lunes, mayo 12, 2025

EDICIÓN MAYO 2025

 


*Foto de Eduardo Francisco Coiro. @educoiro

 

 

 

 







 

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Un hombre que contempla

el cielo en verdad contempla

el mundo entero contenido en un pedazo de nube y hoja.

Pudiera parecer que es poesía pura.

Lo es. La poesía puede

hablar sobre cualquier cosa,

rara habilidad. Nadie sabe

dónde se localiza o como llega

al corazón de las personas.

Puede haber estos desvíos:

subterfugios.

Es como sentarse en una silla y hablar con un pájaro

o conversar con un gato

observar su comportamiento es revelador

pero el gato y el pájaro

no pueden responderte.

Es trágico

pero solo los humanos, con toda su miseria,

pueden.

Y la hoja y el cielo

y la nube y el gato

y todo lo que podemos decir sobre ellos existe

porque un hombre una vez

se sentó frente a otro

para decirle:

¿ves esa hoja?

parece un ala rota

mi gato se sienta frente a mí y parece oírme. ¿Lo ves?

Se parece al gato

que una vez tuve de niño.

 

*De Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com

 

-Mercedes nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.

-Su libro de cuentos Grow a lover fue editado por Pensamientos Literarios (www.pensamientosliterarios.com)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL RELOJERO DE DHARAMSALA*

  

Un día encontrándome en una actividad de recaudación de fondos en la ciudad de Nueva York escuché una interesante conversación entre un grupo de amigos, así como también algunos conocidos, todos ellos eran aficionados a coleccionar relojes y estaban hablando sobre un famoso “hombre del tiempo de Dharamsala”. La primera impresión que tuve, fue, que tal vez se trataba de algún místico, un yogui o, unos de esos santones indios que viven entre las cuevas de los Himalayas, totalmente, dedicados a alcanzar el propósito último de la vida: La liberación espiritual. “Mosha” en sankristo, pero no, el interesante conversatorio giraba en torno a la figura de un gran hombre al que describían como un piadoso, que era admirado alrededor del mundo entero por su gran sabiduría, así como también por su cándida personalidad. Me le acerqué algo intrigado a uno de los presentes para preguntarle quién era el hombre, tema de tan entusiasta conversación. El Dalai Lama, me respondió el Dr. Young. Um, pensé yo. No entiendo qué tiene que ver el líder espiritual de los tibetanos con una conversación sobre relojes. En ese instante, mi amiga, la Dra Ruth Goldstein me pasó por el lado, ocasión que aproveché para charlar un poco con ella sobre la escuela que pensaba construir en Etiopía en un campamento para refugiados sur sudaneses. Siempre que hablo con la Dra Goldstein me siento como si estuviera hablando con la persona más inteligente del planeta. Toda una profesional en el campo de la Neurología con dos doctorados en diferentes campos de la salud. Pero ahora está dedicada por completo a la noble tarea de aliviar los dolores del mundo envolviéndose en distintas causas filantrópicas. Luego, me despedí de todos los presentes. Me fui directo al aeropuerto para esperar por mi vuelo de retorno a la ciudad de Cincinnati. Y mientras esperaba por el avión, volví a pensar en la conversación sobre el Dalai Lama y su afición por los relojes. No sé por qué, pero algo no encajaba en mi percepción acerca de esta gran figura y tan solitario oficio. Empecé a buscar en el buscador de Google cualquier información al respecto con el propósito de matar el aburrimiento y para entretenerme un poco. Y me encontré con una vieja entrevista que le hizo el reconocido periodista, John Sullivan del New York Times siete años atrás. El comunicador viajó hasta el distrito de Kangra en el estado indio de Himachal Pradesh en donde se encuentra la residencia oficial del líder espiritual del Tíbet, Dharamsala. Que también es la sede oficial del gobierno tibetano en el exilio desde el joven, Tenzin Gyatso escaparse en el 1959 huyéndole a la ocupación del gobierno chino de Mao Tse Tung. La entrevista había sido concertada por el profesor, Robert Thurman, un reconocido académico y especialista en temas relacionados con el budismo. Después de conversar con el Dalai Lama, el periodista norteamericano le preguntó de manera informal al insigne líder espiritual tibetano por su afición por la reparación de relojes. Y éste le corrigió, diciéndole, que no era un hobby, sino su trabajo. Trabajo? Inquirió el comunicador. “Sí, mi trabajo”. Volvió a responderle el monje budista. “Todo el mundo tiene que tener un trabajo para mantener la mente ocupada y para tener una actitud productiva ante la vida”. Su interlocutor continuaba sin comprender. Luego de un tiempo se despidieron. Y el Dalai Lama caminó lentamente hasta su pequeño estudio en donde estaban todas sus herramientas de trabajo. Se sentó. Tomó un viejo reloj que uno de sus asistentes le había traído y empezó a desamarlo pieza por pieza. Miles de millas de allí, al periodista del New York Times como a mí, le costaba reconciliar la idea del Dalai Lama y la cuestión de los relojes.

