*Foto de Eduardo Francisco Coiro.
https://www.instagram.com/educoiro/
*
Algunas cosas
no deberían suceder,
pero suceden
por culpa del azar
o de las piedras
que echamos a rodar
cuando aprendimos
que tropezar
también es levantarse.
Así,
supimos que la
tragedia no siempre nos señala,
que no fuimos los
héroes que conquistaron la alegría,
que vivimos igual que
el resto de los otros,
empujándonos
de un lado al otro de
la tierra.
Sólo el amor, a veces,
nos rescata
y nos regala el
corazón que merecimos
cuando fuimos
inocentes
y soñamos
con un latido más leve
que los pájaros.
Entonces canta
en el centro del pecho
una musiquita de luz.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City
Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
TIERRA
ASENTADA*
Me cuenta Miguel lo que otros contaron, que
es una forma de homenaje a los narradores, a lo narrado, a la memoria que se
derrite como el hielo en verano, que se esfuma, que tiende a desaparecer.
Y me cuenta Miguel que le contó Antonio que
su padre, brazos en jarra frente al mar, le dijo "qué lecos está mi
casa", italiano frente al mar, italiano frente al océano, frente a la
inmensidad del espacio pero más del tiempo. "Qué lecos está mi casa",
y le aclara "mi casa de la infancia". Todo un mar, señor Cali, todo
un mar entre su Italia y la América.
Y cuenta Miguel que su amiga Inés le dijo
una historia, me imagino historia contada a media voz, historia de sobremesa,
cuando la luz he decaído, la emoción florece y los vellos sutiles propenden a
erizarse frente a lo intangible, a lo tan real que se puede tocar con esos, los
dedos verdaderos del comprender por completo.
Inés le contó a Miguel que su mamá llamó a
un taxi, le dio la dirección de su casa para volver a ella, y el taxista
comprobó que la casa a la que la señora quería dirigirse era esa de la cual
había salido recién para tomar el taxi. Sería, me imagino, la casa de la
infancia. Pero ella no quería volver a esta casa presente, a esta casa donde
ella es vieja y su hija ya no juega ni llora con las rodillas raspadas. Ella no
quiere esta casa repintada, transformada, con gentes distintas a fuerza de
calendarios y sucesos y vida
que transcurre. Ella quiere volver a su
casa de la infancia.
El océano del tiempo la separa de esa casa
de fantasmas. Cómo podría ser esta casa la casa de la infancia, si aquí papá no
está, si en esta cocina las manos de mamá no amasan los tallarines en la mesa
empolvada de harinas pasadas, ya irremediablemente posadas en la madera que ya
no está.
Y mi madre vuelta a su Euskadi que me dice
que aquí por donde pasa la autovía era la fábrica, y aquí donde ya nada hay, en
este sitio que ya no es pero fue, ella jugaba. Y el señor Coiro con sus ojos de
cielo, plantando en este clima dos sufridas parras y un nogal retorcido para
traerse un pedacito de su paisaje de montañas.
Me doy cuenta de que esta es una tierra de
gentes sin hogar. Mudados de ciudad o de país, mudados de casa, pocos pueden
atrapar el polvo dorado que los rayos de luz orlaban para sus abuelos. Me doy
cuenta de que esta tierra es una tierra de gente trashumante, que tiene la
extraña costumbre de envejecer, de perder amigos familia y conocidos, de viajar
el tiempo que aleja aleja aleja irremisiblemente de las casas de la infancia.
El papá de Antonio, brazos en jarra delante
del mar, del infinito mar, descubrió que la casa de la infancia estaba lejos.
Que la infancia estaba lejos. Que era un marino del océano del tiempo y del
espacio.
El polvo de los altillos se asienta en los
suelos de madera. El libro troquelado se va cerrando, la casita se pliega,
queda el mar. Se escucha en el silencio un reloj.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
SIN TÍTULO*
No tengas miedo en esta pesadilla que
comienza.
No hay una sola realidad,
cualquier sonrisa triste es a la vez
dichosa en otro mundo,
de un barco a otro hacemos señas, de un
lado hay silencio informe,
hay
peces abisales,
en la orilla de enfrente hay ciudades
brillantes en la penumbra líquida,
tu garra, en el universo paralelo es una
mano que acaricia:
estás en la absoluta soledad o en la
jauría;
el agujero que te absorbe
puede ser un abrazo, una cópula o una mesa
de torturas,
no hay músicas universales. Cada cosa es un país extranjero,
la muerte, un nacimiento,
en ese fluir insensible y levemente adverso
de los días.
