*Foto de Noelia Ceballos.
Pone sus ojos como un
pájaro*
La cabeza girada hacia atrás.
Va vestido con ropas sencillas
y sin reproches me reclama:
¿por qué tanto tiempo
sin acudir a mí?
Estoy alegre y no siento culpa,
estamos en la vereda
de un cielo centenario,
me acerco respetuoso
y esgrimo una disculpa:
¡estoy tan ocupado viviendo!
Abro mi alforja
Y por suerte
en ella encuentro voces tan serenas
que decido repartirlas.
Me siento liberado.
comienza una charla muy amena,
será el momento de otro despertar.
No hay nada
que empañe esta alegría.
*De Jorge
Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
-De su libro "La incomodidad”
Huesos de jibia. 2015
*
Poco a poco fuimos descubriendo
cómo se pone sal sobre el silencio
y agua detrás de las palabras.
Y nos gustó callar para decir la ausencia.
Y nos gustó decir para temblar la calma.
Pero el amor.
El amor crudo.
Y ya no supimos qué se hacía
con el desierto,
con los signos,
con la sed.
*De Valeria
Pariso. parisovaleria@gmail.com
-Del libro "Del otro lado de la noche".
-Valeria
Pariso (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970).
Es poeta y abogada. Coordina MOJITO, taller y clínica
virtual/presencial de poesía y el "Ciclo
de poesía en Bella Vista". Primer Premio del Concurso de Letras,
categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, con su libro "Zarmina".
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar"
Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015),
"Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La
trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al
viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar",
Editorial AqL (2021).
Administra el blog de difusión de poesía
contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar
Su blog personal https://tantotequeria.blogspot.com
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
NOVENA PARTE
La mujer sacó de un cajón un plato con
manzanas y algunos duraznos.
–Es de lo poco que se da por acá. En las
mañanas salgo a recolectar frutas de los manzanos y duraznos que están cerca de
aquí. No me atrevo a ir más lejos. Tal vez, un poco más allá, encuentre otro
tipo de fruta, pero prefiero no saberlo. Es mejor así.
Comimos las frutas que tenían un extraño
sabor metálico. No quise pensar en una probable contaminación, pero regresó a
mi mente la imagen del río que venía del norte y que, muy probablemente,
superaba los límites de la muralla. El río, tal vez, partía a la mitad el mundo
conocido, como el cuchillo de filo mellado que utilizábamos en ese momento para
dividir una manzana. El río, antes fuente de vida, era ahora una arteria tóxica
que envenenaba gradualmente el ambiente y traía, de vez en cuando, cadáveres
ungidos por la memoria del fuego, rostros desfigurados, convertidos en despojos
anónimos cuya voz se había apagado con la combustión persistente. Pensé que
ella, la mujer, en un rapto de desahogo, una catarsis desconocida, nos
confesaría la rapiña de los cuerpos. Pensé que de vez en cuando emprendía el
largo trecho hasta el río. Se guiaba por el hedor de la materia descompuesta
que se fortalecía mientras se acercaba. Una vez en la ribera penumbrosa,
contemplaba con melancolía el cauce oscuro y espeso. Después, ayudada por una
larga vara, removía escombros y, con gran esfuerzo, acercaba algún cuerpo aún
ceniciento, que navegaba boca arriba, con las órbitas de los ojos anegadas, las
mandíbulas laxas y las entrañas diluyendo sus límites, convertidas en una sola
y humosa sustancia. También recogía objetos que remolcaba la corriente: envases
de leche, contenedores de agua, pedazos de metal que pudieron ser parte de un
auto. Seguramente la ardua empresa de remolcar los cuerpos la hacía poco a
poco. Imaginé su lento avance a través de la tarde. Ante la imposibilidad de
arrastrar un cuerpo en una sola jornada, lo dejaba en la intemperie, esperando
que el tiempo y los insectos siguieran desgastando la materia para hacer más
ligera su carga. Si esperaba lo suficiente sólo tendría que arrastrar una colección
de huesos apenas unidos por las débiles articulaciones. De todas formas, la
dureza del piso impediría que pudiera enterrarlos. “¿Para qué tanto esfuerzo?”,
pensé mientras miraba los brazos de la mujer, como si esa simple observación
fuera suficiente para calcular la fuerza necesaria, la obcecación que se
necesita para arrastrar un cadáver por el bosque. Y cuando ella desvió la
mirada y me sorprendió contemplándola, supe, por el esbozo de sonrisa y el
nerviosismo que intentó ahogar juntando las palmas de sus manos en una oración
absurda, que mi imaginación podía ser real. Afuera, semiocultos entre los
densos árboles, habría decenas de cuerpos. La falta de aves carroñeras generaba
una degradación paciente, como la de los barcos semienterrados en la arena,
carcomidos por el salitre, habitáculos de pequeños moluscos y otros seres. Hice
el propósito de que, al día siguiente, buscaría entre la espesura alguna prueba
de mis sospechas.
