* “LA LUNA
MELANCÓLICA” Obra de Claudio Uzal.
Óleo/Lienzo.
(c)Uzal
DESCENDIENDO LA
ÁSPERA ESCALERA*
*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com
La juventud de
mi madre bajaba la escalera y su pollera fruncida en la cintura con
profundos pliegues ondulaba delante de mí, que también bajaba la escalera,
aquella escalera áspera y honda. La liviana tela del vestido de mi madre
flotaba rozando a veces mi nariz. Tengo cinco años y aunque la escalera
me asusta no puedo dejar de seguirla a mamá que muy pronto, quizá mañana mismo,
va a morir con una suavidad muy parecida a este ondular, a este descenso sobre
la aspereza de la escalera, a este sentirme atada a lo inapresable del ruedo de
su vestido. Es un vestido en el que se mezclan todos los colores, uno a
uno se resbalan entre sí formando un abanico que no tiene principio ni fin. Con
sus contornos desvanecidos, los colores se confunden y se marean y fluctúan en
una intensidad que apenas los logra contener. Es una lástima que los
colores no se puedan acariciar como acaricio ahora la cintura de mi madre
que de repente se me escapa mientras va bajando. Esto es como volar y sospecho
que mi madre lo sabe. La escalera está asfixiada por la baranda fría,
negra, de metal y por la pared medianera donde las voces de mis vecinos
se cuelan desconformes, donde el loro se asoma y persigue a los gatos, donde el
aire brilla arrastrando las hojas que se escaparon de las macetas con malvones.
Mi madre no habla, nunca habla cuando baja la escalera, es demasiado
joven y ya sabemos que yo tengo sólo cinco años. Ella no quiere que la siga
a todas partes y menos que menos cuando sube o baja la escalera porque
dice que me voy a caer. Se equivoca mi madre, se equivoca: yo no me caigo
nunca, nunca. La voz del botellero que anda por la calle y también la armónica
del afilador de cuchillos se inmiscuyen en este traqueteo de pasos, los
de mamá, los míos, un chas chas chás inarmónico. Ahora pienso que ese
roce de las suelas de nuestros zapatos sobre el pórtland debió desgastar
la superficie un poco blanda de la escalera. Aún nos acompañan esos sonidos,
paso a paso, escalón por escalón. Si la pollera de mamá no flotara
delante de mí no sería lo mismo. Nada sería lo mismo. Yo estuve en la tienda
cuando mamá fue a comprar esa tela, la eligió despacio como si en la elección
se le fuera la vida. Con los dedos palpó su textura, la puso a contraluz
cerca de la vidriera para inspeccionar los colores y los colores le quedaron
por un instante estampados en la cara. Colores llenos de luz, colores huecos.
Después corrimos juntas a la casa de la modista que primero la pinchó con
sus alfileres y terminó cansando a mamá con tanta prueba, con tanto ajuste.
De cualquier modo el cuerpo de mi madre y la tela se entendieron muy
bien, desde el principio. Por desgracia ella estrenó el vestido en una
tarde de lluvia y el vestido se destiñó, entonces si alguien mira con
atención, esté o no bajando la escalera, comprobará que los colores ya no lucen
como antes, perdieron un poco de su refulgencia, de su notoriedad, de su
intenso sentido de ser lo que son. No quiero recordárselo a mamá que se enteró
del percance y creo que lo disimula con movimientos veloces, aturdidos, que
distraen los ojos que la miran: mis ojos. ¿Baja tan rápido la escalera
solamente por eso? ¿O acaso adivina lo que pronto le sucederá? Supongo
que sí, supongo que no. Es tan larga esta escalera que hace montones de años
que las dos la venimos bajando. Y lo más extraño es que mi madre no se canse y
que yo siga teniendo siempre cinco años. Hay cosas que nadie logra
explicar, cosas que forman laberintos en el enramaje de los hechos, cosas muy
raras. Y esta es una de ellas.
