*Foto de Paula Novoa.
*
La ilusión se apoya en creer que eso
que está sujeto al mástil
desde el día en que nos conocimos,
y el viento mueve,
y golpea con el aire, con los bichos,
con las bolsas plásticas, con el frío,
no es tu corazón,
no es mi corazón.
-Valeria Pariso nació en 1970 en la
provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero
sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013);
"Donde termina esta casa",
Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la
noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares. Tiene inédita la trilogía: "Uva negra", "Mascarón de proa" y "El castillo
de Rouen".
Varios de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
En el año 2014 crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a
la lectura de poesía contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la
actualidad, incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de
César Jorge.
Coordina talleres de poesía.
Tiene los blogs:
HABRÁ LO QUE QUEDA CUANDO CESA EL VIENTO…
*
Para qué nombro,
al fin,
para qué digo
sino es para encontrar cómo llamarme
desde las cuevas
más hondas del lenguaje;
mi voz
ese color de humo
en la pared
teñido por palabras vegetales.
El último día de
septiembre*
(Parte 8 de 10)
A R le gustaba mirar los autos desde la ventana de su departamento.
Después, iba a su habitación y comenzaba a escribir. Le obsesionaba la muerte. Tenía
la sensación, en algunos momentos la certeza, de que la gente permanecía
ignorante a su transitoriedad, a su condición frágil, casi fugaz. Por eso, en
algunos momentos de su vida, le gustaba escribir, dejar registro de cosas
aparentemente inútiles pero que, en el instante de suceder, eran precisas e,
incluso, hermosas.
R creía que ella, su vecina, compartía esa visión. Veían los dos,
de la misma forma, con el mismo interés, el andar del gato, el cierre de las
tiendas cuando ganaba profundidad la noche o las rutas de los peatones en las
calles aledañas y que él trataba de repetir en papeles sueltos, carpetas
abandonadas y notas adhesivas. Le gustaba pensar que el edificio, ese edificio
gris, un poco viejo, como tantos otros de la ciudad, era el centro de algo y
que él, tarde o temprano, descubriría esa geografía subterránea y secreta. Y, a
veces, después del orgasmo, después de sentir su piel como una superficie
lánguida, convertida en un lento pulso de arena, tenía ganas de contarle todo:
la muerte de su madre y la imagen de su cuerpo inmóvil, rodeado de sábanas
blancas, a punto de entrar en el horno crematorio. Esa vuelta atrás podía
ocurrir casi con cualquier detonante. Y estaba de nuevo en la espera, sentado
en unas sillas de plástico, con personas llorosas, vestidas de negro, buscando
en los azulejos del piso restos de su pasado. Salía del pasado para mirar de
nuevo el filo de sus caderas y el contraste del cabello con las sábanas
blancas. Le entraban ganas de hablar y decirle, mientras respiraba cerca de sus
pechos, por qué prefería mantenerla anónima, recluida en el ámbito de lo
material. Decirle que así creaba una confianza inmediata, artificiosa, que
permitía alargar la ambigüedad, la esperanza de encontrarla de nueva cuenta en
las escaleras o el miedo de que un día, quizás un verano húmedo, una mañana
lluviosa, se enterase de su vuelta definitiva a Mérida. Saber que estaría de
nuevo recorriendo aquellas calles blancas que él apenas presentía. Saber que no
podría rastrearla porque no conocía su nombre y por eso desviaba la vista
cuando visitaba su departamento y se topaba con un boleto de camión, un
cuaderno escolar o un recibo de luz. Tener conciencia de que las huellas que su
cuerpo había dejado en el suyo serían reemplazadas pronto. Él quería dejarla
intacta en su ambigüedad, en esa ignorancia que los salvaba y detenía los días
para revelar los detalles que escribía en aquellos papeles que luego
abandonaba.