 

*De Daniel Montoly.

 (Montecristi, República Dominicana, 1968)

 

 

 





 

 

 

 

Antes de ser viento *

 

Mientras escuchábamos “Avellaneda blues” de Manal, jugábamos a imaginar formas fantásticas en los hilos de humo del cigarrillo. Entonces le pregunté a Kalman si creía en seres que apenas se dejan ver antes de ser parte del viento.

Kalman tenía padres y abuelos nacidos en la Europa central. Ha escuchado de ellos algunas leyendas populares que se transmiten en forma oral. Sus abuelos vivieron en Sniatyn que al tiempo del nacimiento de sus padres quedaba en Polonia.

En aquella geografía se mezclaban en extraordinario sincretismo creencias, leyendas, idiomas. Sus abuelos paternos hablaban Idish pero las brujas que los mayores del pueblo relataban a los niños para encantarlos o asustarlos eran polacas.

-Si no recuerdo mal - dice Kalman- la Czarodziejka podía transformarse en lo que quisiera, incluso ser humo.

La Czarodziejka podía estar en cualquier parte sin ser reconocida incluso salir de un repollo o vivir en el tronco de un árbol.

Una vez, el viejo Wojciech les dijo a unos chicos -entre los que estaba el padre de Kalman- que si se reunían hombres a fumar con sus pipas en un claro del bosque bajo la luz de las estrellas. Ella tomaba la forma de una seductora mujer que desprendida del humo les dejaba ver su sonrisa. Los hombres de la pipa sabían desde niños que era un maravilloso acontecimiento. Una única vez en la vida.

La leyenda les advertía que si la buscaban por el bosque se extraviarían sin remedio a un tiempo desconocido.

Así que se quedaban allí mismo sin moverse fumando sus pipas, dejaban que la Czarodziejka siguiera su paso de encantamientos bajo una noche estrellada por aquel bosque que ahora queda en Ucrania.

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar

 

 

 

 





 

 

 

Aproximaciones a la errata*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

En el famoso cuento de Jorge Luis Borges “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” –publicado por primera vez en 1940 e integrado a su libro Ficciones de 1944– se especula con una anomalía en el ejemplar de The Anglo-American Cyclopaedia que conserva Adolfo Bioy Casares y que no registra el volumen perteneciente a la biblioteca de Borges: la entrada correspondiente a Uqbar, un país en el cual sus heresiarcas afirman –según recita de memoria Bioy– que “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”. Como conoce el lector que se ha aventurado en esta ficción borgeana, la anomalía encontrada en el libro los lleva a descubrir el planeta imaginario de Tlön –lugar en donde se encuentra Uqbar– cuyas reglas son inventadas por Orbis Tertius, una sociedad secreta de intelectuales del siglo XVII.