-Blogs de Irma Verolín
ALGUIEN CANTA
EL LUGAR EN QUE SE FORMA EL SILENCIO…
ESOS PEQUEÑOS
CRÍMENES*
ese maravilloso
pájaro que hemos muerto
de un golpe
una pedrada
levísimo en el
sudario de su aire
en el fino
polvo que opaca su plumaje
en el
imperceptible gusano que horada su vientre
pesa tanto como
un astro
o es la memoria
de su vuelo
detenido como
un árbol en sus raíces
cuanto ahora se
desploma sobre la vajilla y los
/aniversarios
todo ha sido
ese pequeño pájaro
una minucia
entre los días y los libros
entre el humo
de los incendios naturales y las
/lluvias
entre las
hormigas y todas las palabras
ahora se
desploma y el mundo cumple
riguroso
horarios
giros
estaciones
y nuestra
lengua brilla y hace emerger
la oscura
moneda para el salario de amor
que
puntualmente paga
estos pequeños
crímenes
*De Jotaele Andrade. elcomensal@yahoo.com.ar
HONRAR LA VIDA*
En el noroeste
de Mongolia todo el mundo se muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el
papá a Nansa, una niñita de ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.
El budismo los
provee de un inagotable círculo de vidas que el alma recorre pasando de un
arbusto a un camello, de un camello a un buitre, saltando de ser a ser,
hermanando plantas, animales y seres humanos en un hálito eterno que se
manifiesta multiforme y vital. La muerte no tiene más relevancia que el cruce
de un umbral. No angustia ni aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad
de quien se pregunta qué vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el
invierno próximo.
Pero no todas
las vidas son iguales. Las personas poseemos una fineza de percepción, la
capacidad de razonar y sentir con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos
atributos son invalorables. Podemos, también, mirar las estrellas, contar
historias, acariciar un perro dormido. Somos capaces de amar.
Volver a pisar
el mundo como un ser humano es un privilegio.
Una anciana
recibe en su yurta a la niña que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con
arroz, una aguja larga, y con la aguja en una mano derrama sobre ella puñados
de arroz que caen como lluvia blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando
un grano caiga sobre la punta de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada
no logra encontrar que el milagro acontezca.
La pequeña
mujer arrugada y sonriente le cuenta a la niña que en el mundo existen
infinidad de seres, y que la posibilidad de reencarnarse en una persona es tan
remota como la de que un grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de
esquivo es el milagro, así de difícil es ser un ser humano, y es por eso que
cada vida humana es inapreciable.
Ha de
celebrarse, entonces, la vida humana. Y respetarla con la devoción con la que
se preserva un frágil fuego en medio de la noche.
Lo dicen los
mongoles, allá por donde China y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora
Byambasuren Davaa, que quiso que su pueblo narre a través de sus filmes esa
forma de vivir, sentir y explicar el universo.
Ellos, los
mongoles budistas que creen en un eterno pasaje de vidas, reverencian la
maravilla de ser una persona y de tener la suerte de pertenecer por unos años
al género humano. Nosotros, que no prestamos fe a historias de reencarnaciones,
que creemos que esta vida es única, despreciamos a nuestros semejantes y no
honramos el maravilloso don de la humanidad que se nos ha concedido y reside en
nosotros. Mancillamos el milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de
ejercitar los dones que nos fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la
luna, si podemos narrar historias; entonces es nuestro deber hacerlo y por
tanto, como lo cantó Eladia Blázquez, honrar la vida.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Más textos: http://auroraboreal.net/literatura/puro-cuento/2025-relatos-de-monica-graciela-russomanno
*
Soy mujer y soy
triste:
buen dato para
mi biografía.
Soy mujer, soy
triste, y soy poeta,
y llevo en las
manos un puñado de hijos
como quien
lleva en la mano una flor.
Tengo un hombre
al que quiero
y que suele
quererme,
cuando dejo de
estar triste
y escribo
poemas de amor.
Si no escribo,
me han dicho,
puedo ser
bastante irritante.
Pero bien.
Soy mujer y soy
triste y escribo
para ser más
feliz.
Tampoco es
cierto.
Pero puedo
mentir,
porque al fin y
al cabo, soy poeta
y se ha dicho
que escribir presentifica
y yo quiero
el presente que
queremos todos.
