-Idea-producción / arte Noelia Ceballos @noe_ce_arte
-PH @mon.lens.fotografia
Finisterre*
Hay en mi cabeza un
nudo que me ata
desde siempre. En vano
he tratado, una
y mil veces, de
desenredarlo, sospecho
que su trama es obra
de la maldad. Sólo
duele del cuello para
arriba y, a veces,
desesperado, sueño con
un macedonio
que lo corte con la
espada. Porque esto
es un tormento sin
lenguaje, bloqueado
intransferible. Nadie
entiende, tampoco
nadie escucha, nadie
se sale de su nudo.
Nadie advierte lo que
hablan los demás
ni lo que dice su
mensaje; ni adivina ni
calcula las
consecuencias de su propia
idea confusa. Todo es
un caos blindado
y sin ninguna
posibilidad de cura, en él
navegamos bajo un
manto de nubes que
cubre el firmamento y
no tenemos guía
que nos salve de caer
al abismo final
libres de la soledad y
la locura.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
La
noche mil dos*
*Por
Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Se cuenta -pero Alá es más sabio, más
prudente, más poderoso y más benéfico- que en la antigüedad del tiempo hubo un
reino próspero que extendía sus límites en la profundidad meridional de Asia.
Su rey era sabio y la prudencia gobernaba sus decisiones. Las nubes se
extendían por las montañas y la luz del sol pulía la superficie de las casas y
de las calles. Los gatos rememoraban otras tardes en la orilla de las fuentes.
Las mujeres dejaban sombras que se internaban en los jardines: sus voces se
enredaban en las plazas mientras la fiebre de la tarde ascendía en los
edificios. Los viejos invocaban a la penumbra en sus oraciones. Durante mucho
tiempo hubo paz: generaciones enteras se sucedían en un flujo ininterrumpido.
Genealogías compartían una sola memoria que se remontaba a un pasado en el que
la sangre se había vertido en vasijas ocres para asegurar la persistencia de
las estaciones, el aliento del agua en los ríos y el negro latido en los ojos
de las mujeres.
Una noche de verano, al otro lado de las
montañas, avistaron luces. Desperdigadas a lo lejos parecían ojos amarillos e
inmóviles. Estuvieron algunos minutos, redondas y estancadas en la oscuridad, y
después desaparecieron. Nunca se había visto ninguna señal en esa zona y los
reinos vecinos eran tan lejanos que era imposible observar la luminosidad que
brotaba de sus casas. La noticia se extendió entre la población y, al día
siguiente, el rey convocó a los sabios. En una larga mesa se ramificaba el
incienso. Las barbas eran escrudiñadas, las bocas sorbían infusiones de azahar
para entretener el silencio. El rey, rodeado por sus más cercanos consejeros,
inició la sesión. Un sabio propuso echar los dados para saber el origen de las
luces; otro dijo que las señales eran profecías y que debían interpretarse en
la piel de una mujer virgen, escogida al azar en el mercado; el ultimo -el más Viejo-
afirmó que todo acto, por ínfimo que sea, tiene su réplica en el universo: el
movimiento de los astros dibuja, para el que sabe ver, a una escala diminuta,
los gestos de cualquier hombre sobre la faz de la Tierra. Por eso habría que
escudriñar el cielo en busca de inconsistencias, extrañas formaciones de nubes;
incluso cambios en la migración anual de los pájaros que inundaban tejados y
azoteas. Se anunció al pueblo la falta de consenso después de horas de
discusión y la gente, apesadumbrada, regresó a sus casas.
Un antiguo profeta decía que la sospecha es
un animal cuyos tentáculos se extienden hasta apresar el alma de los hombres y
llevarlos a la locura. El reino mantuvo sus actividades diarias, sin embargo
algo había cambiado en la gente: las miradas iban por lo bajo, como si hubiera
signos ocultos entre las piedras. La plática antes vivaz en las plazas se había
convertido en un murmullo que se apagaba con la puesta del sol. Los eruditos
seguían enredados en suposiciones: quizás el número de luces o la distancia
entre ellas concentraban un significado que sólo podía develarse estudiando
tratados antiguos, fórmulas matemáticas, conjuros. La gente los veía deambular
por las calles, con el cabello revuelto, llevando libros de gruesas tapas bajo
el brazo. El rey mandó un destacamento de guerreros a los límites del reino
para vigilar las montañas y dar aviso en caso de que retornaran las luces. La
gente subía a lo alto de las casas pero no hubo más señales. La oscuridad era
un mar tranquilo que envolvía las montañas y los valles. Las estrellas
mantenían su posición en el cielo. El filo brillante de la luna seguía avivando
insectos.
