*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
PAISAJE CON
LLUVIA*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Ocasiones el cielo se teñía
lentamente de un cerrado color cemento y cuando menos esperábamos, la llovizna
se apeaba, finita, persistente, como una manta colgada sobre las cosas del
mundo.
Pero otras veces venía tormenta,
con el crujido atemorizante de un trueno y el latigazo cegador de un relámpago
hacia el final de los campos, donde empezaban los cañadones que no respetaban
alambrados, sembrados, animales o pasto.
Era un espectáculo muy triste el
que ofrecían los caballos, arrimados en el grupo de las parvas con sus
pacientes ancas a la lluvia que borraba las casas, los galpones, las arboledas
y los corrales donde las vacas parecían estatuas, sin poderse mover por el
barro.
En la cocina las mujeres
preparaban tortas fritas y mates para llevar a los hombres, que, sin
poder seguir con sus tareas, se reunían en uno de los galpones para reparar los
arneses averiados o afilando hachas y guadañas, es decir esas tareas menores
que el buen tiempo les vedaba por que el trabajo de la chacra era mucha,
agotador y nunca alcanzaba el tiempo, cuando la tecnología aún no ayudaba.
Había que arar, rastrear,
sembrar, carpir, cosechar, quemar rastrojos en el caso del maíz, darle de comer
a los animales, castrarlos, seguir las pariciones de todas las hembras
porque el animalito recién nacido redundaría en dinero en un momento y todo
venía bien para sostener alimento y vestido de una familia numerosa mientras
eran pequeños, porque al crecer no alcanzaría el pequeño establecimiento para
mantener a todos y, empezando por los mayores deberían emigrar en busca de
otros horizontes más propicios.
Al tener esa cultura
eminentemente agraria los hacía elegir, si podían elegir, trabajos que ya
conocían. Pero si no era así, tenían que optar por lo que encontraran, pero
siempre eran trabajos brutos, porque casi nadie de todos los hermanos había
podido ir a la escuela, porque eran dos brazos más para encarar una tarea, la
mayor de las veces superior a sus fuerzas.
Estos éxodos de brazos se
producían sobre todo en la adolescencia, alentado también por la intemperancia
de los padres. Esos inmigrantes duros, sufridos y castigados por mil
privaciones.
Esto que acabo de relatar es de
algún modo la historia de mi familia paterna, que era en general la de toda
esta gente que siendo arrendatarios tenían pocas defensas para sobrevivir y aún
no estaban mejor los propietarios de pequeños campos.
Muchas veces he pensado en todas
estas vidas anónimas en clave de épica, porque ellos vivieron y murieron en ese
lugar donde “los días son siempre iguales”, al decir de don José Pedroni.
De todas las chacras que trabajó
mi abuelo, yo sólo conocí la de don Luis Burki, un alemán que había venido
entre los primeros pobladores.
Recuerdo vagamente esa casa muy
sólida, distantes a todas las otras chacras que yo conocía. Era amplia, con
techo de chapa a dos aguas, de ladrillos muy bien cocidos, una galería al
frente, con grandes arcadas , el piso de grandes baldosones rojos, una cocina
muy amplia, con su marlera y su despensa al costado donde se colgaban embutidos
y factura de cerdo.
Detrás un gran patio con
palmeras y paraísos y un molino que distribuía el agua por grandes caños de
bronce por toda la casa. Había una inmensa cocina económica, de cuyo hierro anterior
a las hornallas mi abuela colgaba esos grandes cucharones que siempre
brillaban. Esas grandes ollas en las cuales hacia esos ricos dulces que,
privilegio de nieto mayor, me hacía probar antes que nadie.
Detrás de ese molino mi abuelo
había hecho construir un gran palomar circular del cual ninguna chacra se podía
privar en esos tiempos.
De allí se comía carne blanca,
aunque yo no recuerdo haberlo hecho nunca y más allá un gran monte de frutales
que era otro clásico de las chacras de entonces. Limoneros, mandarinos,
naranjos, durazneros, ciruelos, un gran tunal a un costado, y al otro un gran
alfalfar que yo siempre recuerdo inundado de mariposas blancas y amarillas.