Sonreír porque
sí cada mañana,
abrazar a mis
hijos, a mi hombre,
y escribir
"soy feliz"
en una hoja.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
LA LLUVIA*
*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com
Viene la lluvia y cae, a los baldazos limpios, sobre ropas
tendidas en las terrazas. Vidrios, fachadas, calles de esta ciudad relucen y
las antenas de televisión parecen esqueletos de pescado que flotan en un
mar en retroceso. Brillan las trompas de los automóviles y las cúspides de los
paraguas negros. Mientras tanto la lluvia vuelve oscuro el empedrado y
opaca el aire. Crece un solo color, que desde el centro, avanza hacia los
bordes una y otra vez. Es un gris de huesos de muertos, que ya hace mucho han
muerto. En las macetitas del balcón de abajo unos cuantos helechos raquíticos
se dejan estremecer, hasta quebrarse. Muy alertas, bajo la sombra de la lluvia,
las amas de casa miran cómo sus sábanas colgadas lanzan lengüetazos, miran cómo
las gotas salpican, arañan, se resbalan por los vidrios empeñados. Yo me dejo
encandilar por las grandes flores de sus batones de entrecasa que se agigantan
y se agigantan. Ahora la lluvia es un rumor: conversa de bueyes perdidos.
Cualquiera puede escucharla: “ Vea usted quién iba a decirnos, se nos inundará
la calle ¿ha visto? Nos quedaremos sin teléfono y, lo que es peor, se
suspenderán las clases, se cerrarán los bancos y nos cobrarán por adelantado
los impuestos.” Yo escucho, estoy aquí, miro desde este lado una película muda
que ha sido pasada en demasiados cines. Allá lejos, millones de remolinos
balbucean o estallan. Se apaga, se apaga, se apaga el rojo de los techos del
hospital. Y otros colores aún más apagados se prolongan hacia el espejo negro.
Quisiera creer que esta lluvia ha venido sólo para rebotar en los techos del
hospital. Llueve escandalosamente. Se asustan en las terrazas las amas de casa
con sus batones floreados, mueven los brazos acuciantes, para agarrar sus
sábanas, sus trapos, sus pedazos de tela, que echan lengüetazos y lengüetazos
cada vez más pesados. Qué lluvia esta. El vidrio apenas me separa de ella,
apenas divide lo que hay que dividir. Yo podría, si quisiera, tocar los
esqueletos de pescado, grises, húmedos y también el fondo del espejo negro.
Sobre mi cabeza un sinfín de mujeres va y viene. Taconean, las oigo deslizarse
por las terrazas chapotear, resbalarse. Pero son ellas las que oyen cómo raspa,
cómo se quiebra el aire y se resquebraja en finísimas hendiduras; debieron
intuirlo antes de que sucediera cuando lavaban algún pocillo en la cocina,
cuando ojeaban el “Para Ti” o se emocionaban con la tele. De pronto, en un
gesto de arrojo, se vieron obligadas a subir las escaleras para rescatar de la
intemperie sus trapos, sus sábanas, sus pedazos de tela lengüeteantes,
amenazadores. ¿Son ellas mismas las que bajan ahora las escaleras? ¿Es de ellas
el rumor? ¿Cuál rumor? ¿Cuál? “Hay que cerrar bien las ventanas, la puerta
cancel y mire qué desbarajuste que hay afuera, mire qué escandalete,
quién lo hubiera esperado ¿no?” Voy hacia el vidrio que enseguida se empaña un
poco más con mi respiración. Todo se parece a una película del treinta. “Señora
no se olvide de guardar la jaula del canario. Habría que poner palanganas en el
centro del patio. Se inundarán las calles, seguro. ¡Esta maldita lluvia!” Acerco
mi mano al vidrio. Veo que el agua abre grietas más anchas en el aire compacto.
Hace un instante los colores estallaron detrás del espejo negro. Los techos del
hospital son sólo sombras de un rojo. “Vea señora cómo borbotean las
alcantarillas”. Pilotos, caparazones, sombreros de goma, brazos y piernas que
se arriman al eje de cada cuerpo, manos que buscan sus propios hombros. Todo se
estira hacia el aire vertical, todo se adelgaza. Las palabras aumentan la
delgadez, se estiran hasta que se desbordan. Sin embargo las grietas en el aire
cavan túneles muy anchos. Extiendo mi mano; sí, allá voy con mi mano que
traspasa el vidrio, que roza los techos del hospital y señala, en el fondo de
todo, una habitación pequeña donde yo estoy naciendo. Poco falta para que entre
en el mundo mientras sigue lloviendo y el agua borbotea en las alcantarillas,
mientras mi madre lanza gemidos que asustan a las enfermeras, al director del
hospital, a medio país. Oigo gritos, rezongos, palabras pronunciadas por la
mitad, frases mutiladas. Oigo un sonido de ruedas frágiles: la camilla avanza
por un pasillo largo. Es liviana y va ligera por el pasillo, pero antes, lo sé
muy bien, hubo un cuerpo sobre ella. Fue el cuerpo de una mujer a la que
tal vez le dieron el alta. O de un hombre que está convaleciente en su
habitación. O de alguien que ha muerto. Las rueditas llegan al final del
pasillo y un viejo, íntegramente vestido de blanco, abre la puerta de un
cuartucho para descansar de los gemidos de los enfermos o comer galletitas o manotear
en la oscuridad. Y sigue lloviendo. Esta gastada película del treinta muestra
un panorama que borra las desigualdades. Aunque eso no importa: mi madre y yo
estamos metidas en un asunto muy serio. Ella va a darme a luz y sabe que en las
terrazas las mujeres de batón floreado se enfrentan con un ir y venir de telas
mojadas, un golpeteo contra el aire compacto que terminará agrietándolo, sabe
que los techos del hospital alguna vez fueron rojos, sabe de los esqueletos de
pescado, sabe de las alcantarillas, de las figuras adelgazadas, sabe. Quizá por
eso se lleva de repente las manos a los oídos. Mamá no quiere oír el modo en
que la lluvia cae sobre el césped. La tierra mastica lluvia y deja suelto un
sonido crocante. Entonces yo nazco. Ahora roza el borde de las terrazas un
pesado ondular, no son sábanas mojadas, son los lengüetazos de un dragón
que en cualquier momento se transformará en princesa. Las mujeres de
batón floreado están allí para domesticarlos, han subido primero las escaleras
con decisión, han puesto un pie bajo la lluvia, pero los esqueletos de pescado
las apabullan y salen corriendo detrás y alrededor las lenguas del dragón
las persiguen. Oigo el correr de la lluvia, el de las mujeres, el respirar de
mi madre que duerme con las piernas abiertas y el vientre desinflado y sólo
Dios sabe qué sueños tiene. Mi llanto no la despierta, ni la lluvia, esta
dichosa película muda, viejísima, que ha sido pasada en demasiados cines, ni
las rueditas que solas comienzan a andar otra vez por el pasillo. ¿Mamá? ¿mamá?
He nacido. Veo rodar una camilla sobre ruedas de lata por las grietas del aire
y a los batones de las amas de casa disolverse y a las lenguas del dragón
colgar de los espinazos de pescado mientras mi madre duerme un sueño largo,
excesivamente largo. Me acerco un poco más al vidrio que no divide nada, que de
nada me separa y pienso: “Son muy veloces los acontecimientos en las películas
mudas”. Las lenguas del dragón quedan colgadas de los esqueletos pulidos
por el viento, blanqueadas por la lluvia. Llueve, sí, llueve. Percibo el ir y
venir de las mujeres en las terrazas, se resbalan, murmuran, discuten. Y
sigue lloviendo. Desprendidos de las sogas, trapos, sábanas, telas, cuelgan de
cualquier parte o quedan suspendidos en el aire como fantasmas.
-Blogs de Irma Verolín
Jubileo*
El sol se
ofrece generoso.
Con esa luz
difícil de explicar.
Los árboles
gorjean.
Es la mañana un
estreno,
un cofre de
seda para guardar
miradas rotas,
desencuentros, ausencias...
No irán lejos
-sólo las guardamos- son nuestras.
Hay que
quedarse inmóvil un momento,
se siente la
presencia
de la
Presencia.
La soledad de
pronto,
puede llenarse
con el universo entero.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
ELA O’FARRYL
ESTÁ CANTANDO ADIOS FELICIDAD*
Aun no tenemos
catorce provincias ni médanos de aire para empinar pájaros de papel estraza.
