mi tía abusó más que nunca de su papel de anfitriona. Repitió en una
sola sesión las historias familiares que siempre nos administraba en dosis
homeopáticas. Mi madre le festejaba las bromas con carcajadas histéricas. Mi
padre y mis hermanas asentían en silencio. Yo miraba el plato con una sensación
de vértigo. Después del postre, dije con timidez que esa noche no quería dormir
solo. Pensé que mis hermanas se burlarían de mí, pero ambas me aceptaron con
entusiasmo.
–De chico él
era igual –dijo mi tía, mirando a mi padre con la ternura de un buitre. Murmuró
algo sobre la edad difícil y el miedo a la oscuridad.
Mi padre
recordó anécdotas sobre su infancia y juventud. Nunca las había contado antes,
y quizá las estaba inventando. Reía, pero cuando fui a despedirme de él y le
besé la mejilla noté que la tenía húmeda.
En el dormitorio,
antes de acostarse, mis hermanas se pusieron a mirar el mar desde la ventana.
Hablaban de películas y actores de cine. Yo estaba echado en un colchón que
habían puesto en el suelo y observaba la silueta de ambas perfilada contra el
claro de luna. Mis hermanas me llamaron de pronto.
–Mirá eso
–exclamaron, señalando unas astillas de luz azul que bailaban en la espuma
frente a la playa–. Deben ser medusas.
Mis hermanas se
fueron a acostar y yo me quedé junto a la ventana.
Sabía que no
eran medusas.
A medianoche vi
a mi padre en la playa. Estaba arrodillado de cara al mar, y se quedó allí
hasta que la luz azul murió.
Al día
siguiente, mientras caminábamos juntos cerca de las rocas, le tomé la mano para
demostrarle que no le guardaba rencor. Noté que le temblaba el brazo, y supe
que no se había perdonado a sí mismo. Abatido, recogí un puñado de arena y lo
apreté con fuerza.
Pero se me
escurría entre los dedos, y era sólo arena.
*
“La vida en la
tierra sale bastante barata. / Por los sueños, por ejemplo, no se paga ni un
céntimo. / Por las ilusiones, sólo cuando se pierden. / Por poseer un cuerpo se
paga con el cuerpo”.
*De Wislawa
Szymborska
Inventren
María Lucila*
"Cubre la
memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que
fuiste"
Alejandra
Pizarnik. -Caminos del espejo-
El hombre con
el que me encuentro en el bar se llama Emilio, sabe de mi interés por escribir.
Dice que va a contarme algo de su historia personal que sin dudas tiene
relación con la antigua estación de trenes. Le aviso que no logro escribir
razonablemente bien y que más aún, tengo la sensación de que mi escritura
empeora con el tiempo.
-No importa,
vengo a contarle esto porque necesito que alguien lo escriba. -me dice con tono
de suplica.
-Y porque a mi
me duele tanto el pasado que necesito contarlo a quien tenga un rato para
escuchar.
Lo que sigue es
el relato del hombre, dos horas y media sentados, con tres cafés cortados de
por medio que quiso invitarme si o si. -Me ofende si no me permite pagar a mi-
dijo para terminar con mi resistencia.
En la estación
María Lucila trabajaba su abuelo. Su madre nació allí y la llamaron María
Lucila para homenajear a la estación que además de darle trabajo a su abuelo
era su vivienda. Pasó en el pequeño pueblo sus primeros años, luego de la
nacionalización, al abuelo lo trasladaron un par de veces de estación hasta que
se jubiló.
Lo cierto es
que su madre pasó su adolescencia y juventud radicada en Avellaneda. Se hizo
amiga de la Alejandra Pizarnik, cuando era una chiquilina tímida y tartamuda. Y
al menos una vez se fueron en tren a conocer el pueblo que lleva el nombre de
mi madre.
El hombre me
muestra una foto con dos jóvenes que posan para la cámara haciendo equilibrio
sobre el riel, más allá se observa una estación típica del Midland pero es
posible ver el lugar donde se colocaba el cartel con el nombre. Atrás de la
foto puede leerse "con florita Pizarnik, María Lucila, enero del '53.
Mamá era una
mujer hermosa -dice el hombre. Igualita a las chicas que dibujaba Divito.
Por alguna
cuestión que desconozco lo único perenne en ella, lo que había echado raíces
profundas era la angustia. Su verdad era una cuna de angustias de la que nadie
había logrado sacarla.
(....)
Se equivocaron
ella y mi padre en casarse. Mi padre era psiquiatra y mi madre su paciente, se
enamoraron o se tuvieron lástima -vaya uno a saber- , o quisieron dar vuelta la
historia de cada cual que los había llevado en ese punto de encuentro o desencuentro.