Recordé el cuento de Borges al leer El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia (FCE, 2023). El ensayo es de Yanko González Cangas y Pedro Araya Riquelme. En el texto se menciona la invención de pueblos o parajes en mapas del siglo XIX. Los autores explican que estos lugares imaginarios fueron anomalías dejadas por sus creadores a propósito en los mapas a manera de anzuelo: si alguien intentaba reproducir la información sin dar el crédito correspondiente, lo haría con el error incluido. La errata borgeana quizás tuvo el mismo origen: alguien construyó esos países imaginarios para detectar las posibles copias que serían reproducidas por algunos ingenuos. En este caso, más allá de los derechos de autor, sería un divertimento intelectual que sigue, felizmente, el autor argentino. Sin embargo, hay erratas que pueden provocar serios conflictos legales o, incluso, teológicos, pues a partir de la invención de la escritura y su desarrollo se generó una suerte de fetichismo en la letra impresa, pues desde hace siglos lo que se plasma en tratados, leyes y dogmas religiosos adquiere, muchas veces, un aura de irreversibilidad. González y Araya mencionan, por ejemplo, el caso de la “Biblia maldita” que es fruto de un error de impresión. La polémica edición de 1631, en lengua inglesa, omitió la palabra “not” en el séptimo mandamiento “Thou shalt not commit adultery” (No cometerás adulterio) indicando la complacencia divina para ejercer la poligamia. Como es lógico las autoridades eclesiásticas condenaron la edición. Los ejemplares que sobrevivieron son codiciados por los coleccionistas. Sin embargo, a veces el equívoco tiene una influencia perdurable en la cultura y en las fantasías de la humanidad. Una errata creó la teoría de la vida inteligente en Marte cuando, en 1877, Giovanni Virgilio Schiaparelli –director del Observatorio Brera en Milán– observó cauces en la superficie marciana. El término en italiano es “canali”, pero fue traducido erróneamente como “canal” indicando, para los teóricos de la conspiración de la época, la existencia de una antigua civilización en el planeta rojo que, como elucubró H.G. Wells a finales del siglo XIX, nos invadiría como ocurre en su novela La guerra de los mundos.

La errata es la muestra perfecta de que el ser humano no puede normar y homogeneizar el mundo según sus designios. Como un dios impotente contempla cómo sus creaciones se rebelan frente a sus ojos. Las erratas de hace siglos, cuando la imprenta era un proceso laborioso y complejo, jugaba malas pasadas a los primeros editores. Ya no hay vuelta atrás cuando se imprime una letra en el papel. Muchos pensarán que las nuevas tecnologías le han dado al ser humano mayor control para evitar los errores en la escritura. Sin embargo, la llamada Inteligencia Artificial (IA), el nuevo Santo Grial de nuestros tiempos, ha llevado a la errata un paso adelante. La tecnología en la escritura, al inicio bajo la supervisión del ser humano con el proceso mecánico de aparatos como la máquina de escribir, ahora se ha liberado de nosotros –como un genio fuera de control una vez abierto el frasco que lo contiene– con el autocorrector en los procesadores de textos y en los teléfonos celulares. La errata, de esta manera, encuentra un terreno fértil para generar equívocos que pueden ser divertidos, aunque también peligrosos, pues nuestra escritura es expuesta todo el tiempo en las redes sociales. Destaca, en particular, la plataforma X que no permite –a menos que se pague por una cuenta premium– la edición de tuit una vez que salió al mundo. Hay, como lo sabe muy bien cualquier usario, dos opciones: se elimina el mensaje o se mantiene si es que la errata no es grave. Sin embargo, si alguien obtuvo una captura de pantalla del gazapo –como ha sucedido muchas veces–, la vergüenza y el escarnio perseguirán al infortunado que no revisó lo que escribió.

