viernes, agosto 16, 2019

EDICIÓN AGOSTO 2019



*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam











DESPUES QUE HAYA CRECIDO LA OSCURIDAD*



Oh, Yan Wang, señor de la Corte Terrenal,
imploramos la piedad de tu sentencia para no errar eternamente por los laberintos del Inframundo.
Antiguo exorcismo chino



Tanto en la capital como en el interior del país, el recelo por los supermercados chinos es el mismo. Las leyendas urbanas van desde el desprecio por el extranjero al temor atávico de lo desconocido, pasando por la desconexión nocturna de las heladeras para terminar en exquisitos platos de perros en salsa agridulce. La gente compra, pero con recelo y hasta con un mal disimulado enfado. En las provincias, el odio es mayor: los de ojos rasgados prosperan a paso redoblado mientras los criollos siguen arrastrando sus vidas miserables. Y en Trancullún, una diminuta localidad en el medio de la nada, la cosa era igual o peor.

Encima los locales se venían muriendo de forma inexplicable. Pronto los chinos fueron los responsables. La salita de primeros auxilios era insuficiente para atender la emergencia. Si hasta fue necesario ampliar el cementerio. Lo sé muy bien porque soy el jefe comunal. Una categoría subalterna de intendente, pero interesado por su entorno.

Todo se precipitó cuando las cámaras municipales de seguridad captaron la aparición de un fantasma que iba a los saltos como un canguro y con los brazos extendidos. Una y otra vez el canal de cable repetía las imágenes del espectro, una suerte de pútrido mandarín de cabellos blancos y piel enverdecida. Alguna mente iluminada recordó la leyenda de los Jiang Shi, los temibles vampiros chinos. La estampida fue imparable. Los campos se malvendieron y las casas se regalaron por monedas. Con la progresiva ausencia de clientes también partieron los hijos de Oriente. Fue justo antes de que se descubriera un gigantesco filón de oro.

Pobres chinos, cargaron con toda la culpa. Y en parte la tuvieron. Además del jefe de la Comuna y dueño de la televisora, soy el propietario del frigorífico. Les ofrecí un acuerdo por demás de ventajoso y aceptaron abastecerse con mis reses. La voracidad comercial no les permitió sospechar siquiera que la carne estaba envenenada con un agente químico imperceptible. Cuando pese al terror, los pobladores se resistían a abandonar el terruño les di el golpe de gracia y amañé la presencia del supuesto fantasma. Me resultó muy fácil desparramar el rumor de los vampiros chinos. Como son unos ignorantes supersticiosos fue sentarse a esperar. Porque como decía mi abuela: no hay que temer a los muertos sino a los vivos.



*Por © Pablo Martínez Burkett, 2019



-Pablo Martínez Burkett es autor de los libros Forjador de penumbras (Galmort, 2011), Los ojos de la divinidad (Muerde Muertos, 2013) y Mondo cane (Muerde Muertos, 2016). Cultiva el llamado fantástico rioplatense, con foco en el terror y la ciencia ficción oscura. Escribe para revistas del país y el extranjero y ha participado en más de diez antologías. Ha recibido premios en una docena de concursos literarios. Algunas de sus narraciones han sido traducidas al inglés, francés, portugués, italiano y rumano.
http://www.pablomburkett.com.ar/
https://eleclipsedegyllenedraken.blogspot.com/











*



Que la última hormiga del planeta transporte la última hoja
hasta llegar al último montículo de tierra
nosotros
antes de la implosión
uterinos seres del planeta tierra
blastocitos y después
de la belleza del cuerpo
camino de animales astronómicos
una constelación
y vos
parado en el último planeta
a punto de saltar hacia otra galaxia
y yo orbitando
por el universo oscuro hasta alcanzar
pupilas de animal diminuto
profundidad de ojos libélula
vos
que ves mi mirada impregnada de luces de noche
y el pelo desastre feliz
por mi modo de caminar y de hablar
de reír y de hacerlo juntos
me ves increíble decís
pero yo me siento
caracola deshabitada
sin lugar entre los animales del camino astronómico
que tengo que abrir la cajita de insectos encantadores
para recordar
recordarme
los filamentos plateados
la iridiscencia de pelitos
caricias en la cara
alas rozándome los hombros
ojito insecto mirándome de frente.


Avanza
mi eclipse
siento que sos
mi sueño
libélula azul
arco del sol
movimiento aparente de estrella
y yo quieta.


Quizá pueda
recobrar la noche
lo que es de la noche
qué será de mí cuando
el sol haya finalizado su arco
mañana
por dónde saldrá
y otro intento
de ser yo quien
salga a volar
pienso entonces
en el planeta errante
habitado por mis días
y un final
de tarde con marea viva
arrancándome los sueños de agua con agua
y yo recostada en la arena
y las alas chiquitas
mojadas
al aire.


*De Lorena Suez. lorenarsuez@gmail.com


-Lorena Suez es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social. Participa en los talleres de Siempre de Viaje y en los eventos de Viajera Editorial desde el año 2012. Forma parte de la Antología compilada por Virginia Janza, Tetas. Historias de Pecho (Textos Intrusos 2015).

