*Dibujo de Erika Kuhn
https://obraerikakuhn.blogspot.com
El acta*
a mi madre Sara
Yo, que estoy en el medio del mar
leo el acta, que con unos cuadraditos
marcados con una x
deja constancia de la muerte de mi madre
mientras la rompo y el viento se la lleva
depositándola en unas olas gigantes
pienso en ella con sus lentes viejos,
leyendo a Chejov
o las cartas de familiares de Rusia
y en aquellos años en que era feliz,
paseando con mi padre por la
playa, mientras yo corría detrás de ellos
me
doy vuelta y la veo sentada en una silla en la proa
rodeada por unos albatros que picotean
restos de comida
me llama y me siento junto a ella
mientras
saca unas fotos viejas
en paisajes extraños, junto a sus padres
y luego otras y otras, como un repaso de su
vida
mientras hablamos de las cosas que quedaron
sin hacer
de esos planes simples que teníamos y no
pudimos realizar
giro la vista al mar y cuando me doy vuelta
para abrazarla
ya no esta
a mis pies, veo la foto en que ella está
delante de la casa de
sus padres
en la calle de la revolución
la llevo al camarote, la pego en la pared y
me acuesto a dormir
en el sueño, escucho su voz, casi
imperceptible, que me dice:
- No estés triste,
hijo, ya nos veremos
me despierto, me sirvo un vaso de vodka
y miro por el ojo de buey la tormenta que
se avecina
voy a la sala de máquinas, a cumplir mi
turno
y la escucho nuevamente:
- Hijo, el hombre es lobo del hombre
Entonces pienso en ella, en esos viejos
tiempos
donde soñaba un mundo más justo
sin imaginar que nos convertiríamos en
bestias.
*De Andrés
Bohoslavsky.
(Cipolletti
1960)
-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.
Editorial leviatán. 2017
UNA MIRADA*
He observado los bosques para ver
únicamente los árboles de corteza caduca y hojas desnaturalizadas por las
babosas. He visto los hongos comiéndose la oscuridad de la tierra, pájaros
parasitados y animales moribundos en la maleza. He visto tormentas destructivas
en la espesura, y no me es ajena la cicatriz del rayo en los troncos
torturados. No me es ajeno el dolor de los bosques, no comprendo cuando dices
"mira" y sonríes a tal espectáculo de muerte y sufrimiento. No me es
ajeno el espanto de la espesura.
Me muestras los mares, y las olas de sucia
espuma rompen en playas formadas por millones de cadáveres calcáreos. Cómo
mirar el mar, me pregunto, cómo admirarlo. Cómo evitar en él el naufragio, el
llanto de las viudas, la extinción de los roncos mugidos de los cetáceos. No me
son ajenos, te digo, los espantos oceánicos.
Diriges mi vista hacia las humanas
multitudes. Señalas un niño, veo en él presentes y futuras crueldades, veo la
lenta degradación de los órganos, el velo enquistado de los saberes falsos, de
la dureza que hará de él soldado de inquisiciones, verdugo y juez de sus
semejantes.
Alumbras para mí a un par de enamorados. Se
devorarán, te digo, no hay forma alguna de que no acaben tironeando de sus
propios despojos. Acabará la caricia en garra, el beso en colmillo, la ternura
en cuchilla afilada. No me es ajeno, tampoco, el amor. Que ya lo he visto. No
me es ajeno el amor, y no conozco donativo más oneroso.
Meneas la cabeza tristemente. Me dices que
tu paisaje es bello, que hay ternura en tu universo, que las sombras están, pero
debajo de los claros objetos.
Dichosa de ti, dichosos los dichosos.
Cíclope soy. Esto veo.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
ELLOS
Y EL UNIVERSO*
Cuando la imagen de la desdicha de una
familia puesta delante de nuestros ojos era irreversible, le pregunte a Kalman
si tenía alguna historia que dejara pequeña a la soberanía de la muerte.
Kalman quedó pensativo. Había pasado muchas
horas de vuelo para apenas llegar a ver a Esteban a punto de ser enterrado en
un cementerio privado. Estábamos pisando lápidas con nombres de personas
desconocidas bajo un techo gris de nubes que podrían poder tocarse con las
manos. Nos rodeaba una llovizna que hacía todo más triste e inolvidable.
-Sí. Tengo una historia justa para achicar
la importancia de la muerte.