Somos la lumbre detenida allí donde cuelga la cimitarra, el arcabuz. No ha
llegado el humo que mata los pájaros. No ha llegado mi padre con su diente de
morder cebollas y escupir al cielo. La primavera se confunde con una mujer
fluvial que se voltea y me muestra los pechos. Soy el que dibuja la rayuela en
el mapa de la patria. La que salta es mi hermana. Al otro lado del patio
conversan los difuntos que esperan a los ciclones, las guerras chiquitas y
mundiales. En el brasero del vecino se hunde la carne que un día fue sangre
caliente del bosque. En las tendederas ondean las sábanas que en su día fueron
las franjas blancas de la bandera. Del huerto familiar llega a un olor que no
saben los hospitales. Las frutas en ristre pasan en trenes veloces rumbo a la
memoria. En el cuaderno de bitácora mi madre apunta los abortos, los
nacimientos, los eclipses. Yo estoy al centro de la nada y bebo un agua
nutricia mitad sangre mitad resurrección.
*De Reynaldo
García Blanco. centrosoler@cultstgo.cult.cu
*
“Esperando que
un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se
forma el silencio”.
*Alejandra
Pizarnik
InvenTREN
María Lucila*
"Cubre la
memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que
fuiste"
Alejandra
Pizarnik. -Caminos del espejo-
El hombre con
el que me encuentro en el bar se llama Emilio, sabe de mi interés por escribir
sobre la estación María Lucila. Dice que va a contarme de su historia personal
que tiene relación con la antigua estación de trenes. Le aviso que no logro
escribir razonablemente bien y que más aún, tengo la sensación de que mi escritura
empeora con el tiempo.
-No importa,
vengo a contarle esto porque necesito que alguien lo escriba. -me dice con tono
de suplica.
-Y porque a mi
me duele tanto el pasado que necesito contarlo a quien tenga un rato para
escuchar.
Lo que sigue es
el relato del hombre, dos horas y media sentados, con tres cafés cortados de
por medio que quiso invitarme si o si. -Me ofende si no me permite pagar a mi-
dijo para terminar con mi resistencia.
En la estación
María Lucila trabajaba su abuelo. Su madre nació allí y la llamaron María
Lucila para homenajear a la estación que además de darle trabajo a su abuelo
era su vivienda. Pasó en el pequeño pueblo sus primeros años, luego de la
nacionalización cuando el Midland paso a ser parte del ferrocarril Belgrano, al
abuelo lo trasladaron un par de veces de estación hasta que se jubiló.
Lo cierto es
que su madre pasó su adolescencia y juventud radicada en Avellaneda.
Se hizo amiga
de la Alejandra Pizarnik, cuando era una chiquilina tímida y tartamuda. Y al
menos una vez se fueron en tren a conocer el pueblo que lleva el nombre de mi
madre.
El hombre me
muestra una foto con dos jóvenes que posan para la cámara haciendo equilibrio
sobre el riel, más allá se observa una estación típica del Midland pero es
posible ver el lugar donde se colocaba el cartel con el nombre. Atrás de la
foto puede leerse "con Florita Pizarnik, María Lucila, enero del
'53".
Mamá era una
mujer hermosa -dice el hombre. Igualita a las chicas que dibujaba Divito.
Por alguna
cuestión que desconozco lo único perenne en ella, lo que había echado raíces
profundas era la angustia. Su verdad era una cuna de angustias de la que nadie
había logrado sacarla.
(....)
Se equivocaron
ella y mi padre en casarse. Mi padre era psiquiatra y mi madre su paciente, se
enamoraron o se tuvieron lástima -vaya uno a saber- , o quisieron dar vuelta la
historia de cada cual que los había llevado en ese punto de encuentro o
desencuentro.
Usted sabe que
todo, absolutamente todo en el universo se acerca o se aleja, pero nosotros nos
ingeniamos para negar esas percepciones incomodas.
Creo que mi
padre pensó que la iba a cambiar, no hay héroe más fallido que el que quiere
cambiar una persona.
Llego a
decírmelo una vez: -lo que no se da espontáneamente bien entre una mujer y un
hombre no se lograra jamás. Nadie puede cambiar al otro -ni a sí mismo, según
parece.
La angustia de
mi madre le impedía conectarse plenamente con los otros, estar presente y
atravesar los acontecimientos que te van marcando en la vida.
Se fue cuando
mi hermano tenía 5 y yo 3 años. Dejo una carta.
Mi padre
después de leerla ni intento buscarla, entro en un profundo silencio que le
duro meses.
Un día nos
presento a su nueva mujer: Ella es Natalia, vivirá con nosotros -nos dijo.
Natalia nos
crío y malcrío lo mejor que pudo.
Mi hermano
creció, estudio ingeniería electrónica y se fue a vivir a Estados Unidos. Vive
en Nueva Orleans, tiene mujer e hijos americanos. Auto y vacaciones.
Mi padre tenia
70 años cuando falleció, era 8 años mayor que mi madre. Yo no había cumplido
los 21 años. Antes de enfermar, me invito a charlar en un bar.
Sin que se lo
pidiera me dejo su consejo: -A los 20 años un joven debe elegir si en su vida
será un hombre o un marido. Yo te recomiendo que seas un hombre...
Creo que le he
fallado, no logre ni ser un marido eficiente ni un hombre en el sentido que
creo que le daba a esa palabra mi padre con un tono cercano a lo sagrado.
(....)
De mi madre,
quedaron casi todas las preguntas sin respuesta.
Nunca sabré si
volvió a ver a su amiga Alejandra "la florita" como la llamaban los
abuelos.
Hay un abismo
de treinta años de silencio.
La tía Eugenia
-hermana menor de mi madre- logró encontrarla unos meses antes de su muerte.
Tuvo una
corazonada y la siguió. Volvió a María Lucila 20 años después de que cerraron
el ramal los militares y se llevaron las vías. Y allí estaba mamá viviendo en
la estación. Sin luz eléctrica, sin vecinos cercanos. Salvo una escuela pública
ubicada enfrente de la estación no había nadie a Km.
Allí vivía mi
madre. Ya envejecida prematuramente. Sacando agua con una bomba manual,
cultivando vegetales en unos pocos metros de quinta. Rodeada de pájaros -tenia
muchos en jaulas- y otros que venían a visitarla a los que agasajaba regando la
tierra con alpiste, o mijo o arroz según lo que tuviera.
No sabía nada
del mundo, ni siquiera quien era el presidente de turno, no tenia radio ni
televisión.
¿Sabe cual era
una de sus costumbres? Sentarse con una silla a la hora de salida de la escuela
y ver el rostro de los niños. Estudiarlos con detenimiento y luego verlos
alejarse por el camino de tierra hasta que eran manchas blancas.
Sabía del
suicidio de Alejandra. Le dolía como si hubiera pasado apenas unos días atrás:
"Pobre
Florita, repetía. Tan lúcida y tan frágil. Pobres todas las personas sensibles
del mundo porque no tienen cabida". Eso es lo que me dijo mucho después la
tía, a la que hizo jurar que no le diría a nadie donde estaba y como vivía.
Esto es lo poco
que la tía Eugenia rescato: unas fotos, unos libros de Pizarnik con anotaciones
de mi madre. Una historia clínica que le dieron en el hospital donde se observa
que en los últimos años sufrió demasiado.
Muy poco para
un enigma de más de 30 años.
El hombre
vuelve a abrir el libro que le dejo su madre y me lee otra frase de Pizarnik
remarcada con birome azul:
"Como una
niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la
lluvia"
Así me siento,
así me sentí siempre, -escribió al costado- y espero que quienes esperaban algo
distinto de mí puedan perdonar esta soledad en la que he hundido mis días.
Emilio derramó
lágrimas. Arrugó con rabia una servilleta de papel después de secarse para
evitar que sus lágrimas de sal caigan sobre el pocillo de café.
Al rato nos
despedimos con un abrazo. Mientras caminaba por la avenida me di cuenta que
ninguna historia de las que he podido contar son historias de gente feliz.
*De Urbano
Powell & Eduardo Francisco Coiro.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
ÁLVAREZ DE TOLEDO
POLVAREDAS. JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario