*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
LA CORDILLERA*
Al norte de los montes pelados, allí donde la vegetación se adueña de
las piedras y cubre los caminos con su suave pero ineludible abrazo, hay un
pueblecito.
Se trata de una pequeña aldea formada por un rudimentario templo que data de épocas remotas y un puñado de construcciones antiguas, fabricadas toscamente con barro y piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la iglesia. Visto desde el aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de planetas negros sometidos a la atracción de un sol apagado, ya que los muros de la iglesia, de un marrón oscurecido, delatan su edad, la acción del clima siempre húmedo de estas regiones y la falta de cuidados.
Frente a la puerta de la antigua capilla se extiende una amplia plazoleta cuyo centro adorna una hermosa fuente de piedra, no menos antigua que los edificios circundantes, de la que no cesa de manar un agua fresca y cristalina.
Las construcciones que rodean la plaza son fuertes y austeras, con paredes muy gruesas y enormes chimeneas por las que, en invierno, puede verse surgir un humo denso y oscuro, producto de la combustión de los tarugos de leña, algo húmedos en esas fechas a causa de las heladas y de la nieve que poco a poco va blanqueando los tejados negros y cambiando el aspecto del poblado. Es un pueblecito aislado al que sólo puede accederse por un intrincado camino de algo más de metro y medio de anchura al que los aldeanos denominan pomposa y llanamente “carretera”.
“...No, señor. No somos muchos los que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi todos tan viejos como yo. Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos todos. ¡Qué va! Siempre está viniendo gente, como si aquí hubiera algo... Sí, vienen de otras aldeas pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y también, fíjese, de la ciudad. Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del sur”.
Invariablemente del sur... Hacia el norte se halla la cordillera.
Nadie sabe qué hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan hombres curiosamente ataviados, con largas barbas grises. Van provistos de extraños artefactos con los que parecen medir algo. Después de un par de días disfrutando de la hospitalidad de los aldeanos, famosa en todo el contorno, y trabajando con sus instrumentos que califican como “de alta precisión”, se marchan aparentemente satisfechos, pero unos meses más tarde vienen otros hombres con idéntica apariencia, con similares aparatos, con parecidas maneras y el mismo propósito. Realizan, con igual concentración, con pareja entrega, las ya sabidas mediciones y vuelven a marcharse hacia el sur del que vinieron. En sus rostros se refleja el sabor del éxito. Las investigaciones han debido ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un nuevo equipo visita la zona.
“... y así desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se quedan aquí en secreto. Abandonan sus modales, su pedantería y muy pronto se confunden con nosotros. Pero nunca conseguimos enterarnos de nada. No sabemos qué es lo que miran y remiran tantas veces por los aparatos. En el pueblo se dice que igual quieren saber cómo son de altas las montañas. Cuando llegan se les ve ansiosos, preocupados. Se ponen a trabajar como si no hubiera otra cosa en la vida, sin importarles que pueda descargar una tormenta, noche y día, hasta que encuentran o creen que han encontrado algo. A veces se pasan tres o cuatro días sin probar bocado, y eso que nuestras mujeres les llevan algo de comer, ya sabe, somos buena gente. No duermen. Sólo están pendientes de la montaña, como si hubiera ahí algo que nosotros no podemos ver y que es importante. Yo, la verdad, no creo que estén midiendo las montañas. El viejo Colás me dijo una tarde que lo que hacen es mirar a través de ellas para saber qué es lo que hay al otro lado. Debe ser algo muy bonito, digo yo, cuando todos se van tan contentos. Aunque mi hermana dice que son los guisos que preparamos para ellos lo que les pone de tan buen humor. Dice que en la ciudad se come muy mal. Y ella debe saberlo, porque estuvo una vez.”
Otros ancianos, más leídos, consideran que se trata de hacer un estudio sobre la composición de la roca que forma la cordillera, para excavar un túnel o abrir un acceso a través de la piedra. Desde tiempo atrás, dicen, corre el rumor de que el gobierno está construyendo una carretera que ha de atravesar la montaña y que pasará muy cerca de la aldea. Pero todo son conjeturas de viejos y rumores de gente desocupada cuya única función parece ser la de sentarse a las puertas de sus hogares, bajo los porches de piedra y tejas negras, viendo pasar los días y las estaciones y entablando largas conversaciones mil veces repetidas con sus vecinos más cercanos o con aquellos que se detienen a descansar un rato de su paseo matutino. Eso en verano, porque durante el invierno no son muchos los que se aventuran a alejarse de sus casas.