***
Ezequiel, ¿puedo llamarlo así? Bien, le informo que su solicitud de
empleo ha sido rechazada. Sabemos de su experiencia en la fábrica y de sus años
de trabajo. El problema es que no hay plazas disponibles. Sé que es difícil
escuchar eso pero tengo que dar estas noticias todos los días. Espero que tenga
suerte en el futuro. De verdad es difícil su situación. Yo no quisiera estar en
su lugar. Hay noches en que me despierto con el miedo de haber perdido mi
empleo. Es cierto. Me levanto empapado en sudor y con una sensación caliente en
la garganta. Porque todo lo que he construido, la relación con mi familia, mis
planes para el futuro, se derrumbarían. Mis deudas crecerían. Una avalancha de
papeles, llamadas telefónicas, avisos notariales. Hay días en que, ocioso tras
este escritorio, me pongo a imaginar que hay cientos como usted, medio ocultos
entre los arbustos de los camellones y las calles. Hombres y mujeres, con
antorchas azules, con palabras como hogueras y el temblor de la sangre en sus
labios. Quizás algún día ocurra, no lo sé. Por eso le platico. Por eso intento
convencerlo de que soy empático con su situación. Su temor es el mío. Pero ya
sabe, así es el mundo. Las cosas tienen que girar. Los días avanzan. Usted,
Ezequiel, se irá y será reemplazado por otro a quien le daré una nueva
negativa. Hay días en que intento ser menos sincero, les bosquejo escenarios
alentadores. “Mire, por el momento no hay vacantes, pero estoy seguro que habrá
alguna disponible”. “Déjeme su solicitud de empleo y le llamaremos pronto”. Y
dibujo una sonrisa en mi rostro y le extiendo la mano para despedirlo. Por un
momento pienso que hice bien y luego deseo que salga lo más pronto posible.
Porque pienso que en cualquier momento le diré la verdad, que no hay esperanza
porque los puestos son cada vez más escasos, los recortes están a la orden del
día y no hay señales de que esto vaya a cambiar. Una vez que controlo esa
compulsión y el hombre o mujer se han ido me balanceo en mi sillón y destapo
una botella de agua. Me siento acalorado. Inmediatamente pienso en la persona
que acabo de despedir y descubro que he olvidado sus palabras, incluso su
rostro. Es, aunque usted no lo crea, un fantasma. Y esos seres casi
inmateriales, vestidos con ropa barata y zapatos llenos de polvo, son muchos y
se acumulan conforme pasan los años. Cuando me retire habré visto miles de fotografías,
estrechado miles de manos. Me habré despedido miles de veces y, también, miles
de veces, habré atestiguado derrotas, quizás definitivas, humillantes. Es
probable que muchos hayan intentado varias veces conseguir el empleo. Quizás
han esperado un par de semanas antes de volver a esta oficina de paredes
blancas y, al cabo de unos minutos, escuchar mi perorata. Algunos fantasearán
con la idea de que soy yo el obstáculo para conseguir el empleo y, antes de
dormir, antes de apagar las luces de sus casas miserables, desearán mi muerte.
***
Intento recordar las escaleras del edificio. Intento recordar el
rostro de ella cuando le dije: “ahora vuelvo” y enfilé rumbo a la puerta.
Intento recordar el último contacto con su cuerpo, como el nadador que intenta
remontar la marea hasta llegar a tierra firme. Quizás siga aquí,
indefinidamente. Y ella volverá a Mérida. Bajará por las escaleras con su gran
maleta. Dejará huellas apenas discernibles en el barandal y en la puerta del
edificio. No tiene muchas cosas. No estoy enojado. Acaso percibo, con más
intensidad que antes, el carácter oscuro de Dios. Reafirmo, en mis
pensamientos, los dedos de ella, inescrutables en la penumbra de su habitación.
También pienso en los círculos negros del gato y en el ámbar de las calles. Mi
cabeza comienza a pesar. Y sondeo las posibilidades: morir de un balazo, morir
de hambre, morir de un golpe que afecte un órgano vital. Pero también puedo
morir esperando. La sangre en mis labios tiene un sabor metálico, como si
acabara de probar un fruto tóxico, un líquido lleno de veneno que,
eventualmente, comenzará a robarme la conciencia, a cerrarme los ojos. Vuelvo
de nuevo a Dios. Le quiero decir que no creo en él como lo hace la mayoría.
