*Foto de Noelia Ceballos.
La caída*
1
Abro los ojos
Y no sé quién soy.
El estómago se asfixia,
el cuerpo, tibio, se agita.
En mi frente se aloja
todo lo viviente.
Al distraerme
florece mi debilidad.
Abro los ojos y temo lo peor:
descubrir que la rutina me expulsa
sin piedad por la antigüedad de mi queja.
2
A mi alrededor
las labores continúan.
A nadie le importa
la congoja
que disimula la rutina.
Es sólo un modo
de ocultar el miedo al paso de las horas,
al valor que perdimos
en lo cotidiano de nuestras disputas.
*De Jorge
Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
-El sonido de la atención. Huesos de
Jibia. Buenos Aires 2013
Impostores
en el templo de Odessa*
Creí entender que le habían tomado el
espíritu
que su alma volaba inquieta hacia arriba
dejando que su cuerpo, sus brazos, sus
manos
estiradas hacia el cielo se sacudieran
convulsiones espirituales, pensé
metempsicosis, me sopla al oído Vladimir
la señora del maquillaje muy intenso
acomoda su collar de perlas falsas
apaga el celular que se mezcla con el
sonido de la campana tibetana
esconde sus medias corridas
ante la mirada sorprendida del hijo del
Señor
de la Madre del Hijo
del cordero sagrado que perdona los pecados
del mundo
y del farsante de la primera fila que
miraba encantado.
Hacía calor, salí del templo a fumar
a tomar una cerveza
y pensé en invitarla a caminar
a buscar un refugio para mi alma
atormentada.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-De "Una
noche en Bosque - Poesía”, Editorial Leviatán, 2014
CANCIÓN*
Acércate
hasta la negrura que está allí
donde puedas casi tocarla con las manos
percibe su frío
su indiferencia
pero no la escuches aunque insista
no te dejes convencer
obséquiale tu silencio
no te desnudes
aunque te tiente con sus ojos llorosos
con su soledad gris refugiada en los
retratos
y te diga que puede traerte lo que has
perdido
acércate
cauto
sólo sonríe como si hubieras descubierto la
salida
no ruegues aunque no sea suficiente la
esperanza
no los nombres
ni en voz baja
ni altisonante
no es necesario llamar por los que no
vendrán
acércate
tan cerca como puedas sin que roces su
geografía
y cuando estés tan lindero que su aliento
te abrace
sólo canta
canta
no dejes de cantar
como puedas
*De Oscar
Vicente Conde.
RITUALES
DE DESPEDIDA *
No me dejaron participar
de los rituales funerarios.
Al abuelo le falló el corazón.
Toda la noche
lo quiso controlar entre sus manos,
estoico, sin ayuda,
pero el escurridizo animal
ya tenía las valijas preparadas.
El viento subía y bajaba por las calles
haciendo resonar las cuerdas de los álamos.
Por más que me decían ‘va a estar bien’,
bajo un sol terrible la calavera de la
barda
me mostraba los dientes.
Desde alguna ventana siento
la sirena en su caja blanca
llevando el cuerpo de mi abuelo
a Bowen, Mendoza,
que era su tierra, y él
volvía a reunirse con su tierra,
en la que en otro tiempo
había hecho plantar papas a sus deudores
durante una sequía, la sangre agricultora
aparecía como instinto
en el hombre que ahora tenía un negocio
de repuestos para autos,
donde solía acompañarlo las tardes
aburridas.
En la pared de atrás del mostrador
tenía uno de esos carteles de prohibido
con el dibujo de un esqueleto fumando
y me dijo ‘así va a terminar tu tío’
y nos descostillamos de risa.
Sonrisa afable, dentadura y cabellera
inmaculadas,
se sentaba en la cabecera de la mesa
con el control de la tele ajustado
en la mano como un arma,
la sacarina y los palillos junto al plato,
señor de las situaciones decía no al no y
sí al sí,
y la meditación o las consecuencias
eran menos importantes que las decisiones.