Y atrás empezaban los corrales y
más lejos aún los potreros.
Al campo lo surcaba un hondo
canal que le servía no sólo para drenar el agua que se ponía porfiada y a veces
se detenía también en división natural de otros campos vecinos.
Cuando ese canal no tenía agua
en época de sequía, mis tíos menores me llevaban por su cauce deforme y lleno
de yuyos a colocar tramperas para cazar zorzales y amarillitos.
COMO UNA ABEJA
EN EL VIENTRE DE UNA ROSA…
A TU LADO*
Para un día de sol
te ofrezco mi sombrero.
Para un largo camino
te doy mis alpargatas.
Para noche de pena
mi hombro yo te cedo.
Para la soledad: mi mano.
Aunque yo, a tu lado, esté tan
solitario
como una abeja en el vientre de
una rosa.
*De Miguel Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
La inútil
espera*
Llegó el aire
caminando con cuidado para no despertar
esta sensación
que sabe, me destruye.
Los duendes del
hastío lo seguían porque vieron
que todo el día
estuve fracturando cerrojos.
La ropa fue
tendida y recogida
guardada luego
en estantes y cajones.
Y la forma de
aquello que aguardaba
que esperé, que
espero, que esperaré
aún no ha
llegado.
Tal vez haya
estado de pie
la vida entera
a mi lado.
MELODÍA DE AGUA*
Eras melodía de
agua. Niña siesta sedienta.
Te amaba tanto,
tanto. Pero tanto.
Que quizá por
eso nunca pude decirlo.
Nunca pude
decirlo, y te lo digo ahora
Ahora, que has
partido.
Eras... ah,
cuantos cielos eras.
Libro sellado:
solo para él abierto.
Una leyenda de
mariposas blancas.
Blanco
guardapolvo. Blanca tiza.
Un campanario
de pájaros.
Pájaros libando
ausencia.
Un mito frágil
de amapolas.
Amapolas de escarcha
en la garganta.
Una fábula de
iluminadas trenzas.
Trenzas que
encendían el borde de tus sueños.
Desde esta
vocación de orate, yo te nombro.
Y me miro y te
miro y no es sueño ni espejo.
Es,
simplemente.
Una melodía de
agua en el arroyo de mi sangre.
Gloria*
*Por Virginia
Feinmann.
Yo no quería un
celular. Ya le había dicho mil veces a mi hija que no. Pude vivir casi setenta
años sin celular, para qué voy a querer uno ahora. Acá en Pico estoy como en mi
casa, conozco a todo el pueblo y me conocen todos. Me las arreglo. Ocho años en
Suecia viví. No hablaba el idioma, nunca había visto nieve, todavía tenía la
epilepsia y me las arreglé igual..., para qué quiero un celular.
Mamá, me dice
ella, sos grande, si te pasa algo, si no tenés cómo avisarme. Adriana siempre
se preocupó mucho por mí. Será que la tuve de mayor. Yo quería tener hijos
desde chica. Y más de uno, ¡cinco quería tener! Cuando conocí a Beto me moría
por tener hijos con él. Soñábamos con ver la casa llena de pibes y pibas
corriendo, con los amigos y las guitarras, los asados, los cumpleaños. Eramos
varias parejas en esa época. De acá, de Pico. Alguno todavía está. La
agrupación era el JLN. Gente hermosa, muy compañeros todos, muy comprometidos.
Hacíamos trabajo social. Ibamos al barrio Alsina a llevar comida, a darles
clases a los chicos. Se hablaba mucho de política, a mí me encantaba. Porque yo
no quería hacer caridad... asistencia. Nosotros queríamos que hubiera para
todos pero con justicia, que se repartiera bien desde arriba. Tomar el poder,
eso. Y que no hubiera pobres muy pobres ni ricos muy ricos. Una idea simple,
¿no? Sin embargo, no sólo que fue imposible, sino que... en fin.