También le quiero decir que creo en las paredes vacías, en el miedo que se
precipita, en el agua que se derrama, en una respiración que regresa a su punto
de inicio y que se queda ahí, estancada. Pienso en una marea que se retira y
que expone al viento, a la bocanada agria del sol, restos de nuestras vidas:
fotografías, notas olvidadas en las páginas de un libro, el polvo que se
acumula en la curvatura de un foco, una canción que se quedó en el marasmo de
las moscas, en el sopor inútil de un verano. Entonces, un poco más seguro, me
encomiendo a esa fuerza llena de nada. Intento recordar el rostro de ella y las
arrugas de sus sábanas. También la cafetera de color rojo y las sillas de
madera. Soy el hombre que se mueve en el pasado. Soy un lápiz que sólo atina a
garabatear en una inmensa hoja en blanco. Soy el hombre que espera su condena y
que intenta evadir la espera despertando los laberintos de la memoria. Entonces
creo que, si Dios existe, debe ser el Dios de las Sombras, el Dios de los
Huecos Inaccesibles, el Dios de las Palabras que son Pozos Profundos, el Dios
de los Clavos Oxidados, el Dios que Sirve Desperdicios entre las Tropas. Me
entretengo un rato con eso. Invento nombres. Cuento los segundos. Pruebo, una
vez más, la sangre en mis labios. Es como probar una sombra negra y azul: como
probar la orilla cercana de mi muerte. Inicia la cuenta regresiva.
***
Pasaron varios minutos después de su salida. Ella se acercó a una
de las ventanas. La lluvia parecía un fino polvo flotando en la ciudad. Sus
pasos rodearon un sillón. Intentó distraerse recorriendo con la mirada algunos
libros y unos zapatos que estaban en la entrada de la habitación principal. No
tenía el número de su celular. Estuvo tentada a prender el televisor, pero le
gustaba estar ahí, en la oscuridad apenas rota por la luz de la cocina. No
debería tardar. Le pareció estúpido no haberlo acompañarlo a la tienda, no
haber insistido. Sentía que estaba al acecho de algo: de una hoja caída, de la
promesa roja del vino. Entonces, mientras esperaba, mientras su cuerpo se
sumergía en una inmovilidad espesa, pensó en Mérida. Volvió a la habitación de
sus padres y al balcón desde donde miraba el paso de un auto o a una pandilla
ansiosa de perros. También volvió al descubrimiento de la soledad, cuando sus padres
no estaban y ella se quedaba en casa, recorriendo las habitaciones o el jardín
que siempre, de alguna manera, conservaba los rastros de la lluvia: tallos
rotos, un angelito de cantera con los pies cubiertos de hojas, el minucioso
desorden de unas piedras. El calor parecía emerger de las vigas del techo, del
suelo, de las hojas de las plantas, como si cada objeto tuviera una fuerza
propia, un diminuto generador de energía que dejaba en libertad ondas cálidas y
lentas. Después salía en bicicleta para ir a la tienda más cercana. A la mitad
del camino se detenía y miraba la casa de dos pisos, blanca, que parecía
reflejar el sol como un espejo. Le gustaba pensar que siempre estaría sola, con
todo el tiempo disponible para investigar las cosas del mundo. Sin embargo
pronto se arrepentía e imaginaba que algún día tendría esposo e hijos. En
realidad faltaba mucho tiempo para tomar cualquier tipo de decisión. Estaba
conforme con su vida en esa ciudad que había abolido las estaciones y cuyo
clima sólo cambiaba cuando llegaba un huracán. Recordaba uno que había golpeado
la península y cuya fuerza llegó a tierra adentro. Los días anteriores al
impacto cubrieron las ventanas con tablas de madera, guardaron objetos frágiles
en cajas y fueron a un refugio que había instalado el gobierno. La zona apenas
estaba poblada y el refugio tenía pocas personas. Había colchonetas en el
suelo, botellas de agua y cajas de cartón con despensas. Ella jugó con otros
niños mientras los adultos estaban pendientes de las noticias en la televisión.
Cuando llegó la noche se escuchó el ruido del viento y de las ramas
estremeciéndose. El ruido saturó el refugio y hacía necesario hablar en voz muy
alta para que los demás escucharan. Sin embargo, no había una sensación de
peligro inminente. Con el paso del tiempo todos quedaron en silencio, apenas
mirándose, iluminados por la intermitencia de los focos. Ella pensó en sus
juguetes, en la enorme casa, solitaria y estremecida. Cuando regresaron se
abrieron paso entre hojas de palmera, ramas arrancadas de cuajo y maltrechas
bolsas de plástico que parecían haber viajado desde muy lejos. En su cuarto una
ventana se había cuarteado. Ella puso un dedo en la superficie transparente e
imaginó el momento en que el viento acometió a la casa.