La errata, en este nuevo escenario tecnológico para el cual no hay suficiente crítica y nadie está lo suficientemente preparado, adquiere tintes aún más macabros cuando analizamos la IA generativa en la imagen. Vivimos en un ecosistema visual que moldea nuestras certezas y nuestra manera de entender el mundo. En este escenario movedizo la creación de imágenes “artificiales”, es decir, mezcladas por algoritmos a partir de lo que los usuarios dejan en la red, promueve una realidad basada en lo más popular, una suerte de estética que se nutre muchas veces con estereotipos y las llamadas “alucinaciones”, desviaciones de la IA producidas por la misma información falsa que inunda la red. El futuro que se nos presenta como prometedor es una Caja de Pandora, pues las imágenes son creadas por procesos que se alimentan de sí mismos con poco control humano. De esta manera, como lo puede comprobar cualquier persona que haya usado generadores de imágenes por medio de IA, se puede provocar una suerte de freak show: personas con dedos de más, letras ininteligibles, rostros deformes o escenas salidas de una pesadilla en la cual se nos presentan cosas familiares y extrañas al mismo tiempo. Es un proceso, como han advertido algunos investigadores, que pierde calidad mientras se canibaliza, como una fotocopia que amplifica sus errores mientras se replica una y otra vez. Por supuesto, la principal amenaza es perder la noción de la realidad. Si las imágenes artificiales se masifican aún más–con sus correspondientes erratas– el ser humano habitará verdades alternas, universos especulativos diferentes a los imaginados por Borges en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, pues estas realidades potenciarán la manipulación, el miedo, el escepticismo o el odio, elementos que, por desgracia, se multiplican en este siglo.

*Fuente: Confabulario - El Universal

https://www.eluniversal.com.mx/cultura/confabulario/aproximaciones-a-la-errata/

 

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela),

 La Habitación Amarilla por Editorial BUAP.

-Las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta),

Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Y

 Reconstrucción Ediciones EyC.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

OLIVOS*

 

 Anoche, en sueños, ha venido mi padre.

Tenía cara de carpintero.

Aunque sus manos, siempre, fueron de tinta.

Mi mirada nubla mi corazón al ver sus ojos.

Tristemente indescifrables ojos moros.

Le pide a mi madre 30 monedas.

Mi madre se las entrega.

Treinta monedas, una fábula de amor y un ramo de olivos

Mi padre, quita el papel plateado y la besa.

Ella saborea la fábula de chocolate.

Yo barro el lugar más sagrado de mi tierra.

Hay olivos y huesos de sus frutos.

Saboreo el mítico amor y las aceitunas.

Queda una hoja de olivo, una sola.

La levanto y la guardo.

Reverentemente.

Para noches de congojas claves y ángeles caídos.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fabricantes de sueños*

 

No digas que estás solo... Decí que practicás el poliamor. Pensás en mucha gente. Cogés cada muerte de obispo pero con gente distinta. Evitás toxicidades, puesto que te toxiquean las personas que no te gustan y toxiqueás a las que no gustan de vos. Practicás el desapego (porque no te dan bola, obviamente). Vivís armando un relato de tu vida como si fuera interesante y no fueses una mosca chocando contra la pared del vacío. Te cuidás, no tenés enfermedades de transmisión sexual (es un mito urbano lo de los poliamorosos con hpv). La última vez que acabaste le diste sin querer a la lámpara de la mesita de luz. Los enclaustrados en la monogamia te miran y ven una flamante soltería en tus gestos y tu manera de vivir. Sos como un niño grande para ellos. Se enternecen de tus desventuras, te dan consejos. Pero que no es soltería, es poliamor. Poliamor de verano, poliamor de invierno. El soltero o la soltera son fabricantes de sueños. Caminan hacia ellos sin vallas que se lo impidan y los sueños de otros bailan a su alrededor de manera invisible. Por eso es mejor llamarle poliamor. Un aura de locura los rodea. Sus maneras de hablar inspiran mil significados. Se pintan cuadros, se escriben poemas, y la vida tiene sentido gracias a estos poliamorosos. Función social, ahí hallé la palabra. Tienen una función social. Es necesaria una buena cantidad de solteros dando vueltas por ahí. Pero ahora ya no hay límite de edad. Las ilusiones nos empujan como un viento y los poliamorosos les soplan en contra con entendible impotencia. Algunos poliamorosos logran ir junto a este viento y dejan de soplar. Respiran. Van con las hojas, con las sonrisas de los niños, con los pájaros que vuelan por el parque. La idea de volar debería estar muy vinculada a la soltería. Cuando uno junta a dos solteros en una jaula, escapan uno del otro como gatos asustados. No los enjaulen para que se amen. Se van a odiar. Multitudes de ilusiones palpitan dentro de su corazón. Nada los cautiva del todo. Y cuidan su deseo como el oro más importante de la tierra. No hay que mancharles el deseo. Es como hacerle comer remolacha a un niño que odia la remolacha. Déjenlos en su propio viento. Ellos solitos en sus hojas voladoras de otoño llegarán a un puerto. Y luego descansarán en un lecho, no en una ilusión. Y la vida empezará, con su húmeda manera de oxidar lo que era verde, a borrarles el recuerdo del viento. Y a darles contenido, alejándolos de las múltiples formas del aire. Pero no es que el contenido sea algo en sí mismo, sólo es un tipo de forma, una quieta.