-Publicó "Intemperie". Por Viajera Editorial. 2016.

-Su libro infantil-juvenil "Mis vendavales" ha sido publicado por Editorial Peces de Ciudad.













HORMIGAS*


(…) no hay millones de hormigas, hay millones de seres muy diferentes, pero la diferencia es tan sutil que nosotros los vemos como iguales.
El cuento y yo
Jorge Luis Borges


A Luciano le goteaban hormigas, este hecho, comprobado en repetidas ocasiones, está clavado en mis recuerdos. No obstante, durante años traté de eclipsarlo, hasta que los acontecimientos se desencadenaron de modo tan absurdo que no lleva a otra explicación, luego de un análisis cuya premisa se haya sembrada muy atrás, cuando nos conocimos en el primer año de la universidad.
De hecho, estoy sorprendido al ver que no se ha generado la alarma que esperé. Mis sujetos de prueba se fueron por el camino contrario. Elegí a dos amigos comunes, a quienes reencontré por Facebook y les avisé lo sucedido. Tentando terreno, antes de pasar a mayores ligas y denunciar al mundo el peligro ante el cual nos encontramos, me atreví a insinuarles mi preocupación. Los dos, sin ponerse de acuerdo, hicieron lo que un hombre sensato ante lo que desea soslayar: Uno me respondió que cualquiera tiene una ventana cerca de un hormiguero y se le inunda la cocina o le hacen una colonia en un rincón… El otro me «explicó» que Luciano pudo haber pasado debajo de un árbol, le cayeron encima estos insectos y el resto es exageración mía… Imposible seguir con el tema, les pregunté por sus respectivos divorcios, me enviaron fotos de sus hijos, de sus amantes y nos despedimos en buena onda.
Luciano y yo nos conocíamos hace años. Imposible obviar que cuando estudiábamos periodismo y me sentaba cerca de él, vi caminar hormigas por su hombro y brazo; cuando se levantaba de la silla, quedaba algún bicho sobre ella, como desorientado; a veces brotaba alguna de sus oídos, o estornudaba y saltaba una de sus fosas nasales… Sin embargo, luego de almacenarlo en mi memoria –imposible borrarlo–, lo sepultaba en el cajón donde colocamos las cosas inexplicables, para no quedar detenidos en ellas, inhabilitados de seguir adelante con esto que llamamos vida. Recuerdo en especial, lo sucedido cuando compartimos un fin de semana: recién graduados, estrenando empleos sin importancia en periódicos locales, salíamos con dos hermanas y sus padres eran propietarios de una casa de descanso. Mi romance duró hasta ahí… el suyo, no sé en qué terminó. Nunca más supe de las chicas.
Nos hallábamos disfrutando de la piscina de la residencia, en lo que las hermanas iban al pueblo a comprar algo de alcohol. Estaba secándome al aire en una tumbona, cuando lo vi salir del agua y, al sacudir la cabeza como hacen los perros para secarse, disparar hormigas en todas direcciones. El suelo quedó cubierto de pequeñas criaturas que insistían en volver a escalar sus piernas. Él me miró, sin susto, como si fuera lo más normal, y me pidió que le alcanzara una toalla. Aterrorizado, se la extendí, fui al cuarto, recogí mis cosas y regresé a mi apartamento, donde estuve sin salir hasta que me vi en peligro de perder el trabajo… Luego de esto evité encontrarlo, limitándome solo a chateos, mensajes y llamadas cada vez más espaciadas. Nunca perdimos contacto, pero impuse la distancia, nos escribíamos un correo semanal donde hablábamos de cine, artistas emergentes, literatura o alguna noticia que estuviéramos cubriendo. Facebook se encargaba de recordarnos los respectivos cumpleaños y nos dejábamos a veces un saludillo en el Messenger.
No quise pensar más en aquel evento casi paranormal, hasta que leí la nota de condolencia en el periódico: había fallecido por alergia respiratoria a un nuevo producto de fumigación. Acudí a un conocido de su misma calle y lo llamé para que me diera más datos, porque no se decía nada de velatorio. Me respondió con lujo de detalles: Un matrimonio del edificio de enfrente lo vio desde su balcón, salir a toda prisa buscando aire puro al ver la casa inundada por el humo de la fumigación, lanzado desde un camioncito que recorría las calles y caer bocarriba en el suelo del portal. Llamaron a emergencias y no conformes con esto, fueron a buscar a un médico que vive en su piso y corrieron a ver en qué podían auxiliarlo. El médico salió con el pijama que llevaba puesto, por tanto, el tiempo que medió no puede haber sido mucho. Cuando el doctor se aproximó «a un bulto demasiado delgado, como