GEOMETRÍA DE
TREN*
Una línea recta
es demasiado
-digamos-
infinita.
Una línea de
ferrocarril,
por el
contrario,
se trunca y se
olvida.
Despertamos
durante una
ausencia
cotidiana:
sabemos de
dónde venimos
y hacia a dónde
llegamos,
pero el
trayecto
que une ambos
extremos
parece
pertenecerle al vacío.
En la vieja
estación lo sabían
e intentaron
corregirlo:
construyeron
una
representación del infinito
y le llamaron
“Lucas
Monteverde”.
Tan sólo se
trata
de una
representación
-dijeron-
no es en verdad
el infinito.
La estación
abrió con gran alegría.
La gente hacía
fila para comprar sus boletos,
entraba al
pequeño espacio
que antecedía a
la puerta del vagón del tren.
Dentro, y tras
localizar sus asientos,
parados frente
a ellos,
se encontraban
listas para comprar sus boletos,
accedían al
pequeño espacio
que les
separaba de la taquilla y el tren,
subían a él y
buscaban con gran emoción sus asientos,
una vez
localizados y gustosos frente a ellos,
la emoción
aumentaba al darse cuenta de que al fin,
después de
formarse en la fila,
iban a comprar
sus boletos.
Familias
enteras, viajantes, gente que iba y venía,
todos se
formaban en una breve pero continua fila,
caminaban,
subían al tren,
localizaban sus
lugares
y llegaba
-al fin-
su turno
para adquirir
los boletos en
la taquilla.
Daba gusto
mirarles imaginar su trayecto,
hacer planes
para disfrutar el viaje,
partir del
punto donde iniciaban sus pensamientos,
llegar por fin
a donde todo comenzaría realmente
y descubrir que
allí
donde la vida
puede tomarse de un solo trago,
no es diferente
del lugar donde
la vida apenas puede ser imaginada.
“Todo lo sólido
se desvanece en el aire”
Decía Don
Carlos Marx.
ESTACIÓN LUCAS MONTEVERDE
CAZADORES*
*Por Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Los chicos
venían haciendo equilibrio sobre las vías brillantes.
Venían seguidos
por la sangre del último crepúsculo, y al llegar al paso a nivel, algunos
pasaron pisando cuidadosamente los listones de hierro del guardaganado, y no
leyeron (o si lo leyeron lo hicieron con toda inconsciencia) ese gran cartel
que decía: "Prohibido transitar por las vías".
Era el comienzo
del pueblo y no sabían ‑y si lo sabían no les importaba‑ que esas casas puestas
en esa calle paralela a las vías fueron las primeras del pueblo. Las había
hecho construir un suizo visionario a fines del siglo XIX, como también esos
galpones de chapa que guardaba el cereal año a año, vecinos a ese altísimo
elevador que alguna vez treparon por una interminable escalera con los chicos
de la escuela, acompañados todos por una maestra paciente y gentil.
Ese elevador ‑la
torre más alta del pueblo‑ fue devastado mucho después por un incendio casual y
todos se quedaron sin mirador, tal vez para siempre. Era bueno subirse allí
para ver el caserío y más allá las quintas, el campo tranquilo, con los
sembrados como cuadriculados perfectos. Y los pájaros, que en ese tiempo tan
alto eran numerosísimos.
Esa barrita
desflecada, compuesta por chicos que no pasaban de diez años, portaba su
infaltable gomera –potencialmente fatal para todo pajarito que se creyera dueño
del cielo‑, su bolsito de género para guardar piedrecitas a guisa de proyectil
y alguna pieza que venía manchando con sangre el género basto.
Venían dando
voces, chuscadas, silbidos un poco vagos que se tragaba el aire de marzo, y los
menos, desafinando una canción de moda. Venían sin diálogo, como dispersos
fragmentos de voces y ruidos que se enseñoreaban en la tarde. Venían
distendidos, como la pequeña patrulla de un ejército ignoto que nunca entraría
en batalla, porque el azar los dejó a retaguardia.
Así venían,
caminando desde el bajo de La Portada, un par de kilómetros al Este, donde ya
se humedecían los pastos y el sol se arrastraba como una serpiente de ceniza
violeta. La caza había sido magra, pero la diversión muy grata, como son a esa
edad todas las actividades decididas en grupo y los juegos que alejan de la
obligación de la escuela.