Hoy llegaste al infierno y no sabés si
alcanzaste el paraíso:
todas son llaves falsas.
No sufras:
Esa guerra donde una lanza se clavó en tu
costado, ese caldero
donde van a devorarte, esa fiera que ha saltado a tu cuerpo,
ese lugar donde te acribillan a disparos
es la belleza de tu madre en el antiguo patio de la infancia.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
El
futuro silencioso*
*Por Juan
Forn.
(Contratapa del 4 de mayo del 2012)
El nene de Simon Reynolds descubre, en un
viaje en colectivo, que en los colectivos de Nueva York hay una gaveta con
mapas gratis de los distintos barrios de la ciudad. Se trae uno de cada viaje
que hace, y le pide al padre ir en colectivo a cualquier parte. Cuando no
encuentra uno de los que le faltan, no se lleva ningún mapa. En uno de esos
viajes, al ver la cara de decepción de su hijo, Reynolds le propone ir hasta la
terminal y traérselos todos. Reynolds, para definirlo mal, es un periodista de
rock inglés, pero ya hablaremos de eso. Alcance con decir por ahora que
Reynolds es lo que es porque un día de muy chico empezó a devorar música y no
paró nunca más. Esa es su segunda piel. Por eso, su primera reacción es
proponerle al hijo ir a la terminal y traerse todos los mapas. Pero el hijo le
contesta que no quiere ir a la terminal; lo que quiere es ir juntando los mapas
de a uno.
Reynolds tiene entonces una epifanía.
Piensa que su hijo es hijo de tigre. Recuerda sus primeros tiempos en la
música, cuando juntaba moneda a moneda durante la semana para poder comprarse
un disco cada viernes y se le hacía tripas el corazón si lo que escuchaba, al
llegar corriendo a su casa, no le gustaba, pero seguía escuchándolo febrilmente
hasta encontrar algo que justificara la compra. Reynolds recuerda cuando todo
era espera, la llegada de un disco, la ocasional aparición en la tele de alguno
de sus ídolos (y si uno se lo perdía, no lo veía más, porque nunca se repetía,
y casi nunca ponían en la tele a sus ídolos). Reynolds recuerda aquella espera
y entiende que ése fue el combustible acumulado que lo detonó después a una
vida de escucha ávida, cada vez más multifacética y enfermita, hasta saber
quién toca en cada disco, en qué momento preciso ocurrió cada avance del rock y
cómo se multiplicó en mil esquirlas.
Reynolds tiene algo que a mí me encanta: no
cree que está escribiendo sólo de música cuando escribe, y abre el espectro en
muchas direcciones, todas inteligentísimas, pero a mí lo que me pierden son sus
exabruptos confesionales. Reynolds dice, por ejemplo, que ha invertido todos
sus esfuerzos, desde la adolescencia, para paliar el estigma de nacimiento de
su generación: haber llegado tarde a los ’60 y al punk. Reynolds es el gran
crítico musical del momento, de Londres se fue a vivir a Nueva York, le
publican todo lo que escribe y le piden más, pero algo lo está perturbando
últimamente: la curiosa y cada vez más evidente lentitud con que avanza la
primera década del siglo. De hecho ya ha terminado y Reynolds descubre que nada
de lo que sonó en los 2000 no sonaba ya en los ’90.
El hijo podría tranquilizarlo: “No pasa
nada, sos mi papá igual, sólo te estás viniendo viejo”, para no decirle que hay
un momento en que uno va dejando de vivir en su época y empezando a vivir en su
mundo. A algunos les pasa a los cincuenta, a otros a los cuarenta, a otros les
empezó a pasar a los treinta o incluso antes (y así quedaron: demasiado poco
tiempo en su época para alcanzar a construirse un buen mundo donde irse a vivir
después). Reynolds ronda los cincuenta. Pero como está tan acostumbrado a su
inteligencia, a procesar fructíferamente la demencial data que acumula día a
día, año a año, suma la frase de su hijo al total de lo que tiene en las mil
pantallas prendidas en su cerebro y elabora toda una teoría, que bautiza
“Retromanía”, y que viene a ser el saqueo del pasado en busca de novedades.