Transcurrieron los días. El rey trató de
olvidar el incidente, sin embargo, una noche soñó que salía de sus aposentos y
recorría los corredores principales del palacio. Los salones estaban desiertos.
Un amplio ventanal parecía interrogarlo desde el fondo de un pasillo. El rey se
acercó y miró al exterior: unas luces se movían entre las montañas. El silencio
se rompió con un murmullo que creció, como si muchas voces estuvieran atrapadas
en algún punto del espacio. El murmullo se convirtió en un zumbido que resonaba
en las paredes. El rey caminó de regreso a sus aposentos, pero el pasillo
conducía a pasajes sin salida; algunos corredores se bifurcaban y otros
regresaban al punto de inicio. En su corazón tuvo la sospecha de encontrarse en
las entrañas de un inmenso laberinto que, en algún momento, lo aniquilaría.
El rey despertó entre sudores. Su carácter
afable desapareció y ya no sonrió en las audiencias. Cuando era requerido para
resolver alguna disputa apenas atendía las razones de los demandantes. Las
fiestas se suspendieron. Dejo de recorrer los jardines en las mañanas y, a
veces, se encerraba en sus habitaciones hasta el crepúsculo. El cambio en sus
costumbres fue notorio para todo el reino. Su rostro demacrado tenía el color
de la luna llena. Circulaban rumores que acusaban al gran visir, un anciano
venerable, conocedor de las artes médicas, de un envenenamiento: quizás vertía
algún líquido extraño en la copa de vino que ofrecía a su señor todas las
noches para derrotar al insomnio. Tal vez utilizaba su conocimiento para
influir en los humores del rey y, así, manejarlo a su antojo. Otros decían que
un grupo de notables conjuraba para hacerse del poder y sólo esperaba las
condiciones necesarias para dar el golpe definitivo.
Las mujeres en las plazas comentaban las
últimas novedades. Las jóvenes consultaban su futuro en los posos ardientes del
café. Algunas bodas se aplazaron hasta tener alguna certidumbre. En el palacio
el rey era acosado por muchas ideas. Había contado su sueño al gran visir y a
sus principales consejeros pero ninguno logró explicar su significado. Parecía
que el laberinto se volvía realidad con preguntas que no iban a ningún lado,
con pensamientos que eran círculos regresando al punto de inicio. El rey empezó
a creer que su tiempo se agotaba y que las luces eran los ojos de un animal que
jugaba con él, como el gato que se entretiene antes de devorar a su presa.
Consultó libros sagrados y profanos. En las noches paseaba por el castillo
mirando los retratos de sus antecesores, una ilustre saga de valientes que
habían domesticado el fuego y convertido a Alá en su único Dios. Seguía soñando
que recorría los pasillos desiertos cercanos a su dormitorio. Iba de salón en
salón mirando mesas de oscuro roble, consteladas con fruta dispersa, platos en
el suelo y velas aún ardiendo, acometidas apenas por imperceptibles corrientes
de aire. Las sillas, también dispersas, parecían haber sido abandonadas
segundos antes, como los camarotes de un barco antes del inminente naufragio.
El gran visir le dijo que no había ninguna
muestra de inestabilidad. Desde hacía muchos siglos se había acordado la paz
con los reinos cercanos. Los campos daban cosechas abundantes y las estaciones
se mantenían gracias al favor del Altísimo. Sin embargo, en las calles, la
gente seguía inquieta por las luces y su sentido. El rey, obcecado, siguió con
sus consultas. Una noche, sumido en las tinieblas del insomnio, fue a la gran
biblioteca a seguir interrogando libros. Pasó de la anatomía de los cielos a la
de los hombres; de la densa botánica al prolijo estudio de los minerales. Harto
de volver las páginas, con los ojos nebulosos después de fatigar los abultados
volúmenes, iba a abandonar la tarea cuando descubrió un ejemplar cuyo perfil,
consumido por el tiempo, asomaba entre las patas de un sillón acosado por las
termitas. Lo acercó a la luz de las velas: no había ningún título en la
portada; tampoco había referencias del autor. La superficie del libro parecía
latir como un corazón oscuro que acicateaba el deseo por conocer su contenido.