Los jóvenes, ante la falta de expectativas, se van hacia el Sur o hacia el Este, donde se dice que hay trabajo en la industria y buenos salarios; pero siempre regresan, cansados, viejos y sin riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas cultivable. A veces, en la madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos con un macuto al hombro dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca regresan. Jamás envían correspondencia.
“... Al principio organizábamos batidas por el bosque, rastreábamos las laderas y las cuevas, buscábamos en el riachuelo, pero nada. Nunca les encontrábamos. Al final, hasta de eso nos cansamos. Ahora ya no buscamos a nadie. Quien se va, sabrá por qué lo hace. Antes nos asustábamos. Ahora ya no se preocupa nadie. Sabemos que no han de volver y por eso nos hemos ido haciendo a la idea de que es algo natural. Los primeros días, su familia los echa de menos, pero muy pronto se acostumbran a la ausencia y todo vuelve a ser como antes...”
Desde tiempo inmemorial, estas escenas se vienen repitiendo año tras año como en una secuencia interminable. Siempre con idénticos resultados. En verano, muchos vienen a la aldea para, desde aquí, intentar el ascenso a las escarpadas cumbres de la cordillera. Todos los días llegan automóviles cargados de personas provenientes de los llanos del sur. Todos vienen ligeros de equipaje. Los automóviles, una vez que todos los pasajeros se han apeado, giran en la plaza y parten de nuevo por el camino en dirección a las ciudades del llano, en busca quizá de más intrépidos escaladores. A la mañana siguiente, los aventureros parten hacia la cordillera para no regresar.
“... En todas las conversaciones se habla de lo mismo. Nos preguntamos qué puede ser lo que hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que quienes se marchan decidan no volver nunca más? A muchos de nosotros nos gustaría verlo, pero somos demasiado viejos y el ascenso parece bastante difícil. Lo mismo no podíamos subir ni las primeras cuestas, que según se dice son las más tendidas. Aunque, entre nosotros, el viejo Colás, que estudió en la capital cuando era joven, dice que sí, que también nosotros, cuando nos llegue el momento, subiremos a esas montañas y pasaremos al otro lado aunque no seamos tan ágiles y nuestros huesos pesen demasiado.”
De momento, el pueblo se está quedando desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la vida en las ciudades. Y los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca el otoño, apenas logra reunir a media docena de ancianos en torno a la antiquísima fuente de piedra o en las toscas sillas de madera y anea de la taberna. Allí, sentados, van dejando pasar los largos inviernos y las hermosas primaveras mirando por las ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros, en espera de lo que el viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en que cada uno de ellos, cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior. Entonces, aunque el día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados, meteremos en una bolsa los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del alba y sin una lágrima, hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques, de otros valles, de otros barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
Se trata de una pequeña aldea formada por un rudimentario templo que data de épocas remotas y un puñado de construcciones antiguas, fabricadas toscamente con barro y piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la iglesia. Visto desde el aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de planetas negros sometidos a la atracción de un sol apagado, ya que los muros de la iglesia, de un marrón oscurecido, delatan su edad, la acción del clima siempre húmedo de estas regiones y la falta de cuidados.
Frente a la puerta de la antigua capilla se extiende una amplia plazoleta cuyo centro adorna una hermosa fuente de piedra, no menos antigua que los edificios circundantes, de la que no cesa de manar un agua fresca y cristalina.
Las construcciones que rodean la plaza son fuertes y austeras, con paredes muy gruesas y enormes chimeneas por las que, en invierno, puede verse surgir un humo denso y oscuro, producto de la combustión de los tarugos de leña, algo húmedos en esas fechas a causa de las heladas y de la nieve que poco a poco va blanqueando los tejados negros y cambiando el aspecto del poblado. Es un pueblecito aislado al que sólo puede accederse por un intrincado camino de algo más de metro y medio de anchura al que los aldeanos denominan pomposa y llanamente “carretera”.
