*Foto de Paula Novoa.
Colibríes*
De quién era el alma del colibrí que se
detuvo,
es una forma de decir, frente a mi cara,
ayer,
apenas a unos veinticinco centímetros casi
durante veinte segundos mientras hablaba
por teléfono, ¿qué fue para él lo extrañó
en mí?
De quién es la del que me visita todos los
días
cuando riego las plantas y se deleita en
mojarse
con las gotitas de agua. O el que me siguió
por la calle dando giros alrededor de mi
cabeza
durante una cuadra y media hasta mi puerta.
¿Mi madre dolida del desamor de mis
recuerdos,
y atenta a deshoras, después de las
ausencias
de sus desvaríos que no puedo olvidar
a pesar del tiempo? ¿Mi padre incrédulo
y orgulloso de que su hijo escriba libros
tratando de asegurarse que soy el mismo?
¿O vos?, de quien no doy referencia.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
La cajita de música*
Tirada entre cosas sin
uso, en una bolsa arrojada por azar
en un tacho de basura
de la plaza
encuentro una vieja
cajita musical.
La tomo, le doy cuerda
con la pequeña llave
que cuelga de ella
debo haberme excedido
o tal vez haya roto algo.
Sale la bailarina de
su interior
pero su cuerpo no es
porcelana sino humano
pequeña como las hadas
de los cuentos
me agradece haberle
puesto fin al sufrimiento
y encierro de tantos
años.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-De "Medianoche
en la plaza de los sueños" Editorial Leviatán 2021
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
UNDÉCIMA PARTE
Una mañana, comprobando que quedaba poca
comida y agua, decidí salir a explorar un poco más. Empaqué sólo lo
indispensable en la mochila. Dejé la computadora. No tenía caso arrastrar su
peso por el bosque. Había tenido la idea de arrojarla desde alguna loma para
que rodara hasta romperse entre las rocas. Otra posibilidad era buscar el curso
del río y, ahí, dejar que fuera arrastrada por la corriente. Se hundiría con
rapidez hasta desaparecer. Sus piezas sobrevivirían mucho tiempo, quizás miles
de años. En el viaje hacia el sur algunas piezas se desprenderían, como los
herrajes y coyunturas de un barco torpedeado por el enemigo y que se desangra
lentamente en su curso. Guardé todo lo que me podría ser útil. Tenía las
libretas, agua y los frascos de conservas restantes.
Comencé a alejarme del Puesto de
Vigilancia. Miré el sendero por el que habíamos llegado. ¿Quién lo había hecho?
¿Qué pasos, repetidos una y otra vez, habían abierto esa brecha angosta, que
parecía desaparecer en cualquier momento? Seguí caminando unos metros más. De
pronto pensé, como una especie de sabotaje, que sería suficiente dar un pequeño
rodeo para tener la posibilidad de regresar al Puesto de Vigilancia. Si un
animal me emboscara podría refugiarme. A pesar de la indecisión seguí caminando
y, cuando me di cuenta, el Puesto de Vigilancia se veía lejano. Era un
rectángulo minúsculo y de color rojo. Un poco más y desaparecería de mi vista.
El claro en el bosque también quedó atrás. Suspiré y seguí caminando.
Después de un rato de marcha escuché un
murmullo acuático. Me di cuenta de que el sonido correspondía a una caída de
agua o un río tumultuoso. Pensé en el río tóxico y en su curso que, de alguna
manera, había replicado mi viaje con Lucrecia. Era un guardián que siempre
había estado ahí, lejos para verlo, pero con la suficiente presencia para que
nosotros, sin estar conscientes del todo, quisiéramos continuar, como bestias
inmersas en una migración ciega. Sentía la fuerza del agua. Miré de nuevo
atrás, justo como lo había hecho con el último contacto visual de Lucrecia. Me
sentí como un náufrago que abandona, casi sin querer, quizás motivado por la
esperanza disfrazada de curiosidad, su isla. Lo que me guiaba, en mi caso, era
un canto abstracto de sirena, un canto lleno de signos ocultos, encriptados en
cada una de las gotas que conformaban la corriente impetuosa, agresiva, que
erosionaba piedras, cuerpos, todo. Era encontrar, de nuevo, la imagen que había
tenido en la ciudad de Lucrecia. De alguna forma el río representaba el nervio
vivo de ese lugar, un demonio que reptaba atrás de las casas y que susurraba en
los oídos de la gente.