 

*De Ramiro de Mendonça.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

Las pesadillas*

 

Las pesadillas tienen esa imposible densidad

de sabernos involucrados y de absoluta extrañeza,

de ser y no ser nosotros mismos en medio de ellas.

De estar en un lugar desconocido, trastocado y afín,

por completo adverso y que nos pertenece a la vez,

algo que nos lastima y a lo que vamos a sobrevivir

como al virus de una vacuna, como un mal merecido,

y que, cuando se torne insufrible lograremos

salirnos a tiempo de él, despertar y recordar

fragmentos incómodos e inexplicables,

los que para nuestro bien olvidaremos

o volverán iguales o peores,

alguna noche de otro día.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

-Horacio nació en Llavallol, en 1954. Realizó talleres con Laura Massolo y Liliana Díaz Mindurry. Obtuvo más de cien premios nacionales e internacionales en cuento, poesía y novela, con publicaciones en Argentina, España, Colombia y Chile. Es autor de los libros de cuentos Palabras de piedra (Baobab, 1999), Media baja (Dunken, 2012) y La insistencia de la desdicha (Ruinas Circulares, 2018), y de los poemarios El cinturón de Orión (primer premio del 15° Concurso “Adolfo Bioy Casares”, Ediciones Municipalidad de Las Flores, 2022) y El libro de Hopper (Pierre Turcotte Éditeur, Canadá, 2023). Ese mismo año, el sello español Avant Editorial publicó su novela Ausencia y error. -En el 2024 publicó su libro de cuentos La oscuridad de los hechos. -Editorial Esa luna tiene agua.

 

 

 

 





 

 

 

Penélope ilustrada*

 

Una mujer está leyendo un libro. Desde el primer momento, las imágenes, los nombres, los sucesos allí narrados le resultan familiares. Gradualmente va percibiendo que ese libro contiene la historia de su vida. Comprende también que, cuando llegue a la última página, morirá. Tal vez por eso, cada noche, cuando ya está dormida, su mano sale de la cama, tantea con cuidado la superficie de la mesilla, coge el libro y, sin que nadie lo advierta, cambia de lugar el marcapáginas.

 

*De Sergio Borao LLop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FUEGUITO*

 

Es una noche cualquiera. Usted está en un lugar cualquiera, un bosque, la costa de un río, el jardín de la casa de algún amigo. Junta hojas y ramas secas, hace una buena pila. Se arrodilla sobre la tierra, acerca un fósforo a las hojas y espera. Su figura -rápidamente lo descubre- tiene la reverente actitud de alguien que aguarda un milagro. Tal vez se trate de una vieja ceremonia a la que está acostumbrado, y le baste forzar un poco la memoria para descubrir un vasto mapa de fogatas a lo largo de su historia. Pero esta noche -siempre suele ser así- vuelve a sorprenderlo y a exaltarlo igual que la primera vez. Ante el crepitar de la llama, usted se siente extrañamente en casa. Es como volver de una larga ausencia. Un reencuentro en el que, con el concurso de la noche y el silencio, se va desanudando un lenguaje al mismo tiempo familiar y secreto, alimentado de certeza y plenitudes breves. El fuego crece y mantiene un monologo en el que usted encuentra una correspondencia exacta. El fuego es puro movimiento y usted no es más que sus ojos y el calor de su piel. Rodeados por la oscuridad, protegidos, suspendidos, están en el centro del mundo. Usted siente que nada puede tocarlo. Escucha su mente desbrozar trabajosamente una idea: no soy el que fui ni soy el que seré. Simultáneamente toma conciencia de la banalidad de todo pensamiento.