Lo relató un arqueólogo. El hombre
participa de un equipo interdisciplinario que desarrolla una investigación en
cuevas a las que se accede desde la ciudad de Dubrovnik. Son cuevas que ya habían sido bastante estudiadas en el
pasado. La data de actividad humana realizada por carbono 14 muestra presencia
desde veinte mil años atrás.
En este nuevo estudio se realizaron
sorprendentes hallazgos que fueron interpretados como independientes, pero
ahora están siendo pensados
-al menos como hipótesis- en conjunto.
Las excavaciones que se realizaron hace más
de una década habían hallado piezas de cerámica de 15.000 años. Uno de esos
pedazos había quedado bajo la mirada curiosa de aquel equipo científico, era
parte de un objeto desconocido aparentemente inútil para aquel grupo humano
primitivo que habitaba allí, no era una vasija ni una urna funeraria.
La reconstrucción digital de los pedazos
daba una imagen similar a una máscara con aperturas para ver y respirar. Quizá
era el primer casco inventado como forma de defensa de los primitivos ante
garrotazos de grupos rivales.
El equipo en el que colabora el arqueólogo
amigo de Kalman hizo otro descubrimiento que resignifica la lectura de aquellos
trozos de cerámica.
En otra cueva, cuya ubicación se mantiene
discretamente oculta para preservarla se hallaron pinturas y huesos tallados
con imágenes con la misma data AP de los pedazos de cerámica en cuestión.
Son imágenes de la vida de esos primitivos:
escenas de cacería de animales, mujeres talladas tipo Venus. Lo sorprendente
fue el hallazgo de pinturas de humanos teniendo sexo montándose como lo hacen
los mamíferos de cuatro patas. Las mujeres representadas con enormes pechos
colgantes. Los científicos quedaron admirados por aquellos antepasados remotos
que representaban al sexo y la procreación de nuestra especie como forma de
derrotar a la muerte.
El gran descubrimiento fue observar que
algunas de esas figuras humanas representadas en el coito llevaban puesta en su
cabeza ese casco -o lo que fuese- similar al que se reconstruyo a partir de los
pedazos de cerámica. La lectura inicial de los antropólogos suponía que hombres
considerados "vencedores" podían tener sexo con las mujeres otro clan
o tribu rival "vencido". Paradojalmente Un detalle cuestionaba esta
hipótesis: había mujeres representadas con ese ¿casco? puesto teniendo sexo con
hombres desprovistos de ese objeto en su cabeza.
La duda inicial los llevo al tiempo a
descartar que esa cerámica fuese parte de un atuendo defensivo de los
guerreros, tampoco parecía una máscara ritual.
La siguiente hipótesis los llevaba a pensar
que ese grupo humano que vivió allí representaba su relación -incluso sexual-
con otros seres provenientes de una civilización "técnica" La cerámica
sería una imitación -digamos- de una escafandra de aquellos llegados del
espacio sideral. O -porque no- parte del atuendo de viajeros en el tiempo provenientes
de este mismo planeta.
No hay, -cómo te imaginaras- conclusión
certera en estos estudios.
A Esteban le hubiera gustado conocer esta
historia. Más aún por título del proyecto bajo el cual se sigue investigando:
"Ellos y el universo"
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar
Incendios*
-Recordando a Osvaldo Soriano
(Mar del Plata, 6 de enero de 1943 – Buenos
Aires, 29 de enero de 1997)
Es una vieja promesa: tenemos el desierto
por delante y dos motos que responden bien. La mía es una ruidosa Tehuelche de
industria nacional. Mi padre, desde su Vespa, se vuelve y me grita que ahí el
general Roca chocó con los indios. No sé si es verdad porque mi padre es un
mistificador de la historia nacional, un mentiroso de aquellos. Va con el pucho
en los labios y las antiparras blanqueadas por el polvo, estira el cuello como
si se asomara por encima de la historia. En el maletín lleva pastelitos de
dulce de membrillo y tortas fritas que compramos en Acha antes de internarnos
en el puro desierto. Para mí es como estar en un cuento de Kipling, pero sin árboles africanos.
Mi padre había prometido volver a su
mocedad de motores y distancias y esa aventura calzaba bien al esplendor de mi
juventud. Ahí donde él dice que fusilaron a los indios hay como un paredón de
piedras que han llegado de otro sitio pero cómo, para qué. Vamos por el huellón
que años después será una ruta y al entrarle a la curva, cerca de los abrojos,
mi padre hunde las ruedas en el polvo y sale lanzado por encima de los
matorrales. Es un polvillo liviano y traicionero que cualquier buen piloto
habría tomado en diagonal, como se encaran los rieles o las grandes verdades.