En esa esquina
miraron a lo alto y vieron ese inmenso águila de cemento pintado de negro, en
el frente del almacén de "ramos generales" que fundara don Antonio
Pozzi ‑uno de los primeros pobladores‑ y que ahora regenteaba algún
descendiente. Vieron una vez más ese águila y lo miraron con renovada
admiración, tal vez porque lo compararan con su propia imaginación ganada
leyendo profusas revistas de historietas o tal vez porque era un animal que en
la realidad nunca habían visto.
Tal vez cruzó
un sulky traqueteante en la tarde, con los ejes chirriantes, pidiendo ser
engrasado de urgencia.
Tal vez un
jinete se internara por ese callejón que bordeaba las vías, en busca del sol
del ocaso, apurando el tranco para llegar a algunas de las estancias lejanas.
Tal vez un
camioncito rojizo cruzara ya resignado en su último viaje, con su carga de
sifones vacíos, con su listón de madera pintada de blanco: "Cerveza
Schlau", y más abajo: "Sodería y licorería de Juan Sepperizza".
Es improbable
que alguno recordara después esa tarde remota, pero eso ya no tiene ninguna
importancia.
También es
improbable ‑porque habrá muchos años después discusiones inútiles- saber si
allí estuvo la casa de la guardabarrera pelirroja, que cuidaba el paso en las
vías del tren de la tarde.
Ilusión del
cronista o realidad tangible como sus grandes pechos que escondían esos
pullóveres de gruesa lana amarilla.
Lo cierto es
que según se dice ‑algunos dudan‑ esa mujer existió y se le encontró un nombre
y un apellido, una condición civil: viuda, dos hijos y una tarea precisa:
guardabarrera en el cruce del Boulevard Vollenweider, frente a la antigua casa
"El Águila" de don Antonio Pozzi, la que hoy está en ruinas.
Y con ellos
habrá sucedido lo mismo: la habrán saludado. Pero casi ninguno habrá
registrado, no su saludo, sino su propia existencia, ya que años después
algunos de ellos ‑ya calvos, ya canos‑ discutirán en la mesa de un bar esa
existencia. Pero el cronista que todo lo indaga, ha averiguado, porque sí,
porque es su oficio.
¿No es cierto
que usted existió Ana Zarza, y que hoy en algún lugar recuerda a esa barrita
dispersa por el vendaval de los años, indiferente a otra cosa que no fueran los
juegos, o el inminente fervor de la caza?
Otoño, 2003
PLUMAS EN LA
LUNA*
Vivía yo con mi
familia en un clásico barrio, cercano a las vías del tren.
Todas las
tardes, al volver de la escuela y después de la merienda, nos juntábamos los
chicos de la cuadra.
Todos
guardábamos en algún bolsillo un pedazo de torta, algún bizcocho, o simplemente
un pedazo de pan. Y para allá corríamos a la tapera de Pancho, debajo de un
árbol al lado de las vías.
Pancho era el
linyera, el “croto”, como le decíamos en mi infancia, que todos queríamos y
para él vaciábamos nuestros bolsillos.
Debajo de una
descuidada barba, que podría ser blanca, sus mandíbulas, con increíble y buena
dentadura, trituraban con fruición los dulces, mientras convidaba trocitos a
sus cinco compinches, cinco perros flacos y pulguientos que lo acompañaban en
sus aventuras por las calles de la ciudad y cuidaban de las estrafalarias
pertenencias de Pancho.
Alto, flaco,
algo encorvado, de caminar lento, ojos claros casi escondidos bajo las tupidas
cejas, de largos cabellos atados a la espalda con un piolín, Pancho tenía una
mágica atracción para nosotros. Sentados en rueda a su alrededor, escuchábamos
sus relatos y nuestra imaginación se regocijaba con las aventuras que nunca
pusimos en duda. Si el tema era estar frente a un león, en plena selva, creíamos
en sus poderes de hacerlo volver a su guarida sin chistar.
Antes que
oscureciera, nos despedíamos de Pancho, asintiendo a su orden de portarnos bien
y hacer los deberes.
Una tarde, lo
encontramos ocupado en raros artefactos de alambre que, nos dijo, serían alas
para volar hacia la luna. Nos pidió le lleváramos plumas, y al otro día, todos
los chicos aportamos una buena cantidad de ellas.