–Mañana continuaremos nuestro camino,
señora –dijo Lucrecia.
La mujer la miró con ternura. Le pasó una
mano por los cabellos. Eran, por un instante, madre e hija. Yo, un simple
testigo que podía mirar desde lejos ese acto íntimo que, acaso, ellas mismas no
entendían muy bien, pero que les otorgaba un poco de tranquilidad en ese ambiente
corrupto y maleable.
Nos despedimos. La mujer entró a su
dormitorio. Antes de que cerrara su puerta alcanzamos a distinguir el perfil de
una cama y un baúl de madera.
Recargados en la pared, a un lado de la
ventana, teníamos muchas dudas. El fuego alcanzaba a calentarnos. Miré mi
mochila. Tenía mucho que no prendía la computadora. Ahora, más que una
herramienta, era un peso inservible, como las cadenas que cargan los
condenados. Pensé que la humedad ya empezaría a afectar su funcionamiento. La
saqué de la mochila y pulsé el botón de encendido. Vi que se prendió la
pantalla. Tenía miedo de que la mujer despertara, saliera del cuarto y
observara mi aparato. ¿Qué pensaría ella al mirar un objeto de otro mundo? El
destello de la pantalla tardó en aparecer. Comprobé, desesperanzado, que la
pila estaba por acabarse. El porcentaje era mínimo. En unos minutos se
apagaría. ¿Qué hacer? Me sentí impotente. Tendría que escribir mis últimas
palabras en la máquina antes de que se clausurara por completo. Después, tendría
que dedicarme al papel, a mis letras en las hojas amarillas, luchando por
encontrar su propio espacio, su propio flujo en medio de una maraña de
pensamientos que se apretujarían, como bestias ansiosas, al unísono, por un
lugar.
Lucrecia se puso en pie para mirar los
objetos de plástico en los estantes. Mientras tanto, yo saqué una libreta y un
lápiz. En la mochila, casi como un amuleto, un objeto ritual, estaba la libreta
roja del viajero. Era curioso. Ante la falta de nombres, había optado por llamar
a los personajes con quienes me encontraba por su función en el mundo. Lucrecia
tocó con un dedo el rostro de la muñeca y trató de adivinar, entre murmullos,
la función de los otros objetos de plástico que se arracimaban frente a ella.
Después, cansada de su exploración, tosió un par de veces y regresó junto a mí.
Recargó su cabeza en mi hombro y dormitó.
Comencé a escribir. Al inicio mi letra era
temblorosa. Decidí, mientras las primeras palabras tenían lugar en el papel,
que ocuparía el resto de la pila para copiar partes del texto que sirvieran
como una especie de introducción. Después me basaría en las anotaciones
dispersas que tenía en papeles arrugados al fondo de la mochila. Tendría que
tener cuidado con la humedad. La pesadilla era, en esos días, el agua que
diluye la tinta, que ramifica palabras hasta hacerlas irreconocibles. Un texto
podría convertirse en un mapa, una imagen compuesta de manchas, una fotografía
de un cielo cubierto de nubes en el que cualquier significado es posible. Los
párpados de Lucrecia tenían un leve temblor, como si presintiera lo que estaba
escribiendo y la curiosidad luchara por hacerse un espacio entre el sueño para
que pudiera leer mis primeras anotaciones de la noche.
