jueves, enero 25, 2018

LA VIDA QUE NO TUVIMOS…


*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina









EL HOMBRE QUE SIEMPRE GANABA*



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



Autómata
(Del lat.  automăta, t. f. de -tus, y este del gr. αὐτόματος, espontáneo)
  1. m. Instrumento o aparato que encierra dentro de sí el mecanismo que le imprime determinados movimientos.


Es verdad que el hombre que caminaba por las densas calles de Londres era Matías Blumfeld. También es verdad que los únicos datos dignos de mención en su biografía eran una infancia ocupada por la soledad y el estudio obsesivo del ajedrez. Sin embargo, a pesar de esta parca y casi invisible memoria, los pocos que lo conocían percibían –acaso en la mirada, en la forma de atusarse el bigote– una vida secreta que enmascaraba alguna indecible aventura, una pasión que lo hacía un extraño para los demás. Matías Blumfeld había evitado el matrimonio y su vida se limitaba a administrar un local de antigüedades en Clifford Street, herencia familiar que lo mantenía ocupado cerrando tratos no siempre ventajosos, limpiando el polvo de muebles y estantes en donde se apilaban añejas figuras de porcelana y cuadros traídos de los confines del mundo. En las noches, alumbrado por la mala luz de una bombilla, esbozaba movimientos de ajedrez frente a las piezas inmóviles de un oponente imaginario. En su temprana juventud había derrotado a los más variados oponentes en todos los clubes de Londres. Estaba por ingresar a los círculos profesionales cuando sufrió varias derrotas que le hicieron perder la confianza y lo alejaron de los torneos públicos. Siguió jugando con algunos conocidos, pero con el tiempo fue abandonado esta costumbre para recluirse en sus imaginaciones. A veces soñaba que cada movimiento en el tablero, por ínfimo que fuera –el tímido avance de un peón al inicio del combate– representaba una dirección en un camino que se bifurca; una plática que brota al azar y que se mantiene sin ninguna razón aparente. Todas las noches, después de cerrar la tienda, estudiaba las partidas más célebres de la historia y buscaba en patrones reconocibles como los que siguen las aves migratorias o como los que trazan nuestro destino en las palmas de las manos.
Una noche de invierno, antes de cerrar la tienda, llegó un hombre de piel curtida por el sol y rasgos vagamente orientales; su densa barba era la de un derviche. El hombre distrajo la mirada en un colorido candelabro veneciano y, con un inglés en el que no se distinguía ningún acento, le dijo:
–Vengo a ofrecerle un libro.
Blumfeld se mostró indeciso pues el mercado de libros antiguos había decaído y prefería hacer inversiones seguras; sin embargo había algo en los ojos del hombre, después asociaría ese misterio con un brillo metálico, un punto de luz en la mirada, que le hizo asentir en silencio y calarse los lentes de lectura. El hombre sacó de una maleta de cuero un libro de tapas amarillas cuyo título genérico, Historia del ajedrez, no decía más que el nombre de su autor, Jacob-August Roth. Examinó con cuidado el libro tratando de encontrar alguna referencia para datarlo. Sus dedos recorrieron páginas agrietadas hasta dar con la fecha y lugar de impresión: París, 1890. El hombre permanecía del otro lado, complaciente, con las manos extendidas sobre el escritorio. Blumfeld adivinó en él un esbozo de sonrisa, como si esos momentos de silencio fueran una elaborada trampa.
–¿Cuánto quiere por él?
El hombre, con voz calma, pidió 80 libras aduciendo que el libro era único pues el resto del tiraje había desaparecido en el gran incendio de la Biblioteca Nacional de Viena en 1918. Blumfeld asintió con condescendencia: estaba habituado a escuchar historias que le esgrimían para convencerlo de una adquisición dudosa. Meditó su decisión mientras miraba los dibujos de tableros y piezas de ajedrez que poblaban las páginas. Pensó que no era excesivo el precio y, además, podría convivir como un detalle curioso con los tomos de su biblioteca dedicados al tema. Pagó y, justo cuando iba a hacer más preguntas, el hombre dio media vuelta y se alejó hasta desaparecer por la puerta.
El libro permaneció varios días con otros volúmenes antiguos que se apilaban en un alto mueble de roble. Una noche decidió poner orden así que hizo una lista y se dispuso a revisar su acervo más reciente. Catalogó una biografía de Chesterton, una edición en castellano de Las mil y unas noches de Antoine Galland y los tres primeros tomos de la Historia de Francia de Michelet. Cuando iba a abandonar la tarea encontró las tapas amarillas de Historia del ajedrez cuyas marcas parecían repetir en la penumbra los rasgos del hombre que había entrado a la tienda unos días antes. Comenzó a recorrer los capítulos que se sucedían sin ningún orden discernible: una partida de Ruy López de Segura, primer campeón del mundo; el arte en las piezas de marfil hechas en Persia; el surgimiento del ajedrez en las cálidas tierras de la India septentrional y su posterior desarrollo en el mundo árabe. Iba a cerrar el libro cuando llegó a un capítulo que se