“...No, señor. No somos muchos los que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi todos tan viejos como yo. Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos todos. ¡Qué va! Siempre está viniendo gente, como si aquí hubiera algo... Sí, vienen de otras aldeas pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y también, fíjese, de la ciudad. Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del sur”.
Invariablemente del sur... Hacia el norte se halla la cordillera.
Nadie sabe qué hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan hombres curiosamente ataviados, con largas barbas grises. Van provistos de extraños artefactos con los que parecen medir algo. Después de un par de días disfrutando de la hospitalidad de los aldeanos, famosa en todo el contorno, y trabajando con sus instrumentos que califican como “de alta precisión”, se marchan aparentemente satisfechos, pero unos meses más tarde vienen otros hombres con idéntica apariencia, con similares aparatos, con parecidas maneras y el mismo propósito. Realizan, con igual concentración, con pareja entrega, las ya sabidas mediciones y vuelven a marcharse hacia el sur del que vinieron. En sus rostros se refleja el sabor del éxito. Las investigaciones han debido ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un nuevo equipo visita la zona.
“... y así desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se quedan aquí en secreto. Abandonan sus modales, su pedantería y muy pronto se confunden con nosotros. Pero nunca conseguimos enterarnos de nada. No sabemos qué es lo que miran y remiran tantas veces por los aparatos. En el pueblo se dice que igual quieren saber cómo son de altas las montañas. Cuando llegan se les ve ansiosos, preocupados. Se ponen a trabajar como si no hubiera otra cosa en la vida, sin importarles que pueda descargar una tormenta, noche y día, hasta que encuentran o creen que han encontrado algo. A veces se pasan tres o cuatro días sin probar bocado, y eso que nuestras mujeres les llevan algo de comer, ya sabe, somos buena gente. No duermen. Sólo están pendientes de la montaña, como si hubiera ahí algo que nosotros no podemos ver y que es importante. Yo, la verdad, no creo que estén midiendo las montañas. El viejo Colás me dijo una tarde que lo que hacen es mirar a través de ellas para saber qué es lo que hay al otro lado. Debe ser algo muy bonito, digo yo, cuando todos se van tan contentos. Aunque mi hermana dice que son los guisos que preparamos para ellos lo que les pone de tan buen humor. Dice que en la ciudad se come muy mal. Y ella debe saberlo, porque estuvo una vez.”
Otros ancianos, más leídos, consideran que se trata de hacer un estudio sobre la composición de la roca que forma la cordillera, para excavar un túnel o abrir un acceso a través de la piedra. Desde tiempo atrás, dicen, corre el rumor de que el gobierno está construyendo una carretera que ha de atravesar la montaña y que pasará muy cerca de la aldea. Pero todo son conjeturas de viejos y rumores de gente desocupada cuya única función parece ser la de sentarse a las puertas de sus hogares, bajo los porches de piedra y tejas negras, viendo pasar los días y las estaciones y entablando largas conversaciones mil veces repetidas con sus vecinos más cercanos o con aquellos que se detienen a descansar un rato de su paseo matutino. Eso en verano, porque durante el invierno no son muchos los que se aventuran a alejarse de sus casas.
Los jóvenes, ante la falta de expectativas, se van hacia el Sur o hacia el Este, donde se dice que hay trabajo en la industria y buenos salarios; pero siempre regresan, cansados, viejos y sin riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas cultivable. A veces, en la madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos con un macuto al hombro dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca regresan. Jamás envían correspondencia.
“... Al principio organizábamos batidas por el bosque, rastreábamos las laderas y las cuevas, buscábamos en el riachuelo, pero nada. Nunca les encontrábamos. Al final, hasta de eso nos cansamos. Ahora ya no buscamos a nadie. Quien se va, sabrá por qué lo hace. Antes nos asustábamos. Ahora ya no se preocupa nadie. Sabemos que no han de volver y por eso nos hemos ido haciendo a la idea de que es algo natural. Los primeros días, su familia los echa de menos, pero muy pronto se acostumbran a la ausencia y todo vuelve a ser como antes...”