Pero mi padre no es el avezado rutero que dice ser. A tantos nos pasa. Sus
consejos son siempre buenos pero no hay manera de que los ponga en práctica a
la hora de necesitarlos. Y ahí va, volando como una gigantesca águila blanca,
planeando sobre el campo y los lejanos tiempos en que estuvo enamorado por
primera vez. La caída es estrepitosa y ridícula; una rodada de anchos
pantalones de sarga a los que van a pegarse los abrojos y los malos recuerdos.
Lo jodido de ser joven, supongo que piensa mi padre mientras me mira
avergonzado, es que lo peor todavía está por venir. Creo que habrá pensado así mientras
se sacaba los abrojos como si fueran pulgas.
La cantimplora se ha volcado, la moto no
deja de bramar ahí tirada; el matorral de espinillos petisos se inclina con el
viento. Dejo la Tehuelche en la hondonada y voy a buscarlo. Tiene una sonrisa
boba, metida para adentro, como si lo hubieran sorprendido robando naranjas. Se
levanta las antiparras y me dice que un golpe de aire le torció el manubrio
justo cuando buscaba la diagonal. Si fuera a creer todo lo que dice no estaría
detrás suyo, en esas fronteras que ahora vuelven a mí para cruzarse con otras
que intuyo adelante. Le paso las manos por debajo de los brazos y lo levanto
hasta que al fin hace pie. Le da una patada furiosa a la Vespa y de pronto me
señala un resplandor: una mancha roja que se abre paso por debajo de las nubes,
allá donde nuestro camino se pierde en el horizonte. Ya había visto otros
incendios me dice, pero en el río, cerca de Campana, nunca en el desierto.
Levanta la moto, comprueba que está bien y
me indica unos arbustos que pueden darnos un rato de sombra. Saca los
pastelitos y prepara el mate en silencio. Al rato me doy cuenta de que se está
devanando los sesos para encontrar una manera de atravesar el incendio sin
quemarse el bigote. Le digo como al pasar que tal vez sería mejor volver a Acha
con el fresco de la noche. Enseguida se le tuerce la boca en un gesto sobrador.
Otra vez me quiere mostrar su omnipotencia. Sólo que ya soy grande y no me creo
lo suyo.
De chico me impresionaba porque sabía hacer
cálculos complejos y se conocía de memoria las capitales de todo el mundo, pero
después empezamos a alejarnos, a mirarnos con respeto, pero sin ternura. Ahora
me daba cuenta de que ya venía jugado. Andaba buscando incendios no para
apagarlos, sino para desafiarse a sí mismo; cruzaba ríos por el gusto de
ganarle a la correntada y si le inventaba historias a los próceres era porque
anhelaba haberlas vivido en carne propia. Como si fuera Roca peleando contra
los indios. Así le iba: desde que salió a las provincias llevaba rotos un brazo,
la cabeza y varias costillas. Piloteaba cualquier cacharro a toda velocidad sin
enterarse de que era pésimo al volante. A veces iba preso o lo trasladaban por
irrespetuoso. Casi siempre terminaba mal. Por eso, quizá, rumiaba la idea de
irle de frente al incendio y al caer la noche trazó la hipótesis, escuchada en
alguna parte, de que la mejor manera de combatir el fuego es ponerle más fuego.
Insisto en volver a Acha y él se pone
furioso. Un tipo joven y que lleva su apellido no puede ser tan cagón, me grita
y enumera imposibles blasones familiares. Sabe que no vamos a cruzar entre las
llamas, pero un día podrá contar que fui yo quien se lo impidió. Al rato abre
el bidón de nafta que llevamos de emergencia y se sienta a dibujar en la tierra
el círculo de seguridad que se propone crear quemando un kilómetro de arbustos.
Lo dejo hacer, lo escucho y me digo que nunca ha dejado de ser un chico. Todo
lo hace sin pensar en las consecuencias. Esa clase de tipos que salen a comprar
cigarrillos y tardan cinco años en volver.