A esta altura, usted es una sola cosa con el fuego, un presente inevitable. Se entrega, se abandona. Sin embargo, cree comprender que de esa comunión se desprende un sentimiento más amplio, que trasciende esta hora. A través del trabajo del fuego parece surgir una medida de orden. Los ojos fijos, subyugado, sin cambiar de posición, usted piensa que, detrás de su persistencia, el fuego es fundamentalmente inocencia, un regreso a la limpidez del origen, al remoto albergue de toda posibilidad. y comienza a percibirse usted mismo inocente, como una hoja en blanco donde todo puede ser escrito, donde todo está por ser iniciado. Y acá es donde vuelve a reconocerse. Y a reconocer los términos que han marcado sus pasos a través de los días, los meses y los años: permanecer desposeído, abierto a lo imprevisto, alerta, en permanente sospecha. Son principios de una doctrina que se ha ido forjando y cuyo sentido ahora el fuego le devuelve. Comprende que también en usted ha ardido siempre parte de ese fuego. Que esa es una llama de consumación. Una llama donde usted se ha sacrificado siempre a sí mismo, ha sacrificado su vida, las posibilidades de su vida, los accidentes de su vida, tal vez con el único fin de deshacerse de su historia o de construir una historia diferente. Es posible que oiga voces a través del aire nocturno, sin saber si se trata de amigos que vienen a buscarlo o si son llamados que llegan desde otros años, desde otros ámbitos, suscitados por otros fuegos. Acomoda algunas ramas y piensa que cuando todo está dicho es bueno regresar al fuego, al origen.

Que es bueno, muy bueno, volver a arrodillarse ante su voracidad, estudiar su movimiento y el núcleo cambiante de su centro. Que es bueno para sus alegrías y para sus dudas. Que ahí, libre de toda esperanza, puede limitarse a mirar y a no pensar. Y en esa llama sin tiempo ve arder también el ciclo que termina precisamente esta noche, el ciclo que comienza, los muchos que vendrán con sus cargas de confusiones y riquezas, lo que ha sido, lo que será, y todo cuanto alberga la oscura, invencible memoria o nostalgia de la sangre.

 

*De Antonio Dal Masetto.

 (Intra, Italia 14 de febrero de 1938 - Buenos Aires, 2 de noviembre de 2015)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL CIRUELO DEL MUNDIAL*

 

Cada mundial vuelvo a recordar la historia del árbol plantado en el fondo de la casa de los padres de Kalman.

Porque el secuestro ocurrió al principio del mundial de la dictadura.

Quizá será por la tapa del libro, que conservo desde aquella época. La hoja maltrecha que era la tapa de "EL ESTADO Y LA REVOLUCION " de LENIN.

En la desesperación el padre polaco de Kalman había enterrado todo lo que encontró en la pieza de sus hijos. Sólo se había salvado la colección de Mecánica Popular y un diccionario.

La imagen de su rostro recién retornado del chupadero. Su cara, nunca voy a olvidar su cara, aunque la imagen este desdibujada por las décadas transcurridas.

A los 20 años Kalman había envejecido de golpe: era un muchacho ojeroso con una tristeza madre instalada en la mirada. Me recibió sentado en una habitación deliberadamente sombría, como si sus ojos acostumbrados a semanas en la mazmorra no toleraran la luz.

Me dio la hoja suelta: - como recuerdo, es lo único que quedo de la biblioteca. De su biblioteca enterrada había leído "Para leer al Pato Donald"

Después pudo hablar. Se extendió con lo que soportó en las cuchas de ese campo clandestino. A menudo pienso en él, más aún cuando se acerca un evento de futbol mundial.