***
Le digo: “ahora vuelvo” y bajo por las escaleras. En la tienda que
está cerca del edificio compraré café y una botella de vino. No importa la
marca. Al inicio me molestó no ser precavido, olvidar lo necesario para la
cena. Es, quizás, la convivencia que se retoma, la familiaridad con su cuerpo,
con su voz que echa a andar un complejo mecanismo de sensaciones. Por eso,
mientras camino a la tienda, la molestia desaparece. Desaparece porque, ahora
mismo, la imagino recorriendo mi hogar, mirando aquellos objetos que sólo
vislumbraba desde su departamento. Quizás, al inicio, sigue ocultando la
emoción que le provoca descubrir la ropa que uso y que gravita sin orden alguno
en un par de armarios. Quizás basta poco tiempo para que la confianza crezca y
deambule a sus anchas. Por eso, cuando regrese, se habrá desarrollado un nuevo
lazo, tal vez definitivo, que lleve a una nueva dirección el curso de nuestros
días. Tal vez –y esto es sólo una enorme especulación– necesitaremos nombres,
información, datos que nos obliguen a extrañar el silencio, extrañar el primer
encuentro, la idea de no volvernos a ver. Me acerco a la tienda y siento un
poco de ansiedad, como si estuviera realizando un acto prohibido, como si, de
repente, todo mundo estuviera al tanto de mi situación y regresara a mí cierta
vergüenza adolescente, una dosis de timidez que creí abandonada en el pasado.
(Continuará)
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
*
Habrá
aún
una tibieza para refugiarnos,
un hueco,
un resquicio,
un nido tejido por manos pequeñas.
Habrá
aún
tu voz en el aire temblada y huida,
tu voz que se escapa,
pájaro en la niebla.
¿Qué persigo,
a solas,
con los pies descalzos
y este cuerpo hambriento?
Habrá
lo que queda
cuando cesa el viento.
Vestigios*
Cae
para que algo acontezca
la tarde
Acechando
el cuerpo
Los fantasmas
susurrando
chillan al oído
Agitada
ella
descubre
la tristeza
y llora.
*De Ana Romano. romano.ana2010@gmail.com
Querido Bertolt (respuesta de un hombre futuro)*
Cierto que escapamos de un tiempo sombrío, pero siguiendo las
implacables leyes de la física, saltamos de la sartén para caer en el fuego. No
obstante, también el fuego ha cambiado, queridos antepasados, como todo lo
demás. Ya no es una llamarada que destruye lo que toca en cuestión de segundos.
Ahora es un fuego frío que va socavando la esencia misma de las cosas sin
cambiar apenas su apariencia, pero descomponiendo el interior hasta convertirlo
todo en un cascarón hueco.
La injusticia sigue existiendo, pero ha aprendido a vestirse de
etiqueta. Se escuda tras la ampulosidad de términos vagos, que la salvaguardan
de la humillación pública que en el pasado pudiera provocarle su propia
desnudez.
Sigue existiendo la guerra, el más vergonzoso de todos los inventos
del hombre, pero también la guerra ha aprendido a mutar, a transformarse, a
vestirse con pieles de cordero. También han cambiado las armas: Las
ametralladoras, las bombas, el napalm, se nos antojan hoy armas inocentes. Esta
era nos ha traído el arma más temible: la publicidad. Así, el control de los
medios de difusión se ha convertido en algo estratégico. No es más poderoso
quien más mata, sino quien mejor sabe vender la filosofía según la cual esas
muertes eran necesarias.
Hoy los rostros de los justos están desfigurados, roncas sus voces,
pues ya no es posible ser amables en un mundo en el que la amabilidad se ha
convertido en el vehículo de la hipocresía, en un tiempo en que se enarbola la
palabra verdad para justificar todas las mentiras, en una era en que todas las
palabras finalmente han sido prostituidas por el uso aberrante que los humanos
hemos hecho de ellas. Admiro y envidio tu optimismo, amigo Bertolt, pero el
tiempo en que el hombre sea amigo del hombre es posiblemente la mayor utopía
que puede concebir la mente humana. Tal vez nos quede, paradójicamente, una
esperanza que proviene del horror: La deshumanización, el control de todo lo
que nos rodea, que ahora ejercen los grandes holdings y que muy pronto estará
en manos de las máquinas, puede ser el estallido que nos haga despertar, la
piedra sobre la que se edifique una nueva humanidad, en la que aprendamos a
vivir de otro modo, a desterrar todas esas palabras y a prescindir de todas
esas vanidades que nos han llevado a este punto en el que hoy nos encontramos.
¿Podremos pedir nosotros indulgencia cuando llegue la hora, si es
que acaso el futuro es posible, si es que el hombre puede al fin salvarse de sí
mismo?