Seguí caminando. Ya no era la idea de
encontrar u olvidar a Lucrecia; tampoco quería comprobar una de mis muchas
fantasías. Era, simplemente, el hecho de avanzar por el mundo, de perder el
miedo, no pensar más que en el río y en algún posible final. Me interné en la
profundidad del bosque. Me sentía extrañamente fuerte. Era la adrenalina que se
hacía presente a través de los latidos que recorrían mi cuerpo. Después de un
rato de marcha pude ver otro claro. Saqué una libreta. ¿Valdría la pena
detenerme para intentar un nuevo mapa, uno en el que el protagonista principal
fuera el río, su curso que semejaba una larga cicatriz, una grieta que dividía
en dos el mundo? La visión del río me llevó, otra vez, a Lucrecia. Quizás
estaba oculta entre la vegetación, asomándose de cuando en cuando tras un
árbol, mirando mi deambular. El “no somos eternos” seguía flotando en mi mente.
Era una clave más, la más pura y la más críptica que había encontrado hasta
entonces. Pensé en llenar cada una de las hojas que me quedaban con letra
pequeña y ordenada. “No somos eternos”. ¿Qué quería decir eso?
Me detuve y me sequé el sudor con las mangas
de mi camisa. Era un sudor que se enfriaba, de inmediato, en mi piel. Podía
escuchar los latidos de mi corazón. Era un repiqueteo esforzado, rápido y
constante. Traté de distinguir la respiración de Lucrecia, sus pasos entre las
hierbas, sus manos apartando matorrales para encontrar un camino más fácil de
transitar. La respiración de ella era como escuchar un sonido bajo el mar. La
enfermedad era agua que la llenaba lentamente, invadiendo sus pulmones,
haciendo más lentos los latidos de su corazón, sumergiendo su vida,
ensimismándola para que no peleara y se rindiera a una pereza engañosa, a la
necesidad de contemplar, con sorpresa, el mundo, como si éste se renovara cada
instante, un regalo único antes de la muerte y eso le otorgaba, de alguna
forma, una dignidad desconocida para mí, que no podía apreciar y que acaso
sospechaba cuando, en medio de una respiración entrecortada, le preguntaba si
estaba bien y ella sólo podía sonreír.
Escuché el murmullo del río. El sonido se
acercaba. Era una bestia nutrida por la lluvia que había caído en la historia
de la mujer. Millones de gotas se habían unido en el flujo poderoso del río. La
lluvia que alguna vez había caído en el pueblo seguía impulsando la corriente.
Tuve miedo de encontrar el cuerpo de Lucrecia incendiado, flotando boca arriba,
con las manos entrelazadas sobre el pecho. Su rostro estaría oculto por el
humo. No estaba dispuesto a verla así porque esa imagen me atormentaría hasta
el último momento. Pensé que me acercaba a la desembocadura del río. Quizás no
había más murallas sino un mar inmenso y despoblado. El más allá era una
superficie estéril de agua. Ahí iban los cadáveres y la basura. Era un viaje
sin retorno, como una flecha que siempre va hacia adelante, que nunca pierde la
fuerza. Ahora, el misterio, sería el origen del río, saber dónde nacía, si su
curso atravesaba la muralla o nacía en ella, como un brote mágico o una
sustancia que emergía del centro del mundo. También, por qué no, estarían los
desaparecidos y ellos me contarían, con voces temblorosas, sus historias, la
imposibilidad de volver con sus familiares. Encadenaba mis fantasías para sacar
fuerzas y seguir caminando. Pensé que, si alguien entraba al Puesto de
Vigilancia, podría encontrar las huellas de mi tiempo ahí. Después utilizaría
esas claves para buscarme en el bosque. Un nuevo viajero seguiría mis pasos.
Supe que había llegado al final de mi viaje
cuando, después de pasar una leve colina miré, a lo lejos, la estela del río y
una cascada. Al lado este de la corriente destacaba la alta figura de la
muralla. La mole se alzaba en medio de otra parte del bosque y se perdía en una
neblina densa y compacta. La cascada se despeñaba como una avalancha de vapor.