Hice un pequeño resumen de lo que había
pasado el último día antes del encuentro con la mujer. Fue difícil recuperar
los detalles de la marcha. Después narré la conversación con ella. En mi texto,
las parcas palabras intercambiadas entre los tres, se habían extendido,
apropiándose de imágenes, contextos, comparaciones. Escribí la historia del
vigía y del puesto de vigilancia. Evalué argumentos a favor y en contra de su
existencia. Quizás ese nuevo lugar, ese puesto de avanzada, era una especie de
vórtice que absorbía cualquier cosa que se le acercara. ¿Cómo comprobar todo?
¿Cómo asimilar el vértigo de tanta fantasía?
Lucrecia seguía dormida. Ahí, junto al
fuego que se violentaba por una breve racha de aire, parecíamos dos huérfanos
en medio de la calle, esperanzados en las monedas de los transeúntes. Me di cuenta
que, en realidad, antes que otras cosas, me interesaba explorar la historia del
hombre. Acabé por llamarlo, como lo había hecho la mujer, “El Vigía”. También
nombré a su cabaña el “Puesto de Vigilancia”. Después pensé que si había un
hombre en ese lugar, si todavía vivía, quizás tendría alguna certeza,
información que ni siquiera sospechábamos. Escribí el perfil de un hombre
valiente, inmune a la muerte, incluso al paso del tiempo. Ahí, en el Puesto de
Vigilancia, vigilaba el paisaje y desentrañaba el significado de las nubes.
Estaba a la espera de algo. Su labor era la de cualquier persona en un puesto
de avanzada. Era alguien que otea el horizonte buscando los movimientos del
enemigo. La dificultad era imaginar a un enemigo en esa tierra de nadie. Podía
ser cualquier cosa. El Vigía no tenía atrás a ningún ejército, tampoco nada con
qué defenderse. Sólo estaba ahí, mirando por la ventana en el Puesto de
Vigilancia, acumulando información todos los días. A lo mejor intentaba dormir
lo menos posible para seguir, en lo más profundo de la noche, recolectando
señales en la lejanía. Es probable que no saliera de la construcción. En el
exterior del puesto, aunque fuera un par de metros lejos de la puerta de
entrada, era vulnerable por completo, como un pez que, de repente, por un
impulso demasiado fuerte, salta y queda fuera del agua, dando de coletazos, con
los ojos reflejando el brillo del sol, tratando con todas sus fuerzas de volver
al agua pero, al mismo tiempo, sometido a una atmósfera que lo oprime, que entorpece
movimientos que antes eran fluidos. Y por eso, quizás, sólo esperaba un golpe
de fortuna, una colisión accidental, un último esfuerzo que lo alejara de la
muerte.
Miré a Lucrecia. Supuse que, adormilados,
coincidíamos en el mismo lugar. Dejé la escritura. Creí que Lucrecia, por la
tranquilidad con la que dormía, estaba nombrando, en el sueño, a cada uno de
los árboles de la zona. Para mí era imposible identificar a los cientos de
ejemplares que formaban laberintos casi imperceptibles en la espesura. Por eso
sólo podía contemplar los troncos blanquecinos, cubiertos de una volátil
ceniza. Al fin comencé a cerrar los ojos.
Soñé.
Al principio era un sueño sin imágenes,
construido con estímulos auditivos. Era un espacio oscuro que se llenaba con un
violonchelo. La primera imagen que surgió era una mano de dedos muy largos
tomando el arco para tañer las cuerdas del instrumento. Sólo tenía la certeza
de esos elementos, como si todo lo demás, el contexto, estuviera cubierto por
una bruma. Desde mi perspectiva parecía que, en lugar de las cuerdas, el arco
iba directo a la madera, como si intentara horadar la caja, destruir poco a
poco el andamiaje de madera. Por esta razón el sonido se volvió un frotamiento
constante, casi neurótico, que no podía detenerse. Quizás la madera comenzaba a
ceder porque escuché un crujido y, luego, el sonido de la lluvia. La lluvia
volvía, constante, con su golpeteo, con su ritmo monótono que te llevaba a la
locura. Cuando por fin, en la realidad, lloviera, ese efecto sería aún más
fuerte. Nadie podría soportar esa lluvia interminable.
Nos despertamos casi al mismo tiempo. Aún
estaba oscuro, pero presentíamos que faltaba poco para los primeros rastros del
amanecer. El fuego latía en la chimenea aunque pronto sería un recuerdo.