Pero bueno, la
tuve tarde a Adriana. Porque con Beto, a ver, nos casamos en el ‘72. Yo tenía
veinticuatro años y él treinta. Y no quedé enseguida. Pasaban los meses y nada.
Como dos años pasaron. Yo no andaba llevando la cuenta pero veía que me venía
la menstruación y lloraba. Después me componía rápido para salir al barrio
Alsina, con las latas de leche Molico, los libros, seguía adelante.
A Beto se lo
llevaron preso antes de la dictadura. Por suerte, digo yo, ¿no? No estaban bien
en la cárcel, pero estaban mejor que nosotros, quiero decir, a los que nos
llevaron después.
Y nos llevaban
de distintas maneras, pero siempre por sorpresa. Por ejemplo a Beto un domingo,
que fue a ver a los padres a Banfield, que iba tranquilo. A Cacho, el marido de
Cuca, por esa época también. Había quedado en encontrarse con unos compañeros
en un bar y lo agarraron ahí. A Marita en la puerta del jardín donde dejaba a
los chicos, adelante de las maestras, pleno día. Al marido de Marita enseguida
después. Del mismo jardín lo llamaron, que había no sé qué problema, y en la
puerta también se lo llevaron. A Cuca le dijeron que la necesitaban de urgencia
en la fábrica, y en el camino... Después cayó Gloria y después caí yo.
Por eso yo le
digo a mi hija. Bueno, no le digo la verdad. Le digo que no quiero un celular
porque me lo voy a olvidar en todas partes, porque no me llevo bien con la
tecnología, porque si tengo que estar pendiente de la batería, del cargador, de
no sé de los jueguitos esos que usan mis nietas. Le digo así. Pero la verdad es
que no soporto ver a la gente cuando habla por la calle. Me duele. Con un
telefonito chiquito que no lo ve nadie están a cada rato. Desde el supermercado
llaman a la casa, que si llevan Coca o Sprite. Desde el colectivo a la tía que
vaya bajando la carne del freezer. Desde el videoclub al novio, que si alquilan
de terror o romántica.
¿Sabés lo que
hubiéramos hecho nosotros con algo así?
Que mi suegra
lo llamara a Beto unos minutitos antes: hijo, mejor no te bajes del tren, hay
un auto raro dando vueltas a la manzana. Señora Marita no venga al jardín, la
maestra esa que siempre la está molestando, la que dice que los chicos son
hijos de guerrilleros, estuvo hablando esta mañana con la directora. Cacho, nos
fuimos del bar, había un par de tipos con pinta de servicios.
En fin... A mí
igual no me salvaba nadie. No me salvaba nadie. Mi mejor amiga les dijo dónde
encontrarme, con todos los detalles. Día, hora, casa, color de pelo, color de
bombacha, no les faltaba ni un dato. Ojo, yo sé que no es su culpa. Ya lo sé. A
Gloria le dieron... la lastimaron mucho. Al día de hoy se nota que no camina
bien... será una secuela. Yo no la trato, ni la saludo, pero la he visto pasar
por el centro de Pico cada tanto. No pisa bien de un pie. Vayas a ver... si te
hacían cualquier cosa... Yo ya sé, sé muy bien por lo que pasó Gloria. Pero
bueno, ella les dio mi nombre. Y al día siguiente me vinieron a buscar y todo
eso me lo hicieron a mí.
Además de
tenerme tres años en ese lugar. Estábamos presos, pero no como en una cárcel.
No como en una cárcel.
Ella me pidió
disculpas ahí mismo, apenas me vio, después de un tiempo porque al principio
nos tenían aisladas, encapuchadas. Cuando me sacaron la venda por primera vez
yo no vi nada. Tenía los ojos pegados de, no sé qué sería, lágrimas, sangre,
mugre. Sola me los fui limpiando. Me llevó un montón de días, pero de pronto
pude ver. Y lo primero que vi fue una mujer, lejos, así hablando con alguien, como
riéndose, y me pareció que era Gloria, con esa risa que tenía tan de ella, tan
alegre. Me puse contenta, quería abrazarla, pero me agarró un cansancio
tremendo, todo de golpe, se me aflojaron los brazos y las piernas y me tuve que
tirar de nuevo en la colchoneta. Me quedé ahí, mirándola de lejos nomás,
pensando que ojalá fuera ella para saludarla al día siguiente.
