Escucha mi
tren*
Partió el viejo
tren, tal vez en un sueño;
solo niebla y
viento, esa antigua caricia
envolviendo
esos recuerdos postergados,
y música
infinita en el posterior silencio....
Dormir, bajo un
lecho de piedras suaves,
para no
escuchar el eco tardío, el grito,
del metal
alejándose, meciendo su rostro,
quizás callar
como creo que vos callaste.
Nunca habrá más
héroes bajo el cielo,
solo hombres y
máquinas, solo el mar,
salpicando un
vaivén de hierro corroído
y frío de
despedida barriendo el andén.
El azul
eléctrico y el corazón recóndito
del sílice
feroz reducido a herramienta,
lágrimas por un
tren que partió, tal vez,
la desolación
en el mundo sin un tren.
La trama
complicada, el diseño esquivo,
me asustó,
destruyo mi táctica de árbol
y cualquier
mención fugaz de tu nombre
se insinúa aún,
en el brillo de mis ojos.
Juegos de niños
sobre los rieles viejos,
como destinos
que quedaron muy atrás
para forjar
distintos tintes de caminos,
reflexiones
para nuestros otros sueños.
El principio de
la filosofía de lo distinto
emblema de lo
por siempre en el origen
para obtener un
estandarte de pasiones
y ser así el
primer hombre equivocado.
Tu fuego
también escapó con ese tren,
las enseres de
la vida se fueron con él,
la chispa de la
combustión más simple,
el rechazo a la
risotada de la entropía.
¿Dónde apresaré
hoy, ese otro nuevo sol?
¿En qué
pensabas amor cuando fue amor?
¿Qué lágrima es
ya huella que se aleja?
El tiempo,
aguja de oro, tortura mi piel.
Escucha mi
tren, desespera hacia otras latitudes
y el dolor es
como un niño pálido, sin gorriones
o un gorrión
sin alas, sin la prisa del mañana,
y la estación
desierta, una migaja del pasado.
En mis manos,
una sola rosa perdura, tu sonrisa
y en tu pelo el
viento cansado de esperar, partió.
Este silencio
es el recipiente cálido de mi agua,
vertida por la
desierta sensación, de ya no verte.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
–
03/08/14.-
ESTACIÓN DE LAS
MADRESELVAS ESCONDIDAS*
Un banco de la
Estación, sostiene la pausa y la mujer.
La sustenta
como el amor sostiene al tiempo.
Una maleta
llena de incertidumbres.
Y un hueco de
ausencia redondo como el mundo
El tren se
acerca ¿o se aleja? Es una boa de plata.
La mujer se
pregunta si la cola de la boa está roja por el llanto.
Arranca sus
raíces y le duelen hasta las huellas de sus pasos.
Levita en una
butaca con olor a distancia.
El tren
desarraiga su sollozo en aceros solitarios.
La mujer se
deja mecer suavemente.
En sus sueños,
aparece su madre.
Cuando
despierta siente en su boca un sabor lejano.
Leche dulce de
madreselvas blancas.
El tren llega a
destino. No sabe si va o viene.
La mujer
comprende que partir es llegar.
Y el tren
arraiga entre maternos pechos.
Madreselvas de
escondidos aceros.
La sustentan
como el amor sostiene el tiempo.
Saladillo
Norte*
Cuando el tren
se inauguró, la estación fue paso intermedio hacia Mira Pampa y su cabecera
estaba en la ciudad de La Plata. Por Saladillo Norte, iban y regresaban,
los transportes de pasajeros y los cargueros que luego trasladaban
las riquezas que se producían en la zona. Desde el Salado hasta los
bañados de Tapalqué, muchas de las estancias se fraccionaron en chacras, al
punto de que, en poco tiempo, había más de ochenta rodeando a la
nueva estación. El ferrocarril pudo ser una realidad, a partir del apoyo
económico de los estancieros que donaron tierras y de la ayuda de
políticos y de los vecinos.
El
pueblo se inició con la estación de ferrocarril, un almacén de ramos
generales, una cancha de bochas y de pelota y las chacras que se dedicaban,
a las tareas agrícolas-ganaderas. De esta manera se integraba por medio
de las vías, un extenso territorio incomunicado, abaratando los
fletes con su presencia.
Alrededor del
ferrocarril se desarrollaba la vida comercial y social de los habitantes y no
había nadie que alguna vez, no hubiese viajado en el tren: familias,
gobernantes, curas, actores, payadores, guitarreros.
La empresa fue
vendida a capitales ingleses que impulsaron a mayor escala, el transporte
de semillas, animales, correspondencia e inmigrantes que venían a
trabajar al campo y también a aumentar la población urbana.
Luego de
nacionalizaciones y vueltas a privatizar, muchos ramales fueron cerrados,
entre ellos, la estación Saladillo Norte. Casi desaparecidos por
completo, en la actualidad solo un vagón detrás de la antigua locomotora, pasa
de vez en cuando, arrastrando con ella la nostalgia y el empobrecimiento de una
zona, ayer resplandeciente.
Abuela decía
que ver pasar a un tren es como ver pasar el agua de un río, así de
hermoso y de productivo y decía también que un pueblo sin ferrocarril, es un
pueblo muerto. Yo le creí porque nada fue igual desde aquel día, en que
no volvimos a escuchar a lo lejos, el silbato anunciando su
llegada y no volvimos a ver a ese monstruo oscuro, recortándose en la
niebla, la hermosa columna de humo blanco y sus luces avasallantes
acercándose a la estación.
Nuestras
caminatas y juegos en las proximidades del predio no fueron los mismos y, sin
alejarnos de las vías, dimos más importancia a otros entretenimientos.
Entrecerrábamos
un poquitito un ojo y mirábamos al tras luz las bolitas de colores, contra el
sol, desafiando la ceguera pero era el único modo de saber, cual era la más
bonita y a esa la guardábamos en el botellón de “mejores”. Las mejores eran las
que más valían y se usaban en los campeonatos. No podían estar cachadas, tenían
que ser perfectas. En el mismo lugar guardábamos las quemadoras, esas canicas
más chiquitas que bochaban lindo a las demás y entraban al hoyo,
sin necesidad de ensuciarnos los dedos para quitarle la tierra. Un bolillón,
más bonito que los otros, podía cambiarse por una quemadora. Una
quemadora valía cinco de las bolitas comunes o tres de las de colores,
medianas.
Mi vieja nos
llamaba para tomar la leche y nos reñía porque teníamos las manos y las mangas
de los abrigos, negros hasta el codo y las rodillas de los pantalones que no se
salvaban ni con las rodilleras.
Cuando me
enamoré por primera vez nunca pensé que Martita iba a ser tan buena jugadora.
Le regalé una de las bolitas más nuevas. La había ganado en un campeonato y la
tenía de preferida pero no lo pude evitar y se la di. Aprendió a jugar. Ponía
una rodilla en el piso y el codo y apuntaba sacando la lengua por el costado de
los labios. Rara era la vez que no bochara a alguna y no acertara al
hoyo.
Un día tuve que
romperle la nariz a un grandote que la miraba cuando ella se inclinaba y no
recordaba que tenía pollera pero después, todos se olvidaron de que era
mujer, por lo bien que jugaba y no había uno, que no la quisiera de
compañera en la competencia pero Martita, firme, en agradecimiento del
regalo que le hice cuando le enseñé el juego, competía solo conmigo.
Nos volvimos
imbatibles, juntamos dos frascos llenos de bolitas y todas ganadas en buena ley
y para que a Martita no la regañaran, los escondíamos en un pozo, detrás
de los galpones de la estación.
Después la mamá
le prohibió, a pesar de los llantos y ruegos, venir a jugar por no
ser actividad de “señoritas”. Creí que se me caía el mundo y una
tarde, me presenté en la casa de mi novia con los dos botellones y se los
regalé porque, a pesar del esfuerzo por desprenderme del tesoro, no
sentía de hombres el quedarme con ellos.
Martita me dio
el primer beso y yo toqué el cielo con las manos. Cuando empezamos la
secundaria nos anotamos en el mismo colegio para estudiar juntos. Ella era
mejor alumna y en casi todos los exámenes, a espalda de los profesores,
me soplaba las respuestas.
Nos pusimos de
novios en serio. A pesar de lo restringido de los horarios el padre, me
autorizó para que fuera a buscarla los sábados. No duró mucho el gusto por los
bailes y preferimos cambiar por ir a ver buenas películas. Quedamos fascinados
con Romeo y Julieta y ahí germinó la semilla del matrimonio pero todavía,
éramos demasiado jóvenes.
Abuela murió.
Martita empezó la facu, yo puse un negocio y a ambos nos fue bien.
Ella se recibió y compramos un departamento, aquí mismo, en Saladillo. Ahora
estamos esperando a nuestro segundo hijo. Ya tenemos los botellones y esta
historia de trenes, preparados para dárselos. Después de todo, si
nos enamoramos fue porque el ferrocarril cerró y nosotros nos dedicamos a
jugar a las bolitas.
República
Argentina
*
Ya sé
que es mi
destino de mujer
esperarte
con paciencia
en los andenes,
con un bolso
marrón,
sucio y ajado
que contraste
con mi cara de
esperanza.
Ya sé
que te subís a
trenes
que tienen
seguro de
regreso.
Pero debo
confesarte
que no tengo
vocaciones
de Penélope,
y hay un tren,
en la estación
que está
partiendo
con destinos
inciertos.
Yo te quiero.
Prometo
enviarte una
postal
de cada puerto.
*De MARIANA
FINOCHIETTO.
Manos*
Se miró una vez
más las manos. Lo hacía constantemente en los últimos días. Desde lo del tren,
las sentía como algo ajeno, algo que en realidad no formaba parte de él pero
que estaba ahí, como una especie de entidad parasitaria, un virus que amenazase
con propagarse de forma fulminante al resto de su cuerpo, pero que, en
cualquier caso, no podía ser exterminado ni aislado. Sólo quedaba entonces una
especie de resignada desconfianza y ese gesto ya casi mecánico de contemplar
con insistencia sus propias manos como si en realidad fuesen las de un
desconocido, y hubiese que estar atento para saber qué hacía con ellas.
No puede
negarse que, después de lo ocurrido, las manos habían vuelto a comportarse
normalmente, sin apartarse un ápice de su rol establecido. Igual que antes de
ese frío día del carbón y los muchachos corriendo, sus manos tocaban,
aplaudían, acariciaban, sujetaban, escribían cartas y palmeaban espaldas como
siempre habían hecho.
Pero ese día,
cuando sus ojos vieron venir a los chicos corriendo (eran rostros de frío, eran
cuerpos de hambre, eran manos heridas de miseria, eran piernas enfermas de
injusticia, eran ojos de muertos que caminaban, de muertos que corrían en busca
de una pequeña brizna de esperanza, encerrada esta vez en ese negro carbón que
viajaba silencioso por las vías) las manos obedecieron órdenes que su cerebro
no había pronunciado. Con implacable lentitud montaron el arma, apuntaron,
hicieron fuego. Cuando el chico cayó al suelo, no hubo remordimiento. No podía
haberlo. Él no había hecho nada. Fueron las malditas manos, como gobernadas por
alguien que de repente hubiera asumido el control, quienes hicieron todo eso de
forma tan eficiente como rutinaria. Por eso ahora se mira tenazmente las manos,
como tratando de descubrir algo que sabe imposible. Por eso casi no duerme,
temiendo que alguna de estas noches las manos vuelvan a actuar por su cuenta,
temiendo que esas manos de otro se deslicen furtivamente por su pecho y sigan
subiendo, con infinito sigilo sigan subiendo hasta cerrarse blandamente en
torno a su cuello, privándole poco a poco del aire y haciendo que el sueño se
transforme en otra cosa aún más nebulosa, quizá un territorio de trenes y
muchachos famélicos con ojos de hambre antiguo buscando un poco de carbón para
calentarse en ese otro lado del que no se regresa.