Dice Reynolds que las mujeres jóvenes de hoy a quienes les importa la ropa
llaman a su ropero el archivo: eligen por década su vestuario (vintage o copias
actuales retro). Y dice que los músicos hacen igual: eligen su sonido, lo arman
como quien abre el ropero, y dice “guitarra Hendrix con base drum’n’bass
etíope, caños y cuerdas balcánicos y encima una voz de francesita jadeando”.
Dice Reynolds una cosa muy divertida: que antes los buenos periodistas de rock
sabían más que los músicos de rock (yo fui testigo del día en que Fresán sentó
a Calamaro a escuchar a Dylan en una época en que nadie escuchaba a Dylan:
mediados de los ’80); y ahora, en cambio, los músicos saben de discos como
buenos periodistas, como estudiosos. Y que esa música hecha por voraces
coleccionistas de discos, escuchas enfermos de toda música que alguna vez buscó
cambiarlo todo, es el opuesto exacto de la música de la que se nutren: ensambla
perfecto, pero no cambia a nadie. Por eso la década sigue quieta, aunque los
dígitos cambien.
“Recuerdo la adrenalina del futuro”, dice
Reynolds: una sensación pura y dura, la sensación de que estabas oyendo el
sonido de mañana, de que estabas ahí cuando el presente se movía. El que lo
pone en pasado soy yo; Reynolds la describe en tiempo presente, porque no puede
ser infiel a esa electricidad, él quiere seguir siendo moderno hasta el fin,
por eso agrega: “Todavía creo que el futuro está ahí afuera”. Como diciendo: no
hagan mucho caso a los exabruptos confesionales en un libro que es una máquina
de cruzar data y sacar conclusiones. Pero yo no podía evitar oír ese agónico
clamor generacional mientras leía: hubo un tiempo en que el presente se movía.
Ya dije que Reynolds lo supo de oídas: en los ’60 no estaba; en el punk
tampoco. Pero vivió toda su vida con la adrenalina del futuro en la cabeza. Le
puso letra a esa canción. Hubo un tiempo en que periodistas a quienes el rock
les había abierto la cabeza les abrían a su vez la cabeza a esos músicos que
veneraban, y la música que salía de ahí abría más cabezas todavía, y el
presente se movía. Y de pronto, a fines de 2010, en un micro neoyorquino,
juntando mapas gratis con su hijo, sintió: qué lenta viene esta última década,
por qué será.
Me traje de Buenos Aires el libro de
Reynolds en mi último viaje, además de traerme a mi madre a vivir conmigo;
quizá viene de ahí esta conciencia un poco exacerbada de los ciclos de la vida.
Quizá venga también de algo que en ese mismo viaje me mostró mi amigo Ciro,
algo que está escribiendo. Ciro tiene veinte años. “El 5 de marzo murió mi
abuela. La última de los siete hermanos Etchegaray nacidos a principios del
novecientos. Con ella se fue para mí la historia del siglo XX y la posibilidad
de hablar con alguien que había ido a un concierto de Gardel, alguien que
escuchó a Evita por la radio, alguien que nació cuando aún no había terminado
la Primera Guerra Mundial y se refería a la Segunda como si hubiese ocurrido la
semana pasada. Quise explicarle a un amigo lo que significaba para mí la ancha
vida de mi abuela y le dije eso, le dije que ella estaba viva mientras se
escribían buena parte de los libros que más nos marcaron. Cuando Joyce publicó el Ulises, Maruca tenía seis años. Y hasta que no tuvo treinta y dos
no existía en el mundo el Adán Buenosayres de Marechal, que fue publicado en 1948”, y así sigue, maravillosamente.
A diferencia de Reynolds, yo hace tiempo que ya no vivo en mi época sino en mi
mundo, pero también creo en el futuro. Cuando leo cosas así, escritas por
alguien de veinte, creo en el futuro.
-Fuente: https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-193237-2012-05-04.html
BESTIARIO AZUL*
He llegado a tocar el fondo espejado donde
los muertos entierran
A sus propios muertos.
Zumban.
Espanto. Suciedad. Moscardón. Abominable
He tocado el borde quieto del abismo. (Un
paso solo un paso)
He ingresado, desnuda, al bestiario azul.
Los cuatro vientos, remolinos de sangre, se
alojan en mi pubis.
Partido. Profanado. Parto. Partida
(LOS MUERTOS lloran sobre mi cuerpo en
cruz)
He caminado por las estrellas de seis
puntas de cristal del mal.