Después no la
volví a ver. Ya creía que me había equivocado, que no había sido. Un día estoy
lavando ropa, porque en ese momento me hacían lavarle la ropa a un marino, y
viene y me agarra de atrás, de sorpresa. Casi me muero de felicidad, de
abrazarla, de darle besos, yo con las manos todas llenas de espuma, me empecé a
reír de no sé qué, a dar saltitos, y de pronto veo que llora. Y me dice flaca
fui yo. Flaca fui yo. Eso era lo único que repetía. Lloraba y me decía así.
Flaca fui yo.
¿Fuiste vos
qué, Gloria? ¿De qué me estás hablando? La tuve que sacudir porque no salía de
esa frase, así que al rato me dijo.
Fui yo la que
te cantó, en la camilla. No daba más. Perdoname.
Y se quedó ahí
llorando. Doblada sobre la pileta, casi sobre el agua con espuma sucia. Yo me
sequé las manos y me fui. No le hablé nunca más.
Ahora uno, con
los años, va pensando, va entendiendo supongo. Cómo no voy a entender. Yo misma
podría haber dado el nombre de alguien. Y la verdad es que no lo hice no sé por
qué, porque en ese momento me emperré en pensar en un mantel que había en mi
casa de chica, un mantel de plástico a cuadritos rojo y blanco, que usábamos
para cenar todos juntos en la cocina, cuando llegaba mi papá del trabajo y mamá
ya tenía los ravioles con estofado y mi hermanito terminaba los deberes, y ese
mantel se fijó en mi cabeza y me decía que no hablara, que no hablara, que
cuidara a los demás de no pasar por lo que yo estaba pasando, que no hablara.
Gloria, en
cambio, dijo mi nombre. No es su culpa. Pero no puedo volver a hablar con ella.
Bueno, el tema
es que cuando me soltaron me fui directo para Suecia. Beto salió en el ‘83 y se
vino a buscarme. Vivimos allá, estábamos bien, pero yo tenía... arritmia
cerebral se llama, yo le digo la epilepsia para simplificar. Parece que fue una
secuela también. Entonces por los medicamentos y todo no podía pensar en tener
bebés. Después se me fue curando, me redujeron el tratamiento, me curé, vinimos
a la Argentina y ahí sí la tuve a Adriana. La tuve de grande, pero la tuve. Y
terminó siendo hija única, pero cómo la disfrutamos. Cuando era una bebita,
toda para nosotros, tan linda. Yo la veía a ella y veía algo nuevo, una vida
nueva. De nena también, con cada ocurrencia que tenía en la escuela. Cosas que
en algún momento ya no pensábamos que las íbamos a poder vivir. Y bueno, ¡ahora
mis nietas! Son dos preciosuras. Las llevo a la plaza, a las hamacas, al
pelotero de Fabio acá en la cortada. Con la más grande el otro día fuimos al
cine por primera vez. Todo un acontecimiento. Nada que ver con los videos que
ven por la tele.
Son divinas las
nenas, sí. El año pasado cuando murió Beto hicieron un arreglo para quedarse a
dormir conmigo un día cada una. Bastante tiempo se quedaron así, por turnos. Le
decían a la mamá que era lo justo porque ella tenía dos nenas y yo ninguna. Qué
graciosas. Muy amorosas, sí.
Pero ahora con
esto me pusieron mal, porque yo no quería un celular. Ya les había dicho mil
veces, y ayer con la excusa de la Navidad me lo regalaron. Estaban muy
entusiasmadas y todo, a las nenas les brillaba la carita, pero yo no me pude
contener, me dio una bronca tremenda. No sé qué me pasó. No lo quise abrir, me
enojé, empecé a repetir “no quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar con
nadie”, “no quiero hablar”. Medio se asustaron, o se ofendieron, no sé. Pero se
terminó la fiesta. Adriana se llevó a las nenas volando, yo tiré todo en la
pileta, me tomé los remedios y a las doce y media estaba durmiendo.