titulaba “El hombre que siempre ganaba”. Volvió la hoja y encontró, entre márgenes apretados y tipografía distinta al resto, la biografía de un autómata conocido como El Turco. Para cualquier interesado en el ajedrez la historia era bien conocida: fabricado por el artesano e inventor húngaro Wolfgang von Kempelen en 1769, El Turco jugaba partidas perfectas atrás de una mesa con dos puertas frontales que, cuando se abrían, dejaban ver un sistema de intrincados engranajes. Hecho de madera y ataviado con un turbante, el autómata había derrotado a Napoleón y a Benjamin Franklin, entre otros ilustres jugadores. Kempelen divirtió a la corte de emperatriz María Teresa en Viena que pasó de la admiración al estupor con las jugadas maestras del avezado ajedrecista de madera. Años después el hijo de Von Kempelen lo vendió a Johann Maelzel, empresario de espectáculos, que lo llevó a recorrer el mundo dando grandes exhibiciones y retando a quien quisiera probar su ingenio. Maelzel murió después de un viaje a Cuba y, en 1838, sus posesiones fueron vendidas en una subasta en Filadelfia. Cinco años más tarde el autómata estaba tras una vitrina en el Museo Chino de la ciudad cuando se desató un incendio que, se supone, acabó con él. Durante ese tiempo hubo muchas especulaciones: algunos aseguraban que el autómata tenía la cualidad del pensamiento que sólo otorga Dios a los hombres; otros especulaban con un infalible truco cuyos pormenores se perdieron por el fuego.
Blumfeld llevó el libro a su oficina, preparó una taza de té negro y comenzó a leer. El texto añadía algunos datos desconocidos a la historia de El Turco: un hombre llamado Ohl que compró al ajedrecista por 400 dólares y un doctor de nombre John Mitchell que, finalmente, lo habría donado al Museo Chino de Filadelfia. Sin embargo la historia narrada por Jacob-August Roth no terminaba ahí. El autor afirmaba, apoyándose en reportes periodísticos de la época, que no hubo ninguna prueba de la destrucción de El Turco: la madera pudo haberse consumido pero no las partes mecánicas hechas de metal. Nadie encontró un engranaje, un tornillo o una bisagra. La historia se enturbiaba cuando el autor –citando el testimonio de uno de los vigilantes del museo– refería que el autómata no estaba en su vitrina la noche del incendio ya que había desaparecido en el transcurso de la tarde, se había pensado en un robo. Por su parte, Roth tenía una teoría que explicaba la desaparición del ajedrecista que, milagrosamente, se había salvado del fuego: el autómata era un autómata de verdad, es decir, siempre había jugado por cuenta propia gracias a sus complejos engranajes. Los dueños de El Turco sólo se limitaban a trasladarlo y dejaban que crecieran los rumores de enanos ajedrecistas en su interior para evitar que los tildaran de magos capaces de dar vida a materia inerte. Ellos mismos desconocían el origen de la inteligencia del autómata. Roth pensaba que Von Kempelen, el constructor original, en el afán de perfeccionar su obra, había dado de forma accidental con la razón, una chispa de consciencia que habría evolucionado con los años. La maquinaria, gracias a la continua repetición de movimientos humanos, había generado un alma. John Mitchell, el último dueño, habría donado su adquisición al museo no como un simple acto de caridad para enriquecer el acervo de la ciudad sino para deshacerse de un ser que lo atemorizaba en las noches con sus murmullos. Siguiendo esta línea, el capítulo de Historia del ajedrez terminaba con una escena increíble: el autómata habría aprovechado la noche para desatornillarse de su asiento, incendiar el museo y huir con la seguridad de que nadie lo buscaría pues lo pensarían consumido por las llamas. En el último párrafo Roth especulaba que el autómata habría logrado modificar su apariencia hasta poder caminar libremente en las calles con un nombre desconocido. Quizás aún vivía y cambiaba periódicamente las piezas de su cuerpo para no desgastarse y morir.
Blumfeld cerró el libro. Las manos las sentía calientes y un par de gotas de sudor resbalaron de su frente, como si hubiera estado en pleno sol. Durante los próximos días no pudo pensar en otra cosa, cerraba la tienda temprano y se dedicaba a investigar biografías de jugadores famosos. Tal vez el autómata habría renegado del ajedrez en un intento de borrar el último vínculo con su condición mecánica. Sin embargo, sabía que el ajedrez es, además de un juego, un destino. Tenía la esperanza de que El Turco, incapaz de ganarse la vida de otra forma, siguiera maravillando a sus oponentes con su destreza. En sus sueños había imágenes del autómata abriendo los ojos, acercando la mano derecha al tablero y moviendo una pieza. Ese primer movimiento era un punto de luz que expandía gradualmente sus límites hasta transformarse en una bocanada, un faro que empezaba a originar conciencia y, también, memoria. Quizá su cuerpo seguía siendo de madera; tal vez habría encontrado algún material para preservarlo de la humedad. Con material plástico pudo haberse fabricado una piel que recubriera su pesado cuerpo para tener la apariencia de un hombre. Pudo añadir cabello, pestañas, incluso arrugas para simular el paso del tiempo.