Matorrales y plantas que estaban en los costados se agitaban por el embiste de
la corriente. La caída era estruendosa y después el río recuperaba su calma. La
ruta seguía hasta que se perdía de vista. La muralla era tan alta que parecía
cubrir esa parte del mundo. Me pregunté cómo no la había visto desde el Puesto
de Vigilancia. Me sentí en el interior de un inmenso caparazón. Las nubes,
menos densas en ese punto, eran lo único que podía sobrevolar la construcción.
Mi atención se concentró, de nuevo, en el río: miles de pedazos de plástico
fluían. El ruido que había escuchado era el entrechocar de los fragmentos.
Creaban un sonido intenso, como el de una multitud de tambores anunciando la
guerra. Quizás, de vez en cuando, era arrastrado un objeto muy grande. Ese
viajero derribaría todo a su paso, como un meteorito que no se desintegra y que
sigue su camino de manera artificial. Intenté en vano distinguir cadáveres
entre los desperdicios. La desintegración, en ese punto, los había llevado a un
naufragio completo. Los huesos, únicos sobrevivientes, estaban en un trayecto
anterior, hundidos en el lecho del río para seguir ahí, anónimos y pacientes,
retando al tiempo y contando, entre el polvo flotante, su historia. El olor no
era intenso, quizás porque muchos desechos eran piezas de plástico pequeñas,
blancas, como piedras decoloradas por el largo viaje y la interacción con
sustancias salidas de quién sabe dónde.
Una característica interesante era que no
todos los fragmentos continuaban su trayecto hacia el sur. Había un remolino,
causado por el cruce de corrientes profundas, que impulsaba a que algunos
pedazos salieran del cauce. De esta forma abandonaban el viaje y caían en
tierra. El paso del tiempo había dejado, en la ribera, pedazos de llantas,
puertas incompletas, cilindros, vidrios que habían resistido el combate con sus
compañeros de viaje y que, milagrosamente, no estaban hechos polvo. Los restos
llenaban una parte del paisaje y ofrecían un territorio multicolor, lleno de
relieves. No tenía fuerzas para intentar una aproximación. El piso estaba
resbaloso. Era un espacio saturado, como muchas voces hablando al mismo tiempo,
buscando confundirte, hacerte caer para terminar como uno de los cadáveres
flotantes que zarpaban tierra arriba, con los ojos profundos y las bocas
devoradas por el fuego.
Me detuve para tomar aliento.
Me di cuenta que, en las cercanías de la
caída de agua, se daban cita los pájaros negros que hacía mucho no había visto.
Eran parvadas enteras las que graznaban y disputaban, entre picotazos
nerviosos, las ramas de los árboles. Algunos pájaros sobrevolaban la zona, como
si tuvieran la misión de espiar a los viajeros que se aproximaban a sus
territorios. Recordé el primer texto que había leído y quise sacar el pedazo de
revista que aún conservaba en mi mochila para continuar con el trabajo que, de
alguna manera, había quedado inconcluso. El texto continuaría, con mi
aportación, esbozando una extensión de la genealogía de las aves. Escribiría
que, los únicos pájaros sobrevivientes a la extinción, eran aquellos animales
oscuros y nerviosos. ¿Cómo habían podido perdurar? ¿Cuál era la diferencia con
las otras aves? Quizás era la avaricia que se podía advertir en los ojos
relampagueantes, en la manera en que peleaban por la mejor rama de los árboles.
Seguía pensando en esto cuando pude ver a un hombre que se acercaba a la orilla
del río. Por un momento tuve una sensación de incomodidad. Él, sin darse cuenta
de que alguien lo observaba, comenzó a recoger los pedazos de basura que tenía
más cerca. Agucé la vista: el hombre, ligeramente encorvado, tenía la cabeza
blanca y estaba vestido con harapos. Guardaba sus descubrimientos en una gran
bolsa de tela. Me acuclillé por temor a que me descubriera. No sabía la razón
exacta de mi desazón. Quizás era, simplemente, no saber qué hacer, cómo actuar.
Prefería mantenerme a la expectativa, medio oculto por la distancia y por los
relieves de la zona.
Decidí acercarme un poco más para observar
mejor. El hombre seguía seleccionando pedazos. Su búsqueda no era al azar. Cada
objeto, al parecer, por la inclinación de la cabeza y el movimiento de los
brazos, era sometido a una cuidadosa inspección. Algunos fragmentos eran
descartados por su tamaño. Mientras el hombre evaluaba un nuevo tesoro, imaginé
a cientos de recolectores como él, armados con canastas o bolsas de plástico,
recorriendo las orillas del río. Adentro del bosque habría una comunidad construida,
acaso fundada, con aquella materia prima. Deberían tener una buena organización
para evitar peleas por los objetos más valiosos. Habría castas, divisiones
sociales, ritos. Me pregunté si el hombre buscaba sólo las piezas de
determinados aparatos para intentar una reconstrucción casi imposible. Tal vez
sólo se dejaba guiar por el color blanco, por las formas geométricas, por la
posibilidad de que una encajara con otra. Otra hipótesis era que la actividad
del hombre fuera totalmente irreflexiva: movía los brazos y sus manos como
alguien que respira, que bracea en un mar espeso y oscuro. Sólo se detenía
cuando necesitaba un descanso. El resto del tiempo era una hormiga laboriosa,
demasiado enfrascada en sus asuntos como para darse cuenta de otras cosas. Era
la vida simple que había visto en la ciudad de Lucrecia y en el pueblo donde
desaparecía la gente. Los cronistas de esas experiencias, como el viajero de la
libreta roja y yo, éramos testigos impotentes, incapaces de trascender entre la
gente, descifrar a cabalidad todos sus gestos.
Me alejé del punto de observación.
Necesitaba pensar con más claridad. Me dolían las piernas. El río seguía
fluyendo. El punto final era la muralla, es cierto, pero eso no explicaba
mucho. Era, simplemente, la frontera. El río, a un costado de ella, era una
frase infinita; alguien contando, hasta el cansancio, variaciones de la misma
historia. Quizás, un poco más adelante, estaría una muralla que, a su vez,
sería el límite de una ciudad muy parecida a la de Lucrecia. Murallas
encerrando murallas hasta llegar a un centro, un punto primordial y tal vez
inexistente. Me pregunté si, en realidad, esa “ciudad muy parecida a la de
Lucrecia” sería la misma que había visitado. Sentí escalofrío cuando pensé en
la posibilidad de haber hecho un rodeo y estar a punto de encontrar, de nuevo,
el punto de inicio. El mundo, en este caso, era un círculo que te atrapa, te
asfixia lentamente hasta llevarte a la locura. Esa suposición, que ganaba
fuerza con los segundos, me sirvió para no regresar al río. La opción que
restaba era seguir internándome en el bosque. Era probable que el viejo
recolector no estuviera solo. Él me contaría una historia diferente. Pensé en
él como una forma de darme ánimos. Abrí la libreta y escribí que el hombre era
el fundador de una ciudad. Después de él llegaron mujeres y niños. Empezaron a
construir sus viviendas de los residuos que transportaba el río. Millones de
pedazos de plástico habían sido utilizados para fundar toda una civilización.
Algunos muy pequeños, eran casi inservibles. Pero, a intervalos, bajaban por el
río grandes pedazos, partes de artilugios cuya apariencia apenas se podía
imaginar. Algunos desechos habían perdido su forma por el golpeteo con otros.
Por esta razón ellos aprendieron a juntar esos pedazos para hacer cosas útiles.
El plástico, casi eterno, era la materia prima para hacer cualquier cosa.
Guardé la libreta.
Me interné por el bosque. No podía ver el
río, pero el sonido me hacía sentir su presencia. El cielo, desde mi punto de
observación entre las ramas de los árboles, comenzaba a tener fisuras. Las
nubes perdían peso, se volvían vulnerables, como si la presencia de la muralla
las debilitara lentamente. Pensé en el cielo como un puño inmenso, abriéndose
para dejar que la luz se filtrara entre los dedos. Estaba inmerso en esa
contemplación, cuando escuché la voz de un hombre.
–¿Está perdido?