Hoy me levanté
de un malhumor espantoso. Toca el timbre mi nieta mayor. Solita vino. Me dio un
beso despacio, seria. Yo estaba seria también. Me senté en mi sillón cerca de
la ventana. Ella se fue hasta la mesa donde había quedado la caja del celular
sin abrir. Lo agarró, lo trajo hasta donde estaba yo. Se quedó ahí parada. Lo
tenía entre las manos y miraba para abajo.
Abuela, yo te
quería decir que, bueno, vos ayer dijiste que no querías hablar con nadie, pero
el celular que te regalamos nosotras, si vos no querés, no es para hablar.
También se pueden mandar mensajitos de texto.
Estaba ahí muy
chiquita, muy firme. Yo sentía que me hervía la cara. Fui a la ventana a abrir
para que corriera viento. Me despejó un poco. Ella seguía ahí con la cajita. Me
senté de nuevo.
Y eso cómo es.
Levantó la cara
contenta. Empezó a abrir la caja rapidísimo. Por momentos se le complicaba pero
yo no quería ni tocar. Hizo todo con sus manitos. Al final me muestra el
aparato y dice.
Vas a mensajes,
crear mensaje, ahí escribís lo que querés ponerle a alguien, ponés el número de
esa persona y apretás enviar mensaje. Por ejemplo vos a quién le escribirías...
Hacía calor,
pero entró aire por la ventana, y no sé por qué le dije:
A Gloria.
¿Y quién es?
Una persona.
Bueno,
perfecto, ¿y sabés su celular?
No... pero lo
puedo conseguir. Tenemos conocidos en común.
Bueno,
perfecto, y qué le querés poner.
No sé... qué
hago... ¿te dicto?
No, no, yo te
enseño. Acá hay un teclado, ves, tiene letras en cada tecla y también podés
usar la escritura predictiva, si apretás este botón...
Bueno pará,
Luli... Más despacio... yo estaba toda transpirada, me corrían gotas por la
cabeza, me apantallé un poco con la mano. A ver, mostrame de nuevo despacio.
Empezó paso por
paso. Los deditos se le ponían más blancos en la punta cuando apretaba las
teclas. Lo hacía lento y con fuerza como para que todo se grabara bien en mi
cabeza. Y funcionó. Entendí. Me pareció fácil. La cortina onduló un poco y
volvió a entrar un aire limpio, de feriado sin autos.
Agarré el
celular.
Miré la
pantalla.
Escribí: “Hola
Gloria, soy Susana M. Feliz Navidad”.
Mi nieta lo
guardó y me dijo que a la tarde averiguara el número.
Se fue a
saltitos por la vereda.
Mañana vuelve y
me enseña a mandarlo.
El cuento por
su autor*
*Por Virginia
Feinmann
Escribí
“Gloria” para reflejar desde la ficción –y quizás así transmitir de otro modo,
más emotivo o directo– algunos debates que vienen dándose en el campo de los
derechos humanos en cuanto a las memorias de la dictadura militar argentina, y
en especial la figura del sobreviviente del genocidio y su percepción social
como “traidor”.
Desde la
teoría, el binomio excluyente “héroes/traidores” fue desarticulado con lucidez
por Ana Longoni (Traiciones) y Pilar Calveiro (Poder y desaparición, Política
y/o memoria), quienes precisaron e insistieron en que ninguna de las supuestas
“claudicaciones” –así pensadas desde la rígida moral de las organizaciones
armadas de los setenta–, tales como entrega de información bajo tortura,
vinculación afectiva con el captor y otras, se habrían producido de no haber
mediado antes el arrasamiento total de la subjetividad de la persona, sometida
a las condiciones del sistema concentracionario, vale decir, al circuito de
secuestro, tortura, cautiverio en campo de concentración y exterminio final.