Blumfeld pensó que la única manera de dar con el paradero del autómata era revivir su participación en los torneos profesionales de ajedrecistas. Jugó algunas partidas informales que le hicieron recordar sus años prometedores. Si sus suposiciones eran correctas El Turco participaría ocasionalmente en algunos círculos para tener suficiente dinero y completar o mantener su apariencia humana. Tal vez ganaba un par de torneos y luego desaparecía para no llamar la atención y evitar que alguien se interesara de más en su vida. Blumfeld empezó en el circuito inglés de ajedrecistas profesionales. Llenó las formas, pagó su inscripción y viajó a la ciudad de Sheffield para su primer encuentro. Sabía que el autómata podría estar a miles de kilómetros de distancia, quizás en una oscura ciudad oriental, amparado por algún licor de arroz y anís, donde preservaría de mejor forma su anonimato. Sin embargo algo le decía que El Turco seguía buscando la fama: no habría podido olvidar tan fácilmente los aplausos de las multitudes, los periódicos que lo denominaban invencible. El proceso que lo acercaba a la vida también detonaba el deseo, la ambición.
Blumfeld perdió en semifinales con un jugador de Austria. Asistió a casi todas las partidas sin encontrar algún rastro del autómata. No se desanimó pues sabía que dar con su paradero requería tiempo y fortuna. Tenía que expandir su búsqueda, así que le habló a una sobrina para que se hiciera cargo de la tienda y viajó a España para inscribirse en el circuito europeo que comenzaba en primavera. Pronto llegaron las primeras partidas. Recordó sus años de juventud cuando algunos expertos lo señalaban como una gran promesa. A veces trataba de indagar en su obsesión por El Turco, quizá lo que lo atraía era la perfección de su juego y su capacidad para unir los duros cálculos con la flexibilidad de la imaginación. Era posible que esa ventaja lo hiciera más humano, más cercano a los sueños de Blumfeld como ajedrecista. Recordó que el filósofo Julien de La Mettrie decía que el hombre es una máquina tan compleja que es imposible hacerse de una idea clara de su mecanismo y, en consecuencia, es imposible definirla. Siguiendo este razonamiento el autómata guardaba en sus entrañas metálicas algún secreto para los humanos y él podría descubrirlo.
Siguió la búsqueda torneo tras torneo. En Bruselas interrumpió una partida pensando que uno de los jugadores, un robusto griego de nombre Anastasios Giorgatos, era El Turco. Los jueces lo expulsaron y amenazaron con sacarlo de la Asociación de Ajedrecistas Internacionales si repetía el desaguisado. No se dio por vencido y, pensando que estaba cerca de la victoria, siguió al griego a su hotel. Se registró en una habitación vecina con un nombre falso, esperó a que Giorgatos saliera y lo abordó en el pasillo que daba a un comedor: bastaron un par de preguntas para reconocer su error. Aquel era un hombre vulgar, sin más méritos que la perseverancia para el juego y una inteligencia predecible. Siguió viajando de ciudad en ciudad. En Bruselas empezó el torneo con un jugador local. La partida fue rápida y Blumfeld lo despachó en pocos movimientos. Su siguiente participación tardaría un par de horas así que fue a un bar para analizar la lista de jugadores y desechar a los que ya había investigado. Leía los nombres mientras bebía cerveza. Entonces vino a su mente el rostro del hombre al que había derrotado y recordó sus ojos oscuros, la forma en que miraba el tablero de ajedrez, como si éste fuera una superficie que se desplegara en distintas direcciones. Luego recordó que las escasas jugadas de su oponente habían mostrado un nerviosismo difícil de ocultar. Incluso, una apertura que lo habría puesto en dificultades había sido modificada por una que lo dejaba inerme, expuesto a un ataque fácil. Sin embargo, no había derrota en su semblante, sólo una expresión por momentos vacía que parecía evaluar las casi infinitas posibilidades de toda la partida. Entonces supo que había estado frente a El Turco y que éste, previendo que estaban tras su secreto, había perdido la partida a propósito. Pagó la cuenta y regresó al hotel en donde se llevaba a cabo el torneo. Preguntó por su rival pero sólo le repitieron un nombre: Jacques De Bruyn y una dirección que, al investigarla, se reveló como falsa. Pasó el resto de la tarde recorriendo las calles de Bruselas, preguntando infructuosamente por Jacques De Bruyn. Encontró a un par de homónimos que lo miraron con extrañeza. En la noche, derrotado y maltrecho, regresó al hotel. En la recepción le dijeron que tenían un paquete a su nombre. Abrió la caja de cartón y encontró un ajedrez medio devorado por el fuego, cuya antigüedad se remontaba –según una nota– al año de 1769. Entonces recordó al hombre que había entrado a su tienda meses antes, el brillo metálico en su mirada y sus calculados movimientos, como si se estuviera acostumbrando a un nuevo disfraz. Comprendió los deseos de El Turco y regresó a su patria con la convicción de contar su historia.