A la hora de la cena el fuego aparece allá
enfrente y una humareda negra cubre la luna. También, por fortuna, se ven
relámpagos y pronto empiezan los truenos y las primeras gotas. Supongo que ha
estado rezando para que Dios lo saque del apuro, pero lo primero que le oigo
murmurar es que así debe ser el Apocalipsis. Fuego y agua, vientos cruzados;
víboras que huyen y pájaros incendiados. Mi padre levanta los puños como un
poseído, recita salmos de desastre y corre en círculo vaciando el bidón. Me dice
que lleve las motos bien lejos y cuando vuelvo prende el encendedor. Un par de
veces se lo apaga la lluvia hasta que por fin una mata toma fuego. En ese
momento no pienso en el peligro, sino en el ridículo. Para que no entren las
víboras, dice, por eso hizo un redondel de llamas. Furioso, lo agarro de las
solapas y le grito que basta, que se deje de joder. Ya está lloviendo a
cántaros y no tenemos con qué cubrirnos. Al fin me pega un empujón, tose y se
sienta a contemplar el desierto que ha elegido para medirse con sus fantasmas.
Ya es tarde para salir de ahí porque el agua ha embarrado el camino. Igual,
nunca me había pasado de sentirme tan dispuesto a romper con él y sus manías.
Fui corriendo a buscar la Tehuelche y empecé a desandar el camino, entre relámpagos.
No me importaba abandonarlo a su suerte. Sin público que impresionar iba a
volverse más razonable, supuse en ese momento y todavía pensaba lo mismo cuando
escampó y me senté a esperarlo en una estación de servicio.
Pero no vino. Pasaron helicópteros,
bomberos, tropas de auxilio y mi padre no llegó. Pregunté si habían encontrado
gente atrapada allá y me dijeron que a dos alemanes y un viajante de comercio.
Dormí un rato en el galpón de la gomería, cargué nafta y me largué de nuevo por
el desierto. El campo tenía una extraña tersura esmeralda que fulguraba con el
sol. Los arbustos habían ardido hasta que el buen dios que acompañaba a mi
padre les mandó un chaparrón. Sobre los huellones había grandes pájaros
quemados y eso sí que no pude olvidarlo nunca.
Volví muchas veces a la llanura y siempre
pensé en mi padre y en mí, en aquel que era entonces. Ahora el niño soy yo y mi
juguete es la palabra: puedo hacer que ardan de nuevo aquellos pájaros y trazar
un arco iris al amanecer. Ahí está mi padre, en un boliche a la entrada del
pueblo. Lleva un piloto largo y parece Clint
Eastwood al final de Los
imperdonables. Está un poco borracho y al verme llegar se le dibuja en los
labios una mueca de desdén. Me siento frente a él y pasamos una hora en
silencio. De tanto en tanto, tose hasta ahogarse. Por fin, cuando se le
terminan los cigarrillos, me mira a los ojos y me pregunta a dónde voy.
Al mismo lugar que él, le contesto. A
comprarle juguetes para que crezca y de una vez por todas aprenda a andar solo
por el mundo.
*De "Piratas,
fantasmas y dinosaurios"
Pretérito
imperfecto*
A veces la música me ubica en el tiempo
y en la edad exacta de los acontecimientos,
recordar es un pasatiempo algo engorroso,
en todo recuerdo hay deseo, esa nostalgia
de lo que no ha sido, y se cae en la
invención
casi sin notarlo. Es que mi clase social
nació
deseando y mi generación creció esperando,
y hemos llegado a esta edad sin saber cómo,
por eso nada de lo que decimos es
verdadero,
aunque tampoco es una ficción descartable,
porque todo eso que no fue es la sustancia
del alimento que nos trajo hasta acá.
Así de fuertes son los deseos
y así de leves las verdades.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
*
Me encanta que los minutos se tuerzan de
golpe en una vida equilibradamente monótona y den lugar a que se entre en un
espacio que resulta del todo inimaginable, que suceda lo que nunca se esperó, y
que aparezcan palabras que jamás uno imaginó pronunciar ni en el sueño más
absurdo. Y descubrir que no es literatura, ni fantaseo idiota y que sí:
cualquier cosa es posible y no sabemos ni mínimamente quiénes somos
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Trenes*
-Recordando a Osvaldo Soriano
(Mar del Plata, 6 de enero de 1943 – Buenos
Aires, 29 de enero de 1997)
Siempre me vuelven a la memoria aquellos
viajes en tren que cambiaron mi vida. Eran viajes largos y rumorosos, con
sándwiches de milanesa y limonadas caseras. Ahí vamos, mi madre y yo vestidos
de domingo en el vagón de segunda. Mamá lleva un pañuelo azul al cuello y la
mirada puesta en la ventanilla sucia. Yo voy de pantalón corto y es posible que
lleve un pulóver marrón con los codos zurcidos. No se a que le temo ni en que
piensa mi madre.