Al abrir las tapas ascendió hasta su nariz un tenue olor a madera quemada, como
si aún retuviera en sus entrañas las huellas de un lejano incendio. El rey
comenzó a leer una historia que se remontaba milenios atrás, cuando su pueblo
apenas se había establecido entre las montañas después de vagar por territorios
devastados por la lenta fiebre del sol y por insectos que, se decía, eran
capaces de devorar hombres. Recorrió un linaje antiguo del cual apenas tenía
noticia; atestiguó el establecimiento de costumbres y la constitución de las
primeras leyes. Pronto llegó, mientras la noche ganaba altura, la historia de
un rey querido por su pueblo por su sabiduría y justicia. La narración contaba
que, un día, después de la acostumbrada audiencia matutina, aparecieron luces
en el cielo. El anónimo autor no detallaba la forma ni el color de éstas, sólo
describía la perplejidad de los habitantes y el temor que comenzó a extenderse
como una enfermedad que gangrenaba el reino. Ante la falta de una explicación
plausible la gente comenzó a dudar del rey. Muchos dijeron que esas luces
vaticinaban el avance de un imaginario pueblo enemigo; otros afirmaban que eran
señales del fin del mundo. En todos los escenarios, incluidos los más
inverosímiles, el rey aparecía como alguien incapaz de proteger a su pueblo.
Pronto se habló de destituirlo y su guardia personal, fieros combatientes
dispuestos a ofrendar su sangre por él, abandonó sus votos de fidelidad. La
última hoja, cuya volátil caligrafía denotaba una mano apresurada, refería la
muerte del rey en la plaza central de la ciudad y la destrucción del castillo a
manos de una turba guiada por heresiarcas y líderes populares.
El rey guardó el libro en un baúl que
escondió atrás de un armario. La amenaza ya no era una espada imaginaria
pendiendo sobre su cabeza sino un escenario que, seguramente, se repetiría. Ya
no confió sus pensamientos a sus sirvientes más cercanos, ni siquiera al gran
visir que fingía ocuparse de sus labores, quizás esperanzado que el tiempo y la
costumbre se impusieran a la zozobra. En el reino apenas se comentaba el
misterio de las luces y el tema de conversación se centraba en el rey y su
conducta. Algunos decían que planeaba escapar del castillo; otros afirmaban que
se sometía a extraños ritos adivinatorios que, quizás, lo acercarían al
conocimiento íntimo de las luces. Sin embargo nadie pudo prever lo que ocurrió
días después, cuando el rey despachó heraldos en todas las ciudades y pueblos
que anunciaron la disolución del consejo del reino, aquel que representaba los
intereses de los gremios y los distintos grupos sociales. Ante la amenaza
invisible que se cernía sobre el reino, las nuevas disposiciones incluían la
prohibición de salir a las calles después del crepúsculo y la obligación de
avisar a la autoridad de cualquier incipiente peligro. El rey, a través de sus
emisarios, afirmaba que estas medidas eran temporales y que confiaba en el
pronto regreso a la normalidad. Sin embargo, todos los días, sin una razón
aparente, se añadían nuevas previsiones: se apostaron destacamentos en la
frontera oeste, aquella por la cual habían aparecido las luces; hubo nuevos
reclutamientos y la noche era recorrida por cuadrillas que registraban a los
escasos paseantes que se atrevían a retar el toque de queda.
El tiempo transcurrió lentamente. La vida
en las plazas y en los parques se redujo a un siseo que se hacía cada vez más
débil. Los rostros que se veían en las calles parecían pasados por fuego. La
gente prefería salir sólo para lo indispensable. Entonces empezó un rumor: se
decía que alguien, quizás un granjero o un guardia confinado a la frontera,
había sido testigo de nuevas luces. Esta vez, se afirmaba, eran luces más
definidas que recordaban la silueta indecisa de unas antorchas. Las medidas se
endurecieron y se habló de una guerra inminente, de un sitio para el cual todos
debían estar preparados. Se recolectaron víveres y se diseñó un plan de
defensa. Los heraldos difundían las últimas noticias y, como suele suceder, la
gente aderezó los parcos informes con los frutos de su imaginería: filas casi
infinitas de caballos montados por jinetes cuyos rostros embozados los hacían
parecer fantasmas; oscuras manos empujando canoas de bambú que dejaban una
huella imprecisa en el agua. Sin embargo, nadie conocía a un testigo directo de
los hechos, nadie de viva voz confirmaba un solo avistamiento y los temores.