desinflado, comprobó que el cuerpo no estaba» –así me contó y le creo–. «En su lugar se hallaban las ropas que había llevado. En orden: la camisa de manga larga primero, a continuación el pantalón y luego las medias y zapatos, como si las hubieran acomodado en la misma pose en que lo vieron caer»… Alguien, de entre los curiosos que se iban sumando, notó una fila de hormigas que salía por debajo de las mangas y los bajos del pantalón. Las de avanzada se apresuraron a picar a los presentes, obligándolos a huir presas del ardor, la impresión y el temor. Durante el resto del día, se vio una gruesa línea salir por la reja, aún abierta, rumbo al parterre de enfrente… Y eso es todo. Según mi conocido, el caso fue sometido a investigación, están esperando los resultados de un perito, pero no esperan nada contundente, en la casa no falta nada, todo está en orden, no hay signos de violencia, ¡no hay cuerpo que examinar!
La teoría que él expone –porque es más fácil inventarse una solución que buscar la verdad–, es que lo devoraron las hormigas, que la casa estaba infestada de ellas... Parece olvidar que no hubo tiempo, ni siquiera para tantos insectos. Quizás la piel, los ojos, la lengua… pero, ¿había algo más? Ahora que reflexiono: a mí nunca me picaron aquellas que quedaban como remanentes en su silla. Deben actuar solo cuando se sienten amenazadas. Dígase lo que se diga, mantengo mi tesis: Luciano llevaba años siendo habitado por ellas. Era un hormiguero, un superorganismo ambulante. Si estuvo consciente o no, eso nadie lo puede averiguar, aunque no escapa la posibilidad de que haya sido colonizado lentamente, mientras aprovechaban sus órganos. Tal vez murió de causa natural cuando éramos jóvenes… los insectos descubrieron su cuerpo en perfecto estado, aún caliente e hicieron de él su hábitat.
No hablo de las hormigas tal como las concebimos, me refiero al lado oculto, al que no conocemos, al que está comenzando a emerger: Sabida es la creciente inteligencia de los formícidos, insectos sociales de los cuales no sabemos todavía la mitad de la mitad. Las teorías acerca de su organización, la comunicación entre los miembros, su capacidad para resolver problemas, para adaptarse a las más difíciles circunstancias... Se compara a los integrantes de una colonia con neuronas de un multicerebro, con una capacidad más allá de nuestro entendimiento. Cómo aprendieron a usar el lenguaje articulado, a aprovechar la piel como envoltura, a camuflarse entre esta sociedad cada día más desatinada, a escribir artículos culturales e interesarse por los avances de la ciencia, es algo a lo cual no encuentro explicación. Quizás él fue el primero, el único, y fueron adquiriendo el conocimiento. Pero temo que estas pequeñas invasoras dominan desde nuestra conducta social hasta nuestros hábitos, tan rutinarios que no son difíciles de imitar.
Si una colonia logra pasar por un individuo común, capaz de funcionar laboral y socialmente, puede mantener sus amistades, buscar un romance por medio del cual infectar y colonizar un nuevo ser, regresar al anonimato… Si son capaces de elaborar un plan tan macabro, ¿por qué no dar un paso más e intentar colonizar a la humanidad? Nuestro mecanismo de trabajo–dinero–compra no será perfecto, pero tampoco es el peor, está probado que funciona. Pudiera ser también que de tanto comportarse como una red neuronal, hayan llegado a olvidar su verdadero origen y el Luciano–hormiguero se creyera Luciano–humano hasta el momento de la fumigación, pues con los años no solo no evidenció ninguna conducta anómala, sino que mostró los signos de envejecimiento que eran de esperar. He buscado fotos de sus reportajes, se evidencian líneas de expresión en el entrecejo, a ambos lados de las comisuras labiales, engrosamiento de la cintura… Las intrusas que lo habitaban comenzaron a actuar y pensar como células de su cuerpo.
No hay crimen que probar, además, ¿se puede culpar a un insecto? ¿Llegaron a aprehender el concepto de culpabilidad? Cada organismo actúa acorde a la ley de supervivencia. El más inteligente triunfa. ¿Cuántos de los que nos cruzamos en la calle, con los que compartimos familia, sexo, vecindad, transporte público, escuelas de nuestros hijos, vacaciones en hoteles, puestos de trabajo o conversaciones ocasionales ocasionales… serán –o seremos– inconscientes colonias de hormigas?... Ah, ¡si tan solo pudiera convencer y reclutar a un ejército de fumigadores!