Escuchamos el progresivo avance de las brasas y de la ceniza. Sin decirnos una
sola palabra sabíamos que sería casi imposible volver a conciliar el sueño. Aún
teníamos una somnolencia viscosa. Era como emerger de entre capas y capas de
pesado musgo, salir de un marasmo de líquenes y densas raíces que se extendían
por todo nuestro cuerpo y lo abrazaban. El mundo, o al menos esa región, esa cabaña,
invadían progresivamente nuestros sentidos.
Iba a levantarme cuando escuché ruidos en
el cuarto del fondo, donde dormía la mujer. La puerta estaba cerrada, pero el
espacio entre las deterioradas tablas que la formaban dejaba vislumbrar el
lento movimiento de una sombra. Agucé la vista. El fuego estaba a punto de
apagarse y la luz era cada vez más débil. Tuve la certeza de que la mujer se
movía al otro lado. Recorría el cuarto de un extremo al otro. Tuve la sensación
de observar a una bestia tras los barrotes de una jaula.
–¿Qué soñaste? –me preguntó Lucrecia en voz
baja.
Puse un dedo en mis labios para indicarle
silencio.
Distinguimos, abriéndose paso entre el
silencio y el ruido de los insectos, la trabajosa respiración de la mujer. Pero
no era un aliento temeroso el que escuchábamos, era un sonido que mezclaba la
amenaza y la tristeza; era un murmullo agreste, acaso antiguo, que nos rodeaba.
El primer impulso fue huir. Sin embargo, la fragilidad de la mujer, nos hizo
resistir. Quizás la mujer nos escuchó porque detuvo sus pasos. Sin embargo, no
salió del cuarto. Pasaron varios minutos así. La luz de la mañana fue ganando
terreno en el piso. Unos minutos más y volvieron los pasos, esta vez con más
fuerza, como si alguien intentara comunicar algo o establecer un nuevo límite.
Le dije a Lucrecia que era mejor irnos. Ella asintió, tomamos nuestras mochilas
y salimos.
Emprendimos el camino para reintegrarnos al
sendero principal. Lucrecia se retrasó unos momentos. Al regresar unos pasos
para ayudarla, me pareció ver a la silueta de la mujer, en la ventana redonda,
contemplando nuestra huida, acaso satisfecha, cumpliendo la absurda misión de
estar sola, dialogando con los objetos de plástico, con la humedad que
infestaba la cabaña y que nutría su locura.
Apenas hicimos referencia de lo que
habíamos vivido en las horas más recientes. Era demasiada información para
sacar conclusiones. Después de un rato pudimos regresar a la bifurcación que
habíamos encontrado y enfilamos por el otro sendero. El paisaje era similar,
acaso la única diferencia era un clima un poco más cálido. En trechos nos
quitábamos las chamarras para refrescarnos.
Lucrecia parecía fatigada por el viaje.
Sólo entonces tuve el deseo de regresar a la ciudad para que ella pudiera
descansar. Pero el viaje se antojaba difícil, muy largo. Era mejor seguir
adelante. Pensaba en eso cuando, después de bajar por una pequeña pendiente,
encontramos una cabaña. A nuestra mente llegó la imagen del Puesto de
Vigilancia. Lucrecia me tomó del brazo. Caminamos con más prisa. Nos acercamos
al lugar con los nervios en tensión. Podría ser real la historia de la mujer o,
quizás, una simple coincidencia. El desconocimiento del mundo, la falta de
mapas, de certezas, hacía que cualquier encuentro pudiera encajar con alguna leyenda,
supersticiones alimentadas por el desvarío. La puerta no tenía seguro y abrió
con un empujón. La cabaña parecía haber sido habitada hacía poco tiempo. Una
viga del techo, deteriorada, filtraba la luz del sol. En un rincón estaba una
estufa de leña. Alrededor se podía observar la madera oscurecida por el humo.
Intenté encontrar rastros de los antiguos ocupantes, pero no había señales.
Lucrecia se asomó por la ventana y miró el bosque. La luz de invierno parecía
sumergir el interior de la cabaña en un tiempo antiguo, volvía opacos los
escasos enseres desperdigados en el piso y sobre una pequeña repisa: un
destapador de metal, un cuchillo de cocina, las cáscaras endurecidas de unos
limones. Fósiles conservados por las noches que acaso se avivaban con las
sombras de la tarde. El ambiente tenía una calidez extraña, artificial, como si
del piso, entre las junturas de las tablas de madera, saliera un aliento que
entibiara nuestros cuerpos y nuestras respiraciones. En el único cuarto
disponible había una cama cubierta por un sarape un poco deshilachado. Parecía
la casa de un ermitaño. No había basura y los objetos que seguimos encontrando
(un martillo, un par de tazas en una tina de plástico, el armazón vacío de unos
anteojos, un reloj de pulsera detenido a las 3 en punto) parecían piezas de un
museo imaginario, ejemplares que, tan sólo al ser interrogados en silencio,
cumplían un sentido. Imaginé al Vigía dejando esos objetos, en esa posición,
para tratar de comunicar un mensaje secreto. Lucrecia hurgó en la cama, en un
cajón vacío, en el quicio de las ventanas. No había alguna señal que confirmara
la versión de la mujer. Era una cabaña como las otras, sólo que construida
lejos del pueblo.
Nos sentamos en la cama y miramos de frente
a la puerta. Desde nuestra perspectiva podíamos ver las dos mochilas. Se oía, a
lo lejos, el murmullo de los insectos. Traté de distinguir el aleteo de los
pájaros negros. Pensé que nos acompañarían en el trayecto. Nos quedaba comida
y, al menos hasta ese momento, no quería hablar con Lucrecia de los planes para
los próximos días. Era probable que en las áreas cercanas hubiera pueblos
devastados, restos de casas, piedras apiladas o remedos de caminos devorados
por la vegetación. Quizás había más cabañas como en la que estábamos, salpicadas
en el bosque. Teníamos el resto de la jornada para descansar. Podríamos esperar
a que el sol acabara su desplazamiento por el cielo y que la oscuridad se
abatiera sobre esa parte del mundo. Sin luz artificial, con el escaso
resplandor de la luna que apenas tocaba las cosas, nos dedicaríamos a imaginar
el resto del país, el probable origen de la muralla y las palabras finales de
los desaparecidos.
Me quité las botas. Tenía una leve punzada
en la planta de los pies. Las piernas me dolían. Podía escuchar la respiración
acelerada de Lucrecia. La mía se había alentado hasta recuperar su normalidad.
Adivinaba los urgentes latidos en su cuerpo. Sin embargo, su rostro reflejaba
tranquilidad e, incluso, somnolencia. Parecía desear la llegada del crepúsculo
para cerrar los ojos y dormir.
Recorrí la pequeña habitación y me asomé a
la puerta de entrada. Lucrecia se tumbó en la cama. Una racha de aire
estremeció las ventanas. Me pregunté si, en aquella región, había animales
peligrosos. Escuché la voz de ella.
–Acércate –me dijo.
Se había quitado la chamarra y sólo estaba
con los pantalones y una playera blanca. La playera dejaba entrever sus pechos
y las aureolas de los pezones. La luz de la tarde parecía un animal vivo que
iba y venía por su vientre. El sol parpadeaba en los huecos de las cortinas
deshilachadas que tenían un leve movimiento generado por el aire que se metía
por los huecos de la cabaña. Pero el aire no alcanzaba a contagiar su frío y el
ambiente, al menos en esos segundos, se caldeó en lugar de enfriarse. Sentí mis
manos tibias y mi cuerpo pareció nadar en una sustancia espesa. Me acerqué
sintiéndome un poco tonto. Me acerqué, también, pensando que estaba cruzando
una nueva frontera, esta vez más difusa, hecha de una respiración que,
lentamente, volvía a aumentar su ritmo. Sin embargo, mientras ella, levantando
la parte inferior de su playera, llevaba mi mano izquierda entre sus pechos,
supe que ese nuevo territorio, uno que creía conocer, tenía una profundidad que
Lucrecia había aprendido a desentrañar, a sondear en el curso de los últimos
días y que, sólo ahora, estaba dispuesta a mostrarme.
–Tengo cáncer –me dijo.
