*Foto: Coche
motor Gardner, Ferrocarril Midland
ECOS DE LA CALLE
BREWER*
Desde la ventana del piso alto
del edificio
de la esquina, no tan lejos de
la bulliciosa
calle Oxford, el viejo Marx
derrama
unas pocas flacas lágrimas
por las cosas
de la historia y por los
ensueños
desvalidos, mientras consume
su momento
mirando hacia la calle.
Engels,
ya muy serio, lo acompaña,
entre los ecos
de lo que parece una
asamblea
de obreros, que se acercaron
desde
Shoreditch y otros barrios
para saludarlo y
escucharlo
con sus miradas heridas y
sus boinas viejas.
Porque la historia ya pasó,
y está pasando,
como un tren repleto entre
la noche,
que nunca puede saberse
adónde va.
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
-Afiche del
estribo incluido en el poemario “Dos cigarrillos para Eliot”.
Ediciones del Nuevo Cántaro.
Marzo 2015
ESTACIÓN INGENIERO WILLIAMS
Oráculos*
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Me leyeron las líneas de la mano
en La Plata. Los posos del café en Villa Mercedes. Una mujer sumamente vieja y
delgada, cuyos ojos refulgían como diminutos diamantes de fuego, me echó las
cartas en un oscuro tugurio de Buenos Aires.
Todas las predicciones auguraban
lo mismo: Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me alarmaba. Las
razones nunca estaban claras. Unos decían una cosa, otros, la contraria; los
más, esgrimían la consabida excusa de que la adivinación no es una ciencia
exacta y de ese modo eludían dar mayores explicaciones.
Les cuento lo más curioso: yo
nunca creí en esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía
hacerme? -preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo ellas son
capaces. Así pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me dije, tal
vez ella, alguna de estas noches...)
Si la primera adivina (su
cuchitril era un arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con gigantescas
cartas de tarot en las paredes, a modo de cuadros, y una bola de cristal sobre
un tapete de terciopelo negro, colocado encima de la mesa hexagonal que ocupaba
el centro de la sala, sobre la cual había una lámpara de gran potencia. El
resto del cuarto estaba a media luz, para realzar el misterio, supuse) no
hubiese mencionado el nombre, la cosa hubiese terminado ahí. Un juego
inocuo, una frivolidad más entre tantas otras. Pero lo hizo. Y luego me miró,
leyendo en mis ojos una intranquilidad que le animó a seguir por ese camino.
Cuando salimos (mi amiga me acompañaba), mis comentarios acerca de esos lugares
de adivinos y mi risa forzada provocaron su curiosidad. Algo había sucedido
allá adentro y ella era consciente. Le conté lo sucedido (realmente no todo,
sólo lo necesario. Tampoco es cuestión de airear chismes de otro tiempo) y dije
que sólo se trataba de una casualidad, pero no quedó convencida. Propuso
visitar otro sitio. Ella se ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar
tranquilo, pero algo había permanecido dando vueltas en mi interior. Así que,
entre risas, y sólo por contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez fue en Morón. A
Rebeca (mi amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en una casa a las
afueras y cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba
a algo llamado libanomancia, un rito mediante el cual se puede adivinar
a través de la observación del humo. Jugar con fuego no me atraía en absoluto,
pero ya había dado mi consentimiento previo, así que no fue posible echarse
atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el viejo juntaba un montón de ramas secas
y las encendía, sentándose luego junto a la hoguera e invitándonos a imitarle.
Mientras aguardábamos, él contemplaba el humo, muy atento. Quizá para hacernos
más llevadera la espera, nos estuvo hablando de su especialidad (también
llamada capnomancia o ignispecia) y de los múltiples éxitos
cosechados en más de cuarenta años de práctica. En un momento dado, enmudeció,
me miró con una expresión severa y nombró el sitio. Después nos rogó que
nos marchásemos. Dejé unos billetes sobre la mesa de la cocina y salimos a la
brisa del atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía ser una mera
coincidencia.
Pero si por un momento pensé que
la cosa iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos días después se
presentó en mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos metimos en el auto y
condujo hasta Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo
similar). Su técnica era la fisiognomía. Esta especialidad consiste,
según me fue explicando Rebeca durante el viaje, en el estudio de las cabezas y
las caras. La mujer, ciertamente amable, me ofreció asiento en una silla antigua.
Después, se colocó frente a mí, en un sillón situado sobre una especie de
pequeña tarima, y se puso a mirarme con insistencia y atención. De cuando en
cuando, se levantaba y pasaba sus manos por mi cabeza o mi rostro, como para
comprobar la veracidad del testimonio ocular. Me sentía terriblemente incómodo,
pero Rebeca estaba radiante. Aguanté casi una hora entera. Después, escuché la
palabra que no deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos. Regresamos a la
ciudad.
“En Rosario hay un tipo que se
dedica a la grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono dos días más tarde.
“Mañana vamos”, contesté. Mientras yo trataba de fijar una cita para esa misma
tarde (cine, cena y unas copas cómplices), ella me explicaba con detalle la
“ciencia” en cuestión: Se trataba, según entendí, del estudio de la escritura.
Tamaño, forma, inclinación, todo eso. No hubo más discusión. No oyó (u simuló
no haber oído) mis razones, casi súplicas, para vernos esa misma noche.
Al día siguiente viajamos hasta
Rosario. En tren. No me apetecía conducir tantas horas y, de paso, tenía la
esperanza de quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién sabe!
El Doctor Morales –tal era el
nombre del grafomante- vestía una bata blanca cuando nos abrió la puerta
de su estudio, un lugar atiborrado de objetos de diversa índole, muchos de los
cuales desentonaban entre sí, dándole al lugar el aspecto de un trastero, un
almacén de antigüedades o la vivienda de un demente. De entrada, me incliné por
esta última posibilidad. El tipo nos condujo, a través de aves disecadas,
aparatos de radio estropeados y muebles con irreparables desperfectos, hasta su
despacho, no muy diferente, en realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo
por la luz, más nítida.
Me sentó a una mesa –previo
desalojo del montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a
escribir. “Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de
Dante o una colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo
más fácil, esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a
su elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco,
lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una
puerta diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a
sus habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué
escribiendo casi furiosamente.
No me seducía la idea de dejar
allí constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes
del Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de
Kafka. La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en la soledad de mi
cuarto, me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre
todo, el temor infundado de que, en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi
adorable Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos
sonetos de Borges y el quinto lo usé para reproducir El espejo que huye,
relato de Giovanni Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de memoria.
Tardaron más de hora y media en
regresar. Para entonces ya había usado otros tres folios, dejando en ellos
fragmentos dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con
mayúsculas, como le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos. Morales tomó
asiento frente a mí y se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi amiga se
colocó justo detrás de él, leyendo por encima de su hombro. Yo la miraba con
amargura y también un poco de ira, pero ella no me prestaba atención,
concentrada como estaba en la contemplación de los folios escritos. Deseé estar
lejos. Aunque fuera en ese lugar al que todas las señales parecían ligar mi
futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba algunas palabras, hacía círculos
rojos alrededor de párrafos enteros. Yo esperaba el veredicto sin interés. La
voz de Morales pronunció el nombre como una sentencia. Al oírlo, el
rostro de Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue sólo un chispazo, pero esa
sonrisa borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos charlando hasta un hotel. El
conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo suerte (sin duda apoyada por el
billete que deslicé con disimulo sobre el mostrador de recepción): Había, en
efecto, dos habitaciones contiguas con puerta de comunicación interior.
En la cena me mostré encantador,
conseguí que Rebeca tomase un par de copas de champán tras el postre, le
prometí un nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al siguiente de su
lista (a esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de “especialistas”
en asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación permaneció cerrada toda
la noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la
puerta con la esperanza de que ella, por fin… Traté de girar el pomo con
precaución, mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y triste, volví a la
cama y caí en un sueño entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio
de dos pesadillas, me juré terminar con todo aquello de inmediato.
En el desayuno, Rebeca me
anunció que debía permanecer en la ciudad un par de días, trámites burocráticos
para su madre, quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta fue una
tortura. Me encerré en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí
furiosamente, escuché música a un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron
excesivo, jugué al ajedrez contra un rival imaginario, ordené toda mi colección
de sellos antiguos. No habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi
puerta, se declaró asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha,
afeitarme, vestirme “decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa”
dijo. Esa energía suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor
objeción.
Todos padecemos adicciones. Sean
graves o insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces,
ni las percibimos. Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más
común y menos diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces. En esa
ocasión, mientras íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia
(observación de las aves), descubrí que la adicción de Rebeca eran los
gabinetes esotéricos. Y me arrastraba tras ella como a un perrito, con la
excusa de hacerme un favor: era yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El
asunto resultaba muy extraño –no voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad
crecía con cada nueva respuesta afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el
futuro? Bastante tenemos con soportar el peso del pasado y vivir lo mejor
posible el presente.
En Corrientes fue la enomancia
(lectura de símbolos en el vino).
En Mendoza la numerología.
En Luján, la sicomancia,
que utiliza hojas.
Fueron semanas de viajes,
escenas sacadas de películas en blanco y negro, habitaciones contiguas pero
siempre separadas y esperanzas renovadas por la mañana, que veía arder cada
noche en el fuego glacial de la soledad. La boca de Rebeca era una promesa
eternamente pospuesta. Y el dinero empezaba a menguar de forma alarmante.
En Bahía Blanca, botanomancia
(como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia (madera) en Paraná.
Aluromancia (adivinación practicada con
harina) en Junín.
Se ha dicho que la locura es
hacer siempre lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros hacíamos justo
lo contrario: Probar diferentes medios y obtener un mismo resultado. Llegó un
momento en que ya parecía imposible la existencia de otra respuesta. Si eso
hubiera sucedido, si se hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos
hubiéramos quedado atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición
de la prueba.
Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado
fue La Eneida, de Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).
En Catamarca, ceromancia
(se usa la cera de una vela).
Si al principio nos guiaba la
búsqueda de una comprobación, ahora era más bien la esperanza del error: que en
una de esas gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una
ventana a otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual escapar de esta
condena que se cernía, implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación de los fenómenos
atmosféricos) en Salta.
Tarot en Resistencia.
Al borde de la extenuación y la
ruina, Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en
Chile, existía un viejo cuya habilidad consistía en interpretar los signos de
la arena. Tras dos horas caminando por la playa, agachándose de cuando en
cuando para observar algún dibujo más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su
dictamen fue implacable.
Era el último viaje. O más bien
el penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la
vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero
Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos días estuve
telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me informó,
secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me miraba
con desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su
desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando
por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.
Hice la mayor parte del viaje
dormido. O abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un sentimiento de derrota
en mi ánimo. Como si los fantasmas del pasado me hubiesen obligado a regresar.
“¿Y ahora?”, me pregunté. En la estación no parecía haber nadie más, lo cual me
contrarió, porque charlar dos minutos con el encargado o un viajero cualquiera,
me hubiera servido para serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un banco, al sol.
Recordé, como había venido haciendo durante esas últimas semanas, las escenas
de veinte años atrás. Quise razonar que tal vez este regreso era mi expiación.
Sin duda, no estaba preparado para lo que ocurrió a continuación.
De un rincón en penumbra, a mi
derecha, a unos diez u once metros, surgió una voz que no pude dejar de
reconocer.
- Te estaba esperando.
Pensé que se trataba de un
espectro, pero el contorno del hombre de quien provenía el sonido parecía muy
sólido. No podía verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo el gabán, el
sombrero, los zapatos. Las manos enguantadas.
- Te creía muerto – respondí,
con un aplomo que no hubiera supuesto.
- He esperado mucho tiempo
–dijo, como si no me hubiera oído.
- Veinte años – susurré.
- Veinte años – repitió él, como
un eco acusador.
Podría excusarme alegando que lo
ocurrido entonces fue accidental. Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su
mujer. Y mucho menos hacerle daño a él, a quien consideraba un buen amigo.
Simplemente ocurrió así. Sólo defendía mis intereses. Eran las reglas. Pero
incluso a mí, tras tanto tiempo, todo eso me sonaba a palabrería sin sentido.
Había llegado la hora de la venganza y yo estaba dispuesto a dejarme matar sin
una sola queja. Me parecía justo.
Fue entonces cuando percibí el
perfume. Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre, había otra, más
pequeña, casi imposible de ver desde la zona soleada donde yo me encontraba. Y
lo comprendí todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro
tren acababa de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la
derecha. Cuando miré, en el rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la
esperanza de haber sufrido una alucinación provocada por el sol. Pero al volver
la vista pude ver, como en un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el
interior del vagón. La puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías.
La estación quedó desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo
invadiría todo.
-Sergio
Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
Rieles*
En las
postrimerías del día
es cuando
crecen los rieles
hacia
horizontes ciegos,
y el tren parte
rasgando el aire.
Nunca se en que
vagón viaja mi alma,
con la frente
pegada a la ventanilla
observo
respiro
sueño.
Voy dejando
atrás árboles
cielos
alunados, y arlequines macabros.
A veces el
paisaje se transforma
en trigales
peinados por el viento
o en semillas
recién brotadas
o en flores
amatistas.
De vez en
cuando los rieles
cruzan el
corazón de la montaña
y sepulta lo
sepultado bajo otras rocas desconocidas.
Sigo partiendo,
apurada recojo
el último beso
el último
apretón de manos
y los guardo en
mi ilusorio bolsillo de recuerdos.
Juego
creo
sonrío
lloro.
Parto
siempre estoy
partiendo
las estaciones
asfixian
en las grandes
conglomeraciones
de humos, de
caos, de voceríos.
Tragedias,
puñales,
sangre
pieles zurcidas
relojes rotos
ojos vacíos.
Parto
nunca llego.
Estoy siempre
de paso.
*De Patricia
Dajruch
13-12-2014
No quiero
cantar*
No quiero
cantar y se me hacen sangre las palabras
y brotan
obstinadas como una vena abierta
encharcando el
silencio de la tarde que espera
un tren, una
odisea o el fragor de mis gritos.
No quiero
cantar pero mis voces no se apagan
y siguen
derramando susurros delirantes
hacia el cielo
indiferente del crepúsculo.
Mas en las
estaciones abandonadas no hay certezas;
tan sólo
ausencias
______________
oquedades
______________________
recuerdos de miradas
vagos gestos de
adiós como una llaga en la memoria
un vértigo de
trenes perdiéndose en la noche...
Sólo la
estación desierta
________una voz
aletargada entre mis labios
_______________y
el eco atroz que no puede escucharse.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Carta
encontrada en la estación*
*Por Urbano
Powell.
"He jurado
irme y olvidar, soy el último habitante de este pueblo y ya me voy, pero quiero
que quien tenga en su mano esta carta -que he escrito con verdadera
desesperación- sepa algo de este final previsible. Pasaron todas las
calamidades posibles. Primero fue el cierre del ferrocarril, allí se fueron las
familias de los ferroviarios, un poco antes de fugo nuestro jefe de estación
con rumbo desconocido. Más tarde alternaron sequías e inundaciones, hasta que algunos
campos quedaron en lagunas que solo sirven para pescar o cazar patos.
Unos años
antes, -me olvido de lo fundamental- instalaron una repetidora de televisión y
a partir de allí la gente empezó a encerrarse. Las mujeres a la hora de la
siesta veían novelas y los hombres a la noche se reunían a ver los programas de
Tinelli. Sin trabajo y con televisión la vida del pueblo fue cambiando
paulatinamente, la gente seguía partiendo, en especial los jóvenes. Los viejos
se morían y con ellos su saber ante la subsistencia. Al año pasado mi mujer y
yo éramos los últimos habitantes del pueblo, pero ella ya no hablaba de nada,
la tristeza del pueblo la llevo a encerrarse con las novelas que le iban
llegando, y fueron años de novelas y soledad creciente: Antonella, Sodero
de mi vida, Poliladro, La Elegida, Franco Buenaventura,
Gasoleros, Luna Salvaje, Soy Gitano, Culpable de este
amor....
Hace unos meses
se rompió el televisor y mi mujer quedo de pronto con las pupilas muertas, tan
inertes como la mirada del Espantapájaros que ocupa en el andén el lugar del Jefe de
Estación. Así que un día, al retornar de mi trabajo de peón en la estancia
grande me encontré con una carta de Rita "Hace mucho que sueño con Juan
Darthes. Hoy partiré a buscarlo en Buenos Aires. Perdoname".
Me parece
imaginar el verla irse con una pequeña valija de mano, caminando varios
kilómetros hasta la ruta y de allí a dedo hasta el primer pueblo, luego no
puedo imaginar más. Disculpe usted que ha venido hasta esta lejanía buscando
entender el final de este pueblo y se encuentra con esta historia dolorosamente
intrascendente.
Sinceramente,
Javier Ortiz.
*
me pregunto por
todo lo que lloramos
cuando lloramos
por lo que no
sabemos
y en cada
lágrima dejamos
caer
*De alejandra
alma. almaalma3h@gmail.com
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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