Cuando volvió a su casa, fueron con los viejos a un vivero donde compraron un ciruelo bastante crecido. Fue una ceremonia familiar plantar el ciruelo sobre el bulto de los libros enterrados en la quinta.

La dictadura pasó, años después volvieron a discutir si tenían que desenterrar los libros, el árbol había crecido y ya daba sombra.

Fue Kalman el que decidió: -dejémoslo tal cual, parece que las raíces están bien alimentadas.

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar

 

 

 

 

 

 

 

 

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“Haz el duelo de lo que nunca serás para ser libremente

todo lo que eres”

 

*De Pablo Krantz.

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

LA RAZÓN CENTRÍFUGA*

 

Llegué a Roque Pérez. Desde aquí no me queda otra opción que hacer dedo. Pedir aventón traducen los españoles, pero aquí no aventamos las cosas, las tiramos, las revoleamos como quien dice que se saca algo de encima, lo agarra de una esquina, mueve el brazo en redondo por sobre la cabeza, suelta y la cosa sale disparada hacia una esquina del mundo, y se queda ahí donde ya no hace daño. No aventamos ni arrojamos, en nuestro tirar hay una desesperación de revoleo, y me pongo a discurrir sobre temas tangenciales para evadirme de este presente, de este haber llegado casi, de estar tan cerca aunque falte el último tramo.

No hago dedo entonces. Podría ponerme a la vera de la ruta y con el clásico gesto de los mochileros indicar mi deseo de que algún buen samaritano me recoja, pero en este lugar y en estos tiempos podría pasar días esperando que alguien me levante.

En un barcito pregunto si hay forma de viajar a la Estación Juan Tronconi. El hombre detrás de la barra lo piensa un momento mientras pasa la rejilla borrando las gotitas que ha dejado la bandeja de latón que se ha llevado el mozo. Dieciséis kilómetros, me informa. No me pregunta para qué quiero ir a una estación que ha dejado de recibir trenes desde hace más de cincuenta años, su orgullo masculino lo insta a resolverme el problema. Se nota que es uno de esos hombres acostumbrados a solucionar desperfectos, y lo veo dando vueltas un mapa mental de caminos rurales y alambradas, adornado con vagas referencias de tendidos eléctricos repletos de gigantescos nidos de loros.

La maestra. Me dice que la maestra de la escuela número ocho va hasta ahí cerquita de la estación. Que la escuela está a un tiro de piedra. Después sí, ahora que me dijo cómo llegar, me pregunta para qué voy. Quiere seguir demostrando eficacia, intenta adivinar, supone que hago un relevo fotográfico de sitios históricos, pero me advierte que la estación ha quedado en un campo privado, y sólo se ve de lejos, detrás de una alambrada.

Me dice que la maestra vive ahí a unos trescientos metros del bar, que si camino hacia la izquierda voy a encontrar una casa con una reja blanca y un ficus en la vereda. Me dice que no me puedo equivocar, que el árbol es enorme y las raíces están tirando la pared que sostiene la reja.

Tuve suerte, encontré la casa, la mujer se mostró amable y accedió a llevarme hasta la escuela. Eso sí, me dijo, tendría que compartir el automóvil con sus hijos y una enorme cantidad de cachivaches. Pilas de cuadernos, rollos de láminas, cajas de diferentes tamaños, un chico de unos nueve años y una nena de siete que fueron todo el camino disputando un celular con el que uno intentaba escuchar una música mientas la niña lo acusaba a la madre y viceversa.

No podíamos mantener la conversación sin gritar, por lo que tras vanos intentos de preguntar o responder superficialidades, pude mirar lo poco que había para ver mientras el auto traqueteaba en el camino de tierra. Vacas, postes, alambradas, pájaros, sembrados que para mi ignorancia podían ser cualquier cosa entre soja o alfalfa.