*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.












LA VIDA QUE NO TUVIMOS…







*


Mientras la tarde sucedía afuera
nos refugiamos
en la casa a oscuras,
mirando Billy Elliot por centésima vez.
Cuando Billy improvisó unos pasos delante de su padre
y le sostuvo la mirada
con ese gesto terrible de los chicos
vos, apenas iluminado por la luz de la ventana,
temblaste.
Nuestra hija mayor
en un pudor de pelo rubio se miró la palma de las manos.
La más pequeña,
se acercó a mí, sobre el sillón
y dejó su cabeza en mi regazo.
Te brillaban los ojos
como estrellas nacidas del calor de las calles.

Te miré,
mordiendo el hueso de tu dolor,
deseándote la vida que no tuvimos.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












Canto I del río.*



Otra vez he vuelto a ver las piernas largas
en las aguas mansas temblaban
las piernas y las manos de mi padre .

Me recosté en el recuerdo devenido de los días
en que sus fuertes manos asían esta vida
como el sauce sobre el río me recosté
en un recuerdo profundo
que flotaba intenso en la nube y el árbol.

Porque papá alquilaba en esos veranos
una casita en la sierra mientras mi madre arrullaba
a mi hermano. Nosotros dos mi padre y yo
nuestros ojos serenos abrazados y noctámbulos.

Tanto hacía que no iba a su encuentro.
Se presentó esa tarde y percibí la honda ausencia
de su mano en el camino del agua por la arenilla blanca
allí donde corre certera para saltar la piedra.