*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana.

-A Horacio Quiroga, por las pesadillas que me dejó en la infancia su relato La Miel Silvestre.















*



He viajado tanto con la imaginación que frente al campo experimento
pasiones encontradas
kilómetros de nada
no hacen un país
el paisaje traspasa los ojos
y algo queda en el fondo
de la retina. Pero qué.
El paisaje es como un cuerpo
extensión con vacas
espalda con lunares
el trazado
de una constelación particular.
De vez en cuando hay agua
la noche tiende
su manto de piedad sobre vacas
y hombres que le rezan en silencio a un dios sin rostro.
Pero los kilómetros solos no hacen un país
la experiencia no se forja en un viaje.
A veces hay que clavarse
en el pie una astilla de vidrio
sufrir una caída
vislumbrar un pozo
dejar que el látigo del amante penetre en la carne
para que la vida se parezca a la vida.



*De  Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com


-Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.
-Recientemente su libro de cuentos Grow a lover  fue editado por Pensamientos Literarios (www.pensamientosliterarios.com)













Los amantes en Q23*



*Por  Jorge Lacuadra jorgelacuadra@hotmail.com



Somos los amantes sincronizados en Q23.
Continuamos abrazados al llegar la hora del anuncio.
Otra vez vuelven a confirmar que se han arrojado las últimas bombas, que ya no quedan más armas en los arsenales del mundo. Hay nuevas noticias sobre la capitulación de China y se confirma que París, hoy le tocó a París, es un enorme cráter. Solo el cinco por ciento de la población se ha salvado. A decir verdad, todos los meses las transmisiones repiten lo mismo, la misma voz monótona e hipnótica, un poco brusca y metálica. Quizás solo es una grabación automática o un bot programado que lee estadísticas de guerra al azar. La emisión culmina con la melodía de una vieja canción infantil. Unidad de Control apaga el emisor de radio. Luego solo chasquidos provenientes del cableado exterior. Bajamos las persianas de plomo y encendemos las luces de emergencia. Poco ha durado la claridad suministrada este día por un sol que parece estar muriendo.

Ella me mira y dice que somos pasajeros incondicionales de una explosión eterna, pretende señalar también todos los elementos a nuestro alrededor, incluyendo las latas de raciones militares, las bio-linternas y los opacos y funcionales muebles del dormitorio-hogar. Ella me asegura que busca el error deslizado en la obra visible por un dios muy detallista y ambicioso, espera atisbar un día el agujero que quemamos en el cielo o al terrorífico ejército de Soldados Esmeralda avanzando por el jardín a la medianoche. Las cosas que suponemos han sucedido y que nunca hemos visto. Le digo que sería más fácil encontrar un unicornio en el jardín que las huellas verdaderas dejadas por esta guerra. Cambia de tema y me habla de la soledad, de habitaciones cuadradas, de escaleras y pasillos recubiertos de cables, de la humedad que forma imágenes surrealistas en los muros de cemento. Contempla el emisor de radio y me señala el óxido que empieza a comerse la carcasa, el hollín negruzco que envuelve los conectores. Le digo que mañana lo voy a limpiar y que buscaré entre los trastos alguna pintura o barniz para protegerlo.
Estas rutinas duran apenas segundos. Cien veces al día.
Para calmarla le doy tres grageas grandes, de las azules. Es una dosis fuerte, lo sé. Se recuesta sobre mi hombro, rozando los implantes de conexión. Hace como que escucha algo en el exterior. Hoy ella está más excitada que otras veces, quizás se siente un poco asustada. Me susurra, me sugiere, que las estrellas son restos dispersos de espejos rotos, solo reflejan el brillo de nuestras linternas desde las ventanas, y me explica que los años y las edades son bibliotecas vacías al principio, que luego se van llenando con las experiencias y los fantasmas del amor. Me dice que los instintos son la corteza de un animal rápido y hermoso, y que las emociones son corredores de fondo frente a nosotros. Ella cree que los actores de las películas antiguas no han muerto, que aún deambulan por el mundo en la búsqueda de la nostalgia de las palabras. Pasa las cintas a velocidades pasmosas.
Demasiados videos-holo creo, cien veces al día. Sobredosis visual.

Somos los amantes en Q23. Fuimos seleccionados por la velocidad de nuestros impulsos nerviosos y la calidad en los axones. El triple de la capacidad normal, casi 450 metros por segundo. Lo que nos hace humanos casi superconductores. Muchas veces el mundo nos parece demasiado lento, pero nuestra imaginación se acelera hasta límites perversos. Cuando amamos terminamos exhaustos, quizás durante el infinito tiempo en que una partícula de polvo tarda en tocar el suelo. El amor, cuanto más rápido, más rápido se agota, y volvemos a empezar. La nuestra es una relación constante de millones de acoplamientos como chispazos eléctricos. Unidad de Control nos suministra miles de películas antiguas, una colección que parece no agotarse nunca. En el tiempo muerto releemos los viejos manuales de la Estación Q23, una y mil veces. Servos y androides nos cuidan y alimentan, desde siempre, desde que obtuvimos las memorias. Delicados fluidos son vertidos por los conectores mimando nuestras cortezas cerebrales. Las sinapsis químicas permiten a nuestros neurotransmisores formar circuitos gigantescos dentro del sistema nervioso central. Pero solo somos útiles cuando estamos enchufados, al ser llamados por la Unidad de Control, el resto del tiempo no somos hackeables, somos humanos, y esa es la premisa de nuestra condición. Somos un modelo no alterable por ataques de programas externos. Un factor de seguridad.
Nuestra conexión biológica de amantes en Q23.