El rey recorría los pasillos asesorado por
nuevos consejeros que, con mirada severa, le recomendaban nuevas medidas y
previéndole de gente que probablemente podría cooperar con los inminentes
invasores. Comenzó a perseguir a los sospechosos. Reavivó prácticas de sultanes
que habían fundado su poder en el acero y en el cadalso. Las hachas se afilaron
y algunos guardias se entrenaron como improvisados verdugos. Uno de los
primeros en caer fue un viejo consejero que, supuestamente, había sido
sorprendido conjurando para derrocar al gobierno… En las casas, en las
mezquitas y en los baños públicos se hablaba de tiempos oscuros, de una prueba
que apenas comenzaba y cuya conclusión se vislumbraba terrible.
Se formó una guardia secreta que se
encargaba de recorrer las calles, confundirse entre los ciudadanos y descubrir
cualquier asomo de conjura. El miedo dividió amistades y la sospecha fragmentó
a familias enteras. Delaciones se ejercían en la penumbra, amparadas en el
bullicio de los mercados o en la soledad de un callejón ciego. Miradas se
cruzaban en el calor de las tardes buscando alguna flaqueza, alguna sospecha
suficientemente sólida como para llevar ante la autoridad a algún añejo
enemigo. Muchos perdieron sus fortunas y decenas de mujeres se arracimaban
afuera de sus casas, llorando la pérdida de un hijo o un pariente cercano.
Conforme avanzaron los días las ejecuciones aumentaron. El cadalso era
utilizado desde temprana hora. Los cadáveres eran abundantes y se derramaban en
la periferia para el solaz festín de las moscas. Hubo días en que el olor
corrupto impregnaba cada rincón del reino y permanecía flotando hasta la
madrugada perturbando a perros y a bestias de carga que, encerradas en sus
corrales, bufaban y daban coces.
Después de la disolución del consejo el
gran visir había pasado a un segundo plano y sus atribuciones eran solamente de
índole administrativa. Aprovechando su lejanía con el poder recorrió los
pasillos del palacio. Se internó por la estructura burocrática buscando
información que restañara la sangre que corría por los cada vez más abundantes
patíbulos. Quizá escuchó un comentario dicho al descuido o supuso una confesión
que sabía desde hacía mucho: los rumores sobre las luces eran creados en el
palacio y difundidos mediante una red perfectamente calculada. El miedo era una
mano cerrándose lentamente sobre el reino, asfixiando voluntades, callando
voces. En las brechas de sueño que le dejaba el insomnio se veía en un desierto
gobernado por un dios cuya misericordia tenía la consistencia de un espejismo.
Una mañana un grupo de guardias fue a la
casa del gran visir y lo llevó entre empujones al palacio. En un salón
penumbroso y, con el rey ausente, fue acusado de tener tratos con nigromantes
vinculados con las luces y con la desestabilización del reino. No se presentó
una sola prueba. Lo tomaron de las barbas y lo arrojaron al suelo. En medio de
burlas recibió puntapiés y algunas pedradas. Más tarde, sin juicio alguno y sin
la oportunidad de despedirse de sus parientes, fue colgado. Su figura
permaneció unos segundos, oscilante, como un doloroso péndulo, coronada por un
par de buitres que disputaban las mejores partes de su cuerpo. Pocos
atestiguaron la ejecución hasta el final. La plaza fue ocupada por el silencio
y una nube turbia flotó en el cielo limpio, como una imprevisible mancha de
tinta.
Surgieron algunos grupos de inconformes. Se
reunían bajo un estricto secreto. Discutieron la forma de acabar con la
pesadilla. Una noche un viejo pidió la palabra. Mientras menguaba la luz de las
velas recordó que, en tiempos pasados, el reino vecino había acudido en su
ayuda cuando una pertinaz sequía había convertido los campos en un mar de
piedras. Su voz llenó la pequeña habitación. Añadió que ese reino podría encontrarse
en dirección al oeste, por donde habían asomado las luces. Las reuniones se
sucedieron sin llegar a un plan claro: nadie se atrevía a cruzar la frontera.
No tenían armas y el apoyo de la gente se reducía a temerosas miradas de
aprobación. La situación se estancó y el plan parecía quedar en un buen deseo
cuando un general del ejército apostado en la frontera se acercó a ellos y les
dijo que los ayudaría. Reunieron a los miembros más importantes de la conjura.