Respingué y me puse a la defensiva. A
escasos metros, el viejo recolector me sonreía.
–Estoy conociendo el lugar –murmuré.
El viejo se rascó la cabeza blanca. Iba
vestido con un overol azul y unas botas negras de plástico.
–Bienvenido –dijo.
–¿Dónde estoy?
El viejo miró las puntas de sus botas. A su
lado descansaba la bolsa de tela. Estaba llena. Le había costado un gran
esfuerzo arrastrarla por el bosque. Yo me había acercado a él, sin poder
distinguirlo. Sentí que estaba en una trampa.
–No hay nombre para este lugar –me dijo con
un suspiro– tal vez sea momento de encontrarle uno.
Sonreí. Pensé que estaba bromeando. Le
dije, para seguir con el juego.
–¿Cómo lo llamamos?
–Tenemos mucho tiempo para pensar
–respondió con una extraña seriedad en la voz.
En la bolsa se arracimaban innumerables
pedazos de plástico.
–¿Qué va a hacer con ellos? –le dije, señalando
su tesoro.
–No sé aún. Sólo los junto. Lo hago por
costumbre. Es una larga historia.
El viejo, en la penumbra del bosque,
parecía una criatura salida de él, nutrida por la vejez de los árboles, las
ramas muertas, el follaje casi gris. El viejo me señaló:
–¿Sabe? Creo que soñé, en algún momento,
con este instante.
Antes de seguir con el pensamiento, miró la
muralla y dijo:
–Es maravillosa, ¿no es así?
Asentí en silencio. En algo estábamos de
acuerdo. El viejo buscó en una bolsa lateral de su overol y extrajo una
libreta.
–Siempre cargo con ella por si un día
encontraba a alguien. Estoy emocionado. Siempre que salgo la llevo conmigo.
Me la dio con sus manos de dedos flacos,
uñas cubiertas por una pátina de lodo. Era una libreta de tapas plastificadas.
El tamaño era similar a la libreta roja que aún guardaba en mi mochila.
–La encontré en un recipiente de metal. Era
una caja grande que tenía más cosas. Es difícil encontrar metal en el río. Casi
siempre es plástico.
Imaginé una llamada de auxilio, la botella
al mar lanzada por un náufrago esperando encontrar a la persona adecuada. Abrí
la libreta. Lo primero que llamó mi atención fue la letra, apretada y concisa.
No pude saber, de inicio, si el texto había sido escrito con pulso desesperado
o con tiempo para revisar detalles, añadir descripciones, datos. Lo cierto es
que, al menos esa primera página, no había frases enmendadas, todo había sido
escrito de un solo impulso, como si el entero texto hubiera sido ensayado
previamente hasta lograr una ejecución perfecta. La crónica, si es que puedo
llamarla así, sin ninguna identificación ni pista del autor, tampoco tenía
fecha. Eran diez hojas escritas por ambos lados. No pude resistir, tenía que
leer todo, así que empecé sin importar la presencia del viejo.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Hay códigos
que están falseados
las capas de sentido se superponen
resignificadas de nada
todo el mundo pierde todo
y gana todo a cada momento.
Tiene Virgilio algo para decirnos?
Está la gesta de vender pescado
que ya casi nadie consume
frente a edificios en ruinas
también la de transportar en ambulancias
a gente que se muere sin aire.
Este es
el siglo de la nostalgia
a no dudarlo
se ama por igual
a los vinilos y a la porcelana de Limoges
la moldura francesa
la mano de cobre en la puerta.
Los más osados quieren ser periodistas
escritores
músicos.
Otros sueñan en playas del caribe
sobre reposeras blancas
lloran en una semana de cocoteros
la distancia de otro tiempo
invocando
la sombra piadosa del olvido.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar
del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde
se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un
máster en Gestión Cultural.
-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento
latinoamericano.
-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo &
Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos
Aires, 2015), El cuerpo intacto
(2017, Penn Press), Grow a lover (2018,
Pensamientos literarios).
-En 2021 ha publicado La gota en la piedra.
(novela, Mardulce, Buenos Aires)
Aniversario*
Está anocheciendo y cae la niebla, como
entonces. De acuerdo a lo previsto, hoy va a helar de nuevo.
