*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell. Argentina
Los
secretos de tus cartas*
Muchas veces me
pregunté por qué lo hacía, hasta que un día me acordé de las cartas. Podían ser
hojas manuscritas de una punta a la otra, o tarjetas manchadas con tinta, de
birome, de Parker bordó: cuando había algo importante que decir, mi viejo me
escribía eso que temía o que deseaba para mí. Yo le contestaba y era un ida y
vuelta de papeles. Y pasaba algo cómico: podíamos haber estado largo rato
conversando en una sobremesa o en el auto, camino a la escuela, con absoluta
conciencia de que nada de todo lo dicho importaba demasiado. Conversando con
cierto pudor, un poco avergonzados quizás frente al otro, que entendía que
había algo de simulación en esa puesta en escena, en esa sonoridad, en esos
gestos visibles, mientras la verdad quedaba oculta en esos sobres. Porque en
voz alta funcionábamos como correspondía -él metido en su traje hasta tan
tarde, yo cumpliendo mandatos aprendidos, sacando buenas notas, emprolijándome
la vincha azul y subiéndome las medias hasta las rodillas lastimadas-, pero en
silencio asumíamos nuestras tragedias o eso que queríamos gritar y hacer, y
escribíamos como si el papel no pudiera romperse, como si talláramos la roca en
la montaña con las uñas. Yo balbuceaba el amor. Él decía qué pensaba de las
cosas, y me aconsejaba como si tuviera que dejarme un manual para hacerle frente
al mundo.
Un día me
acordé de las cartas y entendí esta vida paralela. Esta vida de torpezas
silenciosas. Una patria que habito con otros, que tampoco aprendieron a hablar
bien. A veces uno lo logra: se planta frente a un teclado y consigue quitarse
el disfraz. Hoy lloré con un poema y me acordé de estas cosas.
*De Verónica
Abdala. veroabdala@fibertel.com.ar
UN MANUAL PARA HACERLE FRENTE AL MUNDO…
POEMAS DE
NOVIEMBRE*
PARA HACERLA BREVE
Ningún veneno es remedio
Ningún veneno es remedio
ESPEJITOS DE COLORES
Vuelven, vuelven a la historia
DETRÁS DE LA FIESTA
No hay, no habrá, ninguna fiesta
LA NOCHE CERRADA
Viene prometedora,
encantadora...
HAY UN CANTO DE SIRENAS
Y un pozo ciego en niebla
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
*
Sentado
en la cabecera
de la mesa,
como
una estatua
de un pequeño
hombre de piedra,
te quedabas
estático
frente al
vendaval.
Caían los
techos,
las ventanas,
el ínfimo mundo
cotidiano
sumergido
en el caos,
naufragado
para siempre
y otra vez.
Sólo la puerta
siempre estaba
en su lugar,
cerrada.
Yo no supe,
perdida en la
tormenta,
mirarte a los
ojos.
Yo no supe
abrazarte
y proteger
tu corazón
del agua,
de la helada
circunstancia
que te
congelaba
la sangre en
las venas.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
LA CASTAÑERA*
Las hojas caen
de los árboles formando en el suelo una alfombra ocre y crujiente y alguna de
ellas cae directamente encima del gran fogón.
La mujer,
anciana y ataviado con unas viejas zapatillas de fieltro de color negro, una
falda que parece demasiado delgada para la estación, un refajo y una manteleta
de lana igualmente negros, lleva sobre la cabeza un pañuelo de idéntico color
atado en triángulo recogiendo el pelo, y dándole todo ello una apariencia de
más vejez que la de su edad real.
Está protegida
por un paraviento, que parece que se lo va a llevar el aire, con una silla baja
y dos sacos al lado del fogón, uno de castañas y otro de boniatos, y un atillo
de periódicos colgados de un alambre.
Es la
Castañera. Es la imagen que tengo de la castañera que aparecía en otoño, y
asaba las castañas y los boniatos mientras exhalaba un vaho por su boca caso
tan copioso como el humo del fogón. La que vendía a "duro" la
paperina* de castañas hecha con rara habilidad con las páginas de un periódico
cortadas en octavos.
La castañera
indicaba el frío, las castañas indicaban que el invierno estaba al caer, y la
castañera, no indicaba nada, pero era tan importante que la vida que sin su
presencia era inimaginable...y desapareció. Estuvo unos años, en los cuales la
mercantilización de las castañas hizo que "no fuera negocio" y dejé
de pasar inviernos...
Ahora, por
suerte han vuelto. No son tan ancianas ni están ataviadas en negro color, ni
hace tanto frío, ni el aliento se convierte en humo, pero han vuelto y por fin,
de nuevo podemos tener invierno, y, la verdad, ya era hora.
*De Joan
Mateu. joan@zarca.es
*paperina:
cucurucho hecho habitualmente en papel de periódico.
#1
*Por Leandro
Ávalos Blacha
Caí, como se
dice, rendida. Los alumnos y las maestras habían dejado la escuela. Solo
quedaban las porteras y quise aprovechar esos minutos de tranquilidad para
adelantar y ordenar el trabajo. Carpetas de todas las formas y colores posibles
se acumulaban en pilas sobre el escritorio. Lo único que no faltaba en la escuela
eran problemas. Después llovían las denuncias y las acusaciones: de chicos a
maestros, de maestros contra chicos, de padres contra docentes, y viceversa.
Por no hablar de las peleas entre los propios maestros. Para mantener de pie
este colegio había que pensar como militar más que como docente. Y si había
alguien que podía ordenar la peor escuela del distrito era yo. Se trataba de un
desafío. Las directoras que me tenían bronca por conservar mi trayectoria
impoluta me miraban como a una loca al saber que la había elegido.
A pesar del
esfuerzo, aquella tarde no llegué a ocuparme de los pedidos de reparaciones de
los baños y me quedé dormida. Desperté de noche. La luz de la dirección era la
única prendida en la institución. Tenía llamadas perdidas de mi marido y de mi
hija. Les avisé que estaba bien y que me iba a casa de inmediato. Guardé las
llaves en el bolso, tomé las cosas y salí a dar una vuelta por los pasillos
para asegurarme de que todo estuviera en orden. Mis pasos retumbaron por el
edificio vacío.
Lo mejor de esa
escuela, lejos, eran las porteras. No sé cómo se las arreglaban para limpiar
tan rápido, pero el piso relucía. Se notaba que también ellas apreciaban mi
trabajo y los cambios que prometía mi llegada al colegio. Contenta por el orden
del establecimiento, me disponía a salir cuando una luz apareció en el patio.
Asomada a la ventana, tuve que cubrirme los ojos para soportar su intensidad.
Era un círculo luminoso junto al mástil. “¿Quién anda ahí?” grité, mientras
buscaba el celular para llamar a Ernesto o al 911. Pero entonces las luces
decrecían y reconocí la silueta de una mujer, en el piso, que comenzaba a
incorporarse apoyada al mástil. Antes de acercarme medí sus fuerzas, su tamaño,
para asegurarme de que podía defenderme si era una ladrona. No se trataba de
una jovencita. Más bien tendría mi edad. Pero no podía deducirla con claridad.
La intrusa se me hacía visible por partes: unos pies muy pequeños, casi de
niña, piernas chuecas y peludas como su entrepierna, un estómago prominente de
embarazada, pechos ínfimos, una piel amarillenta, la larga cabellera blanca, la
fealdad de unos ojos enormes demasiado separados, una nariz fina y casi
ausente. Imaginaba que cada uno de sus rasgos la hacía una criatura horrenda y
sin armonía, pero no podía apreciar el conjunto en su totalidad. “¿Está bien?
¿Cómo entró acá?” pregunté. Hablé seria y firme, para que no me creyera
asustada. La mujer se volvió y empezó a caminar en mi dirección. Lo hacía con
dificultad, arrastrando la pierna izquierda. Me acerqué para ayudarla. Mientras
llegaba a ella, hizo el gesto de tomar algo que cargaba encima y lo arrojó
hacia mí. Por instinto me cubrí para protegerme la cara, pero no hubo ningún
objeto que volara. “Se va ya mismo de esta escuela…” le advertí. Mis amenazas
se quedaron sin palabras. Cuando quise moverme noté mi pierna izquierda pesada
y torpe. Me había pasado su renguera. Ella avanzaba ahora con total normalidad.
Creo que hasta adoptó una expresión sobradora. No me salió un solo grito. Me
congeló el miedo.
La extraña, ya
cerca, repitió un gesto similar, esta vez más suave, como si se sacudiera el
polvo de su hombro y se alejó. Fue apenas un parpadeo. Caí de rodillas ante la
aparición en mi cuerpo de la pesada panza y la cabellera que ella llevaba hasta
entonces. Grité y la insulté, mientras se iba con mi peinado, con mi andar y
con toda la normalidad que le había dado sentido a mi vida.
*
Ernesto acudió
a la escuela preocupado por mi demora. Recuerdo la distancia desde la que me
miraba intentando reconocerme en ese cuerpo tendido, apuntándome con el arma.
“Sí, soy yo” le aseguré y, quizás, lo más fiel que me quedaba era la voz, pues
al oírme se convenció. “¿Qué pasó?” quería saber mientras me ayudaba a
incorporarme. Entre todo lo extraño, elegí que supiera lo más difícil de
explicar: “estoy embarazada”.
Fuimos directo
al Sanatorio Modelo donde me hicieron un chequeo de rutina. Salí con una larga
lista de estudios para los días siguientes. En líneas generales, mi salud
estaba bien. “También la de su hijo” agregó el médico. Hasta que me fui del
consultorio, no cambió el tono recriminatorio por ser la primera vez que, con
mi edad, me hacía controlar un embarazado tan avanzado. Llegó a decirme
negligente. No lo insulté, porque lo conocía a Ernesto. ¿De qué me podían
servir todos sus títulos para explicar lo que me había ocurrido? Ni siquiera lo
intenté. Le rogué a Ernesto que me llevara a casa. “¿Cómo a casa? ¿Y la
denuncia?”. Lo dijo por decir. Nadie iba a querer oír la historia de una loca.
En mi interior no pasaba un minuto sin pensar a quién tenía que responsabilizar
por ese ataque.
*
La primera
noche, Ernesto me vio dormir desde una silla en el rincón. “No te preocupes,
todo se va a arreglar” me decía. “El pelo se tiñe, la pierna seguro el médico
te la cura y lo otro…”. Me miró en silencio. “¿Y lo otro qué?” lo apuré. “Lo
vamos a tener”. Ernesto no se detenía a pensar que no sabíamos de qué criatura
hablábamos. Después entendí que la perdida era yo. Los dos vivíamos poniendo el
pecho a lo que fuera, él en la policía; yo en la escuela. Al día siguiente
llamamos a Isabel y la invitamos a comer. La esperé sentada, para que no me
viera caminar y con el pelo envuelto en una toalla. Ernesto fue muy directo.
Casi no le dio tiempo a sacarse el abrigo que ya le avisó: “hija, vas a tener
un hermanito”.
Isabel nos
insultó de arriba abajo por la inconsciencia de traer a un chico al mundo a
nuestra edad. Me mordí la lengua para no contestarle. A la hora de criarle al
hijo, mientras ella andaba con sus novios de aquí para allá, éramos lo
suficientemente buenos. Ernesto no aguantó. Quería a su nieto, pero cada vez
que lo veía no podía evitar pensar que de todos los policías con los que su
hija se pudo acostar, eligió al más inepto. Claudio salió al padre. Isabel fue
directo a la puerta. Dijo que no contáramos con ella para nada, que nos íbamos
a morir antes de que el chico creciera y que se tendría que hacer cargo, con
todos los compromisos que ya tenía en su vida. Le indiqué a Ernesto que la
dejara irse tranquila. Isabel no tardaba más de un par de días en aparecer para
pedir algún favor.
Me preocupaba
más la escuela. Ernesto dijo que eso no se discutía: tenía que tomarme licencia
y descansar. “Bienvenida a la vida de enferma” exclamé mirando mi cabellera
suelta en el espejo.
*
Ernesto se
equivocó con la pierna y con el pelo. Ninguno tuvo arreglo. No había tintura
que le diera color al cabello ni forma de cortarlo. Era una fibra resistente y
elástica. Ni siquiera la destruía el fuego. Lo más tortuoso era el calor que me
producía.
Me enteré de
los chismes que corrían en la escuela sobre mí por algunas conocidas con las
que hablé por teléfono y por las porteras. Una de ellas pasó a dejarme una
tarjeta de parte de todas esperando mi pronta recuperación. La atendió Ernesto.
Le dijo que yo descansaba y que me daría sus saludos. Comencé a mensajearme con
ellas casi a diario. Era bueno tenerlas como espías.
Ernesto, más
allá de atenderme en todo lo que podía, se puso a trabajar horas extras para afrontar
la nueva situación. Pasaba bastante tiempo a solas, dedicada a buscar
información sobre apariciones, extraterrestres o cualquier fenómeno paranormal
que pudiera asociar a mi caso. Claro que había una infinidad de testimonios de
personas que se materializaban de la nada en todo el mundo. Encontré casos de
mujeres abducidas que eran devueltas al planeta embarazadas, a veces siglos
antes o después del momento que fueron raptadas. No me animaba a juzgar cuáles
de ellos podían ser mentira, luego de experimentarlo en carne propia. Lo que
era seguro es que ninguno de los relatos se acercaba al mío en la inmediatez
con la que se produjo. No me llevaron a ningún lado, no me estudiaron. Solo
necesitaron un segundo y un mínimo de proximidad para hundirme en esta
realidad. Tras las primeras semanas en las que todo lo veía negativo, me
entusiasmé con la posibilidad de que también hubiera recibido algún poder,
nuevas aptitudes.
Ernesto seguía
buscando en la base de datos cualquier rostro que se pareciera en algo al
identikit del atacante. Aunque ninguno lo decía abiertamente, creíamos que ya
no lo encontraríamos cuando en una de mis peores noches volví a dar con ella.
Hojeaba las noticias de educación del diario El Sol y allí estaba en una foto.
Me costó creerlo. No reconocí a la mujer por sus facciones en sí, sino por la
imposibilidad de verla. En algún acto, el intendente de Quilmes posaba con
gente de los gremios docentes y personas de Educación, entre ellas “la
inspectora del distrito María Marta Espínola”. Lucía bien arreglada, formal.
Pegué el recorte a mis ojos para apreciar su corte de pelo, que no era otro que
el mío. Por algunos segundos se me hacían presentes sus rasgos monstruosos en
la cara, pero con idéntica rapidez parecía olvidarme de ellos.
Me puse a
buscar noticias sobre aquella arribista. La tal Espínola aparecía en cuanto
acto político había, siempre en un lugar cercano al intendente. ¿Cómo había
escalado posiciones tan rápido? ¿A qué pobre inspectora pudo despojar de su
puesto para llegar allí? Me persigné de solo pensar en Sarita Rivas, la esposa
del intendente y quizás la inspectora histórica del distrito. Mi contacto con
Sarita, últimamente, había sido por Facebook. Claudio iba al jardín con uno de
sus nietos. De todas formas, ella tenía el tacto suficiente para no hablar de
los chicos y evitar comparar la brillantez del suyo con las falencias del mío.
Hacía tiempo que no sabía de ella. Ya no me mandaba vidas en los juegos ni
superaba niveles en el Candy Crush. En su perfil, encontré varias fotos de lo
que se decía era su fiesta de jubilación. Sara te mandaba al diablo cada vez
que le preguntabas si pensaba en su retiro. Tenía una energía endemoniada para
su trabajo y posiblemente era esta la que la mantenía tan joven. Toda esa luz
que la caracterizaba, en las fotos, había desaparecido. Sarita estaba vieja y
tan seria como nunca la vi en mi vida. En el fondo de las fotos aparecía
siempre Espínola como una sombra de Sara y con la mirada clavada en ella.
Ansiosa llamé a Ernesto y le pedí que no volviera tarde, que tenía novedades
importantes.
Como si lo que
llevaba en el vientre hubiese intuido que hablábamos de su verdadera madre y
que estaba en peligro, comencé a sentir patadas y golpes de la criatura en el
interior. Algo parecido a unas uñas o garras se prendían de mis entrañas. Me
tiré en la cama retorcida de dolor. Llegué a pensar en tomar el arma y pegarme
un tiro para terminar con el sufrimiento, pero la sola idea de moverme hasta la
mesa de luz era un esfuerzo sobrehumano. Tragué unas cuantas pastillas de lo
que fuera que encontré a mano y esperé a que todo se nublara.
*
Ernesto me
llevó a la ducha, me hizo vomitar y desperté bajo el agua fría. El dolor no se
había ido, aunque cambió de forma, era de otro tipo. Me extrañó la palidez de Ernesto,
a quien pocas cosas lo impresionaban. Siguiendo su mirada vi que esta se posaba
en mi vientre. El agua de la bañera, al igual que mi ropa, estaba teñida de
sangre. Intenté incorporarme. Ernesto me pidió que me calmara, casi lo ordenó.
Me limpió el rostro y el cuerpo con la esponja, ahora con el agua más tibia. Mi
tranquilidad era una farsa. Quería levantarme y correr al espejo a estudiarme.
Ernesto me envolvió en el toallón y me llevó en brazos a la cama. Había
cambiado las sábanas. Las otras estaban tiradas en el rincón. A pesar de sus
negativas, me puse de pie. La alfombra era un charco de sangre del que salían
dos pequeñas huellas en dirección al living. Mientras las seguía, tiré el
toallón y me observé desnuda en el espejo de la pared. “Se fue” dijo Ernesto a
unos pasos. Mi cuerpo era el de antes. Conservaba el cabello blanco, pero el
vientre abultado había desaparecido. Las huellas continuaban por el pasillo,
trepaban a la pared y desaparecían por el hueco de la ventilación. Ernesto
repitió “se fue” y me abrazó, como si todo realmente hubiese terminado.
***
*Leandro
Ávalos Blacha nació en Quilmes, en 1980. Estudió Letras en la Universidad
de Buenos Aires y asistió al taller de Alberto Laiseca. Publicó Serialismo
(Eloísa Cartonera, 2005), Berazachussets (Entropía, 2007), ganadora del Premio
Indio Rico de nouvelle, elegida por César Aira, Daniel Link y Alan Pauls, y
Medianera (Eduvim, 2011). Este relato formará parte del libro “El gol
invisible”.
*
No olvidés
la terrible
belleza del silencio
que precede al
rompimiento de una ola:
esas dos o tres
palabras calladitas en tu miedo.
Esas dos o tres
palabras verdaderas.
No olvidés
de dónde nace
el grito inmóvil
que no rompe,
que no cae,
que no diste.
*De Valeria
Pariso.
Aylan Kurdi de
tres años*
¿cómo hace esa
foto
de un pibe de
carne y huesos muertos
para ser lo
tierno inasible
y lo
insoportable?
claro
no hace, lo
hicieron
y aun dicen que
cola arriba en la playa
él solito
prueba que hay
malvados
para castigar
pero
no hablan de
autocastigarse
sino de ese
dolor mismo
que vale la
pena
lo explicó
Madeleine Albright
la secretaria
de estado de Clinton
le preguntaron
por el costo en niños en Irak (*)
y dijo que era
difícil
pero
imprescindible
corría mayo del
96
y en Irak por
eso fijaron el 12 de mayo
como Día en
Memoria del Genocidio
*De Hector
Cepol hectorcepol@gmail.com
(*)
https://www.youtube.com/watch?v=9O7Htdzm-4c (y si les salta algo así como:
“Este video no está disponible. Lo sentimos”, porque lo viven eliminando,
guglee Albright, niños, youtube, porque también otros lo viven reponiendo).
InvenTREN
TRENES*
En aquellos
tiempos los trenes atravesaban como un gusano lento el centro mismo de la
noche y de la niebla. Pasaban con ese traqueteo indócil con su carga ignorada y
sin parar en el pueblo, nos arrancaban dulcemente del sueño, y cando ya el
ruido de su pitar ronco atravesaba íntegramente el pueblo y se iba adelgazando
hasta desaparecer como una víbora que se esconde entre los yuyos, uno regresaba
a la molicie de esa inconsciencia, mientras se arrebujaba en el calor de
la frazada italiana que cosieron las abuelas.
La persistencia
de este recuerdo que siempre regresa desde el fondo de los tiempos como n
animal dormido, supera tal vez a otros momentos del día en que también pude
disfrutar de esa presencia que hizo agradable la pobreza de nuestras infancias
sin juguetes pero llenas de ilusiones y de sueños no sólo porque nos ponía
alegre verlo cruzar los campos desde lejos sino porque su sola presencia nos
metía en la aventura de los viajes que haríamos más de las veces como una
fantasía que como la posibilidad concreta donde nos podía conducir ese
traqueteo que nos haría cruzar los campos sembrados, al revuelo de los
pájaros, el espejo lejano de una cañada que nos esperaba con sus aves acuáticas
y sus peces esquivos al anzuelo cuando intentáramos la pesca.
También algún
jinete que nos miraba absorto, detenido a nuestro paso, saludando con la mano
en alto que sostenía el talero y que se permitía esos minutos de recreo
mientras arreaba algunas vacas hacia alguna estancia de la zona, por ese camino
paralelo a las vías. Y esto podía darse antes o después que cruzáramos ese
puente de madera muy cercano al pueblo y que usamos todavía como una
referencia.
Viajar en tren
era una experiencia que no excluía la aventura mientras a nuestro paso huían
las parvas, los postes telegráficos, los arroyuelos, las bandadas de patos por
el cielo, o esos chimangos oscuros que torvamente nos miraban encima de los
postes. Viajar era una fiesta. Sobre todo a Rosario, que nosotros suponíamos
más grande que París.
Rosario era la
ciudad de los olores y el grito del canillita voceando los diarios de la tarde
en el andén de Rosario Norte.
Dejaron de
pasar los trenes y mutilaron de punta a punta mi infancia, y ahora por suerte
están volviendo.
Entonces me
pregunto qué precio tiene ese ruido oímos desde la cama, por las noches y lo
escuchaba de lejos. Y el latigazo dulce de su pitar ronco cuando no salía
brevemente del algodón del sueño y caía otra vez en él, cuando había atravesado
todo el pueblo mojado por la lluvia.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
***
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***
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