Algunos temieron una trampa. Sin embargo no había muchas opciones y los muertos
se seguían acumulando tiñendo de rojo las esquinas. El general -después de
pedir la gracia del anonimato- contó que la natural corrupción del gobierno,
por la incesante búsqueda de culpables, había llegado hasta el ejército. Había
necesidad de nombres que acusar, cuerpos que colgar en la altura de los
cadalsos. Los altos oficiales pedían a sus subordinados cuotas en especie o en
brillantes monedas de oro para no acusarlos de traición. Una red de posibles
delaciones se entretejía en las ruidosas comidas, en los cambios de guardia.
Así cayeron varios oficiales y, los que habían resistido, habían enfrentado el
filo incesante del verdugo. En poco tiempo, dijo el general, todos morirían.
Con ayuda de un pequeño destacamento fiel
al general consiguieron bastimentos y algunos caballos. También llevaron un
mapa en el que se perfilaban lóbregas colinas, secretos bosques y, tras ellos,
una extensión vaga y sin nombre cuyo color amarillo sugería una planicie casi
infinita. Antes del crepúsculo matutino salieron de sus casas. Evadieron la
vigilancia y sus pasos fueron opacados por el ruido vivo de los insectos. Las
paredes blancas recibían la sombra de varios hombres aferrados a la bendición
de sus mujeres y al recuerdo de lo que estaban dejando atrás. Superaron la
frontera del reino y se internaron por senderos apenas bosquejados en el mapa,
caminos que recorrían sólo los viajeros más audaces o mercaderes que iban de
pueblo en pueblo mostrando animales extraños conservados en frascos o hierbas
nunca vistas que prometían curar cualquier dolencia.
Transcurrieron jornadas fatigosas. Los
pasos eran más por inercia que por la convicción de llegar a algún lado.
Perdieron la cuenta de las horas y, después, de los días. Una vez agotados los
víveres consumieron hojas y raíces. El tiempo parecía detenerse: la orilla de
la luna menguante era una sonrisa alucinada. Dormían por turnos para no ser
víctimas de los animales salvajes. Los que podían dormir soñaban y en sus
sueños volvían sobre sus pasos, sus palabras eran devueltas a sus bocas y los
parpadeos se disolvían en un denso color amarillo. Una tarde alguien miró una
minuciosa formación de nubes y dijo, no con poco asombro, que habían
permanecido así durante días, como las fichas de un juego detenido. Las
respiraciones eran cada vez más pesadas. Un día llegaron a los límites de un
bosque, conforme se internaron se hizo menos denso y encontraron una vaga
familiaridad con el sendero, como el que vuelve inadvertidamente las páginas de
un libro y encuentra palabras, citas, rastros. Rezaron para que su viaje, al
fin, tuviera término. Después de superar una breve montaña vieron las visibles
fronteras de un reino y, sin querer demorar su arribo, prendieron antorchas y
descendieron por un camino pensando en el final del periplo. A lo lejos se
veían las bocanadas amarillas; a veces desaparecían entre los árboles. En el
reino algunos granjeros vieron luces que se acercaban por el oeste y dieron el
aviso a sus vecinos. Pronto la noticia se extendió por todas las ciudades y el
rey convocó a su consejo para decidir lo que harían. Los viajeros sintieron que
el sendero se alargaba y que el sol, en lugar de avanzar, regresaba a su punto
de origen. Sin saber qué tiempo habitaban comenzaron a recorrer edificios devastados,
polvo disperso. Cuando llegaron al palacio principal encontraron en el trono el
cuerpo carcomido de un rey y, entre las manos, aferrado como un inútil
sortilegio, un libro desprovisto de título y de portada color negro.
*Fuente: https://juliosuarezanturi.wordpress.com/2017/04/18/la-noche-mil-dos-de-alejandro-badillo/
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por
Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Algunos hombres
llevan
tan honda en los
huesos la tristeza
que no se sabe
si alguna vez
les ha correspondido
la felicidad
o están hechos
para la pena.
Conocí
a un hombre que
llevaba
entre las manos
aguas tristes.
Ríos mansos
caían de sus dedos,
inundaban
la tierra.
Sobre el agua
su paso
se extendía
como el de un pequeño
rey
de una patria salvaje
que ha perdido
su reino
para siempre.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la
breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El
Mensú, 2015) La hija del pescador
(La Magdalena, 2016). Piedras de colores (Proyecto Hybris
2018). El orden del agua, GPU
Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)-
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
La
fábrica de monstruos*
Tengo tres perros furiosos, dijo el tipo
que alimentaba la usina de monstruos: la
Ingratitud, la Soberbia y la Envidia.
Los perros mordieron a casi todos los
obreros y desataron una especie de guerra fratricida, donde el dinero fue el
motor principal que la impulsaba. Ahora que casi todos se infectaron, las
acciones tienen una lógica gobernada por las leyes del mercado.
La fábrica multiplica los monstruos, con
una precisión de relojería y ya no se sabe quién es humano y quién no.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
SOY *
Soy la adelfa rabiosa.
Blanca y magenta. Envenenada.
La fundadora de las
vides de olvidos.
En las venas, un vino
acre y nauseabundo
Recluida a las
regiones más sombrías del Tártaro
Vomitada por el hombre
y los dioses.
La que tiene garras
ojos amarillos.
La que aloja en su
vientre un escorpión nocturno.
Amo esta rabia mía
como la muerte misma.
De ella me alimento.
Día a día.
Adicta a las semillas
y los cráneos floridos.
Soy fiel a la especie
de las bestias heridas.
El amor ha abortado su
cosecha.
Cosecho cada día lo no
sembrado.
Necesito esta rabia
pan de cada día.
Es la coraza que me
salva.
La que permite exudar.
Gota a gota. Sol a
sol. Boca a boca.
El desierto pan y
agua. Cada día.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
Conversación*
Es agradable recorrer el pueblo vacío en la
hora anónima de la siesta, llegar hasta la ruta y seguir pedaleando parejo como
quien tiene un destino preciso. No hay tránsito en esta ruta, a los costados
sólo campo y campo, y la luz se devora todo. Nace una figura allá adelante,
desdibujada primero, más precisa después: otro ciclista. Avanza y se detiene
cuando estamos a punto de cruzarnos, me detengo también, hay un saludo y
hablamos un poco, cada cual sobre su bicicleta, un pie en el suelo y otro en el
pedal.
-Es raro encontrar a alguien pedaleando en
este camino- dice el desconocido.
-Es cierto, hace rato que vengo andando y
no he visto a nadie- digo.
- ¿Sale seguido a pedalear?
- No muy seguido, casi nunca en realidad.
-Los primeros quince minutos son los más
duros, después la bicicleta va sola.
-Entonces hace por lo menos sesenta minutos
que estoy en los primeros quince minutos.
- ¿Se dirige a alguna parte en especial?
-Solamente pedaleo.
-Eso es bueno. Pedaleando se descubren
cosas. Uno llega silenciosamente y toma las cosas por sorpresa.
-Algo de eso percibí.
-No quisiera parecer pretencioso, pero
andar por la ruta en bicicleta es una forma de sorprender el mundo.
-Es una buena definición.
- ¿Cómo describiría todo esto?
-Es muy grande y hay mucha quietud.
- ¿Le gusta la palabra quietud?
-Me gustan todas las palabras.
- ¿Vio muchas cosas pedaleando?
-Vi insectos. Vi nubes de mariposas
amarillas y negras, y también una blanca, voló delante de mi bicicleta durante
un trecho largo y era como si me guiara. También vi una mariposa muerta sobre
el asfalto. Evité pisarla con la rueda.
- ¿Qué más vio?
-Vi un animalito bastante grande parado al
borde del camino. Yo avanzaba hacia él y el animal no se movía. Me esperó hasta
que estuve bien cerca, a un par de metros, recién entonces me miró y se fue.
- ¿Dice que lo esperó? ¿Está seguro que lo
esperó?
-Me dio toda la impresión.
-A esta hora hay mucho silencio, pero si
uno presta atención también hay muchos sonidos.
-Tiene razón, hay muchos sonidos en el
silencio.
-Al principio son difíciles de captar, uno
ni se da cuenta, hasta que empieza a detectarlos y entonces es como un tejido
uniforme de sonidos rodeándolo, sonidos lejanos y tenues, son miles.
-Hay pájaros.
-Cantidades de pájaros, una red de trinos
en sordina.
-Me pregunto si no serán todos esos sonidos
los que hacen el silencio.
-Es la luz la que hace el silencio. Los
pájaros se esconden en la luz. La luz esconde todo.
-Empiezo a darme cuenta.
-También hay voces en el silencio,
susurros. Dicen que es el lenguaje de las almas de los muertos.