A lo lejos.
Ojos perforados por agujas de hielo
Debajo, duerme la ignominia, cenagal
salobre, inexplorado.
Arriba, una cobra real color olivo.
Ojos de bronce.
No mata. Fragmenta suavemente las neuronas
He levitado sola en el mar feroz de los
desgarros.
Hasta el aire mismo se ha negado.
La luz, el agua, los trigales
Elegir el final.
¿Elegir el final?
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
REQUIEM*
Cantabas como una casa vacía de recuerdos,
con raíces en la tierra del infierno:
uno se ataba a un mástil para no oírte,
hervías verduras en el fuego mientras una
silueta de abismo te miraba
en el techo, ibas de un lado hacia otro por las altas malezas
como esos neuróticos que se culpan por decir o no decir,
por respirar o ser asmáticos: pensabas
que lo indefinido sin bordes querría
significar algo
como esas noches borrosas o extranjeras alfombradas de sueños.
Eran esos huecos de luz de los días perdidos
como esas garzas humedecidas en la niebla
de un cuadro de Turner.
Ver para creer decían tus fantasmas que
eran muy racionales,
y vos preparabas la comida,
sin dejar el cigarrillo y con el whisky
cerca.
Sabías que una puerta al rojo te aguardaba
al final de tu casa, pero tu memoria era
ciega,
sorda, paralítica, olvidabas esas velitas de torta
donde encendías tus fracasos,
el lado de tiniebla de tus risas, la
tristeza de tus camas ajenas,
la garganta ronca de tus horas, la locura nadando en tazones de
café. En las bandejas servías las mentiras apiladas para amigos
o parientes, o tejías el reverso de las cosas,
el silencio en el horno,
las dudas en el lavarropas,
la angustia en el anillo giratorio del
microondas,
la demencia en los mares de internet.
Llegó tu muerte un día: resplandecían los
vidrios
que limpiaste tanto:
otros lloraban o hacían que lloraban
y sin notar que cosías
la gran lastimadura de tu corazón.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Búsqueda inteligente*
La memoria tiene agujeros y escondites,
por los agujeros se pierde lo que se quiere
perder y ella, cómplice, nos concede mirar
la parte exacta de lo que necesitamos ver.
El tema está en lo que no hemos descartado
y ella no nos muestra porque ha entendido
el secreto algoritmo de nuestra necesidad.
El problema entre la memoria y nosotros
es cierta parte de la realidad escondida,
a veces suele haber oro allí donde duerme
la verdad. También llanto y sangre y heces,
y alguna claudicación, renuncia o mentira;
el tema es arriesgarse a meter la sonda
sin saber que esconden esos agujeros y
chupar
con la fuerza suficiente como para tragarse
lo que suba. Digamos que puede que las
cosas
no sean en realidad cómo se las recuerda,
que la verdad cruda dormida en lo oscuro
nos favorezca y nos absuelva de la
traición,
o que, sin avisar, nos condene sin remedio.
En caso de sospecha es mejor ser
prescindente,
para eso, y sólo eso, sirven los
algoritmos,
para declararnos incompetentes,
para alegar desconocimiento,
para presumirnos inocentes.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
LOS
INADAPTADOS*
Nosotros en la escuela no sabíamos el
nombre del hermano mayor del más vivo. Nunca pudimos aprendernos los cantitos.
Jamás acertamos con las palabras que los demás se proferían sin vacilación. Y,
ni una sola vez, hicimos el gesto correspondiente en el momento adecuado.
Los demás sí. Los demás sabían qué cosa se
antepone a cuál otra. Si te pregunta decile... si sonríe así entonces vos... Y
uno no entendía por qué, qué grado de necesariedad tenían las respuestas, si
nosotros argumentábamos o nos encogíamos de hombros porque eso es lo que nos
salía sin andar pesando o midiendo. Y uno se comportaba sincera, estúpida,
sinceramente.
Cada vez.
Pero hay que sobrevivir. Hay que hurtar el
cuerpo al golpe, la cara desnuda a la sonrisa despectiva, el corazón al dolor.
Entonces elegimos confundirnos con el
paisaje, aprendimos a hacer como si estuviésemos de veras cuando no estábamos,
o como si supiéramos lo que se esperaba de nosotros. Sin llamar la atención
para que no se notase la falta de solvencia, el instante de vacilación antes de
la respuesta, o la lamentable pose de mal actor que no sabe qué hacer con las
manos y que muestra que no es, en verdad, quien intenta ser.
Cuántos años.
Cuánta vida mirando al bailarín de al lado
para copiarle el paso. Cuánta moda que se nos escurrió entre los dedos,
nosotros siempre tarde y nunca completamente como la prenda debía ser, color
incorrecto, forma de las mangas casi, pero irremediablemente fracasadas. Ni
hablar de los zapatos.
Y darse cuenta. Ahora.
Darse cuenta ya de vuelta, ya cuando se ha
dejado atrás tanta cosa mal disfrutada, mal asida. Ahora darse cuenta de que el
que sabía era uno. Éramos nosotros. Finalmente nosotros. Gozosamente y gracias
al cielo nosotros sabíamos ser seres humanos.
Y lo fuimos, aunque infructuosamente
intentásemos no serlo. Aunque nos pusiéramos disfraces ridículos y nos
pincháramos insignias que nada significaban.
Éramos.
No fuimos alumnos ni hijos ni novios ni
empleados. No pensamos lo que se repetía a coro desde los altoparlantes, no
hicimos reverencias y, si no lo sentíamos, no dijimos "te amo".
No aprendimos a mentir.
Nos salvamos.
Éramos lo que éramos. No otra cosa.
Sincera, estúpida, sincera, maravillosamente
seres humanos.
Nosotros.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Dale Onetti, sólo vos escribís estas cosas.
Sos un escritor bestialmente bueno:
"Lo único que
queda por hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de
otra, sin interés ni sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada
acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor
forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y
otra cosa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin que importe qué
quieren decir. Siempre fue así; es mejor que tocar madera o hacerse bendecir;
cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se desprende
y cae".
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Rumbo a San Fermín*
*Por Alberto
Di Matteo. licaldima@gmail.com
Diez de la mañana sobre la pampa húmeda. El
primer sol primaveral reverdece en las copas de los árboles, el trino de los
pájaros adormece la visión del caminante, y la llanura es cortada por la mitad
por una tenue línea irregular. Son los restos del antiguo ramal de trocha
angosta del ex Ferrocarril Midland, desmantelado desde hace décadas,
descomponiéndose en medio del paisaje como el atroz cadáver de un pordiosero
sin nombre.
De pronto, sobre la monotonía del horizonte
comienza a distinguirse una silueta que se acerca, sin prisa pero sin pausa. Al
comienzo se asemeja a una aparición espectral, difusa, intangible. Pero a poco
de avanzar, se concretiza, sólida, oscura, con una vaga oscilación que recuerda
al rítmico sube y baja de los pistones de un motor de combustión. Sobre aquel
paisaje desolado se materializa una zorra ferroviaria manual, impulsada por un
par de siluetas, esforzadas y persistentes.
Poco a poco van delineándose las figuras:
son un par de hombres, vestidos con deslucidos mamelucos grises, moviéndose con
una monotonía tan decidida como sudorosa. De espaldas a la vía, con la vista
fija en el ayer, Eduardo Coiro –alias “Educoiro”- mueve la palanca arriba y
abajo, con un brillo alucinado en la mirada y un peso inimaginable sobre ambos
brazos, ya casi acalambrados. De cara al futuro, dejando atrás un pasado que ya
no volverá, Alberto Di Matteo –alias “Aldima”- reproduce el movimiento
alternado de su compañero, resoplando mientras hombros y espalda se le
contracturan, y deja vagar la imaginación como una sutil manera de que el
impulso cobre mayor fuerza.
- ¡Vamos, Di Matteo, no me afloje! -,
exclama Coiro. - ¡Hay que volver a fundar estos ramales ferroviarios, olvidados
por la desidia de los prostitutos de siempre!
-No sé cómo vamos a llegar hasta el final
-, replica Di Matteo, con un quejoso murmullo y la vista fija en la palanca. -
¿Quién más va a sumarse en esta patriada?
- ¡Eso no importa, compañero! ¡Hay que
trazar un camino, crear con sentimiento, desplegar el sueño y la fantasía sobre
este bendito país! -. Y de pronto, suelta la mano derecha, eleva la vista al
cielo, y apunta hacia arriba con el dedo índice, cual si pontificara sobre una
tribuna política: -¡Hagamos el esfuerzo, carajo! ¡Claro que vale la pena! ¡Nos
cansaremos de triunfar!
Di Matteo también suelta su mano derecha,
pero para tomar un marcador que lleva sobre el bolsillo superior izquierdo, y
con él comenzar a garabatear las inspiradas frases de su amigo sobre la manga
izquierda de su mameluco, que luego transcribirá oportunamente, elaborando
inspirados textos que los movilicen a soñar a ambos –y a sus lectores- con
estar dando los primeros pasos para el lanzamiento de una revolución cultural
que rescate aquellas antiguas glorias de un país que quizá ya no exista, pero
que bien vale la pena homenajear. Resopla agotado, guarda el marcador en el
bolsillo, y continúa impulsando la zorra hacia delante, inclinando la cabeza.
Sólo entonces descubre el singular detalle,
incrédulo por no haber reparado en ello antes. Lo que se extiende a espaldas de
Coiro, en esa porción de llanura que aún no han recorrido pero que se les
avecina a gran velocidad, son las carcomidas ruinas de lo que otrora fuese una
vía: fragmentos de rieles oxidados, tacos de durmientes comidos por las
termitas, pajonales por doquier… ¿Cómo es posible que se lancen hacia semejante
incertidumbre, sin sucumbir en el intento? Sin embargo, al hundir la cabeza
entre los hombros y espiar a través de sus piernas flexionadas, advierte que
debajo del paso de la zorra, por detrás del impulso que van desgranando sobre
la pampa húmeda, los rieles brillan con una intensidad inusual, como si los
hubiesen acabado de fijar al suelo, aunque relucientes por el uso continuo.
- ¡Refundemos un proyecto ferroviario,
aunque sólo sea en el plano de nuestros sueños, con la mágica potencia de la literatura!
-, vocifera Coiro por delante suyo, a espaldas del mañana.
Entonces Di Matteo fija la mirada sobre la
oscilante palanca y cree estar viendo algo muy distinto al acero habitual con
el que ignotos ingenieros europeos han construido estos vehículos. La barra
parece estar conformada por un material extraño, parecido a una red, un tejido,
un entramado de elementos misteriosos. Presta mayor atención, entrecerrando los
párpados que le arden a causa de las densas gotas de sudor, y sorpresivamente
cae en la cuenta de su propio delirio: aquello no es una red de filamentos
metálicos, ni siquiera la fragmentación atómica de los elementos, sino un
macizo conglomerado de frases, letras y palabras, unidas entre sí…
Inmediatamente, ambos escuchan un
estridente silbato, imposible de confundir, proveniente del lugar que acaban de
abandonar.
- ¡ES EL (Inven) TREN! -, aúlla Coiro, agotado,
pero inmensamente feliz, espiando hacia atrás por sobre el hombro de su
compañero. - ¡LO HEMOS CONSEGUIDO, DI MATTEO! ¡EL (Inven) TREN VUELVE A CORRER
CON INDUDABLE DIGNIDAD SOBRE ESTAS VÍAS!
Di Matteo vuelve la cabeza y contempla en
pleno día el nítido faro de una locomotora diesel a unos trescientos metros de
distancia, que se acerca a una velocidad mucho más intensa que la que ellos
desarrollan manualmente, sin intención alguna de detenerse al alcanzarlos, en
una suerte de criollo remedo de la horrible criatura generada por el Profesor
Víctor Frankenstein.
-¡Va a pasarnos por arriba!-, exclama, con
un último aliento.
-¡Por eso mismo, Di Matteo: ponga huevo y
siga adelante! ¡Hay que llegar a San Fermín antes de que nos aplaste! ¡El (Inven)
tren se ha convertido en una fuerza imposible de parar!!! ¡Síííííííííííi!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
“¿Quién me obligó a meter en este
quilombo?”, piensa Di Matteo, bufando y sin dejar de agilizar esa barra manual
que ya casi parece moverse sola, aunque todavía necesite del impulso humano
para darle impulso.
Coiro comienza a reírse de felicidad, con
genuina satisfacción. El cuerpo le estalla en una dolorosa contractura, el
sudor se le adhiere sobre la piel, y el aire le quema los pulmones. Pero a
pesar de todo, se siente tan contento como si volviese a tener siete u ocho
años, y su padre le hubiese regalado un lujoso tren Lima, con decenas de
vagones y tres modelos de locomotoras diferentes, acompañados por maquetas de
estaciones y demás construcciones aledañas, todo ello dispuesto para establecer
sobre una amplia mesa y dejarla allí, para jugar hasta muy tarde por las
noches, o alegrar una borrascosa tarde de lluvia con el cautivante hechizo de
un circuito ferroviario de juguete.
El sudor les chorrea a mares desde las frentes, descendiendo por los cuellos, creando enormes aureolas oscuras bajo las axilas, afincándose en las palmas, asidas con obstinada firmeza a la barra de la palanca, mientras la locomotora Werkspoor 4613 se les abalanza voraz, cada vez más cercana. Y aunque cada uno resopla por causas diferentes, aunque las motivaciones sean tan variadas para cada uno de los dos, algo los une en una misma empresa: el placer por inventar, por divertirse, por delirar juntos de manera creativa…
-¡No afloje, Di Matteo, no afloje!!!
-Sos un dictador, Coiro… Siempre decidís
por tu cuenta…
Así es como la zorra parece adquirir una
velocidad autónoma al impulso manual que ejercen sobre ella, aunque ello no
impida que el parachoques a rayas rojas y blancas de la locomotora les dé un
topetazo por detrás, sólo para impulsarlos unos metros más, hasta llegar a
destino.
Irrumpen de manera tan vertiginosa en los
terrenos aledaños a la Estación San Fermín, que hasta por un segundo les parece
que allí no existía nada hasta ese preciso instante. La zorra se desmaterializa
en forma inmediata, mientras ambos caen rodando sobre un andén muy pulcro, y a
su alrededor se esparce una caótica lluvia de fragmentos de frases sin
utilizar, ideas sin desarrollar y comentarios al margen. La locomotora a vapor
ensordece el espacio con un silbido en extremo estridente, como el primer
chillido emitido por un recién nacido, urgido de alimento, y avanza desbocada
hacia el horizonte sobre unos rieles recién estrenados, dejando a su paso un
ardiente halo de carbón quemado que les inunda la nariz.
Coiro incorpora a medias el tronco sobre el
andén, mientras Di Matteo aún intenta recuperar el aliento del último impulso,
con la mente agotada de tanto delinear frases dignas y coherentes, cuando
contemplan azorados algo que jamás hubieran podido imaginar por cuenta propia.
Al otro extremo del andén ven surgir, como otra aparición fantasmal, la solitaria silueta de un ciclista, ataviado por colores absurdos y chillones, como es la costumbre, y un oblongo casco azul con antiparras, quien, sin frenar siquiera al ingresar en la Estación, incorpora el torso, alza los brazos y mantiene el equilibrio en los últimos metros del recorrido, mientras exclama:
-¡Sí, señores!!! ¡Treinta y cuatro
kilómetros después, he creado la Bicisenda Ferroviaria!!!
Se desliza a su lado como una díscola
irrupción “sorianesca”, y desaparece en la primer curva, sin que ellos consigan
llamarle la atención y preguntarle siquiera cuál es su nombre.
Ambos se ayudan mutuamente para incorporarse,
sucios y maltrechos, y avanzan a los tropezones y en silencio, apoyados uno
contra el otro, rodeándose los hombros en un fraternal abrazo, resoplando
agitados, hasta salir de la Estación, como un par de ignorados espectros, sin
cruzarse con nadie. Al llegar a la calle de tierra, divisan en la vereda de
enfrente un boliche de campo. Y hacia allí van, aún con ciertas frases
colgándoles del overol, a la espera de tomar algo que los reconforte.
Acodados en la barra, por detrás de la reja
que los separa del dependiente a la manera de una pulpería, ambos piden una
ginebra “dalmasettiana”. Como el hombre no tiene idea de qué le están hablando,
se conforman con un breve vaso de caña. Y una vez servidos, mientras recuperan
el aliento y observan el paisaje que los rodea con ojos curiosos, dignos de
lingüísticos exploradores, se miran el uno al otro, con un extraño brillo de
complicidad, como si se adivinasen el pensamiento.
-Che -, alcanzan a decirse, al mismo
tiempo-: ¿Y si proponemos un “InvenTren” en zorra?
-Alberto
Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su escuela
secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y
de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en
diversos certámenes literarios.
-Ha publicado en Inventiva Social cuentos
para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.
Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el
mundo".
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza
Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se
detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido
del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con
escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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