Hacía tanto que no iba a su encuentro.
Padre mío: blando el agua y no te encuentro.

Ya no aparecerá para caminar junto a tus manos
dijo una mujer extraña saliendo del agua
Tranquila dejálo en los brazos
en inmensa paz lo arrulla el Creador .




Canto II del río.*


La niña y tal vez la otra más pequeña sea su hermana
Cabellos duros renegridos mesa por mesa
Bolsitas de nylon descalzas vendían agujas.
Que Dios la bendiga, señora.
Vos, calláte, muerta
de hambre a la más pequeña - Dijo-
y no las volví a ver otra tarde.

Y el niño del agua: su pelota de plástico colorida
iba de sus manos a las mías.
¿Dónde queda tu casa? Ese niño de ojos
inmensos y renegridos como el valle nocturno.





Canto III del río.*


La piel se ha puesto dorada
minerales yodo. La piel parece laqueada.
Todo trabajador tiene derecho
a tener vacaciones. No es rico por eso. Es su derecho.
Lo sopló el canto del río. Una tarde un viento.


*De Adriana Sáliche. adrianasaliche@hotmail.com
Chivilcoy.












Esa que habla*



Esa que habla por medio del poema
y ensaya ilusiones como coreografía
de una nueva danza.
Esa que finge no oír lo que te pasa
y bebe a sorbos el jugo fresco del amanecer
esa no eres tú.

Esa que espera cada día un porvenir
desmemoriado que olvidó tu nombre.

Esa que canta una canción
y tiene mucho de vida y otro tanto de su oponente.
Esa que se disfraza de viajes, barcos y trenes
y te habla de los puertos a los que nunca arribaste:
esa no eres tú.

Aunque la escuches dentro de ti
cayendo sobre tus días.

Ella es lo imposible del mundo que soñaste
de lo que quisiste ser...
y con desesperanza
te roza las sienes.



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar


















Oscilación de un cuerpo sobre sus péndulos*



Estas calles se ejercitan con mis pasos.
Salgo a su sombra cada noche,
con la infancia recogida
en los bolsillos de mi abrigo.
Total, poco me importa
salir cuando el sol, resonante,
doblega la impronta del silencio.
Los otros instantes de luz
naufragan en la cotidianidad de mi vicio:
Guerra de sudor y miedo.
Estas calles se ejercitan
con mis pasos,
las llevo tatuadas como flores chinas:
Lotos flotantes en la perpetuidad de mis recuerdos.
Estas calles me transitan
y en la lascivia de sus muros
y la sordidez de su asfalto,
se va agotando mi vida.
Soy estas calles
que con el atardecer
lloran.


Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es














La seda de Vietnam*



La seda arropa un sillón, evita la pura desnudez del uso. Es el arte que viste el pragmatismo. El deseo y la necesidad en una unión indisoluble. Me la regaló una amiga viajera que vive en Barcelona y llegó hasta mi casa en las manos de otra amiga.

Vietnam que fue durante tanto tiempo para mi sólo guerra y NAPALM, ese fuego en la piel con el que el imperio quiere grabar en el cuerpo del otro la democracia o un sólo modo de vida posible, el de ellos.

Vietnam que fue la foto de una niña corriendo quemada.

Vietnam que fue el nombre de una rabia y un amor.

Vietnam que fue ese ardiente deseo de justicia de mi adolescencia.

Ahora inesperadamente es una tela con flores delicadas que casi vuelan en la tela sus arabescos de belleza.

La tela es reversible y desde el otro lado de la trama, de la historia, las mismas flores en colores más suaves.
Desde lo oculto surgen los matices. Ese rojo oscuro, se vuelve un rosa poderoso un gris acariciante.

El tiempo que pasó desde aquella fiesta celebrando cerca de mar azul la paz y una victoria arrasada de muertes.