-No sabría identificarlas. Nunca me tocó
escuchar las voces de las almas de los muertos.
-Debería prestar atención.
-A veces pasa un coche y el silencio se
rompe.
-Cuando el coche pasa junto a uno es como
un chocar de agua y después es como un agua que se aleja. También el coche
sirve para evidenciar el silencio y los sonidos que se esconden en el silencio.
-Cuando la ruta cruza a través de una
arboleda todo cambia.
-Meterse entre árboles es igual que
zambullirse en la frescura de un arroyo y buscar el fondo. Hay otros sonidos y
otro silencio.
-Venía pensando en esas experiencias, pero
todavía no había conseguido ponerles palabras. ¿Usted va a alguna parte en
especial?
-¿Ve aquella masa de árboles azules que
tienen forma de ballena?
-La veo.
-Me propongo llegar hasta ahí.
- ¿Y después?
-Después elijo otra meta. Y después otra. Y
sigo.
- ¿Hasta cuándo?
-La ruta no se acaba nunca.
Nos despedimos y cada uno se va por su
lado. Cuando encaro por la ruta vacía y vibrante de luz elijo también yo mi
próxima meta: un árbol solitario, muy lejos, muy alto, muy fino, y con la cima
curvada como un anzuelo o un signo de interrogación.
*De Antonio
Dal Masetto.
(Intra, 14 de febrero de 1938 - Buenos
Aires, 2 de noviembre de 2015)
https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Dal_Masetto
AHORA LO SABEMOS*
Anda en nosotros la
sensación insana de estar
caminando a la deriva
en un mundo pantanoso
y contaminado que nos
rodea especialmente,
y que nos produce un
miedo continuo y duro
superior a nuestras
fuerzas. No es una sensación
nueva o desconocida
para ninguno los peligros
del pantano, el
problema es que ahora sabemos
nuestro destino
inevitable de una u otra manera
aboliendo las
desigualdades, y esa unanimidad
agobiante nos rebaja o
humilla como especie,
y nos pone a la defensiva
en busca de un poco
de terreno firme y
seco que nos dé un respiro.
Aun siendo jóvenes ha
desaparecido la antigua
inmortalidad de los
veinte a los treinta años
y, en la cual, las
enfermedades y la muerte
eran algo que le
ocurría siempre a los demás.
Nosotros éramos
jóvenes, decididos y fuertes,
y, afirmados en la
orilla más alta de la ciénaga,
era muy fácil y sano
dar la mano al que estaba
en peligro en el
pantano de la enfermedad
o el delirio del final
sin peligro ni compromiso.
De puro buenos, o eso
creíamos, la pregunta es
entonces ¿éramos más
empáticos o más cínicos?,
pero recuerdo que, los
tomábamos de la mano
a los enfermos y los
tironeábamos con fuerza
aun a sabiendas de que
ya no tenían remedio,
ahora, de pronto y sin
aviso, la contingencia
y la angustiante
sensación de levedad y finitud
se ha hecho general y
ha abolido las certezas.
Nos vemos reflejados
en el otro empantanado
y nos cuesta tender la
mano por miedo a ser
arrastrados con el
enfermo al fondo del lodazal.
Eso nos ha vuelto
individualistas y cobardes,
porque en el momento
crucial del inevitable
contacto pensamos más
en salvarnos nosotros
mismos, y en tratar de
exorcizar los síntomas
del otro de esta nueva
hipocondría desconocida
con mucha más voluntad
que ayudar al caído.
Nos hablan de sus
angustias y no escuchamos,
y, a su vez, nosotros
hablamos de las nuestras
y no nos escuchan; en
realidad monologamos
cada uno de sus
propios miedos y demonios.
Entonces, llenos de
dolor y culpa nos retiramos
y desistimos del
intento y lo dejamos pendiente
para otro día más
propicio en que insistiremos.
Pero los fracasos se
suceden uno detrás del otro
y nos refugiamos en
nuestros cubículos cubiertos
de vergüenza, egoísmo,
y miserias desconocidas.
Sin haber logrado un
mínimo alivio para ninguna
de las partes
involucradas en la tragedia que,
desde siempre, nos
inunda a todos por igual.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
*
La seudoamistad de las identidades grupales
o étnicas es al mismo tiempo enemistad, un sistema de vigilancia y persecución
mutuas. No es solidaridad sino mimetismo, basado en el miedo al semejante. Este
es según Spinoza el mecanismo de la moral. Si lo inmoral es para Spinoza, lo
que evita la amistad de los individuos llegamos a la paradoja de que lo inmoral
es la propia moral.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Baltasara Editora.