Conmigo dejaba asomar su escondida sonrisa
picaresca,
fue el primero en introducirme en los
dominios de la materia,
ya sea en los infinitos recovecos del
patio, bajo las parras,
o en esos arruinados galpones balzacianos.
Bajo su guía examiné caracoles
saltamontes, arañas; coseché higos del
fondo
aprendí a hacer gomeras, alineábamos
botellitas de vidrio y de lejos le tirábamos.
Cuando caía el sol jugábamos al fútbol
en el campito de al lado de las vías
abandonadas
que como espectros o fósiles de una era
concluida
recordaban el pasado glorioso del pueblo,
la fiebre de oro ferroviaria;
el horizonte era un jardín de bodegas
y secaderos abandonados
que daban al escenario un aire de
posguerra.
Entonces nadie había muerto todavía.
Al principio pensaba que el abuelo
formaría parte de las constelaciones
que mamá señalaba en el cielo,
un extraño consuelo para un chico sin
bautismo,
la educación religiosa familiar
era de poca ayuda para situar en la
imaginación
su nuevo paradero, los dominios de Dios lo
desbordaban
y Tierra era una idea demasiado
contundente.
Con el tiempo vinieron otras muertes,
nuevos lugares de vacaciones, olvidos,
sin darnos cuenta, nos volvimos escépticos
y distantes,
sin humor para los encuentros de verano,
y los primeros dolores llegaron a ser en la
distancia
como la estructura de una casa en ruinas
donde las emociones son un puñado de tierra
y telarañas.
*De Federico
Lardies. fedelardies@gmail.com
LA ESPERA*
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Los de afuera, suponiendo que existan,
quizás puedan considerar nuestro comportamiento demencial. Sin embargo no
podemos controlar el temor cuando el crepúsculo llega y se extiende por las
habitaciones de la residencia. Entonces nos acercamos a las ventanas y miramos
el camino que sale de la entrada principal y se interna en el bosque. Somos
viejos todos: algunos apenas pueden hablar, otros se mantienen en silencio,
acostados en sus camas, mirando el techo o aparatos descompuestos. La
vigilancia del camino es fundamental y, aunque no tenemos reglas precisas,
cuando cae el crepúsculo tenemos la certeza de que algunos están apostados en
las ventanas, esperando alguna señal –los faros de un auto, por ejemplo– para
dar la voz de alarma. Están ahí, iluminados con velas (la luz eléctrica no
funciona desde hace varios años), con los rostros empalidecidos y atentos,
pensando en lo que ocurrirá si ven un auto o si un improbable extranjero emerge
de entre los árboles para caminar, con paso decidido, a la residencia. Hemos
pasado tanto tiempo aquí, solos, que esa posibilidad parece lejana. A pesar de esto
un sector aún cree que alguien llegará y que ese encuentro creará una escisión
en el tiempo. Los más radicales dicen que el mundo exterior, aquel que
conocimos cuando éramos jóvenes, no existe más y que la residencia es una
especie de isla, una roca rodeada de un mar estéril e infinito. Sólo nos queda
esperar.
De la residencia sabemos poco: en algún
momento se fundó y fueron ocupados sus dos pisos. Varias generaciones de
ancianos llegaron, vivieron sus últimos meses o años y fueron reemplazados con
rapidez. Geriatras y familiares poblaban los pasillos y sus voces se escuchaban
hasta altas horas de la noche. Hubo un momento, un día ahora perdido en la
memoria, en que uno de nosotros percibió un gesto de repulsión en un familiar
que lo atendía. Algo normal, quizás una reacción que provocaban nuestros
cuerpos en declive y que no podíamos controlar. Pero los gestos se repitieron:
por aquí había una mueca, por allá un malestar que trataba de ocultarse con un
sutil carraspeo. La desazón comenzó a extenderse entre los visitantes y, peor
aún, entre los médicos. Las rondas de supervisión perdieron su rigor y
pasábamos cada vez más tiempo en soledad, mirándonos entre nosotros,
alejándonos del tiempo y buscando combatir la realidad con los recuerdos.