Tiempo que trae en la femenina envoltura de la tela la vida que pulsa. La amistad que desoye las distancias y se hace presencia en mi casa que cobija.
En cada objeto tantas historias, no forman parte de la sociedad que los hace prescindibles para que compremos otro. No puedo, deshacerme de esta tela, me consuela de las heridas, me viste el alma.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
















BURBUJAS*



En el patio han florecido burbujas de jabón. La niña sopla por el aro, y la simple magia, la sencilla magia sin truco hace que broten perfectas, etéreas, bellas en su transparencia sutil estas burbujas que danzan morosamente en el aire quieto.
Algunas se perderán en la parra, otras contra las baldosas gastadas; las más, hallarán un final de simple desaparición por exceso de sutileza.
La niña creará perfectas burbujas mientras la mirada clara de su padre se humedece.
El hombre sonreirá con tristeza. La niña no sabe que está creando burbujas para la memoria. No puede saber que las burbujas están fijadas en un punto de su infancia que también se desvanece. No quiere saber tampoco, todavía, que la belleza es tanto más anhelada cuanto más leve, más intangible, más fugaz.
Ella hace pompas de jabón y mira con la sonrisa completa a su padre. Todavía es niña, y ese hombre triste puede darle un aro, un poco de jabón, y crearle un espacio de felicidad.
Para la niña las burbujas que desaparecen se reemplazan con el simple trámite de soplar por el aro. Para el hombre que sonríe hacia ella, las burbujas que desaparecen son los minutos que se llevan el mundo a cuestas, que desgastan las baldosas, que agregan blanco a sus cabellos, que le van ahuecando el pecho.
El ha puesto un alero a la cucha del gato, para que no lo moje la lluvia en su sueño de bigotes temblorosos. Ha podado las parras que su padre, que ya no está, plantó en el fondo de la casa. Guarda las herramientas que probablemente jamás vuelva nadie a utilizar.
Le ha dado a su hija un aro, y jabón, para recordarse que todo trabajo es para el día de hoy, y que el mañana es inexorable. Sin saberlo, ha propiciado la aparición en su patio trasero de la belleza fugaz, efímera y por eso mismo inapreciable de las esferas perfectas de la infancia, de la felicidad perfecta que se puede ver, pero no se puede tocar con las manos a riesgo de hacerla desaparecer, estallar, desvanecerse.
Mientras tanto, las espléndidas burbujas, perfectas burbujas de jabón reflejan por un momento, un eterno momento suspendido, este mundo pequeño de amor en un patio trasero de las afueras de la gran ciudad que lo desconoce.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com











*


Una vez,

al costado de la noche,

me senté a mirar mi vida.

Era un camino blanco

y alguien

había dejado unas piedritas.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com














FIEBRES*



Un pájaro de tinta es un tembladeral de fiebre
Huésped de mi barro. Cinco signos tiene la luna roja.
Espejos estridentes en los huesos. Ah, tu espejo.
El polvo es el calostro del jazmín de leche.
Los gansos tienen ojos de ceniza.
La destemplanza es patrimonio del silo.
No hay pilas bautismales inocentes.
Ventanas cruzan los rebaños muertos.
Lobos. Mansas sombras de humo. Salvajes.
Lobo. Lobo. Devórame lobo.
Virgen de misterios oscuros.
El amor es la esfera de tu espanto.
Quédate tranquilo, dolor. Ya no quedan piedras.
Hoy, atada mi boca y amarradas mis manos.
Se me hiela una mujer en mi pulso y se sacude.
Un hombre solitario la extraña hasta los huesos..
Y ya es tarde corazón y soy polvo y tengo frío.
Las últimas… y las últimas piedras?



*De Amelia Arellano amelia.arellano01@hotmail.com










*


La tristeza es un té con dulces servido por una dama extraña a la que conocemos bien a pesar de que no la vimos nunca.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







Inventren





Domador*



Al Doctor Enrique no le gustaban mis monólogos existenciales. Por momentos parecía perder la paciencia: “Te atiendo porque sos un hijo y nieto de polacos pero no me digas más boludeces...” de tanto en tanto remataba su enojo con algo sacado de su manual de frases hechas "hacete cargo de tu vida".


Yo era el segundo paciente de la jornada. El primero -Marcelo- subía con el doctor en Puente Alsina. En la estación Libertad bajaba Marcelo y subía yo, nos conocíamos de vista. A veces intercambiábamos breves comentarios como forma de saludo.
Marcelo era un tipo con ojitos chiquitos hundidos en el miedo. Una vez me preguntó: ¿Cuál es tu tema?

-La reparación...  Dije sin pensar, como me salió.

Y el tuyo? -Pregunté

-El acompañamiento… -Respondió mientras se perdía entre la gente que estaba en el andén.

Mi sesión duraba hasta Enrique Fynn. Eran 45 minutos.

En Fynn me bajaba y no subía ningún paciente. Aprovechaba el resto del día para ir a visitar la chacra de mi tío que vivía entre patos y gallinas pero se consideraba un inventor.

Para mi el doctor era un loco chiflado pero socialmente era considerado como una eminencia a la que le estaban permitidas esas excentricidades como atender arriba de un tren.

A mi me ganó como paciente aquel día en el que le conté que quería escribir una novela a partir del tío chacarero e inventor aficionado. Su obsesión era diseñar todos los aparatos imaginables a cuerda, con mecanismos y engranajes parecidos a los de relojería para evitar usar electricidad. "Cuando la electricidad no pueda pagarse se van a acordar de mis inventos" Se justificaba.
Sin mediar palabra, Enrique se paro y fue caminando como un robot o más bien como una marioneta por el pasillo del vagón. Cuando se volvió a sentar frente a mí dijo: "No te olvides de incluir un psiquiatra a cuerda"

Aquella risa compartida me convirtió en un paciente feliz y al tiempo en alguien cercano con quien se permitió hablar de él mismo.

A los 17 años -recién ingresado a la carrera de medicina- trabajó en el prostíbulo de una famosa Madame.
-Eran chicas polacas bellísimas -dice con sus ojos tirando chispas-  Enrique les enseñaba francés. Ellas le enseñaban a amar. Años después declaró en un reportaje que fue "instructor de modales en un quilombo”. Allí conoció a AGNIESZKA, que además de bella era “Ani, aquella ternura que no se olvida y  el paso del tiempo acrecienta más y más”.
Era como un hada adivina que predijo su futuro de especialista reconocido.
Del lupanar se fue cuando contrajo una neumonía.

“La locura es como la muerte pero reversible” Esa idea lo sacó de la medicina y lo llevo a la psiquiatría.

En un anotador tenía los horarios del Midland e intercalados cuales eran los pacientes que atendía. Ahí supe que el doctor atendía 9 o 10 pacientes en cada viaje y que su jornada terminaba en Carhue.
Guarde como recuerdo una hoja de uno de sus días de atención de pacientes con el detalle de estaciones en las que subían. Cuanto tiempo duraba la atención. En cual estación debían bajar. Enrique sabía que los horarios del Midland eran de una puntualidad inglesa por eso podía confiar la duración de las sesiones al tiempo estipulado de viaje entre una estación y otra.

Marcelo, de Puente Alsina a Libertad. Duración sesión: 45 min.
Kalman, de Libertad a Enrique Fynn. Casi 45 min.
Azucena, de González Risos a San Sebastián. 50 min.
Alejandra, de San Sebastián a Baudrix. Son 60 minutos
Javier, de Baudrix a Morea. 50 min.
Alberto, de Morea a Corbett. 55 min.
Eduardo, de Ordoqui a María Lucila. 45 min.
Lucía, de Henderson Hasta Andant. 55 minutos.
Haydée, de Andant a Casbas 40 min.
Miguel, de San Fermín a Carhué. Son 50 minutos.

En Carhue tenía una amante pelirroja que había sido primero su paciente con la que cenaba y compartía lecho en el hotel.

Una vez, cuando estaba por bajar en Enrique Fynn me tomo del brazo antes de que me vaya para dejar al aire un deseo:

-Cuidame al pueblo de mi otro yo de Fynn que cuando me retire voy a comprar allí un campito. Quiero vivir tranquilo pero cerca de Buenos Aires.
Estoy cansado de la gente.
Seré domador de caballos.




*De Eduardo Francisco Coiro.











-Próximas estaciones de escritura:

PLOMER   
-Por Ferrocarril Midland- & -Ferrocarril C.G.B.A-


JUAN ATUCHA.  
–Por Ferrocarril Provincial-


***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Provincial:

JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***

El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Midland:

KM. 55.    ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



InventivaSocial
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

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