Desde tiempo inmemorial, estas escenas se vienen repitiendo año tras año como en una secuencia interminable. Siempre con idénticos resultados. En verano, muchos vienen a la aldea para, desde aquí, intentar el ascenso a las escarpadas cumbres de la cordillera. Todos los días llegan automóviles cargados de personas provenientes de los llanos del sur. Todos vienen ligeros de equipaje. Los automóviles, una vez que todos los pasajeros se han apeado, giran en la plaza y parten de nuevo por el camino en dirección a las ciudades del llano, en busca quizá de más intrépidos escaladores. A la mañana siguiente, los aventureros parten hacia la cordillera para no regresar.
“... En todas las conversaciones se habla de lo mismo. Nos preguntamos qué puede ser lo que hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que quienes se marchan decidan no volver nunca más? A muchos de nosotros nos gustaría verlo, pero somos demasiado viejos y el ascenso parece bastante difícil. Lo mismo no podíamos subir ni las primeras cuestas, que según se dice son las más tendidas. Aunque, entre nosotros, el viejo Colás, que estudió en la capital cuando era joven, dice que sí, que también nosotros, cuando nos llegue el momento, subiremos a esas montañas y pasaremos al otro lado aunque no seamos tan ágiles y nuestros huesos pesen demasiado.”
De momento, el pueblo se está quedando desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la vida en las ciudades. Y los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca el otoño, apenas logra reunir a media docena de ancianos en torno a la antiquísima fuente de piedra o en las toscas sillas de madera y anea de la taberna. Allí, sentados, van dejando pasar los largos inviernos y las hermosas primaveras mirando por las ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros, en espera de lo que el viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en que cada uno de ellos, cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior. Entonces, aunque el día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados, meteremos en una bolsa los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del alba y sin una lágrima, hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques, de otros valles, de otros barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
LAS MADRES DE
ENTONCES*
Estoy lleno de cosas. Quiero
decir de voces de antes que me rondan de cuando había mucho tiempo, mucho
lugar para esa memoria que luego con los años ardería.
Era invierno y todavía oigo el
picoteo de la máquina de coser de mi madre, con su ruido de lluvia parejita
como si fuera real y cayera sobre el cinc de los techos oxidados de mi casa
cuyo borbotear iba a través de una canaleta al aljibe de los primeros tiempos a
un tanque de quinientos litros cuando aquél pereciera de un derrumbe por culpa
de un hormiguero.
En principio mi madre nos hacía
la ropa a todos, hasta que en un tiempo “cosía para afuera”, como ella gustaba
decir. Sobre todo luego de hacer un curso de “pantalonera” bajo la dirección de
doña Santina Spessot. La acompañaban en su carácter de alumna mis primas
mayores: Gladys y Ketis.
De aquel tiempo me queda el
recuerdo de aquel costurero de mimbre, cuyo origen y posterior destino
desconozco. Ese costurero donde había agujas, hilos, tijeras y un centímetro
con su inevitable tiza para marcar los cortes sobre todo recuerdo ese dedal
brillante, que tengo en mi escritorio y que siempre me recuerda el poema de
José Pedroni, que narra el dedal de su madre (la dulce mamá Felisa del
libro “El nivel y su lágrima”):
“Dedal de mamá Felisa/tantas
veces perdido/debajo de viejos muebles/donde cantaban los grillos”
…/“Dedal de mamá Felisa,/siempre colgado de un hilo;/arañita de la noche sobre
mis medias de niño”
Puedo escribir que la mamá de
Jose Pedroni y la mía, compartían otras cosas además de estos objetos de
trabajo. El origen italiano, la propensión al llanto y la hermosura.
No me resulta para nada difícil,
mejor dicho me agrada compartir estas y otras cosas ligadas a nuestras vidas.
Además de la poesía, también una ética fundida con una estética muy particular
y acotada que se presume luego universal.
No nos resulta difícil
conjeturar hoy que el trabajo silencioso y nunca reconocido de estas mujeres
eran la base muchas veces fundamental de las economías domésticas de aquellos
tiempos idos. Pedroni recuerda a su madre, como ”la que nunca dormía”.