Apenas hicimos preguntas que fueron respondidas con frases vagas. Nuestra
indiferencia se justificaba por nuestro inminente final: unos días más o unos
días menos eran irrelevantes en ese extremo del camino. Algunos, incluso,
parecían agradecidos con ese abandono porque ya no tenían que ser partícipes de
las atenciones que les prodigaban y que, muchas veces, eran fingidas. Entonces
dejaron de venir: primero los familiares, después médicos y enfermeras. No
ocurrió de inmediato: fue un movimiento lento, como un grifo que gotea hasta
secarse por completo. Desaparecieron como si nosotros fuéramos víctimas de una
infección invisible, asintomática y peligrosa. La residencia quedó casi sin
ruidos. Los teléfonos en las oficinas, cuando eran descolgados, no daban línea.
El estacionamiento no tuvo más autos. Sólo hubo leves hojas en la fuente y
varios nidos de pájaros se sustentaron en los aleros. Los pasillos fueron
habitados por nuestras fatigosas respiraciones cuya fuerza apenas empañaba los
cristales en el frío de las noches.
Los días transcurrieron: muchos no podían
caminar y, de costado en sus camas, como barcos arrojados por la marea,
parecían calcular –con los ojos muy abiertos– el peso casi sólido de la
penumbra. Sin embargo no se contagió el pánico. En nuestros rostros había tranquilidad,
resignación ante un fin que llegaría antes de lo previsto. Las medicinas se
acabaron. Una partida de enfermos, sin mucha esperanza, hurgó en una oscura
habitación en busca de los últimos analgésicos. Pronto abortamos más
estrategias de sobrevivencia. Sin hablarlo mucho nos convencimos de que las
medicinas, los controles, las dietas, eran instrumentos sin poder, meros
artilugios cuya única función era aletargarnos, convencernos de que no valía la
pena oponerse a la inexorable muerte. Sin ellos nos volvíamos quizás más frágiles,
pero también más lúcidos. Nuestros pensamientos se aclararon. Sin embargo, en
vez de indagar nuestro destino y las posibilidades futuras, nos dedicamos a
explorar la memoria, como si en algún resquicio, en alguna imagen, se
encontrara la explicación del rumbo que habían tomado nuestros últimos días.
Pronto vinieron las primeras muertes. Lo
sabíamos cuando llamábamos a alguien por su nombre y no respondía. En algunos
casos era evidente el triunfo de la enfermedad o el repentino colapso de un
órgano vital. Sin embargo, otros viejos que aparentaban una salud irreprochable
y que sólo tenían leves achaques, morían sin explicación convincente. Cuando
pasábamos frente a sus camas y mirábamos su expresión vacía, sus labios flojos,
brillantes por un último espumarajo, comprendíamos que su muerte había llegado
por aburrición, por esperar demasiado tiempo a que algo sucediera. Entonces los
envolvíamos entre las sábanas y dejábamos que los más fuertes los arrastraran
por los pasillos para abandonarlos en los linderos del bosque. No había
oraciones, acaso un buen deseo que se olvidaba cuando esperábamos tras las
ventanas el improbable ataque de un animal carroñero. Alejados de una
descomposición rápida, los cuerpos se sometían con dignidad a la acción del
tiempo y, a los pocos meses, veíamos entre los árboles sus esqueletos ordenados
y persistentes. La población menguó así que pensamos que sería buena idea dejar
registro de nuestra existencia. En una pared del ala oeste grabamos nuestros nombres
con un punzón encontrado en un cuarto que guardaba herramientas de jardinería.
Ahí quedaron nuestras fechas de nacimiento y un espacio en blanco que esperaba
ser ocupado muy pronto. No pasaba un día sin que especuláramos con el nombre
del último encargado de esa labor.