Usted sabe que
todo, absolutamente todo en el universo se acerca o se aleja, pero nosotros nos
ingeniamos para negar esas percepciones incomodas.
Creo que mi
padre pensó que la iba a cambiar, no hay héroe más fallido que el que quiere
cambiar una persona.
Llego a
decírmelo una vez: -lo que no se da espontáneamente bien entre una mujer y un
hombre no se lograra jamás. Nadie puede cambiar al otro -ni a sí mismo, según
parece. La angustia de mi madre le impedía conectarse plenamente con los otros,
estar presente y atravesar los acontecimientos que te van marcando en la vida.
Se fue cuando
mi hermano tenía 5 y yo 3 años. Dejo una carta. Mi padre después de leerla ni
intento buscarla, entro en un profundo silencio que le duro meses.
Un día nos
presento a su nueva mujer: Ella es Natalia, vivirá con nosotros -nos dijo.
Natalia nos
crío y malcrío lo mejor que pudo.
Mi hermano
creció, estudio ingeniería electrónica y se fue a vivir a Estados Unidos. Vive
en Nueva Orleans, tiene mujer e hijos americanos. Un auto y vacaciones.
Mi padre tenia
70 años cuando falleció, era 8 años mayor que mi madre. Yo no había cumplido
los 21.
Antes de
enfermar, me invito a charlar en un bar. Sin que se lo pidiera me dejo su
consejo: -A los 20 años un joven debe elegir si en su vida será un hombre o un
marido. Te recomiendo que seas un hombre...
Creo que le he
fallado, no logre ni ser un marido eficiente ni un hombre en el sentido que
creo que le daba a esa palabra mi padre con un tono cercano a lo sagrado.
*
De mi madre,
quedaron casi todas las preguntas sin respuesta. Nunca sabré si volvió a ver a
su amiga Alejandra "la florita" como la llamaban los abuelos. Hay un
abismo de treinta años de silencio.
La tía Eugenia
-hermana menor de mi madre- logró encontrarla unos meses antes de su muerte.
Tuvo una corazonada y la siguió. Volvió a María Lucila 20 años después de que
cerraron el ramal los militares y se llevaron las vías. Y allí estaba mamá
viviendo en la estación. Sin luz eléctrica, sin vecinos cercanos. Salvo una
escuela pública ubicada enfrente de la estación no había nadie a Km. Allí vivía
mi madre. Envejecida prematuramente. Sacando agua con una bomba manual,
cultivando vegetales en unos pocos metros de quinta. Rodeada de pájaros -tenia
muchos en jaulas- y otros que venían a visitarla a los que agasajaba regando la
tierra con alpiste, o mijo o arroz según lo que tuviera.
No sabía nada
del mundo, ni siquiera quien era el presidente de turno, no tenia radio ni
televisión.
¿Sabe cual era
una de sus costumbres? Sentarse con una silla a la hora de salida de la escuela
y ver el rostro de los niños. Estudiarlos con detenimiento y luego verlos
alejarse por el camino de tierra hasta que eran manchas blancas.
(....)
Sabía del
suicidio de Alejandra, le dolía como si hubiera pasado apenas unos días atrás:
"Pobre
Florita, repetía. Tan lúcida y tan frágil. Pobres todas las personas sensibles
del mundo porque no tienen cabida". Eso es lo que me dijo mucho después la
tía, a la que hizo jurar que no le diría a nadie donde estaba y como vivía.
*
Esto es lo que
la tía Eugenia rescato: unas fotos, unos libros de Pizarnik con anotaciones de
mi madre. Una historia clínica que le dieron en el hospital donde se observa
que en los últimos años sufrió con su cuerpo.
Muy poco para
un enigma de más de 30 años.
El hombre
vuelve a abrir el libro que le dejo su madre y lee otra frase de Pizarnik
marcada con birome azul:
"Como una
niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la
lluvia"
Así me siento,
así me sentí siempre, -escribe al costado mamá- y espero que quienes esperaban
algo distinto de mí puedan perdonar esta soledad en la que he hundido mis días.
Emilio derramó
lágrimas. Arrugó con rabia una servilleta de papel después de secarse para
evitar que sus lágrimas de sal caigan sobre el pocillo de café.
Al rato nos
despedimos con un abrazo.
Mientras
caminaba por la avenida me di cuenta que ninguna historia de las que he podido
contar son historias de vida de gente feliz.
*De Urbano
& Coiro.
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI. KM 12. LA SALADA.
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