La escuela consta de dos edificios celestes, uno más grande y con una enorme puerta con arco de medio punto, de hierro, con grandes cuadrados de vidrio repartido. No pude evitar pensar que en la ciudad los vidrios ya estarían rotos, y por la noche habrían vandalizado la escuela aprovechando esos grandes espacios sin rejas. Pero estamos en el medio del campo, aquí se respetan los objetos construidos con esfuerzo humano.

Todavía no llegan los chicos ni las otras señoritas, la maestra abre la escuela media hora antes del inicio del turno para preparar los salones, abrir las ventanas, regar las plantas de las macetas. Me dice que está reemplazando a la directora, que tiene muchas ocupaciones, desaparece con los hijos ofreciéndose a llevarme de vuelta a la ciudad cuando finalice el horario escolar.

Voy hasta la estación. Camino en un silencio maravilloso. Las retamas rojas salpican el pasto que a esta hora tiene un color precioso, brillante, favorecido por la lluvia de ayer. Claro que me detiene el alambrado. Cerca, a unos cincuenta metros quizás, el edificio de la estación con su techo rojo a dos aguas todavía parece vivo. Veo el andén, con las cenefas de madera, las paredes de ladrillo típicamente inglesas como el verde de las aberturas. Allá el galpón de carga, largo y tan hermoso acostado bajo su cielo perfectamente azul. La hilera de altos plátanos retorcidos, el molino dibujado finamente, haciendo contrapunto con el tanque de agua macizo. Todo igual. Faltan los Sosa en la carnicería, la gente llegando con paquetes en sus verduleras, el guarda y su silbato. Falta, claro, la gente. Pero la ilusión de realidad es tan fuerte que creo escuchar las voces entremezcladas con el grito de los teros y ladridos lejanos.

No pertenezco a este paisaje. Me lo contaron. A pesar de mi edad, que ya me funde con todos los paisajes en sepia, no conocí los acopios de cereales de los planes quinquenales cuando se nacionalizaron los ferrocarriles, ni tampoco vi pasar la última formación en 1961. No estuve cuando levantaron las vías, cuando desapareció el puente que unía Roque Pérez con Carlos Beguerie. No estaba yo sobre este andén borrado, cuando esto dejó de ser una estación de trenes para ser testimonio de fracaso.

Vengo a despedirme. Por qué aquí, bueno, porque en algún lugar se derrumbaron las ilusiones, y éste fue uno de esos lugares. Recóndito, centrado en su telaraña de caminos polvorientos, posesión inglesa primero, argentino luego, propiedad privada ahora, desaparecido, inútil, lugar de fantasmas, mancha de lo que no fue.

Recostada contra uno de los postes del alambrado, llorando sin mucha lágrima, pero a corazón desollado. En soledad, pequeña, despeinada, con las piernas cansadas, consciente del polvo en los zapatos y de que empiezo a tener hambre. Con pena de tener hambre, porque las ocasiones solemnes no debiesen opacarse con estas cosas. Triste, triste, muy triste. Sintiendo el planeta esférico bajo mis pies, henchida de amor por esta Argentina que me defrauda hasta el vértigo, a punto de ahogarme por la bronca contra esta Argentina que me defrauda. Sabiendo que estoy haciendo un recuerdo, que estoy plantando una bandera en mi memoria, un momento iluminado por el relámpago, una quemadura desgarradora.

Mañana será Ezeiza, el vuelo, la partida.

Aquí, en el medio del campo, que es el medio de la nada o sea el centro del alma y el centro de mi Patria, mirando de lejos las ruinas de una promesa, viendo el puente que falta, las huellas de vías que se desvanecieron, la caída de un enorme toro que desapareció en su propia polvareda. Aquí, antes de volver a subir al automóvil de la maestra, me despido.

Una figura aparece en el andén. No distingo si es una mujer o un niño, la saludo con un amplio gesto de mi mano por sobre la cabeza. Permanece inmóvil un instante y luego, despacio, me devuelve el saludo con lentitud, dibujando un arco ampliamente con el brazo derecho.

¿Soy yo, de joven? Un escalofrío bajo el sol. Quien se va se deja, me digo. Aquí queda mi juventud. Me marcho.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

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