Detuve mi mano y luego la llevé a un lado
de su torso, cerca de la cintura. Deseé una sonrisa en ella, algo que
invalidara su declaración. Ella se mantuvo serena. Parecía que había planeado
esas dos palabras desde el día en que nos conocimos. Quizás había imaginado el
momento cuando la había visto de espaldas, mirando por la ventana la ciudad
moribunda, la ciudad de los suicidas y de los apagones. Sus dedos sobre el
vidrio de la ventana nos delineaban, como una aventurada profecía, y nos
indicaban el camino a seguir en esa cabaña asediada por el frío pero que, de
alguna manera, conservaba y expandía el calor de nuestros cuerpos.
–Lo último que me dijeron los doctores es
que no había nada que hacer.
–¿Qué?
–Fue lo último que escuché antes de que el
hospital se quedara sin los medicamentos…
Lucrecia detuvo su voz pero seguía
ensimismada con su historia. Cerró los ojos mientras mis dedos se hundían
ligeramente en la piel fría de su pecho izquierdo. El estremecimiento ocurrió
en ambos. Pero el deseo, enmarcado en el discurso de ella, era sólo un elemento
más, inaprensible, un pretexto para que yo abandonara la mente, la llevara
lejos de las palabras y de lo que sugerían.
–Cáncer de pulmón. Hay un tumor por ahí…
creciendo.
Su voz quedó anclada en mi silencio. ¿Qué
podía decirle? Ella sonrió como si hubiera dicho una broma. Yo intenté
corresponder con algún gesto amable que diluyera la tensión, pero sólo pude
desplazar mi mano hasta su vientre y comprobar que, también, estaba frío. La
piel de su cuerpo era una superficie invernal, muy parecida al clima que
cercaba la ciudad de donde habíamos partido y que mantenía a la gente
ensimismada, ajena al pasado, repitiendo las mismas rutinas hasta derrumbarse
por completo.
–Quizás, en este momento, hay nieve en la
ciudad, en el hotel, en los techos de las casas– le dije, mientras una nueva
avalancha de nubes disminuía la luz solar y nos dejaba, al mismo tiempo, en la
penumbra. Sus labios, húmedos, destellaron por un momento. Pensé en las nubes
que iban al norte y que se amontonaban como piedras en continua fragmentación,
chocando entre sí sin disolverse. Pensé en nosotros, en ese instante en el
hotel, con una pieza de Chopin carcomiendo la inmovilidad de una tarde casi
infinita. Después de la salida del hotel la única música que podíamos escuchar
eran nuestras voces abriéndose paso entre el viento, el sonido de los árboles y
los pájaros negros que miraban nuestros pasos y que, a veces, parecían
seguirnos.
La besé. Ella respondió con una mezcla de
excitación y curiosidad. No sabía si el cáncer ya había derivado en una
metástasis o alguna otra palabra desconocida. Imaginé el interior de su cuerpo
surcado por líneas rojas que se ramificaban cada segundo. Imaginé que su cuerpo
fosforecía en las noches, despertaba un halo azul que descubría vetas de polvo
en el aire. Era una mujer despertando su última luz, avivándola en medio del
frío. Me refugié en esos pensamientos para no enfrentar la verdad, las palabras
que, sólo hasta ese momento, aceleraban el tiempo, llevaban el pulso en
nuestras venas a un ritmo más real, a una cercanía íntima con la muerte.
–¿Por qué en el pulmón? – acerté a decirle.
–Nunca fumé –me respondió –quizás es la
derivación de un cáncer que apareció en otra parte de mi cuerpo. Los médicos
nunca me explicaron. No había mucho que explicar.
Miré su vientre y las costillas que se
afilaban con cada respiración. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Me sentí traicionado
por saberlo en ese momento y por no poder hacer nada. Ella adivinó mi desazón y
continuó.
–Al inicio fue una tos persistente que
desapareció a los pocos días. Después me sentí débil. Fui con mi padre al
hospital, pero sólo me dieron una caja de analgésicos y una cita para que me
tomara una radiografía.
–¿Y qué pasó?
–Los analgésicos, como puedes suponer, no
sirvieron. El aparato para sacar la radiografía se descompuso. No regresamos
más. No era dolor lo que tenía, ¿sabes? Al menos hasta ese momento. Era como
estar desinflada por dentro, como si algo me estuviera devorando lentamente. No
sé… a veces me siento bien y, otros días, siento como si algo excavara en mi
pecho.