*
Todos los años
a la misma hora
el mismo día
del mismo mes
se vestía de
fiesta
se ponia
perfume
y caminaba
hacia la estación de tren
el andén
desierto
como siempre
desde hace años
con su cartel
ilegible de destinos
de arribos y
salidas
el soporte de
lo que un día
sostuvo una
campana por demás de pulida
(ahora es
ausencia, gracias anda a saber a quién)
los bancos de
granito
que alguien
confundió con pizarrones
y los
fantasmas...
el día del
último beso ya con el tren en marcha
él le prometió
que volvería
el 26 de agosto
a medianoche
ella creyó, y
prometió estar esperando
las vías vacías
no se apiadan
el tren no pasa
ella espera
por
amor
*
Hacía apenas
tres días que Laurita se había mudado al campito del abuelo para transcurrir
sus vacaciones estivales; y, la verdad sea dicha, ya se encontraba bastante
aburrida. Pensar siquiera en las semanas que le quedaban por delante para que
regresara a su casa, sólo acrecentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la
habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla
de Pascua en una segunda –y acaso vana- luna de miel, mientras ella debía
padecer aquel solitario tormento? Por más que le daba vueltas y vueltas en su
cabeza, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus escasos
diez años de edad, le era imposible darse una respuesta válida.
Deambulaba por
los alrededores sin entusiasmarse demasiado con nada. El paisaje la fastidiaba.
Extrañaba ver televisión, jugar ocasionalmente con la computadora de su
hermano, encontrarse con sus amigas para escuchar música, como haría cualquier
chica de su edad; o simplemente permanecer en su casa, escribiendo en su
diario. Aquí, en cambio, todo obtenía un carácter soporífero. Por más que le
fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, por el que
llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra
novela, no conseguía concentrarse para sentarse a leer -como su papá Augusto le
había prometido que disfrutaría, en un último intento para convencerla de ir a
pasar aquella temporada con los abuelos- trepada en las ramas del coposo árbol
de la estancia, o sin concretar acrobacias, al menos entre sus mullidas raíces,
cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.
El abuelo había
comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el
ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por
entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora
estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la
estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido
intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles
propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las
ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su
estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!
Aquellos
detalles resultaban por completo superfluos para Laurita. Ella era curiosa por
naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie durante mucho
tiempo. Se cansaba fácilmente de las cosas, por lo que solía aburrirse bastante
seguido. Y en el campo era peor. Por eso, a los tres días de estar allí, ya
había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo
que la sorprendiese de verdad, a fin de no llegar a pensar seriamente en
colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo
de alguna manta o cajón, y fugarse con enorme prisa hacia Buenos Aires, a la
casa de alguna amiguita o pariente que la cobijara con excesiva discreción; ya
vería dónde.
El hecho
sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer
enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar
el rostro compungido y de mirada triste que Laurita presentaba por encima de la
humeante taza del desayuno, Teresa se acercó hasta ella por detrás y le susurró:
-Una niña tan
seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que
yo sé…
Laurita la
miró, apenas motivada frente al imaginable tedio que la aguardaba durante el
resto del día. Teresa continuó:
-Y los
secretos, al ser compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven
mágicos…
Aquello venció
cualquier barrera de sospecha que la niña pudiese esgrimir frente a las
diversas motivaciones que la entrañable mujer pudiese formularle. Y la hostigó
a preguntas, sintiendo cómo se desperezaba su inquieto sentido por la
curiosidad. Teresa finalmente, luego de hacerse desear durante unos minutos, le
narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias
décadas.
A escasos
doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran
formando un protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la
trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de
haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas.
Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos
de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se
asustaba hasta los huesos cuando despertaba del sueño a causa de semejante
presencia, y todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose
a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes
podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar
hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para
convocar a los espectros…
-¿Y cuáles son?
-, exclamó Laurita, olvidada del desayuno, con la mirada fascinada por completo
al escuchar atentamente a Teresa.
-Hay que
pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que
rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita
de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de
estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio podrías
ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar los
huevos en el corral, por ejemplo…
Con ello,
Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, a fin de que
fueran pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro
espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin
embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave
para acceder a él. Y había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se
hiciese de noche, y pudiera escabullirse sin ser vista.