Nuestro grupo se redujo a quince. Hasta
entonces habíamos sobrevivido gracias a las conservas, sueros y latas que
racionábamos ferozmente. Nos sentíamos sin fuerzas para intentarnos en el
bosque y buscar una población cercana. Probablemente moriríamos a medio camino,
deshidratados y devorados por el calor. Algunos subieron al techo de la
residencia con la esperanza de llamar la atención de algún viajero que caminara
por un sendero lejano. Regresaban siempre con los rostros inexpresivos.
Entonces, agotadas todas las opciones, nos acostamos en nuestras camas y nos
dijimos parcas palabras de despedida. La luz de la luna iluminó nuestros
cráneos desnudos: el fin llegaría pronto. Dormitábamos a ratos con los labios
entreabiertos y la expresión apretada y ansiosa. Podíamos sentir a nuestros
cuerpos debilitándose aún más. Nuestros estómagos ahora eran espacios vacíos
que, al no poder expandirse más, se contraían como estrellas que canibalizan su
propia energía hasta apagarse por completo. Entonces vinieron los primeros
dolores por inanición. Nuestras mentes, anteriormente lúcidas por la ausencia
de químicos, se volvieron borrascosas y fabricaban alucinaciones, imágenes
distorsionadas que mezclaban pasado y presente. Contra toda lógica,
persistimos. Sumidos en una pereza dolorosa, creímos enraizarnos en las
tinieblas de las noches y en el ámbar de las mañanas. El horizonte de la muerte
se presentaba siempre a la misma distancia como un espejismo que se graba en la
mirada alucinada del viajero. Nuestros perfiles se afilaban con los días y las
costillas, con cada respiración, esculpían su relieve. Por dentro, sin embargo,
permanecíamos intactos: nuestras células parecían nutrirse de su propio vacío,
mantenían sus límites engañando al desgaste. Alguien dijo con voz temblorosa
–acaso con un matiz profético- que había tenido un sueño y que en ese sueño las
sábanas que nos envolvían eran capullos que ocultaban una metamorfosis secreta
y terrible. Por el momento, según él, estábamos en una fase larvaria que
devendría en un alumbramiento, un amanecer que podría ser estabilidad o caos.
Perdimos la cuenta del tiempo. Las hojas
del calendario se endurecieron y adquirieron un indeciso color amarillo. Las
estaciones parecían ser las mismas. Seguíamos en nuestras camas, aburridos ante
una muerte que no deseaba hablarnos, castigándonos por una falta desconocida.
No comentábamos nada por cansancio o por temor a que las palabras elaboraran
nuevos escenarios que, a la larga, nos llevarían a la locura. Los más cercanos
nos entendíamos con la mirada o con las respiraciones que apenas quebraban el
pulso de la noche. Entonces ocurrió: una tarde en la que el cielo, carente de
nubes, parecía un ardiente desierto, alguien, cuyo nombre hemos olvidado, hizo
a un lado las sábanas, comenzó a levantarse de su cama y se puso en pie. Sus
primeros movimientos fueron vacilantes, como si su cuerpo imitara,
inconscientemente, los primeros pasos de la infancia. Lo miramos con
incredulidad y, después, con esperanza. El aventurero, un poco tambaleante, fue
por sus pantuflas. Luego miró con expresión de triunfo una bandeja que desde
hacía mucho no tenía comida. Cada pisada nueva era más firme que la anterior.
Pronto lo imitamos y deambulamos entre las camas, sorprendidos y ansiosos.
Caminar por el pabellón principal fue colonizar un nuevo mundo. Ya no sentíamos
hambre y nuestras lenguas tenían una perenne sensación de humedad, como si
acabáramos de beber un vaso de agua. Nos sentíamos diferentes, desconocidos.
Alguien refirió, con una febril convicción, que nuestro deterioro se detendría
indefinidamente. Lo escuchamos con temor porque, incapaces de morir, seríamos
una anomalía, un accidente viajando a ninguna parte.
Desde entonces estamos aquí, respirando,
sin pensar en el paso del tiempo. Vigilamos obsesivamente el camino que lleva a
la residencia y la frontera del bosque. Nuestro temor es que nuestra realidad,
demasiado increíble, sea una ilusión y que cualquier evento externo rompa la
burbuja que nos contiene. Quizás ese evento nos redima con la muerte. Pero no tenemos
esa certeza y por eso sólo podemos mirar por las ventanas, imaginar que estamos
dormidos, en un punto del pasado, rodeados de médicos y parientes, en un
segundo que se expande constantemente hasta crear las sensaciones y reflejos
que percibimos en estos momentos. Otros imaginan –quizás su esperanza no sea
del todo vana– que algún día nuestras fuerzas serán suficientes, abriremos la
puerta principal de la residencia y saldremos a contar nuestra historia.
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las novelas La
mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como
Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal.
Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en
diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
QUE
VUELVAN LOS QUE YA SE FUERON. *
Para Lupa Cabrera
Que vuelvan los que ya se fueron.
Los que dejaron sin voz
a los caracoles
sin sonido a las tormentas
sin luz a las ventanas.
Que vuelvan los que se fueron.
Los que ataron mis huesos
a sus huesos
los que se llevaron
un brazo media pierna
los que sin quererlo
dejaron mi corazón en la montaña.
Que vuelvan los que se fueron.
Que salgan de las fotografías
de las cartas
de esas cajas horribles
que los sujetan, noche y día,
y los meten en un oscuro rio
sin sepultura.
Porque el mar del tiempo
los devuelve, como náufragos,
y nunca jamás
terminan de morirse.
*De Jorge
Palma. jpalma@adinet.com.uy
EL HOMBRE QUE CALLA*
Dijo “no, gracias”. Dos palabras, pensó,
está bien, perfecto, simple y fácil. Sensación de tranquilidad, todo encaja,
las esferas se desplazan sin escollos por una superficie pulida. Epifanía.
Hace ya demasiado tiempo que cuida sus
frases, cuenta mecánicamente las palabras, tacha las que se pueden obviar,
siente la satisfacción del avaro que economiza un céntimo.
Es un hombre que calla. El silencio ha
venido quedándose a su alrededor como una neblina de esas que al mirar por la
ventanilla del autobús se levanta de los bañados, y son jirones y luego un humo
transparente y finalmente desaparece el paisaje y sólo los altos follajes
sobreviven a la irrealidad.
No es un silencio definitivo, alguna que
otra vez una palabra necesaria se le desprende y muere apenas pronunciada.
Escuetas frases concedidas a la cortesía, una respuesta, una pregunta o un
pedido con el número imprescindible de voces. Ejercicios de contención, sus
sentencias son como las palabras cruzadas del periódico: cuadraditos,
casilleros más blanco y negro que pintura impresionista temblorosa de
pinceladas y manchas.
Este hombre cuando habla sigue callando y
no sabe, él mismo, que cuando habla calla.
Ahora sonríe al portero y la sonrisa
reemplaza al “buenas tardes”, cabecea al compañero de trabajo y se ha ahorrado
un saludo, afirma con un gesto y descuenta un “si”.
Por alguna razón hay datos que se afirman
como pilares y se tornan encadenantes. Ciertas supersticiones generan ritos que
nos acompañan en lo cotidiano. Habrá quien se avenga a la pueril pulserita roja
contra la envidia, quien se persigne cuando transite frente a una iglesia,
quien tire sal por sobre el hombro izquierdo cuando involuntariamente tumbe el
salero.
En algún momento se le unieron
informaciones desparejas. De pequeño leyó o escuchó que los animales tienen el
latido de su corazón ajustado de acuerdo a la longitud de su vida, las especies
longevas tienen un ritmo cardíaco más moroso, las efímeras redoblan pulsaciones
dilapidando impulso vital. Así el pequeño corazón del colibrí es un tamborcillo
enloquecido, mientras que los corazones de las lentas tortugas laten con la
parsimonia adecuada a su longevidad. Habría entonces para cada uno un número
prefijado de sístoles y diástoles, y cada carrera o susto acerca al individuo a
su muerte. Pensó en algunas excepciones, se preguntó si esto dado por verdadero
en líneas generales será, precisamente, una generalización al gusto de las
divulgaciones de nota de relleno en el periódico, o de las páginas de noticias
insólitas.
Como todo aquello que nos conmueve, quedó
en él sin necesidad de prueba o confirmación. El hecho de dudar de la veracidad
del dato lo hizo más cercano a lo mágico y verdadero en cuanto a ser un
artículo de fe.
Reflexionó sobre el número exacto de
inspiraciones y exhalaciones a lo largo de una vida, en la precisa cifra de
parpadeos, en el número de pasos posibles, en toda esta finitud de acciones,
esta contabilidad incógnita y sin embargo precisa y finita.
Aquel niño se sentará un determinado número
de veces antes de morir. No sabe él el número, no lo sabe su madre, pero es
indiscutible que el número existe. Debiese estar ocioso el Dios que llevase las
cuentas de todos los mortales, que cuántas veces ha dormido éste y que cuántos
pasos le quedan a aquél, pero supone que no es imprescindible contar las hojas
que quedan en el árbol para que caiga la última, y del mismo modo determinados
actos se gastan. Entonces es bueno y necesario hacer economías y ser cauto al
ir entregando las monedas para retrasar la bancarrota inevitable.
Tantas veces me habré calzado, tantas me
cortaré el cabello, tantas veces producirá la médula un glóbulo rojo, uno más.
Matemática secreta, oculta, roja, de sangre
y órganos, de acciones húmedas, acaso reprobables.
Pensó en los óvulos que nacen con la niña y
poco a poco se liberan a su destino de procreación. Todos ya allí desde la beba
sonriente en su cochecito. Los futuros hijos, uno por uno los óvulos, muchos,
pero ciertamente no infinitos, y uno de ellos, el último.
No practicó el sobresalto, se alejó de
parques de diversiones y deportes para no malgastar el número exacto de latidos
que se le destinan. Y no fue nunca un hombre que temiera a la muerte, sino que
sintió hacia los días futuros cierta clase de extraña avaricia.
Luego, y también por una de esas razones
que se pierden en lo borroso, sintió que para él había un número exacto y
prefijado de palabras que podría utilizar. Y las palabras entonces –se dijo- no
será que las palabras también están contadas en el racimo que nos pertenece. No
será que cada palabra achica el período de gracia, no será que, al gastar los
verbos, los sustantivos, no será que con la palabra de menos nos acercamos a la
muerte.
La muerte como bolsillo vacío, como hueco.
Economía.
Sin percatarse demasiado, fue escardando
sus frases hasta convertirlas en esqueléticas ramitas invernales. Cada adjetivo
era un derroche, alguna vez comparó las descripciones a fumar un cigarrillo que
fuera tapando los bronquios y envenenando lentamente los pulmones para provocar
el colapso último.
Pero no es algo que meditase todos los
días, y si le preguntáramos el porqué de su laconismo lo juzgaría producto de
su carácter o de la mera costumbre. Antes, mucho antes de los psicólogos y las
terapias ya sabíamos que cada acto es resultado de factores lejanos y
sumergidos en el olvido. Ni tan siquiera es necesario creer en algo para
ajustarse a sus reglas, seguramente reconocería lo absurdo del razonamiento si
se detuviese en ello, pero ya habituado a la caligrafía japonesa de su vida,
encuentra natural que para describir un temporal basten cinco líneas en un
árbol y un cabello enloquecido.
Pensar la frase perfecta, la más breve.
Abreviar, cortar, suprimir. Alejarse del precipicio final a través del ahorro.
Este escaso intercambio verbal se refleja
en una notable sequedad en el trato, en poca transmisión de sus sentimientos y,
finalmente, en sentir cada vez menos. Nada para decir, nada para compartir si
cada palabra tiene un precio que pagará indefectiblemente.
Las palabras dichas son monedas que se alejan
de la bolsa, las palabras pensadas se van recortando también, y la pizarra
superpoblada de la niñez, llena de dibujos con tizas de todos los colores se le
ha ido tornando pantalla de ordenador, campo blanco y letra destacada.
Tamaño ejercicio de estilo lo ha dejado en
soledad. Tiene una esposa que lo tolera, dos hijos que lo soportan, compañeros
que no notan su ausencia. A su lado florecen las narraciones y los graffitis,
las conversaciones se entrecruzan y millones de informaciones innecesarias se
derraman y gotean. La gente charla de lo importante y lo intrascendente,
mienten, exageran, repiten.
Este hombre que calla es un palote negro,
un redondo silencio en la sinfonía turbia de vientos y cuerdas enloquecidas.
“No, gracias” ha dicho. Perfecto, simple y
fácil.
Llegará el día en que tanto ahorro
encuentre la necesidad de ser dilapidado. Se suicidará sin pastillas ni soga de
nudo corredizo. Será por despilfarro. De buenas a primeras comenzará a hablar y
pasará del balbuceo al canto, del canto a los pensamientos inconexos, a las
estrofas inabarcables y a la superposición de colores. Se le brotarán recuerdos
y tirará adverbios a las fuentes, no reparará en gastos y a sus nietos les
repetirá el mismo cuento hasta que las páginas manoseadas se manchen de masita
de chocolate y crema de leche.
Pero este hombre todavía calla. Le resta un
poco de tiempo, aún, para la liberación.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
"...Es imposible
comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia
existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante
esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos... solos"
*JOSEPH
CONRAD.
- Fragmento en "EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS"
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
De paso*
Lo pensó así en el momento exacto en que se
apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto".
Intuía o recordaba que era el título de una canción, una película, un libro...
Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la
resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie
para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya
no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios
o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en
su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos,
invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe,
en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué venía esa frase justamente
ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser,
acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado
anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó
chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa
España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo
poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago
rescoldo, una cicatriz inexistente.
Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó
ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le
trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía
quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que, en algún libro, en alguna
enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino
incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado
ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero
¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso
que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de
seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en
cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las
escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que
viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada.
A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que
en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz
sobre la persona biografiada... La única biografía posible la va escribiendo
uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna...
Vio las vías perdiéndose en el horizonte.
Las vías del tren sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la
infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese
desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban
en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas
infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en
que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un
punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.
Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez
sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea
posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de
nuevo los trenes del destino, intuyendo.
Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad
y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este
lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No
podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en
realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo el papel donde
figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha
hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en
apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que
hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por
circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a
dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero
-atinó a pensar más o menos confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado
del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a
corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba,
hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía.
De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria
había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo,
estaba solo.
Los desencuentros, sí... Llegan a ser
tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos
si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un
pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina
inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino
de nuevo esa frase:
"Hablar de nosotros después de
muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando
aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si alguien. Porque:
¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló
cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí
en esas horas de amarga e interminable
soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a
despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un
olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar?
Para no regresar.
¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada
para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo
Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra
una falacia.
Un día, no muy lejano, de esta estación
sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo
impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del
tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o
se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron durante unos
minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de
ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan grande como el que ahora veían
sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas
esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya
conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se
adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que
venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.
De los dos jinetes, el más joven se quedó
un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco
de madera de la vieja estación.
Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener
respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará haciendo ahí?
Después de un rato, el otro jinete, un
viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches
durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
- Está esperando.
El joven le mira, incrédulo.
- ¿El tren? Pero entonces tal vez
deberíamos decirle...
- Probablemente él sabe.
- Pero si supiera, entonces...
El viejo calla. Deja que la verdad se vaya
abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de
vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un
recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.
- Hay gente que va en busca de su destino;
y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde,
cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni
siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se
sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su
rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.
Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen
cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la
única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus
caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena,
ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el
inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aún tiene
consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte
inconcreto en los ajados libros de los hombres.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza
Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se
detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido
del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con
escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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