Cae la tarde y el sol se esconde en el
horizonte. Mi padre ha partido meses antes a ocupar su cargo en una oficina de
Río Cuarto. Muchos años después, al escribir estas líneas, releo una carta que
le mande a los nueve años: "querido
papa: a mama ya le sacaron la benda y yo me estoy haciendo una onda, la goma me
la trajo del regimiento el señor Limina. ya tenemos camionero, es Jamelo, manda
plata. como estas por alla? asfaltan calles? aca no, Fernandito viene siempre
entre las 10 o 10 y media. voy al cine cuando quiero y me levanto a las 10.
esperamos ir con vos, termina la casa. besos chau".
Y al margen, como posdata: "el gatito esta atado".
Algunos errores de sintaxis, la be de benda
y los acentos que faltan. Una caligrafía rumbosa que mi padre conservó hasta el
final entre sus papeles. El chico de la carta es el que viaja con su madre en
un tren que culebrea y se detiene de tanto en tanto a reponer agua y carbón.
Una locomotora negra, con humo negro, igual que esa a pilas con la que ahora
juega mi hijo. Perón la ha pagado como si fuera nueva y lleva el escudo
nacional. Me pregunto: ¿Por qué está atado el gatito? ¿Qué venda le han sacado a
mi madre? ¿Quién es Jamelo?
¿Por qué me preocupa tanto el asfalto de
las calles?
Mi madre ya no se acuerda del gatito. Con
más de ochenta años se le confunden los trenes. Había tomado el primero en
Pamplona, cuando era chica, y siguió aquí, en esta tierra inmensa, detrás de mi
padre. Al norte, al sur, a la sierra, al mar, mamá subió a todos los trenes. Me
dice, escondida en una montaña de recuerdos difusos, que Jamelo era el de la
mudanza y se lleva la mano a la frente donde todavía tiene la marca de aquella herida.
Un barquinazo con el jeep de obras sanitarias, de eso me acuerdo bien. Mi padre
siempre agarraba los pozos más grandes y en aquel de San Luis mi madre dejo la
lozanía de su cara española. Sangraba y no podía entender que le había pasado.
Mi viejo la cubrió con un pañuelo y manejo kilómetros y kilómetros maldiciendo
todos los pozos que dios ponía en su camino. En un hospital le colocaron esa
venda que ya le han sacado en mi carta. Manejaba mal, mi viejo, pero él nunca
lo admitió. Una vez me atreví a decírselo en una curva, camino de Rauch. Freno
el coche en un pastizal y me dijo que bajara a pelear. Era así. Se enfrascaba
en sus pensamientos y olvidaba la ruta. Entonces mi madre se sentía feliz de
subir al tren justicialista. No le importaba que pasáramos días y días en
aquellas butacas de madera durmiendo sobre una frazada. A la noche, cuando el
tren se paraba en cualquier parte y los señaleros caminaban junto a la vía sin
dar explicaciones, abría un paquete hecho con una caja de zapatos y todos los pasajeros
se daban vuelta para sentir el aroma de nuestro pollo relleno. Tenía que durar
hasta el final del viaje y lo administraba con un rigor de campesina. Mientras
comíamos me contaba escenas de lo que el viento se llevó y de postre las
películas del gordo y el flaco. Entonces reía y los hacia correr perseguidos
por un fantasma o subir un piano inútil a un segundo piso equivocado. El tren
arrancaba a los tirones y después se paraba en una estación de mala muerte.
Recuerdo que en ese viaje, o en otro, subieron a un boxeador noqueado y con los
guantes todavía puestos, que mientras dormía narraba su propia derrota. Mi
madre le mojo los labios con un pañuelo. El entrenador llevaba sombrero,
tiradores y una boquilla, pero se le habían acabado los cigarrillos. Cada vez
que mama se inclinaba a auxiliar a su amigo el tipo se sacaba el sombrero y
rogaba a dios que se despertara para la próxima pelea.