Las gallinas se
habían alarmado de nuestro ahínco en limpiar de plumas los rincones, y alguna
de las pasaban cerca, sintieron los manotazos.
En mi casa no
había gallinero, pero abuela Sofía, como buena idish, tenía un acolchado de
plumas que trajo de su país, que misteriosamente quedó menos abultado.
Durante una
semana asistimos y aportamos a la realización de las grandes alas que ya tenían
buenas formas.
Una fuerte
tormenta nos mantuvo en nuestra casa, y al otro día, cuando llegamos a la
tapera, sólo encontramos algunas plumitas embarradas y los perros, que nos
saludaron con alegres ladridos, mientras comían lo que había en nuestros
bolsillos. Pancho no estaba, tampoco las alas.
Volvimos
durante unos días, en especial llevando algo de comer a los perros, que ya no
eran cinco. Algunos también nos habían abandonado.
Mamá, notando
mi tristeza, una noche de luna llena me invitó a mirarla, y descubrimos las
barbas de Pancho. Me alegró mucho saber que había llegado.
Hoy, ya hombre,
intactas mis emociones infantiles, levanto mis ojos hacia la luna y mi corazón
se comunica con Pancho, alejando por unos minutos los ingratos sucesos de este
siglo XXI, cada vez más agobiante.
Comparto la
ilusión con mis dos hijos que olvidan sus guerreros y monstruos electrónicos y
apaciguan sus fantasías escuchando, por enésima vez, alguna de las aventuras de
Pancho, que ya incorporaron a sus recuerdos. Por supuesto que conocen de los
cráteres de la luna y su gaseoso entorno, pero nos entibiamos el espíritu y por
unos minutos vemos las barbas, y tal vez, algún guiño de Pancho, que todavía, a
pesar de los años, deja deslizar alguna plumita, que encuentro debajo de un
árbol o posada, etérea, sobre las violetas del jardín.
Saga de hierro*
(tríptico)
I
Agudo miriñaque
entre los pastos
hiende las
quietas soledades frías,
sobre designios
de la geometría
monótono le
cruje el duro trasto.
Como enhebrando
pueblos en el vasto
y añoso mapa de
las lejanías,
con negritud
bufante engulle vías
por rumbos de
durmientes y balasto.
Lleva una
estrella temblorosa y sola,
una pequeña
mota de rezago,
que parpadeando
en su furgón de cola
señala la
quietud del horizonte
cuando suspenso
en un humito vago,
se funde entre
las sombras y los montes.
II
Resoplando
entre los sigilos del alba,
venían por los
campos, humedecidos por la extendida ingenuidad del trébol.
En el andén
gregario comadreaban sus horas las sencillas esperas,
y era un
contento ver las estaciones claras,
llenas de
ásperas manos de trato delicado,
mujeres
aferradas a cestos minuciosos,
niños que a
puro niño corrían mariposas con redes de sonrisas,
algún viejo
bichando desde un chala, anónimo de años,
perros vagabundos
detrás de cualquier gesto
con una
fidelidad muy parecida al hambre;
los
descifrables, apacibles modos
de un regocijo
que el pueblo hacía suyo
por obra y
gracia de la soledad y de los mapas.
Después, en una
diáspora de augurios y vapores,
la voz de la
campana urgía los pañuelos.
Sobre el
temblor overo de algún carro,
un par de
adioses largos se sacaba despacio los abrojos.
III
Hay que verlos
allí, en medio de un páramo de olvido,
indefensos de
solemnidad y herrumbres, los aceros reumáticos y solos.
Junto a
galpones que esparcen silencios y oquedades, los han llevado a morir...
¿Qué de aquel
bronce tañidor de andenes,
de vidrios
empañados que juntaban ahíncos de mejillas?,
¿qué del pitido
largo que agitaba los brazos con recomendaciones mudas?,
¿qué del
asombro de los girasoles, del espanto sesgado de las liebres
ante sus
correrías de humo y panaderos,
y aquel raudo
miriñaque desflorando las ofrecidas donosuras de los campos?
Hay que verlos
allí, verificarles esa postración inútil,
la luna interpelándoles
los lomos, o el sol a pique sobre los vestigios rancios.