Quise besarla de nuevo, sin embargo, se
alejó un poco. Su cuerpo, ahora levemente encorvado, dejaba entrever la derrota
que había sido antecedida por sus palabras, por su voz que, a su vez, escarbaba
dentro de mí y hacía que mis ojos ya no buscaran contacto con los suyos. Aun
así quería saber un poco más, pero dejé que ella tomara el control, como lo
había hecho en el pasado. Lucrecia se acostó en la cama. Llevó las manos a sus
piernas. Me senté a un lado. La tomé de la mano derecha y pensé en que repetía
el gesto de la mujer con su esposo, temerosa de que desapareciera. Pero yo, en
ese momento, no tenía miedo de ese fenómeno. Lo que yo quería, inútilmente, era
contaminarme de la enfermedad. Restar con la piel su poder o, al menos,
erosionarlo para ganar tiempo.
–¿Sabes? No somos eternos. Nos aferramos
demasiado a todo –me dijo Lucrecia.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
EL TÍO SERGEI*
Cualquier persona que
tiene una sonrisa perpetua en el rostro, oculta
una violencia que
asusta.
Greta Garbo
Mi madre y su hermano Sergei llegaron en un
barco
[a Nueva York
a principios del siglo pasado.
Junto a ellos, bajó un matrimonio de
apellido Demsky
Sus ideas la convirtieron en líder de los
inmigrantes rusos.
Al ser expulsada por las autoridades de
migraciones
debió abandonar el país de la libertad en
setenta y dos horas,
partiendo hacia Argentina en otro barco
plagado de pobres.
A su hermano, el hambre y el instinto de
supervivencia
lo llevaron a Hollywood
donde filmó, con el hijo de aquella pareja:
Issur Danilovich Demsky, más conocido como
Kirk Douglas.
Ya en Buenos Aires, continuó pagando con
persecuciones
su línea de pensamiento
mientras mi tío se volvía millonario y con
el paso del tiempo
se convirtió en el dueño de varias
joyerías.
Esta foto juntos, ajada por los años
en una ciudad que no reconozco
muestra a un hombre impecablemente
arreglado, con un
[traje
oscuro
y un sombrero que habla de su ascenso
social.
Mi madre, a su lado, sencillamente vestida
con su cabello sujeto por una peineta y una
flor, una rosa
asomando de su saco
símbolo de los combatientes de su época.
Los hijos del tío Sergei, ampliaron los
negocios del padre
sumando a las joyas, un estudio de cine,
una casa de alta costura y otra de bienes
raíces
que aquí se denominan inmobiliarias.
Yo seguí ganándome la vida en los barcos o
en los astilleros
viajé por el mundo, aún después de la
muerte de mi madre,
arreglando los motores de los
transatlánticos
hasta que los aviones terminaron con ellos
y con mi trabajo.
Lo curioso, sucedió aquella vez que bajé
unos días
[en Nueva York
y tropecé con carteles de campaña con el
rostro del tío Sergei,
candidato a senador por ese estado, una
foto gigante que
[repetían al infinito
las calles, con su eterna sonrisa,
abrumadora e insoportable.
Peor aún, cuando vi esa rosa roja en la
solapa de su traje.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.
Editorial leviatán. 2017
Querido Bertolt
(respuesta de un hombre futuro) *
Cierto que escapamos de un tiempo sombrío,
pero siguiendo las implacables leyes de la física, saltamos de la sartén para
caer en el fuego. No obstante, también el fuego ha cambiado, queridos
antepasados, como todo lo demás. Ya no es una llamarada que destruye lo que
toca en cuestión de segundos. Ahora es un fuego frío que va socavando la
esencia misma de las cosas sin cambiar apenas su apariencia, pero
descomponiendo el interior hasta convertirlo todo en un cascarón hueco.
La injusticia sigue existiendo, pero ha
aprendido a vestirse de etiqueta. Se escuda tras la ampulosidad de términos
vagos, que la salvaguardan de la humillación pública que en el pasado pudiera
provocarle su propia desnudez.
Sigue existiendo la guerra, el más
vergonzoso de todos los inventos del hombre, pero también la guerra ha
aprendido a mutar, a transformarse, a vestirse con pieles de cordero. También
han cambiado las armas: Las ametralladoras, las bombas, el napalm, se nos
antojan hoy armas inocentes. Esta era nos ha traído el arma más temible: la
publicidad. Así, el control de los medios de difusión se ha convertido en algo
estratégico. No es más poderoso quien más mata, sino quien mejor sabe vender la
filosofía según la cual esas muertes eran necesarias.
Hoy los rostros de los justos están
desfigurados, roncas sus voces, pues ya no es posible ser amables en un mundo
en el que la amabilidad se ha convertido en el vehículo de la hipocresía, en un
tiempo en que se enarbola la palabra verdad para justificar todas las mentiras,
en una era en que todas las palabras finalmente han sido prostituidas por el
uso aberrante que los humanos hemos hecho de ellas. Admiro y envidio tu
optimismo, amigo Bertolt, pero el tiempo en que el hombre sea amigo del hombre
es posiblemente la mayor utopía que puede concebir la mente humana. Tal vez nos
quede, paradójicamente, una esperanza que proviene del horror: La
deshumanización, el control de todo lo que nos rodea, que ahora ejercen los
grandes holdings y que muy pronto estará en manos de las máquinas, puede ser el
estallido que nos haga despertar, la piedra sobre la que se edifique una nueva
humanidad, en la que aprendamos a vivir de otro modo, a desterrar todas esas
palabras y a prescindir de todas esas vanidades que nos han llevado a este
punto en el que hoy nos encontramos.
¿Podremos pedir nosotros indulgencia cuando
llegue la hora, si es que acaso el futuro es posible, si es que el hombre puede
al fin salvarse de sí mismo?
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
No es cuestión de que nuestra escritura sea descuidada
o con adornos sino que escribamos a partir del salto que significa
que deje de hablar nuestra voz y aparezca ese otro en nosotros.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Explotaciones
y otras bellezas*
En el fondo del vagón, un tipo de cara
afilada y barba en el mentón
como un viejo bolche, recitaba estas palabras
para un público que no le prestaba mucha
atención
a su actuación cotidiana, y que alcancé a
escuchar
al quitarme los auriculares para cambiar
las pilas
… los dueños de las
fábricas buscaban la manera de bajar sus costos
y aumentar las
ganancias, y encontraron en las ideas del ingeniero
estadounidense Frederick
Taylor una ayuda invalorable.
El método de Taylor
consistía en calcular el tiempo promedio para
producir un determinado producto o una parte de él y obligar al
obrero a acelerar el ritmo de trabajo asimilándolo a una máquina.
Esto se lograba a
través de tres métodos fundamentales:
a) aislando a cada trabajador del resto de sus compañeros bajo el
estricto control del personal directivo de la empresa, que le
indicaba qué tenía que hacer y en cuanto tiempo
b) haciendo que cada
trabajador produjera una parte del producto,
perdiendo la idea de
totalidad y automatizando su trabajo
c) pagando distintos salarios a cada obrero de acuerdo con la
cantidad de piezas producidas o con su
rendimiento laboral. Esto
fomentaba la
competencia entre los propios compañeros y
aceleraba, aún más, los ritmos de producción.
La máquina establecía la intensidad del trabajo y, a su vez,
cada obrero requería saber menos, pues para realizar una tarea
mecánica y rutinaria (ajustar un tornillo, por ejemplo),
lo único que necesitaba saber era obedecer.
De esa forma, el empresario ya no dependía ni de la buena voluntad
del trabajador para realizar su tarea eficazmente (la máquina le
marcaba el ritmo) ni de sus conocimientos.
El obrero era, según
Taylor, un buen "gorila amaestrado" que hacía
lo que otro había pensado y, al mismo tiempo siguiendo el
esquema de Adam Smith, producía más en menos tiempo,
pues reducía el costo y aumentaba la ganancia…
y así siguió y siguió y siguió hasta llegar
el tren a Moscú
donde todos bajamos a nuestro trabajo
Ulises (así se llamaba) me alcanzó y me
dijo que también
escribía poesía
pero prefería recitar la historia
que la consideraba más fácil de entender
y le reportaba más monedas.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta
Plaza Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido
está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
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