Escucho y clasifico los ruidos de la calle,
los del rellano, los de mi propia casa. Verifico la absoluta normalidad
mientras compruebo la disposición de los cuadros en la pared del recibidor.
Oigo voces, pero sé que no son más que los
ecos de mi propia voz, que el tiempo ha ido amontonando en los rincones y el
silencio multiplica espantosamente. Pronto sonarán las nueve en la vieja
iglesia; sin embargo, desde aquí no pueden escucharse las campanadas. Repaso
minucioso, inútilmente los detalles. Todo está en su sitio. Todo idéntico a
aquel 30 de diciembre de hace veinte años, idéntico a todos los treinta de
diciembre desde entonces, como cumpliendo un ritual que no termino de
comprender, pero al que no puedo sustraerme. Miro el reloj, calculo el retraso,
me asomo a la ventana. A esta hora no circula casi nadie. Por eso me sorprende
la vaga silueta que se insinúa a través de la niebla. Despacio, como insegura,
camina por la acera de enfrente. Sé que no puede ser ella, pero a pesar de todo
es lindo soñar que son sus pasos los que resuenan sobre las húmedas baldosas,
que son sus manos las que ahora sujetan un papel en el que sus ojos parece que
intentan descifrar algo, que es su rostro el que se levanta de golpe mirando
hacia este lado, buscando tal vez los números de los portales. Sé que es una
tontería, que ella no tiene el pelo así, ni un abrigo como ése, pero después de
veinte años estériles es tan lindo soñar que ha sido su brazo el que ha
empujado la puerta del patio que ahora se oye cerrarse sin violencia, que son
sus tacones los que lentamente ascienden hasta el primer piso, deteniéndose
allí unos segundos, como dudando, y reanudan luego su marcha hacia arriba,
hacia este segundo piso en el que sin darme muy bien cuenta ya la estoy
esperando. Mientras pienso que seguramente ha de ser otra persona y que de un
momento a otro escucharé el lejano sonido del timbre de alguno de mis vecinos,
bajo un poco las luces y pongo el disco de Miles. Absurdo suponer siquiera que
la imitación de fechas, temperaturas y gestos haya podido provocar, por fin,
una ruptura en el tiempo, una repetición de lo que jamás debió ocurrir, una
oportunidad para cambiar la historia. Los pasos han dejado de subir, pero si se
pone atención puede escucharse el sonido de una respiración agitada ahí fuera.
Seguro que en el rellano no hay nadie, que se trata sólo de mi imaginación,
pero ya es la hora. Me dirijo a la puerta mientras miro de reojo hacia la mesa.
Todo está dispuesto y los cuchillos relucen. No conviene demorarse: suena tan
bien la música esta noche...
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
https://sergioborao2011.blogspot.com/2018/02/aniversario.html
*
Mucha atención a esto que dice Blanchot:
"Las Sirenas
parece efectivamente que cantaban, pero de un modo que no satisfacía, que
únicamente permitía oír en qué dirección se abrían las verdaderas fuentes y la
verdadera dicha del canto. No obstante, con sus cantos imperfectos que sólo
eran un canto por venir, conducían al navegante hacia ese espacio en donde el
cantar comenzaría verdaderamente. Una vez alcanzado el lugar ¿Qué ocurría?
¿Cuál era ese lugar? Aquel donde ya sólo quedaba desaparecer porque la música
misma, en esa región de fuente y de origen, había desaparecido más rotundamente
que en cualquier lugar del mundo".
Hay muchas interpretaciones para este
fragmento. La que prefiero es la de Borges cuando habla de la inminencia de una
revelación que no se produce como el hecho estético en sí.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
YELLOW SPRING STATION*
Mis ojos disfrutan el deleite
impávidos, y sobrecogidos
por la inusual belleza
se adentran en el torbellino
de la magia de colores.
Mientras el tren de la noche
se desplaza, y los amantes
se dicen adiós. Mis ojos no
saben cómo sobreponerse
al fugaz hallazgo. Recuerdo.
Presencio cómo los colores
del arco iris atraviesan
mis pies y el corazón adusto
de la estación de tren.
*De Daniel
Montoly.
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza
Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
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