Esta postura,
razonable como es, todavía se rechaza en algunos espacios de discusión teórica,
pero también se revuelve en el alma de los protagonistas de la época, sus
amigos, sus familiares. Lamentablemente, la cuestión fue, por ejemplo, un eje
central y repetido en la estrategia de los abogados de los genocidas durante la
megacausa ESMA, que asediaban a los testigos –sus víctimas– con alusiones
directas a la “colaboración” o “no colaboración” con los marinos durante el
cautiverio, y desviaban así de modo malicioso la mirada sobre los crímenes que
se estaban juzgando.
Otro aspecto
que me interesó explorar en el cuento es el de la posibilidad del perdón en su
dimensión personal, íntima. Que sin afectar ni un poco la certeza del juicio y
castigo, sin erosionar ni un milímetro la consigna “Ni olvido ni perdón” que
sustentó durante tantos años la lucha contra la impunidad, el tiempo y la
experiencia de vida pudieran lograr una leve modificación en el propio sentir,
un pequeño movimiento interno de compasión hacia el otro que permita respirar
con algo más de alivio, vivir de un modo más amable.
Que esta
modificación venga además de la mano de una niña pequeña, de un afecto
familiar, de una tercera generación de mujeres que le trae a su abuela ex
militante una brisa de aire fresco, y que sea a través de la tecnología,
desconocida y amenazante para la protagonista pero inevitable al fin, reflejo
del cambio de época y del crecimiento personal que supone adaptarse a nuevas
circunstancias, todo eso digo, me resultó un tema de trabajo atractivo y, en
definitiva, conmovedor.
Meditación en el
umbral*
*De ROSARIO
CASTELLANO.
No, no es la
solución
tirarse bajo un
tren como la Ana de Tolstoy
ni apurar el
arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en
los páramos de Ávila la visita
del ángel con
venablo
antes de liarse
el manto a la cabeza
y comenzar a
actuar.
Ni concluir las
leyes geométricas, contando
las vigas de la
celda de castigo
como lo hizo
Sor Juana. No es la solución
escribir,
mientras llegan las visitas,
en la sala de
estar de la familia Austen
ni encerrarse
en el ático
de alguna
residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la
Biblia de los Dickinson,
debajo de una
almohada de soltera.
Debe haber otro
modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni
María Egipciaca
ni Magdalena ni
Clemencia Isaura.
Otro modo de
ser humano y libre.
Otro modo de
ser.
El excluido
A menudo, si un
hombre recibe bien de otro
se le despierta
un ímpetu homicida
- rostro
secreto de la gratitud -
y el insulto
que calla lo envenena.
El favor lo ha
marcado
y no cabe en el
mundo en que es ley de las cosas
la lucha, el
exterminio.
A menudo... A
menudo...
Lo cotidiano
Para el amor no
hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello
triste que se cae
cuando te estás
peinando ante el espejo.
Esos túneles
largos
que se
atraviesan con jadeo y asfixia;
las paredes sin
ojos,
el hueco que
resuena
de alguna voz
oculta y sin sentido.
Para el amor no
hay tregua, amor. La noche
no se vuelve,
de pronto, respirable.
Y cuando un
astro rompe sus cadenas
y lo ves
zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la
ley suelta sus garfios.
El encuentro es
a locuras. En el beso se mezcla
el sabor de las
lágrimas.
Y en el abrazo
ciñes
el recuerdo de
aquella orfandad, de aquella muerte.
NUNCA MÁS, NUNCA MÁS*
“Never more”
Poema “El cuervo”.
Edgar Allan Poe
el cristal de mi ventana.
Lo conozco.
Se parece a la muerte.
Abro
y le pregunto:
¿Volverá?
¿Volveré a ser feliz?
Alza el vuelo
al tiempo que repite: nunca más,
nunca más.
Y se pierde
en una multitud de ángeles y
dioses.
*De Miguel Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
***
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