Una vez que hicimos noche en un hotel de
Bahía Blanca tarde en dormirme y entreví la desnudez de mi madre bajo la ducha.
Al día siguiente, en el expreso a Neuquén, le pregunte que era esa cosa negra
que tenía ahí. Me miro y durante un rato movió los labios sin hablar. Por fin
dijo: "un hormiguero", y esa es la única cosa textual que recuerdo de
nuestra charla. Yo tenía cuatro o cinco años y ella todavía no llevaba la
huella en la frente. Una vez le escuche decir que querían adoptar un hermanito
para mí. La odie y odie a mi padre hasta que me pregunto si quería un hermano
de regalo y yo me puse a llorar. Pero eso fue mucho más tarde, entre el rápido
a Río Cuarto y el expreso a Cipolletti.
Ahora creo que vamos rumbo a San Luis y en
un lugar penumbroso suben dos mellizos vestidos de azul, con una valija
inmensa. al rato uno abre la valija y de adentro sale un enano. No necesitan
boleto. Los tres son, le informan al guarda, electores de Perón. Los que el
pueblo voto para que votaran por Perón. En casa, el general era mala palabra
pero ahí, de noche y a los cimbronazos, estallan aplausos y el enano levanta
los brazos subido a un asiento. Alguien, atrás, empieza a vociferar "aquí
están / estos son/ los muchachos de Perón". Uno de los mellizos se sienta
al lado de mi madre y enseguida le saca un piropeo de versos floridos. Ella se
levanta en silencio, indignada, con la cicatriz que le cruza la frente, y me
arrastra al pasillo. "este es mi hijo". Le dice al guarda mientras me
pone la mano sobre un hombro, "y en este tren, como manda el general, los
únicos privilegiados son los niños". Me parece mentira que lo diga ella,
pero el de uniforme se pone duro como un mástil y el enano deja de gritar.
Después todo pasa muy rápido. En la siguiente estación sube la policía y se
lleva a los electores a empujones. Un gordo engominado se acerca a mi madre y
se disculpa en nombre del ferrocarril: los privilegios de los niños alcanzan a
las madres, dice y suda a mares mientras su mano grasienta me acaricia la
cabeza. Parece asustado y nos ofrece pasar al vagón de primera. Esa fue la
única vez que viajamos en asientos mullidos. Mi madre se recuesta y cierra los
ojos. Ahora veo: el gatito está atado a una silla, enredado en un ovillo de
lana. Dormía en mi cama como ahora otro duerme junto a mi hijo. A veces yo era
el corsario negro y el corsario rojo que iba a morir en el cadalso. Era negro y
blanco con un morro fino y una paciencia infinita. Una noche no volvió, la
siguiente tampoco y a la tercera empezamos a llorarlo. Nos había acompañado en
otros trenes, aterrado por el encierro y el ruido. Venia del asfalto de Mar del
Plata y tal vez sufría los calientes desiertos puntanos. ¿Sueña con eso mama
cuando duerme esa noche en el tren? ¿Sueña con su aldea de Navarra? ¿Con la voz
de Magaldi? ¿Con los bailes en Barracas cuando era joven y trabajaba en la
fábrica de medias? en la larga espera de una estación desconocida, esta vez
rumbo a Tandil, habla de ella: años atrás un tal Fermín Estrella Gutiérrez le
ha escrito versos de amor, dice. Era elegante y gentil aquel poeta de sonoro
apellido. Que más, me pregunto ahora: ¿qué otros sueños? ¿Más praderas y
distancias? tal vez la pensión de la calle Brasil, a una cuadra de donde vivía
el peludo Yrigoyen. La estación Constitución donde desembarcamos por primera
vez, yo intimidado por la inmensa avenida y ella feliz con su sombrero de paja
bajo el sol.
Trenes de madera, de fierro, de juguete.
Resaca inglesa y vivezas criollas. Van peones deportados, viajantes medrosos,
boxeadores noqueados, antiguos electores de Yrigoyen y Perón. Ahí va Gardel que
todavía no es Gardel. Viene Eva, que todavía no es Evita. Sube su moto un chico
que todavía no es el Che. Todos duermen, igual que mi madre. Van a la deriva
del destino. A cara o cruz.
Aunque nunca hablemos de los sueños, es en
ellos donde alguna vez somos enteramente felices. Mientras ruge la locomotora y
crujen las maderas de aquel vagón justicialista.
*De "Cuentos de los años felices"
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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