El narcótico apenas ha rozado la corteza de su encéfalo.
Ya hemos generado adicción.
Está conmigo, acurrucada en el hueco tibio de mi cuello, sus piernas de a ratos sobre las mías alternando sensaciones de temperatura y levedad de músculos bajo las rígidas sábanas. Nuestras voces se encuentran, apenas roncas, son susurros y aleteos de vocablos como grandes pájaros de silicio cansados de volar. No es la pereza de los sentidos, es solo un naufragio lánguido y sereno. Esta tarde ella desliza su dedo sobre el borde de mi nariz y yo observo ese movimiento en la penumbra, su rostro escrutando mi semblante y analizando las arrugas de frente, un diente pequeño mordiendo la comisura de sus labios entreabiertos.
Esta tarde somos barcos serenos en un mar de algodón industrial, los almohadones son escolleras de entendimiento; ella es una nadadora en el desierto de mi cama y yo el madero, un elemento para asir. Las luces parpadean insensibles en sus nichos, sobre las consolas de cromo. Permanece conmigo hasta que la noche reconquista su territorio, adormecida sobre mi pecho, su brazo extendido hacia la nada. Un cansancio moreno y leve con olor sintético, el aroma característico de los amantes sincronizados a las estaciones de batalla. Ese perfume que ocupa las hendiduras de nuestra anatomía y envuelve la presencia de los servos. Esta tarde los besos encuentran el camino constantemente para aceptar los rápidos instantes, y soportar una vida de encierro y la urgencia de la carne.

Una vez al mes tenemos estas tardes de descanso. Unidad de Control lo cree necesario para desacelerarnos y no quemar nuestro metabolismo. Como cuando nos permite caminar hasta el silo. Atravesamos anulares portales de acero y luego un largo pasillo de concreto hasta el contenedor del misil y sus propulsores dormidos. Nos rodean, sin poder verlos, los depósitos del combustible, los brazos retractiles de la plataforma e innumerables tuberías. El cohete está vacío, inactivo, silente, salvo la ojiva que acuna el trueno de la destrucción. Caminamos a su alrededor, admirándolo, rozando su piel metálica con nuestros dedos ágiles. Desde la plataforma que lo rodea miramos hacia el pozo de contención, que se pierde en una bruma de luces atenuadas. Guardamos silencio bajo el enorme cielo de cemento, hasta que el tono agudo de Unidad de Control no indica el tiempo del regreso.

En un lejano y secreto lugar del mundo, quizás a miles de kilómetros debajo de la tierra, un enorme dispositivo se enciende y pide la sincronización de todas las estaciones de batalla. Es la Unidad Central. La comunicación es subterránea, no queda ningún satélite operativo. Poco se sabe de lo que ocurre en la superficie. Las peticiones electrónicas se suceden, millones por segundo. El protocolo barre todas las estaciones. Pocas responden, las consolas están llenas de luces muertas. Imposible saber en qué punto se cortaron las conexiones o si esos países todavía existen. Un parpadeo anuncia que la Unidad de Control de la Estación ISO 3166-1 - alfa-3 - AR-X – Q23 está aún operacional. Se desclasifican etiquetas, se enumeran combinaciones y se expiden autorizaciones. Se chequea que los dos elementos humanos en Q23 estén activos. La respuesta es satisfactoria. Complejos algoritmos chequean las velocidades de las respuestas neuronales. Unidad de Control inclina la cabeza ante la Unidad Central. A las demás estaciones se emite el comunicado por radio habitual. Estas serán las últimas bombas. La Guerra está por finalizar.

La Estación fue construida debajo de un antiguo zoológico abandonado. Incluso una pista de patinaje hubo por allí alguna vez. Ahora solo la atraviesan algunos animales parecidos a lobos, quizás perros asilvestrados, que cazan en jaurías de pocos individuos. No sabemos si quedan otros animales vivos. Ella me dice que somos turistas de un estallido del tiempo y de la historia; suele espiar a través de la persiana a los lobos de nieve semidormidos y les silba bajito viejas canciones infantiles mientras esconde su preciosa nariz entre las cortinas de plomo enriquecido. Ella me dice que suele viajar en sueños en los antiguos vehículos que ve en los video-holos, mirando el paisaje desolado del mundo, para recordarlo más tarde junto a sus personajes románticos imaginados en la noche. Creemos que el mundo está tan desolado como un desierto. Me recuerda que el amor es como el truco del ilusionista, el público, el espectador, adivina el pase mágico pero se desconcierta siempre ante lo inesperado.
Hay un desvarío en el entorno al que estamos sometidos. El encierro, la falta de comprensión de algunas funciones. Ignoramos si los objetivos son zonas militares, ciudades o solo fábricas. Dependemos de las directivas que emite una máquina lejana, ni siquiera sabemos si hay humanos en la otra punta de los cables. Alguien que razone. Aunque ese alguien solo sea un bot que tradujo algo programado hace cien años, al comienzo de la Guerra. Las explicaciones ya se han agotado en la espera. Nosotros estamos agotados. Desvariamos al triple de velocidad que la normal, sometidos a los cambios bruscos de los pensamientos sin pausa ni sosiego. Corregimos algunos de los síntomas con poderosas drogas de diseño. Nuestra extraña simbiosis, sin embargo, funciona; no podemos enloquecer de soledad estando sexualmente conectados y manteniendo activos nuestros pensamientos.
Ella me dice, con un dejo de reproche, que leer los manuales de la Estación es un pasatiempo tonto y egoísta. Muchas veces quiere quemarlos y olvidar todas las instrucciones. No hay peor nostalgia, me dice, que recordar los besos y la piel que el tiempo esconde en el recuerdo. Creo que confunde todo, quizás es el efecto de las grageas azules y el encierro. Rompe diagramas y abandona páginas en los rincones del dormitorio-hogar para no cargar más la memoria. Me ruega que la comprenda, que interprete sus argumentos y su melancolía; las lágrimas trazan cauces de caracol en los acoples redondos de sus mejillas. La abrazo y acomodo sus cabellos sobre la frente afiebrada. También le digo que la amo, y que solo soy un pasajero enamorado de la tarde roja reflejada en su mirada.
Volvemos a nuestra velocidad habitual. Tardamos unos segundos en sincronizarnos, es increíble la satisfacción que eso produce.

Unidad de Control toma el mando, en forma tangible y directa. La radio ha enmudecido. No hay anuncios. Todo se torna exacto y metódico, como dicta el manual. Nos concentramos en nuestra tarea, olvidamos las ventanas bloqueadas por el plomo, el terror a los Soldados Esmeralda y las luces de emergencia que matizan el color de nuestra piel. Sincronizamos en Q23. Nos acoplamos a la velocidad de la Estación. En un instante alcanzamos la definición de los circuitos y nuestros ojos se convierten en el display móvil de innumerables blancos. Un centelleo doble y tenemos el cálculo de todas las combinaciones de trayectorias y elegimos la óptima. Unidad de Control chirría satisfecha. No sabemos si poseemos la última bomba, desconocemos si los propulsores aun funcionan, pero la precisión no se puede dejar a los agentes del azar. No sabemos si en alguna otra Estación distante, otro par de amantes ha sido activado y sitúa su ojiva sobre nosotros. El mundo ya no importa.
Un pensamiento rápido en el instante infinitesimal. Nos amamos.
Hay veces que en un lugar pequeño, solo dos importan.





-Jorge Eduardo Lacuadra nació en Santa Fe (Argentina) en 1971. Estudió en la Escuela Industrial Superior recibiéndose de Técnico Mecánico-Eléctrico.. A partir de 2002 reside en Córdoba (Argentina) A publicado tres poemarios: “Distancias oceánicas” - Editorial Luna de marzo, “El olvido de la luna” - Editorial MRV – Editor Independiente y “El silencio de la rosa” - Editorial MRV, en cuyo Certamen Internacional El Molino, obtuvo el 2° premio. Participa en la Antología “Cuentos y poemas - Lo mejor de Rumbos” de Editorial Rumbos libros. Participa en la Antología de cuentos “WhiteStar”, en la “Antología Poética de Post-Vanguardia” Desde el año 2015 integra La Conspiración de los Fuleros, grupo de producción literaria de la ciudad de Santa Fe, editando tres libros de cuentos “Conspiración Año Cero” (2017), “Puertas Adentro – Historias de una Santa Fe Extraña” (2017) y el Especial de Ciencia Ficción “Fabulosos Relatos de Otros Mundos” (2018). Participa en la Antología de Textos del “Premio Municipal de Literatura San Miguel de Tucumán –Género Cuento” (Mención - Edición 2018). Participa de la Antología de relatos Predator 2019 – Historias Pulp (Epub). Prologa y participa de la Segunda Antología LETRAS COMPARTIDAS por NaP – Ediciones de Autor.












LAS MUDAS*



La opinión que tuvo la gente de aquel personaje era confusa. Hubo quien consideró que había sido un ser sibilino y rastrero, con un deje de misterio en su forma de hacer las cosas y una tendencia a pasar desapercibido.

Su apariencia estuvo rodeada de una aura de misterio, en la que despuntaba, de vez en cuanto, una pátina de vileza subyacente. Su forma de ser, reservada y adusta, hacía que fuera un solitario y bastantes veces criticado entre sus conocidos por su facilidad en el uso de una lengua viperina que de vez en cuando usaba sin compasión. Periódicamente faltaba al trabajo durante periodos más o menos largos y presentaba una baja laboral aduciendo que debía hacer curas de sueño.

Al encontrarlo muerto en su apartamento sin razón aparente se procedió a hacer una autopsia, cuyos resultados fueron extraños y sorprendentes.  Una visión de muestras de la piel efectuada en el microscopio reveló la presencia pequeñas escamas. Sin embargo lo que más sorprendió fue la columna vertebral que estaba compuesta por más de doscientas vértebras y el hecho de que el pulmón izquierdo era de un tamaño muchísimo más pequeño que el derecho. También encontraron en su estómago restos de aves e insectos.

Estas particularidades crearon una sospecha impensable, sin embargo se confirmó cuando en el registro efectuado en su casa encontraron en el armario varias fundas completas de su cuerpo que estaban hechas con su piel, constatando que correspondían a cada una de las mudas que había hecho en su vida.



*De Joan Mateu. joan@cimat.es




















CERRO LEONES*


Está Cerca de Bariloche el cerro, y más que un león yacente parece un cachorro de San Bernardo, y nunca hubo leones sino pumas, pero el sacerdote que lo descubrió para los que acabarían con los tehuelches vio un león. Así ocurrieron las cosas en esta extensa y bella América, renombrada y transformada por los recién venidos, que daban en descubrir lo que fue ocupado siglos por razas morenas, y en nombrar las cosas según lo que sus europeos ojos podían hallar en semejanza. Fue un cerro entonces una campana, otro una catedral, y las palabras nativas se enterraron debajo de vocablos lejanos, así como en el litoral contó el poeta que los ojos marrones retrocedieron expulsados por el lino, que multiplicaba en flores celestes los ojos azules de los que bajaban de los barcos.
Pero allá arriba, en el cerro donde moran las águilas y sobrevuelan los jotes, podemos asomarnos con el espíritu sobrecogido a las cuevas que fueron taller de fabricación de armas para la caza del guanaco y de los pequeños ciervos que alimentaban a hombres de dos metros de altura, y mujeres de un metro setenta. Envueltos en pieles los tehuelches, con obsidiana tallaban la piedra para sus flechas. Nunca condescendieron a la sedentaria agricultura ni a la cría de ganado. Lo harían los mapuches, llegados porque el hombre blanco los empujaba desde arriba, desde el norte que iban ocupando sin resquicio pese a los inmensos campos vacíos.
Allí arriba están las cuevas, allá desde donde se puede ver el amplio horizonte y el cielo más amplio aún, dos infinitudes inabarcables. Las montañas lejanas, los lagos espejando el alma y calmando el viento en azul.
Podemos admirar las plantitas empeñosas en florecer entre las piedras, esas piedras que se rompen como papel, como hojaldre colorido, con sus vetas rojas de hierro y amarillas de azufre, y ese piso impalpable de polvo volcánico.
Y podemos tratar de hallar las pinturas rupestres, apenas una huella imperceptible, como imperceptible es la huella de los antiguos moradores, muertos ya, desaparecidos de esta Patagonia que los vio retroceder a las sombras de un tiempo que se confunde con el Tiempo, con la Historia, con la vergüenza de las masacres, la sífilis, el alcohol que les destrozó lo sagrado que habitaba en ellos. No entendían lo que propiedad privada significa, y cuando los blancos les mermaron el guanaco, cazaron entonces esos bichitos blancos que también servían para comer. Eran ovejas, no pertenecían a la tierra como todos los animales le pertenecen, tenían dueños de extraña lengua y extraña vestimenta, y más extraña aún concepción de lo que el mundo es y de cómo está ordenado el universo. Los blancos los cazaron a ellos como ladrones.
Podemos entonces mirar las cuevas. Somos intrusos, lo sabemos. No nos llevamos nada. Quizás, con suerte, aprendemos algo.
Y después nos internamos en el volcán. Porque así nació esta elevación, con fuego, con el encrespamiento de la tierra que escribe sin letras pero deja los signos que narran una saga de milenios sobre el lomo del planeta.
Nos metemos en el volcán como quien nace. Volvemos al útero de la madre Tierra por una abertura estrecha que nos obliga a acuclillarnos primero y a reptar después, cuerpo extendido hacia la obscuridad profunda de las profundas entrañas de lo obscuro.
Otra caverna. La luz del guía, un reflector conectado endeblemente a una batería, que recorre las paredes de ángulos geométricos, picos y quebradas, y muestra un lago de agua helada y limpia, absolutamente calmo, ajeno al afuera, ignorante del viento, abrazado a sí mismo; un lago transparente, frío, un ojo de agua que nos devuelve la mirada, indiferente.
Y es la experiencia de lo subterráneo, de la semilla que aguarda, de las raíces, de las ciudades de los muertos. Apagar la luz, sentir la obscuridad y el silencio sin atenuantes. Cada uno de nosotros está solo, es pequeño. Cada uno de nosotros es un punto de frágil sangre, de mínima carne dentro de las entrañas de la tierra que crece a nuestro alrededor con forma de animal yacente.
Estamos solos allí. Cada uno. Por un momento los sentidos nos cortan los puentes con el afuera. Dentro del volcán. Dentro de nuestros cuerpos. Estamos solos allí, como siempre, pero ahora lo notamos.
Cuando bajo sorteando piedras recupero el cielo, veo las águilas, los jotes, siento el viento. Ellos se quedan. Los tehuelches se quedan también. Aunque no los haya visto también se quedan.
Sigue acostado el león, el puma. Sigue dormido el animal yacente. Pero escucho el rugido, todavía escucho el rugido.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com










A Jim Jarmusch*



Infinito pequeño

luces, fuegos

y su ausencia,

el poema

es el silencio del fósforo apagado

o la boca huérfana

del calor del café



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar












Amor y lluvia*


Solo se ven dos sillas a la vista, la mujer embarazada le ofrece la mejor. No quiere mirar demasiado. No poner un acento del ojo en esa evidente miseria material donde transcurre la vida de una familia. De pronto comienza a llover. La mujer desespera por correr sus pocas pertenencias de las goteras que inundan en pocos minutos por aquí y por allá la casilla haciendo que el piso de tierra se convierta en chocolate líquido.
Después de subir todo a la cama, tapar con un mantel de plástico la cómoda y correr casi todo de lugar, la mujer vuelve a sentarse, le ofrece un mate amargo y habla con amor de su marido.

Se conmovió de un modo perenne. Ha repetido la breve historia cada vez que tuvo oportunidad. Lo resume en una iluminación que lleva adentro suyo desde aquel momento: "El amor no pertenece a los inteligentes".




*De Eduardo Francisco Coiro.










*


Será
que a veces te despertás
sabiendo que lo perdiste todo.
El agua
y la costumbre del agua sobre el fuego,
y la espera en el mantel de lo sencillo
y los hijos que crecieron en tu espalda
y los hombres
que amaste y que tuviste
son barcos que zarpan.

La soledad es ancha como un mar
y vos
te despertaste en una orilla.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

-Nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó:
Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016) Y Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.











Nubecitas*


Un Hilván más otro y otro tejiendo la sorpresa.

Toco, palpito cada palabra exquisita en esta tarde donde soplan nubecitas del pasado.












Inventren






Lo imborrable*



Los golpes a lo karateca del Hermano Miguel Amador en la nuca de mi padre. Mi padre que trastabilla haciendo unos pasos adelante pero enseguida recupera el equilibrio y hasta sonríe. Luego me toca a mí. Le digo que me duele el cuello, señalo tocándome en el lado izquierdo. Entonces la mano fuerte del sanador apretando algo que sería un ganglio pero que dolió lo suficiente como para dejarlo imborrable por toda la vida.

Mi madre y mi hermana estaban rezagadas en la larga fila que se había formado para subir a la tarima de madera elevada donde  Miguel Amador atendía usando la  fuerza de sus manos con la fe que le otorgaban quienes ya habían experimentado sus curaciones.  Mamá  debe haber pensado que ni loca se dejaba apretar o golpear. Ella sólo creía en médicos como su primo Aldo. Tomó de la mano a mi hermana  y salió afuera de esa gran carpa donde el sanador atendía. El afuera era un gran camping donde las familias se preparaban para almorzar con asado. Era un día esplendido de primavera con el viento que dispersaba rápido al cielo el humo de las parrillas.

Mi madre buscaba a su hermano Nicolás con Aintza, la mejor compañera que le conocimos. Luego de dar vueltas y sin animarse a acercarse a los bordes de la laguna por miedo a víboras o alimañas encontró a la mujer del sanador, la misma que nos había recibido al lado de la tranquera. Ella daba números para ordenar por turno la atención del Hermano Miguel Amador.

-Su hermano dejó dicho que vuelvan en tren. A ellos los están remolcando hacia Pedernales.
El tío había hecho otra de las suyas que enfurecían a mi madre: dejarnos en el medio del campo sin un retorno asegurado a casa.


Habría que decir que el viaje de ida fue inolvidable para los chicos que fuimos.

La llegada del tío con su mujer en aquel Fiat 600 casi 0km. Salíamos al paseo por el campo 4 grandes y dos chicos. El tío 1.90 de altura y más de 100 kilos manejaba como si estuviese al comando del Studebaker que tuvo que devolver por no poder pagar las cuotas. Pero no, ahora el tío manejaba su flamante Fiat 600 que había pagado hasta el último peso.

Recién cuando ya estábamos bien lejos de casa explicó que el destino del paseo era visitar a un sanador.
Mis padres aceptaron más por confianza en Aintza que en el loco chiflado del tío.

El viaje fue de maravillas mientras fuimos por ruta asfaltada. Cuando doblamos al camino de tierra el pequeño Fiat empezó a entrar y salir a paso de hombre por pozos ó huellas de tractores. El tío nos tranquilizaba "falta poco".
Faltaba poco cuando el 600 comenzó a humear,  quedó clavado sin señales de volver a arrancar. Nos bajamos. Mi padre con el tío empezaron a empujar hacía donde se suponía que estaba el campamento de Miguel Amador. Los chicos y las mujeres  los seguíamos.
Cuando pasamos un riacho y la ruta hizo una curva vimos las señales: chatas de gente de campo y autos estacionados. Una arboleda tupida. Era allá.

El tío dijo: vayan ustedes mientras trato de arreglar el auto.


El resto de la historia la supimos días después. Aintza encontró a un matrimonio de su pueblo que se iban en una camioneta igualita a la del abuelo de Lassie. Los remolcaron hasta la chacra en Pedernales. El tío había dejado dicho que busquemos una estación de tren a pocos kilómetros por el mismo camino de tierra intransitable. Con la furia de mi madre en el aire, los cuatro comenzamos a caminar. A poco de andar paró un chacarero que nos subió a la caja de su camioneta. Nos bajó justo en la estación Juan Atucha. Nos despidió con una frase alentadora: -Hoy es su día de suerte, estará al caer el tren a La Plata.

El abandono del tío nos permitió a los chicos viajar por primera vez en un tren de larga distancia. Aquella locomotora rodeada de humo como un dragón sin alas tiraba al tren por medio del campo. Cada tanto una estación rodeada de pocas casas detenía el asombro del viaje. Conocimos al vagón comedor donde tomamos chocolatada Vascolet.

Mi Padre -quizás para consolar a mi madre- dijo que los golpes del hermano Miguel Amador le habían curado el dolor en la nuca. Para no ser menos asegure palpándome el cuello que la pelotita ya no estaba más.




*De Eduardo Francisco Coiro.







-Próximas estaciones de escritura:

KM. 55.  

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

  ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***



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