Vaya como ejemplo, del mismo
libro arriba citado, su poema “Mate” dedicado a Amaro Villanueva del cual
reproduzco la parte final:
“Cuanto trigo se ha
cortado/cuánta paloma se ha ido/desde aquel mate ofrecido/por aquel ángel
nublado./Todavía está sentado/porque no sabe dormir/y yo me quiero morir/Para
que su punto avance/y el sueño por fin alcance/y el sueño por fin alcance,/con
su mate de zurcir”
Es decir, que aquellas madres
(nuestras madres) no sabían dormir, porque luego de trabajar fogoneando todo en
la casa y así echando una mano a los hombres en la cosechas, cuando todos
dormían, ellas pedaleaban para hacer nacer “aquella lluvia que no existe”, pero
que subvenía el vestir de toda la familia.
Los hombres por otro lado,
levantaban las cosechas, cortaban leña para las cocinas económicas que también
eran surtidos por marlos y herraban los caballos o marcaban la
hacienda y hasta levantaban esas casas precarias que le hacían pata ancha a los
vientos. Pero a veces también descansaban. Con las mujeres no pasaba lo mismo.
Ella ayudaban en todas las tareas a los varones, pero el descanso no existía
porque en la edad juvenil tenían hijos, uno tras otros, Mi abuela paterna
tuvo seis varones y dos mujeres ayudada por alguna vecina, nunca la revisó un
médico ni la asistió siquiera una partera. Entre las mujeres cercanas a su
chacra se echaban una mano, porque quien más quien menos tenía la cantidad de
hijos que tuvieron mis abuelos. Cuando yo logro recomponer, recordar, memorizar
o inventar sobre ese magma querible que me persigue, atento, solo veo
sacrificios donde el goce era el trabajo y la diversión no existía.
Estaba todo aunado como en un
estuario donde los barcos estaban siempre dispuestos a partir, o tal vez a
pernoctar allí mientras el afecto de aquella gente mayor se prodigaba, se daba
en brillar como “la niña que iba de pana azul sobre los campos”, como alude
Juan L. Ortíz en ese bello y conocidísimo poema.
Las muchachas de entonces no
terminaban la adolescencia si no veían como los partos comenzaban a ensanchar
sus cadenas y crecer su pecho con los embarazos que se traducían en hijos en
ese paisaje bucólico, no tanto como en principio aparecía, pero sí lo
suficiente para que el vuelo de las garzas por el cielo tan azul no fuera una
excepción ni un extravío ni una rareza que todo ese mundo primigenio y viril,
lo desconociera.
También el cansino andar de
aquellas mujeres sufridas, donde hay varias generaciones que pertenecen a mi
familia y que nunca nunca le hicieron asco al trabajo, porque cuando yo las
recuerdo se me aparecen cantando, con la sonrisa cruzándole esos rostros
ingenuos, quemados por el sol, cuando el mundo devenía azul y perfecto.
Tan perfecto, cuando
luego nunca más sería posible que volviera. Ni con toda la fuerza de
nuestros más voluntariosos recuerdos.
Estás en mí*
Esta mañana
pasé frente al
espejo
y te hallé en
mi mirada
que, húmeda por
verte,
te siguió
contemplando...
Y sentí que
emergías
desde mi propio
centro
supe que me
escuchabas,
que para
encontrarte tan sólo necesito
mirar
profundamente en el espejo.
¿Te acordás de
las siestas de verano,
de nuestras
charlas
-sandía por
medio, grande y generosa –?
Consumíamos
zumos y dulzuras
soñábamos
proyectos.
Durante tantos
años
dejó de haber
sandías en mi vida...
¡Cómo
dolían...!
Pero hoy pasé
frente al espejo,
sonreí sin
temores,
con clemencia,
y te hallé en
mi mirada,
¡Estás en mí!
en mis
costumbres y en mis genes
en mi amor por
la paz,
en mi respeto
por la
naturaleza,
sus leyes y sus
seres,
su belleza.
Por eso
cuando más
duela tu ausencia
te buscaré en
mi centro
debo lograr que
vuelvas
con los brazos
abiertos al consuelo.
Pondré sobre la
mesa
un par de
platos hondos y un espejo
quitaré de mi
alma las malezas
y comeremos
juntos nuevamente
sandías a la
hora de la siesta.
MIRADAS*
Las personas
somos muy distintas unas a las otras, pero hay una cosa que compartimos, con la
que estamos de acuerdo y que a todos nos gusta hacer: Mirar. Nos gusta
contemplar a los demás, lo que hacen, como lo hacen, donde lo hacen.
Una de los
espectáculos maravillosos que nos brinda la ciudad es el de las obras. No hay
nada tan cautivador como ver una gran obra en ejecución, los grandes agujeros
en el suelo, los andamios, los obreros en movimiento, alguno trabajando, las
maquinas. ¡Ay, las máquinas! ¡Eso es sublime! ¡Una escavadora haciendo un
agujero! ¡Madre mía, que placer!
En eso de los
mirones también hay clases: El ocasional que va de paso y se detiene unos
minutos, los niños que se quedan embobados y llegan tarde al colegio y los
ancianos que no saben que hacer y se distraen con cualquier cosa. Si es una
grúa grande y hace sol, mejor.
Yo me encuentro
en este último grupo y paso las horas apoyado en la valla de la obra viendo
como se mueven los trabajadores y compartiendo algún comentario con los otros
jubilados habituales del sol, petanca y plaza.
Hoy estoy
especialmente triste. La vida me robó la juventud trabajando en el campo, la
adolescencia en la fábrica después del traslado a la ciudad, el tráfico a mi
mujer y, sin darme cuenta, me he quedado sólo con mis recuerdos. Hoy las
máquinas los están borrando, dejando una gran fosa donde antes estaba mi casa.
Ahora si que estoy totalmente solo mientras van desapareciendo ante la mirada
aburrida de todo el mundo.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
ATRAVESAR LA
MADEJA CRISTALINA DE LA BÍBLICA NOCHE*
Atravesar la
madeja cristalina de la bíblica noche
recorrer la
sequedad de tu pecho marchito.
Tus huesos con
el tiempo despojados
perdieron el
aroma brillante de las flores.
Tu redondez fue
poblada
por el efluvio
solitario de la casa.
Todavía
recuerdo,
cuando
descubrías en la barba del patio trasero
el nacimiento
dolido y puro del arroyo
(los ropajes
inclinabas lavándolos en orilla).
Antiguas
palabras cantabas
ablandando los
pómulos salientes del aire.
Resucitabas los
colores del poniente
sus párpados se
abrían desatando una llama.
Y en el
substratum humano y delicado
de un alba
deshojada de llagas
tu vuelo
infante de campana
atravesaba los
vespertinos caminos del Sur.
La oración
cotidiana y profunda
alcanzaba
el alma de la savia.
Después los
nuevos rumbos
bajo los pies
atónitos.
En el periplo
de los años ocultando
la sumersión
noctámbula
(el humo
hormigueante de la vigilia).
Tus pasos de
nardos desolados
tiemblan hoy
sobre mis hombros callados…
Y así los dejas
ansiando
palabras de luz.
¿Cómo
devolverle la paz tardía
a tus
esqueléticas manos, madre?
¿Cómo no querer
que en el
relieve de tus párpados vencidos
una ciudad de
música se levante
y te viertas
hasta mí?
© 2013.TODOS
LOS DERECHOS RESERVADOS
LOS SILENCIOS
DEL PECADO*
“...Dudo que
alguien pueda leer o escuchar tu historia sin que las lagrimas afloren a sus
ojos.
Ella ha
renovado mis dolores, y la exactitud de cada uno de los detalles que aportas
les devuelve toda la violencia pasada...”
(Carta de
Eloisa a Abelardo)”...
Amo el “Jardín
de las delicias”
El resultado
del cruce de dos rectas....
Imprevisibles ,
inesperados triángulos.
La fuente de la
juventud y el huevo.
Oscuridad y
sigilo, fecundados. Silencio.
El silencio del
inmortal deseo.
La sombra
quieta de mi padre.
Las abejas
inquietas en el pelo de mi madre.
Amo al
silencio. Los ecos del silencio.
De las voces
calladas. Antiguas profecías.
De la
metamorfosis de una boca.
Del cazador.
Cabalgando. Huyendo siempre.
De la manos.
Números cardinales. A veces círculos.
De los pies que
se van cuando amanece.
El búho y el
martín pescador.
Amo los
hombres-pez.
Las mujeres
desnudas .La tentación.
Los sabores
frutales, tan hondos, tan profundos.
Las uvas. El
cielo y el infierno.
La bola de
cristal craquelada. La inconstancia.
Los álamos. Los
jinetes. Los espinos
Los adioses de
corcel, patria en el vientre.
Amo la lechuza
y la flecha.
Los silencios
golpeando mis umbrales.
El abrazo
intacto, embriagado, tendido.
Tu fatiga
descansada en mi cansado pecho.
El miedo de la
lluvia sobre tu piel de jade.
El temor y el
milagro y lo dulce y lo amargo.
Las mariposas y
los mejillones.
Amo la
serpiente.
La serpiente,
el verde y el azul profundo.
Los campos
rojos y los blancos lirios
Y los ojos, ah,
amo los ojos.
Y los muertos
que veo en los ojos de los gatos.
Los ojos que
han mordido mi nombre.
Los ojos que
ven alambiques y matraces.
Los ojos que
mueren sin mis ojos.
Los ojos que
aman los estanques turbios.
Y los ojos de
Delfina e Hipólita.
Buscándose,
huyendo en su hondo penar.
Y los ojos de
Abelardo y Eloisa.
El ojo azorado
del infierno de Rimbaud y Verlaine.
De Baudelaire y
Louchette.
De Zorba y
Bubulina.
De Medea y el
hombre con un pié calzado.
Atados a una
lira y una cítara.
Los ojos del
vacío que apuestan a la vida.
Los ojos de la
trasgresión y el pecado.
Amo, los
silencios del pecado, entonces.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
EL JUEGO*
Si hoy el
viento viniera
a vaciarme la
frente
le diría que
aún recuerdo
aquel fragor
inicial.
Estábamos
presentes en el
estallido
formador de universos,
en su matriz,
expuestos.
Protagonistas
del pulso primero.
Integrando la
evolución,
partícipes del
portento.
Resabios en la
voz del viento
trae cada día
en remolinos
de absurdos y
esplendores,
la intención de
la vida
que surge para
decir: yo quiero.
Ella es un
presente eterno.
Se canta a sí
misma y se celebra
aún en lo que
muere, para volver
a ser.
Trasmutada su forma
pero no su
esencia.
De aquel
material primero somos
ardiente y
encendido, fecundo,
constante y
singular…
Cuando el
viento final
deje vacía mi
frente
otra chispa
saltará de ese
fuego inicial
sobre mi
pensamiento ausente.
Y un Dios que
no conozco
jugará
incansable
el juego
circular…
*De Miryam
Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Piedra, tijera, papel*
El lenguaje es una piel
Roland Barthes
Delante de un
mar desconocido
una mujer con
la memoria herida
sangra lo que
no recuerda,
Ella frágil,
entre las hojas
verdes y las
blancas donde pone
su cuerpo para
inscribir palabras o
huellas o
espera que aparezca
por el hocico
húmedo de la lengua
eso de lo que
no se sabe;
una piedra
la tijera que
desgarra
y las gotas
que desde el
borde del
himén forzado
en la cabeza
hacen tatuajes
en el papel ...
*
de la sorpresa
de existir
darnos cuenta a
cada vuelo
a cada duelo
de estar ahí
y repactar con
la vida
cualquier
absurda confianza
de celebrar
de recibirnos
al decir de las
crisálidas.
*De Alejandra
Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
http://alejandraalmapoesias.blogspot.com.ar/
***
Inventren Próximas estaciones:
EMILIANO
REYNOSO.
-Por Ferrocarril Provincial-
LA RICA
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Al salir de la Estación de
empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue un doble recorrido
por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente Alsina, y por vías
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Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.
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Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.
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Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación.
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