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Lecciones de historia*
Mi nonno Beppo juntaba cadáveres, cosía amputaciones, administraba
gasas y alcoholes en las trincheras de la guerra del 14. Era químico e iba en
la retaguardia, arreglando lo que se podía. Así conoció a mi nonna, que había
sido la novia de un amigo suyo caído en batalla.
Mi nonno Emilio también
estuvo en las trincheras. No se conocieron nunca. No supieron ni se imaginaron
que dos generaciones después tendrían los mismos nietos. Mi padre y sus
hermanos fueron destinados a cuatro frentes diferentes en la guerra del 39.
Todos pasaron por los campos de prisioneros. Mi suegra veía con sus cinco años caer
las bombas en los campos de Sicilia. Creía que eran confites de una novia que
se casaba. Mi tía vio volar su casa, vio volar también el campo de refugiados
en el que hallaba, vio caerse su pelo, escararse su piel y su lengua por la
falta de comida y de agua potable.
La semana pasada, recién, un
grupo de padres supo dónde y cómo estaban enterrados sus hijos en Malvinas,
otros siguen buscando.
Nada parece haber cambiado en el mundo. Y yo creo que nada va a
cambiar. Será, como dice un conocido mío, la historia que se enseña en las
escuelas es solamente la historia de la guerra y las conquistas. Será que,
entonces, la muerte es lo único que cuenta. Hasta que ya no quede nadie para
contarnos ni para contarla. y tal vez eso sea la salvación de un planeta que estamos
matando en todas sus formas.
*De Flavia Pantanelli.
-FLAVIA PANTANELLI tiene 51 años.
Es terapista del lenguaje y cuentista. Vive en Buenos Aires.
-Se formó con los escritores
Lunazzi, Bermani, Drucaroff, Consiglio y Kupchik, entre otros. Realizó
la Formación Intensiva en Escritura Narrativa de Casa de Letras. Sus trabajos
fueron distinguidos en concursos
municipales, provinciales y nacionales e internacionales en Argentina, en
España y en México. Publica sus trabajos desde 2014 en revistas y
antologías de Argentina,
Brasil, España, México y Estados
Unidos.
Participa de los proyectos solidarios PH15 (Argentina) y 30
SONRISAS CON HISTORIA (España).
-Traduce del italiano y es editora.
-En 2015 publicó los siguientes libros: HACEME LO
QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015) y CARNE ROTA (Modesto Rimba, Buenos Aires, 2015, Segundo
premio del Concurso de la Fundación
Victoria Ocampo).
-Su libro EL EXTRAÑO LENGUAJE DE LAS CASAS recibió en 2017 la primera
mención honorífica en el XIV Certamen internacional Altamirano de la
Universidad Autónoma del Estado de México.
-EL EXTRAÑO LENGUAJE DE LAS CASAS
ha sido publicado por la U.A.M para México.
-Sus libros HACEME LO QUE QUIERAS
y CARNE ROTA fueron reeditados por la
editorial Modesto Rimba.
-Su libro FARALLÓN se encuentra actualmente concursando en
nuestro país.
-En este momento trabaja en su primera novela MODOS DE
CONVOCAR LA NADA.
*
“Cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala
calidad, es hora de comenzar a decir la verdad.”
*Bertolt Brecht
-Eugen Berthold Friedrich Brecht
(10 de febrero de 1898 Augsburgo, Alemania - 14 de agosto de 1956 Berlín
Este, RDA)
Inventren
Ninguno que mueva el aire
un poco*
No pasa el tren. Nunca más desde el puente
arrojársele flores ni escupidas ni piedras ni pedir un deseo ni poner sobre los
rieles una moneda vieja el andén es ahora el telo de las ratas, no tiembla
nuestra mesa como cuando nos casamos tampoco el vaso ni la lámpara ni tu cuerpo
el mío se detuvo el metrónomo agudo de la campana los trenes pasaron todos hace
rato cayó la basura crecieron los pastos la carcoma socava digiere el quebracho
ningún infinito que una las vías ya no pasará ninguno que mueva el aire un poco
no hay horarios ni maletas ni escobillón ni bar siquiera no quedan trenes que
nos lleven lejos que nos lleven cerca que nos lleven por delante o bajo los
cuales tirarse.
*De Flavia Pantanelli.
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
Próximas estaciones
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO
GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
Km 55
-Por Ferrocarril Midland
Próximas estaciones
ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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