Una campana
ausente desala gorriones invisibles
y el tiempo los
enyuya de tristeza y hastío.
Pesados de
oscuridad sin culpas, los han llevado a morir...
yacientes
desinencias del óxido y del siglo.
Sobre los
pueblos que albriciaban con su paso
se abate un
desánimo de estrellas
y una orfandad
sin párpados se ahonda en las miradas.
Algo había
sucedido*
*Por Dino
Buzzati.
El tren había
recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos detendríamos recién
en la lejanísima estación de llegada, después de correr durante casi diez
horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una
casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó
sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por
qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para
disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo
-para aquella gente inculta- de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de
cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este
maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el
tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio
vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que
nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro.
Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé
preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que
había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo
del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y
simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un murito, que
llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta
vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de
ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos,
la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante.
Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de una
abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo
alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!,
espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente,
quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un
relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.
"¡Qué
extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que
recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos, era lo que yo presumía).
Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los
paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el
especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la
gente, más me parecía encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por
qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos
carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era
imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una
misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se
dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a
juzgar por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del
paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo
había sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos nada.
Miré a mis
compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se
habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta
años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí,
también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los
sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta,
sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después
me examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué
teníamos miedo?
Nápoles. Aquí,
habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no. Desfilaron
cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas. En
aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecían inclinados,
haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi
fantasía?
Se preparaban
para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba. Evidentemente no era una
noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada tanto en la
campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre.
Después me decía: "Si fuera una desgracia se habría detenido el tren; en
cambio, el tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios
perfectos, como para un viaje inaugural.
Un joven a mi
lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad quería
ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio. Afuera, el
campo, el sol, los caminos blancos; sobre los caminos, carros, camiones, grupos
de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a
la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más
gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma
dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros
íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos,
corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía
pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar,
y seguramente sería demasiado tarde.
Nadie decía
nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí
mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma
sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas
ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un
poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se
despertaba, e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la
mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar,
en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el
aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia
de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían
advertido, afuera, algo alarmante.
Ahora las
carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Nos
cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con
tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Un multitud había
invadido las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases
de las cuales se percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de
enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un
pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien hablaba...
si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta
que todos estamos esperando como una gracia y ninguno se atreve a formular...
Otra ciudad.
Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se
levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante
como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un
caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un
convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y
agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con
un gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener
por un momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre
los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo.
Era un papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras:
ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias
periodísticas.
Sin decir
palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos verlo.
Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía
el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que
terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras
se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país,
hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos,
negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos
sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la
regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del
grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha
cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de
nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!
Faltaban dos
horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos
esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la
oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil
resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco
de coraje.
La locomotora
emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La
estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lámparas, los
carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía,
cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por
más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin.
Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros
semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la
penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta,
aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De
pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo
estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo
el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para
siempre.
EL TREN DE LOS
SUEÑOS*
(Para Eduardo
Coiro, quien sabe, quizás los sueños alguna vez se cumplan.)
“Si yo hubiera
inventado el ferrocarril no habría consentido que nadie montara en él sin mi
permiso.”
GUSTAVE
FLAUBERT
Nunca he visto
ese tren.
Pero conozco
sus bifurcaciones.
Tal como las
líneas de mis manos.
Conozco el
territorio que lo define.
Sus caballos de
fuegos. Sus andenes.
Las líneas de
la vida y de la muerte.
Habría que
nombrarlo despacio y decirle.
Al oído,
decirle, no solo hay líneas, hay triángulos.
Hay cruces donde
quedan cruces.
Que las líneas
del corazón señalan el norte,
Largas y
profundas.
Que lleva y
trae amores.
Que su oficio
es el de muchos.
Andar y andar.
No elegir el
caballo ni el jinete.
No preguntar.
No parar. Huir. Ir. Venir
Soñar que es
una la línea de la vida.
y es como mis
pantalones, cortos.
Reino de líneas
paralelas.
Nunca he visto
ese tren. Pero lo sueño.
Lo miro, a la
distancia, lo miro…y lo sueño.
Y lo sueño.
***
Próximas
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EMILIANO
REYNOSO.
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INDACOCHEA
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