Presenta
“La mansa brutalidad del mundo”
-Novela de Liliana Díaz Mindurry.
Viernes 18 de
noviembre. 19.00 Hs
Caburé libros
México 620 Ciudad de
Buenos Aires.
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
EL ESPERADOR*
La habitación es pobre, por la ventana
entra una luz tamizada por una cortina con agujeros, que producen manchitas irregulares
de sol sobre el muro encalado. Una araña de patas largas y cuerpecito minúsculo
hace filigrana en el techo. Hay una cama, un escritorio sencillo de madera, una
lámpara con el pie curvo, despintada como todo, apagada a pesar de que el sol
allá afuera está bien alto pero adentro es penumbra y tristeza.
Revistas viejas apiladas, un ventilador de
metal sobre una silla, un ropero al que las puertas no le cierran del todo.
Adivinamos un baño del otro lado de la
pared por el goteo lento pero continuo. Suponemos sin verlo que la tapa del
botón falta, y para realizar la descarga del inodoro habrá que tirar del
fierrito dentro del pozo rectangular abierto como una boca que ni llora ni ríe,
abierto el rectángulo como una boca asombrada, suspendida en un grito o quizás
inmóvil simplemente, esperando algún tipo de reparación.
Un hombre en camiseta sin mangas está
acodado en la mesa de la habitación. No hay relojes allí, sólo las manchitas de
luz que imperceptiblemente recorren las paredes y hacen de reloj de sol
indicando que el mundo transcurre allá afuera. El sol se mueve, las manchas
pasean lerdas por la pieza como constelaciones nocturnas de inmensidad y
lejanía, aquí nunca es de día ni de noche, nos decimos, no es un buen lugar
para cultivar vida.
Canta un pájaro, algún perro ha ladrado
confusamente en algún lugar. Les contestan. Otros pájaros se desgañitan en
respuesta, otros perros emiten sus voces destempladas comentando lo que dijo el
congénere.
El hombre no se ha movido. Vemos que hay
una pavita abollada, un calentador, un mate de madera recubierto en aluminio,
una lata de yerba ennegrecida. Otra lata suponemos que contiene galletas, pero
no la ha abierto.
El hombre está encorvado, los brazos sobre
la mesa y la cabeza con pocos cabellos obstinadamente fijada hacia adelante. Le
corre una gota de sudor temblorosa desde la axila. Anacrónicamente, una
pantalla de ordenador le ilumina los ojos. Habríamos creído que un lápiz de
madera y una hoja rayada serían más convenientes, pero la notebook delante de
su rostro está tan deslucida como el resto de las cosas, polvo entre las
teclas, la pantalla sucia y en una esquina del aparato una cinta aisladora
remendando una quebradura.
Escribe con dedos pálidos "resido en
Baudrix", y en el ordenador que desmaterializa el ser y lo transforma en
unos cuantos caracteres viajando por el globo, se transforma en una frase
maravillosa, él se transforma en un hombre misterioso y fascinante. Baudrix.
Una mujer se imagina un caballero hermoso y distinguido en una casa de tejas
negras en medio de un jardín con una fuente. Otra mujer se dice
"Baudrix" y aparece un muchacho lánguido de nariz recta sentado en el
pretil de un puente de piedra sombreado por altos pinos. "Baudrix" se
dice otra, y evoca prados verdes y quizás robles, y quizás a lo lejos la aguja
del campanario de una capilla medieval.
"Baudrix" ha dicho ella. Y
sonríe, y piensa en el hombre en camiseta, en la cama de hierro, en la uña del
dedo gordo del pie derecho que le rompe las zapatillas de lona. Piensa en los
cabellos ralos, las mejillas mal afeitadas. Recuerda la mujer la cortina con
agujeritos, el comedor con los muebles de la abuela, el patio de baldosas
desparejas.
"Escribe él, aquí, en Baudrix",
se dice la mujer. "Y está solo, y espera" se dice. Espera, aunque en
la estación ya no arribarán más trenes. Lanza sus botellas, él, y todavía.
Espera. Se dice la mujer.
El timbre no funciona. Unos nudillos
golpean la puerta.
El hombre se pone una camisa de mangas
cortas sobre la camiseta, se calza las chinelas y gira el picaporte de su
puerta.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario