*Dibujo de Erika
Kuhn.
ABREVANDO*
Abrevando
distancias en tus ojos.
Porque te tengo
y me tienes, como un banco.
Una silla de
paja. Un prado oloroso de rocío.
Como zapatos
viejos. Una casa en la luna.
Reverenciando
tus muertos y los míos.
Tus manos toman
la forma de mi copa caliza
Gritos
escarchados entibian el pozo del deseo
Yo, hija de
rosa arponeada y puñal diamante.
Ura acurrucada
en tu sangre de felino y ciervo.
Detrás del
espejo esperabas. No mientas a tu sombra.
Escondido en la
obcecada manía de ejercer la vida.
Llevabas
golondrinas muertas en tus manos.
Yo, un puñado
de ángeles caídos. Moribundos.
Agonía de la
flor ajada y mutilada.
Fue allí cuando
las palabras desorientaron las arterias.
Con descalzos
cabellos abrí la puerta y los puertos.
Y se dio el
pacto entre lagartijas y ciruelas.
Un apretón de
manos y párpados de impiadosos pañuelos.
Y tu boca y el
agua de las flores en el tumulto de mareas.
Yo, en puntas
de pié en la noche, me asomaré a tus sueños.
Tú, esperarás
en los pasillos de sangre apresurada.
Las tarántulas
a veces son flores de ceibos.
Mientras tanto
en noches afiladas, potros.
Pacto. Alianza.
Renuncia. La luna no es mortal.
Ven. No quiero
irme. Vete. Mira mis manos.
Ven, te detengo
porque no te tengo.
Jamás
florecerán nuestras flores de sal.
Mis manos.
Crepusculares lirios morados y cipreses.
Quiero beber y
el lodazal canta a la frígida sed.
Los espectros
se alojan en mis sierpes y me toman.
Una lágrima se
esconde presurosa en tu mirada.
Abrevando
espinas en tus ojos.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
¿ES EL TIEMPO UNA NARANJA PARIDA EN LA BATALLA?
Fiesta de
disfraces*
Del vestido
negro que abrazaba su cuerpo de mujer y lo realzaba, surgían
unas enormes alas blancas... El contraste enloqueció a Superman.
Volaron, cuando
volvieron a la tierra ella se sacó las alas y él el traje con
el sinuoso, centrado, poder de la ese. Tuvieron miedo a
la desilusión del otro y se alejaron
Sin embargo
sobre la alfombra ínfimas partículas de cielo brillaban
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
Rilke anotado*
El día me deja
encapuchada en la desesperanza, una aleta de pescado me cierra la garganta,
pasa el ave y la mastica. Entera.
Es el viejo
regurgitar de las pestañas, la consolada imagen del becerro que nada:
en el ventarrón
de proa va su mirada.
No porque sea
el mío día del repudio a la tortura, ni tampoco, porque se borren de mis
lágrimas
los matices del
rojo
que hoy existe
este absoluto cansancio del no ser
que revienta en
espumas
salivándose.
¿Es el tiempo
una naranja
parida en la batalla?
Que se me
escapa, que se ya yendo, que
se ha ido, y
con sonido falso, el día de mi nombre.
Mi pensamiento
va contigo, para estrecharte fuerte, y desearte
millones de
cantares y ninguna muerte. Es mi última estela
hermoso
cormorant aun asido de mis alas.
*De Marta
Raquel Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com
Fatalidad de los Espejos de la Lluvia*
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Afanosamente
llovía sobre los innumerables paraguas que poblaban las avenidas y se abrían
hacia el cielo gris, como un gesto desafiante. El rítmico redoble de la lluvia
trabajaba con paciencia las aceras, las copas oscilantes de los árboles, el
colapsado tráfico, las solitarias chimeneas que habitan los tejados, los verdes
setos que flanquean la glorieta. Caía de costado contra los ventanales de los
pisos altos, tras los cuales podían verse, espaciadamente, rostros confortados al
sentirse inmunes al caprichoso trajín de la naturaleza. Envolviendo la ciudad
en un húmedo abrazo ineludible, llovía aquella tarde en que descubrí a Irene.