La emoción la
carcomió durante toda esa tarde. Las horas se demoraban pegajosas sobre la
esfera de los relojes, y a diferencia de lo que Teresa se esperase, la niña no
volvió a abrir la boca respecto de aquel tema. La mujer creyó al caer el sol
que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, y no volvió a
mencionar el tema.
Laurita, en
cambio, aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de
escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, se
escabulló fuera de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco
abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo
terreno, y salió de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se hubo
alejado unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había
traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue
mirada de las estrellas.
Soplaba una
fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la
inquietaba, aumentando la sensación de soledad que experimentaba de golpe,
aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido
muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y
los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el
polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo
poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.
Aquello debía
haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino
municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún
legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo,
fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la linterna
sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para convocar la
presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:
-“Cuidado con
los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy
parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se
escucha……
La brisa
susurró entre los árboles nuevamente, quizá remedando alguna misteriosa
conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma; y por un
instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales,
nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció.
Entonces, proveniente de territorios en extremo lejanos, creyó escuchar el
agudo silbato de un tren.
Contuvo la
respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar en ambas
direcciones otra vez. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos
consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de
un faro de locomotora.
Se le aceleró
el corazón, y comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia
travesura. El faro se acercaba muy velozmente, demasiado como para que aquella
luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en
un considerable ventarrón, que agitó las ramas con violencia, asustándola aún
más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a
entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número
0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la
cabina, se le apareció delante suyo en todo su esplendor, con el ardiente vaho
de su motor diesel quemándole la cara.
Laurita gritó,
pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos
sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de quién sabe qué otro
ramal en servicio actual e ininterrumpido. El motor regulaba constante mientras
la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese
último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los
vagones.
Dentro, hombres
y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba
sobre ellos, emergiendo sin piedad hacia aquella virgen enramada pampeana. Los
caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose
lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los
brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos
briosos cuerpos, queriendo escapar de un destino prefijado de antemano.
Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por
ominosos parlantes, ordenaba:
“¿Quiénes son
tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un
poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”
Un destello
eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…
La cabeza de un
caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco
de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como
una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna.
El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por
detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres,
pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi como
de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración. Entonces, aún
sin comprender la totalidad de lo que ocurría delante de sus ojos, Laurita
observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del
ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante: sangre.
Y antes de que
ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente
aparición la dejó sin aliento.
Forcejeaba con
uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón.
Pero su silueta era inconfundible. Y al reparar en su presencia, luego de
dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche, y
absoluta firmeza en la voz al exclamarle:
-“¿Qué estás
haciendo acá vos???”
Y Laurita,
antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia
de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…
Treinta años
después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico
insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama,
respirando agitada, rodeada de silencio y de penumbras, mientras los fantasmas
que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de …¿un país
que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente
abiertos, aunque cargados de pesadilla…
Tren del
destino*
Viajo en un
tren abandonado
Donde chirrían
las vías oxidadas
Del desconsuelo
y la soledad
El guarda es un
señor con gesto adusto
Y los pasajeros
parecen mutantes
Tengo tantas
heridas abiertas
Que no las
logro hilvanar
Cicatrices que
se abren por el sentimiento
Tan opaco que
brinda la soledad
Muchas veces he
utilizado mascaras
para fingir lo
que siento
con una
apariencia agradable y
Desmesuradamente
alegre
Intentando
esconder la loca melancolía
que recorro día
tras día
noche a noche
sin dejarme tranquilizar
si alguna vez
pudiera hablar de mis enojos,
de mis
inquietudes y
también de mis
reclamos y reproches
quizás este
viaje sería más ameno,
para mí y para
otros acaso también.-
***
INVENTREN
Próximas estaciones:
J.J. ALMEYRA.
-Por Ferrocarril Midland-
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
-Por Ferrocarril Provincial-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el
Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland
con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con
destino a La Plata.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
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