(Sí,
porque más que un encuentro, fue un descubrimiento, un abrir los ojos a una luz
desconocida, casi un deslumbramiento. Fue como si la multitud apresurada de
pronto no existiera, como si en toda la plaza no hubiera nadie más, nada más
que ella y las baldosas blanquinegras, brillantes a causa del agua que corría
vertiginosa sobre ellas, buscando los desagües; ella abandonadamente sola,
pequeña, majestuosa, improbable, caminando sin prisa y sin paraguas bajo la
furiosa calma del agua que caía.)
Llevaba el
pelo mojado; gruesas gotas de agua resbalaban por su rostro, hermoso y acaso
algo triste, uniéndose después en la caída al torbellino de las otras gotas y
estallando con ellas al contacto del suelo, frío e inflexible, formando una
misteriosa melodía que se propagaba por el aire fresco del atardecer urbano.
(Su pelo
corto y empapado, sus ojos asombradamente abiertos y mirándome. A mí, que
tampoco llevaba paraguas; a mí, con el pelo lánguidamente pegado a las sienes y
a las orejas; a mí, que al igual que ella, caminaba con calma dejándome llevar
por la irreprimible nostalgia de las tardes lluviosas; a mí que la miraba con
idéntico asombro.)
En una
tarde tan oscura, tan llena de nubes, un paraguas parece la más elemental de
las precauciones. Pudo ser, entonces, un alarde de indiferencia o de temeraria
arrogancia lo que nos unió bajo los porches de unos grandes almacenes. Nos
miramos sin poder, sin querer evitar la risa, sin esforzarnos en sofocar la
carcajada que nos provocó la visión de nuestro propio aspecto de perritos
mojados y vagabundos.
(Pero era otra cosa, algo más trascendente, más sutil;
era un devorar de ojos, un tratar de disimular la propia turbación, un
disfrazar con risas aquello que, indescifrable aún, ya nos estaba incendiando
por dentro)
Después,
como un violento ataque de vergüenza, sobrevino el silencio. Fue el momento de las
miradas esquivas, de los gestos delatores del naciente nerviosismo. Con
impotente resignación, observamos la multitud embozada que surcaba con
impaciencia las aceras en dirección a sus casas, a sus trabajos, a sus
diversiones. Nuestra espera nos brindó el deleite de la contemplación de esas
escenas que suceden todos los días y a las que, por desgracia, somos casi
siempre ajenos: La tarde que declinaba, las calles vaciándose, las farolas
llenándose de luz y alumbrando la imperturbable cortina de agua que no cesaba,
las puertas de los almacenes cerrándose, la noche llegando con todas sus
promesas y todas sus decepciones y todas aquellas ventanas iluminadas allá
arriba. Y aquí, tan sólo nuestras sombras, conscientes de la inutilidad de la
espera (porque se adivinaba en el cielo cargado de nubarrones la inutilidad de
tan larga espera) y a pesar de todo
(pero sabíamos el motivo, íntimamente lo sabíamos, como
se sabe de repente que alguien, al otro lado del mundo o del tiempo, está
llorando)
prolongando
nuestra estancia allí, como si algo impalpable y certero nos retuviese bajo la
protección de los ensombrecidos porches. En un momento impreciso, nuestras
bocas se abrieron simultáneamente sin llegar a emitir sonido alguno, y fue otra
vez la risa, el tibio temblor de sentirse, por un instante, reflejo de otros
actos. Después, inesperadamente, nos besamos.
(no la
besé, no me besó; fue un acercamiento mutuo, una llamada paralela que juntó
nuestras bocas, y nuestros destinos, frente al sonido monótono de la lluvia golpeando
inquebrantable el asfalto por el que, a esa hora, no circulaba nadie)
Un beso largo, cálido, desesperado; un hundirnos en
mares inesperados y abismos confortables; un despertar, acaso.
Sentí, como un desgarramiento, su lengua abandonando mi boca, sus labios
separándose de los míos, sus ojos que me miraban con
gratitud, con infinito cariño, con incurable tristeza. Cuando quise
hablar, su mano se posó suavemente sobre mi boca. Luego, sólo
pude contemplarla mientras se alejaba bajo la lluvia sin un adiós.
En días sucesivos, busqué con ansia su adorada figura
entre las multitudes. Frecuenté monstruosos hipermercados, tranquilos parques,
bulliciosos bares nocturnos, calles insoportablemente transitadas y calles
vacías. En vano fatigué librerías, hoteles. Sin mayor fortuna, inspeccioné
tiendas de paraguas, perfumes o flores. A veces, creí adivinarla al fondo de
atestados corredores o en algún restaurante, tras las vidrieras.
Otras
tardes lluviosas, tuve la dicha de compartir con ella improvisados refugios,
cálidos besos, interminables silencios de ojos atrapados sin salida. Luego,
solíamos caminar bajo la lluvia sin preocuparnos de evitar los gruesos chorros
de agua que se precipitaban desde arriba, desde los desagües de los tejados, y
se deshacían en violentas embestidas contra el empedrado gris de las aceras.
Ibamos dejando atrás las calles sin nadie, las tiendas cerradas, los bares
repletos de gentes que charlaban y reían bulliciosamente prolongando al máximo
el retorno, el temido regreso a sus casas, a los cotidianos problemas
domésticos, a la incomparable sensación del hogar-dulce-hogar.
La
costumbre nos hacía caminar sin rumbo, acaso dando vueltas a una plaza, o
deslizándonos por callejas mal iluminadas que desembocaban en avenidas
infernales, que cruzábamos con rapidez en busca del sosiego de las
otras calles, menos concurridas, más acordes con nuestro propio deambular
enmudecido. No podría decirse quién elegía los itinerarios. Era como si el azar
nos guiase a su antojo, para separarnos inequívocamente en una esquina, al
borde de un semáforo parpadeante o en la puerta de alguna discoteca de moda.
Fue una de
aquellas tardes cuando, no sin asombro, me fue deparado el placer de escuchar
la añorada melodía de su voz. Frente a una pequeña puerta acristalada, clavó
sus negros ojos en los míos y, con mucha dulzura, con innegable pasión y tal
vez algo de miedo, dijo:
- Aquí es
donde vivo. Me gustaría que subieras.
(¿Habré de
confesar que ese tan deseado sonido consiguió turbarme? ¿Me
atreveré a declarar que despertó en mi alma fuegos que jamás ardieron antes de
ese instante y esa voz? ¿Diré, finalmente, que un maremoto de música inundó mi
mundo, sordo e indiferente hasta entonces?)
Y
naturalmente, subí. Me maravilló el alegre apartamento de aquella muchacha
frágil que tanto me enternecía, y cuya presencia tanto lograba pacificar mi
atormentado espíritu. Incoherente, anacrónicamente, osé pronunciar palabras,
intentando elogiar la decoración, mostrar mi fascinación nacida de aquellos
colores, de aquellos cuadros, de aquel silencio cargado de melodías anunciadas.
Pero fue su mano la que tomó mis manos; fueron sus labios los que apagaron,
elocuentes, las vacías frases que comenzaban a formarse en mi boca herética, y
volvieron a sumirme en las profundidades de un cielo húmedo y dulce.
Sin
embargo, nuestras ropas y nuestros cuerpos estaban mojados y nos hacían sentir
las punzadas del frío.
(frío de soledad, frío de círculo de tiza alrededor,
frío de atardeceres sin nadie y sin esperanza de nadie)
Una ducha tibia,
relajante; un ponche caliente, unas suaves caricias, un desatar las antiguas
ligaduras que nos aprisionaban al suelo cotidiano de quienes vagan sin rumbo
por las inclementes calles de la vida, y supe que me quedaría allí, que no
regresaría más a la insufrible humedad de mi triste habitación. Todos los
fantasmas del pasado, toda la incomprensión, todas las heridas, quedaban
definitivamente atrás. Ahora, Irene me abría las puertas de un nuevo sendero,
tan diferente que hasta los más íntimos recuerdos habían de ser desterrados sin
posibilidad alguna de regreso.
Asistí,
casi con incredulidad, al nacimiento de nuestra propia primavera, hecha de
miradas cargadas de promesas, de caricias llenas de ternura, plenas de suavidad
y de cariño, de música. Todo era mágico: el delicado gesto de desvestirnos con
la timidez del primer encuentro, el arduo descubrimiento de nuestros cuerpos,
como un juego, la incomparable languidez del primer beso al abrigo de las
sábanas, el pulso acelerándose lenta e inexorablemente, el fuego desatado
devorando labios, mejillas, hombros, incandescentes curvas, maravillosos
recodos de carne palpitante, las manos recorriendo con avidez y algo de torpeza
incontrolable cada centímetro de piel, convirtiendo en hogueras nocturnas
nuestros cuerpos; cuerpos que se buscaban sin descanso entre mares de sudor y
ternura, cuerpos que se estrellaban y rendían, cuerpos que se arracimaban sobre
el blanco cuadrilátero sin conceder la mínima tregua, cuerpos sedientos y
entregados cuya sed no pudo ser saciada.
(Y
entonces lo supe; lo supe en la incomparable perfección de sus besos, en el
cálido contacto de sus labios, en el dulcísimo aroma de su cuerpo tibio y
frágil, en el sabor excitante de su piel enardecida, en la cadencia melancólica
de la música que llenaba el ámbito de la acogedora habitación; lo supe en el
empapelado azul de las paredes, en el pausado repiqueteo de la lluvia sobre el
alféizar de la ventana, en el llanto desconsolado que resonaba blandamente en
el piso superior. Con infinito pesar, lo supe, y ella también debió intuirlo
porque, de repente, nos miramos y en nuestros ojos brillaban lágrimas gemelas,
irreales afluentes de un amor condenado por los dioses. Entonces nos abrazamos
con fuerza. Un llanto violento, convulsivo, azotó nuestros cuerpos hasta que el
cansancio se nos apoderó de la consciencia y nos condujo hacia las vastas
regiones del sueño, dejándonos en la más completa indefensión frente al alba
futura)
Después,
los días se precipitaron en veloz carrusel. Cada instante compartido lograba
unirnos un poco más, al tiempo que nos iba separando del resto del mundo. Cada
noche, nuestros cuerpos se buscaban con frenesí sin conseguir hallarse, como si
perteneciésemos a dimensiones diferentes, como si estuviésemos tratando de
amarnos a través de un cristal odioso e indestructible, lo mismo que si una
invisible barrera alejase brusca e irremediablemente nuestros cuerpos ávidos de
pasión, hambrientos de placer, deseosos de dar y de recibir ese amor que crecía
desproporcionado en nuestro interior y que, a pesar de todo, no llegaba nunca a
consumarse de forma definitiva.
Pero todos
estos desencuentros, en contra de lo esperado, nos acercaban más y más, nos
forjaban diferentes a esas otras personas que pueden sonreír con satisfacción
tras el vertiginoso instante del orgasmo que les arrebata, nos otorgaban un
doloroso e indeseado privilegio que lograba unirnos de una forma brutal que
descartaba de antemano la idea de una separación que, acaso, hubiese resultado
aún más insoportable.
(Pero todas
aquellas flamígeras miradas de amor
todas las
palabras susurradas
todas las
caricias recibidas
las descontroladas lenguas deslizándose por la tibieza
de las pieles y entrelazándose, repentinamente vivas, en nuestras bocas
lujuriosas
la
temerosa ejecución de otros juegos eróticos de innecesaria
enumeración
y doloroso recuerdo
las otras
palabras, atroces e inútiles...)
NADA. Lo
mismo que el saldo definitivo de una caja registradora estropeada. Pero nos
retenía la esclavitud a ese amor que se nos escapaba por los ojos y en cada
gesto de nuestras manos, que se desbordaba en nuestra sangre (que alguna vez
vergonzosamente derramamos) y que nunca acababa de definirse, de concretarse en
algo real, en algo que pudiésemos llamar nuestro, en algo que poder recordar
años después, cuando sólo la soledad y el tedio viniesen a ocupar los infinitos
atardeceres de encierro en habitaciones frías, silenciosas, insoportablemente
luminosas y sin nadie.
(Curioso
que fuese a llamarse Irene. Y qué bonito nombre, pero ¡qué cruel! Porque Ire y
después ne. IRE, como un ofrecimiento, como una caída voluntaria y vertiginosa
en el tan deseado torbellino de pasión, en el mágico caleidoscopio de manos,
labios y sonrisas uniéndose en extrañas figuras y desatándose contra la
tristeza de los atardeceres otoñales...
Y después
NE, como una negación, como una falaz contradicción, un inexplicable rechazo
que consiguió herirnos con una intensidad jamás presentida. Curioso también que
yo (¡a pesar de todo!) nunca me hubiese parado a pensarlo, a examinarlo en esta
forma dolorosa, acorde, en cierto modo, con la realidad, con nuestra propia y
cruda realidad de amantes sin esperanza y sin posible consuelo)
Una noche
lluviosa, abominable, nos separamos para siempre.
Tal vez
fue la vida (porque encontramos en otros lugares, con otras gentes, aquello que
no habíamos podido hallar en nuestro desmesurado y fallido amour fou)
quien nos arrancó (como se arrancan los pétalos de las flores, como se podan
los árboles, como se mata) de los únicos brazos capaces de proporcionarnos
un pequeño destello de felicidad, esos mismos brazos en los que no nos fue
permitido encontrar el placer. Sí, fue la vida quien nos empujó por caminos
distintos e irreconciliables; por caminos que se fueron distanciando más y más
a medida que en nuestros corazones crecía intolerable la nostalgia, y también
la certeza implacable de que nada merecería la pena en medio de esa soledad
multiplicada de las multitudes refugiadas en el ruido.
Hoy sé que acaso fue posible
otro desenlace, pero entonces éramos demasiado jóvenes, demasiado impacientes.
Ahora que el tiempo ha pasado y la insatisfacción se ha asentado
definitivamente en mi carne, tan sólo me resta la vaga esperanza de que alguna
tarde lluviosa, una de esas tardes lluviosas que aprovecho para salir a pasear
sin paraguas por las calles de la ciudad, ella se pare frente a mí y me
estreche entre sus brazos empapados, me bese con sus labios húmedos y me
conduzca de nuevo a su casa (si es que aún existe, si alguna vez existió) donde
ambas nos debatiremos una vez más bajo la blancura imperfecta de las sábanas,
en busca de ese momento increíble que sabemos no ha de llegar, y nos
fundiremos en un solidario abrazo de impotencia, de saladas y ardientes
lágrimas, de amargo sabor a derrota prevista de antemano, hasta que el sueño
venga de nuevo a liberarnos, a traernos de vuelta de ese mundo pretendidamente
real en el que cada una de nosotras es un reflejo difuminado de la otra (hasta
en el nombre, ¡cruel coincidencia! hasta en el nombre) y en el que no podemos,
en el que nunca podríamos ser plenamente felices.
Tan sólo
la esperanza, las preguntas sin respuesta, el obstinado recuerdo del único
amor; y acaso una sorda rabia que ya casi ni siento, un despiadado rencor hacia
los dioses de la lluvia inconsistente, que me condujeron hasta Irene para
arrebatármela luego como un siniestro juego, como una burla sádica. Pero ya
está anocheciendo y mi marido no tardará en llegar. Como cada tarde, debo secar
estas lágrimas, estas saladas lágrimas que cualquier día van a ahogarme, y
preparar la cena; una sopa caliente, unas tortillas, un soportar abrazos,
caricias y besos no deseados, una fatigada entrega, el sueño llegando poco a
poco...
Dar la vuelta
(al cuerpo)*
Pegada a tus
decires,
aprendí a dar
la vuelta
a bancarme el
hueco,
a tus caprichos
constantes.
A sentir el
dolor que acosa
la tensión del
músculo,
el cansancio,
el desgano.
A la soledad
intestinal abrumadora.
Las heces
amarillas.
Una columna
vertebral
eternamente
torcida.
Me dominabas,
me ponías a tus pies.
Ahora te tengo,
es decir te manejo,
te porto, te
pongo a raya,
a límite.
Camino de tu
mano.
Y ante tu
padecer
estoy
en franca
retirada.
Con el hueco,
disfruto
plenamente.
Soy mujer,
tengo un
cuerpo.
No es saber del
médico.
Dar la vuelta,
es cosa de
discurso.
*De Cecilia
E. Collazo. psic_collazo@hotmail.com
-De Poética
Despiadada . Editorial Imaginante 2013
CANINOS Y
MOLARES*
Deseamos, todos,
un mundo justo. No lo logramos en nuestros pequeños espacios, en nuestras casas
minadas por antiguas ofensas, rencores, palabras dolorosas, abandonos y
reproches. Pero deseamos, no me cabe dudas, un mundo justo.
No queremos
guerras ni hambre, no deseamos el mal en abstracto, intentamos ser justos
mientras eso no choque con nuestros intereses del hoy día.
Y hay gente que
ha decidido no matar animales ni ser parte de la matanza. Dejan primero la
carne, luego el pollo, luego el pescado, y algunos, inflamados por el amor a
los animales tampoco tocarán la leche extraída de vacas cautivas ni los huevos
de gallinas criadas bárbaramente en jaulas estrechas.
Desde la dieta
intentan quitar un poco de crueldad a este universo, delgados y hermanados por
cierta beatitud más ligada a la debilidad que a la santidad.
Llevan sus
viandas a las reuniones, consumen bovinamente sus ensaladas y como los pájaros
y las ardillas tragan sus semillas y frutos. Hablan sobre la nutrición y están
al tanto de vitaminas, minerales y aminoácidos, compartiendo su entusiasmo
mientras los oyentes devoran su pedazo de vaca o piensan en el aroma espeso de
un pollo a la portuguesa.
Mientras rallan
su zanahoria, en oriente hay guerra; mientras compran su aceite de oliva, en la
calle una aborigen extiende la mano marrón al nivel del suelo, al mismo nivel
de los esclavos que jamás desaparecieron de la historia. Mientras un hombre
remoja sus lentejas, un benteveo roba el pichón de una paloma, y en el río un
pez devora a otro.
En el campo las
arañas cazan libélulas, los perros matan cuises, las lechuzas atrapan en
silencio un murciélago.
En un universo
de cacería y dientes, de púas y uñas curvas, algunas personas no comen vaca, ni
cerdo, ni aves de corral. Las quintas que proveen a los vegetarianos de sus
verduras ocupan el campo donde ya no viven los yaguaretés, la ropa que usan se
hace con el algodón sembrado donde ya no hay monte y ya no hay tucanes.
Los
vegetarianos desearían retrasar la historia, disminuir el número de humanos,
que no hubiese, quizás, humanos en absoluto. Y desearían que el león yazga con
el cordero y que los halcones coman hojitas de laurel, y que al borde del mar
no destrocen las orcas a los lobos marinos.
Pero no se
puede. Habría que empezar de nuevo, y pedir al creador que cambie las reglas,
baraje de nuevo, ponga orden en esta gran carnicería.
Los
vegetarianos posiblemente pecan de soberbia, desean ser más justos, ellos, que
el universo del cual forman parte. Desean ser más justos que el creador, más
justos que la naturaleza, más bondadosos que cualquier Dios.
Pero no se
puede.
Me causan una
melancólica ternura Gabriela con sus paltas, Roque con sus espinacas, un
pequeño gesto de humana voluntad frente a lo inhumano del universo. Dichosos
ellos que creen en la posibilidad de la justicia.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
le pedí
prestada
la lengua a la
mariposa
para poder
nombrarte
mamá
le pedí
prestados
los ojos a las
mantis
para llorarte
verde
mamá
y para llorarte
azul
tomé prestado
el corazón de
una rana
mercedes del
valle
mamá de yo hijo
para acariciar
de nuevo tu olor a tiempo
tus ojos donde
entraban al mundo
los barcos
pesqueros
de sirenas
doradas
y de peces que
no tenían
donde caerse
muertos
por el frío
mamá mamaíta
mercedes de mis años
le pedí
prestados a los elefantes sus trompas
para buscarte
profunda en la ceniza
para olerte el
cabello como un árbol de manzanas
una vez más
una solita vez
más en el tiempo/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
*
“Se llega a un
punto en el cual se dispone de tanto silencio que las palabras te hablan,
ofreciéndose acompañarte en tu abismo.”
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
***
INVENTREN
Próximas estaciones literarias:
J.J. ALMEYRA.
-Por Ferrocarril Midland-
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
-Por Ferrocarril Provincial-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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