*Foto: Irma Verolin. -crédito para la autora-
EN LA COCINA*
Mi abuela
desplegó
sus muchas
sombras
a lo largo de
la mesa
en la cocina
entre cacharros
y pan duro.
La vida se
multiplicaba
incansablemente
alrededor de la
mesa
pero mi abuela
se alimentaba
de indigencias
entre el escaso
devenir del día
y los trapos
húmedos
puestos a
secar.
Mi abuela,
Reina de la Noche
anochece en mi
memoria
como una flor
inmensa.
A veces
en esta misma
cocina
cierro los ojos
y me voy muy
lejos
tan lejos
que el mundo
desaparece.
Como llevo la
memoria cosida
a los pliegues
de mi ropa
me desnudo: soy
carne
nada más
uñas
huesos
y del otro
lado, el mundo
minúsculo
titila en
escuálido esplendor
porfiado en
persistir
dentro de una
cocina
con trapos
húmedos y pan duro.
*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com
POR UNA ORILLA FINITA, CASI INVISIBLE…
-Textos de Irma Verolín.-
NOSOTRAS DOS*
Ella está
siempre allí
con su cara de
luna,
la misma que
aparece en las fotografías
pero hay un
resplandor sobre sus ojos
que no alcanzo
a ver.
Su cuerpo gira
en los entreactos
del
inconmensurable tiempo, su cuerpo
sabe de mí
se abanica con
mi sombra.
Guardaremos en
el cofre
con su tapa
cuarteada
los escasos
pensamientos que nos sobrevendrán:
estamos unidas
por el mismo alambre que atraviesa
un paisaje de
cactus y cielos desmoronados.
Ahora es su
cara blanquecina la que ocupa
el ángulo más
abierto del espacio
y me mira
me mira
largamente,
su cabeza y su
cuerpo están en sitios muy alejados,
es una mujer
degollada mi madre
la que me está
mirando como si yo acabara de nacer
y ella no
tuviese ninguna participación en el
asunto.
Son dos gotas de agua- dice una voz
que atraviesa
complemente el escenario,
y se refiere a
nosotras,
madre e hija
las que se
están mirando.
Nuestras
miradas son otro lazo,
una continuidad
de telarañas
babas del
Diablo
hilos
destrenzados del porvenir.
No hay palabras
ni las habrá,
habrá sin embargo una muñeca
con los dedos
comidos
que mi madre
acunará desde mis brazos
cuando la noche
se prolongue
y nos mire a
las dos.
LA ARAÑA DE
CAIRELES*
-Fragmento de
la novela “El puño del tiempo”-
Emecé- Buenos Aires 1994.-
Esta mañana
mamá ha estado con los ojos fijos en un arriba muy pero muy alto. Yo me he
quedado todo el tiempo sentada, a un costado, en la silla que está pegada a su
cama. Las fuertes aspiraciones de la boca de mamá han creado una atmósfera
cerrada en la que el polvillo, al intentar volar, queda aprisionado. Varias
veces me dijo que me fuera. No le hice caso. Cada cinco minutos he adoptado la
atinada costumbre de cerciorarme de que está viva. Le acerco mi mano para
sentir en ella el calor pegajoso de su aliento. Cerca del mediodía perfecciono
la maniobra repitiendo el acto con una secuencia de tres minutos. A la siesta
mi maniobra de corroboración ha adquirido las particularidades de una
pantomima.
Yo sé
perfectamente que los muertos imitan al dedillo la respiración para
despistarnos; de modo que no le permito a mi mano distraerse ni un solo
momento. Mi mano, entonces, va y viene rítmicamente hacia la boca de mamá.
Alrededor de las cuatro de la tarde mi mano ya está convertida en abanico.
Miro mi abanico.
Tiene unos cisnes de extraño color gris que están enmarcados por unas rosetas
de formas tan duras que cualquiera puede darse cuenta de que son artificiales.
A mamá mi abanico no le llama la atención, sigue con los ojos mirando muy hacia
arriba. Las aspiraciones que salen o se ahogan en su boca ahuyentan y atraen el
polvillo del aire. La luz que entra a los costados del toldo extendido se
reparte a los lados de la gran cama de dos plazas. De repente entra la
enfermera, se acerca hasta nosotras aproxima su boca a la oreja de mamá. Parece
cuchichear, parecer estar contándole a mamá un secreto. Pero mamá ya no oye
nada.
Mamá alza ahora
sus brazos y su pecho se queda quieto por primera vez en toda la tarde. Cuando
la enfermera se va, surcada por líneas luminosas, vuelve mi mano a transformarse
en abanico. Entonces, las mesitas que están a los costados de la cama se
arquean livianamente: el aire se cierra aún más dentro del círculo vicioso, las
partículas casi imperceptibles, apenas blancas, flotan alrededor de los
elevados ojos de mamá, respondiendo a la línea imaginaria que describe el
movimiento de mi abanico.
Casi sin querer
mamá descubre que el abanico tiene uñas y yo comprendo que esa dualidad la
inquieta demasiado. Lo noto por el aleteo de su nariz y el movimiento de sus
párpados.
Mamá vuelve a
pedirme que me vaya. Y yo no me voy. La luz que entra y que tiene los contornos
del toldo, forma a veces sobre los muebles del oscuro dormitorio una chispa de
luz quieta, casi congelada. Es una luz que atravesado un vidrio con alambres en
su interior, es una luz que burlado la misión de un toldo, es una luz que se inmiscuye,
que se arrastra.
Para que la luz
del día no despierte en mamá inútiles sensaciones, la enfermera acaba de entrar
nuevamente para encender la araña de caireles que cuelga del techo.
Ahora hay dos
extrañas luces aquí dentro. Unas curvan el aire, las otras se inmiscuyen.
La araña que
cuelga del techo es de un tamaño monstruoso. Le han puesto, hace ya mucho
tiempo, en cada uno de sus tres brazos, unos lagrimones transparentes y absolutamente
congelados. Un verdadero carnaval que no contradice para nada la cercana muerte
de mi madre.
Mi abanico se
detiene ahora sobre el hombro de mamá. La enfermera ha entrado otra vez
haciendo tintinear el vidrio sobre el que cae la cortina de encajes; arriba, la
banderola color violeta, de un rabioso color violeta, se salvó de la obligada
cortina. Veo cerrarse la puerta que ha descripto un semicírculo muy lento con un
movimiento contrario al de las agujas del reloj. Y ahora mi abanico nuevamente
alcanza su propio ritmo y la boca de mamá atrae y repele la contextura del
aire,formando pequeños remolinos, como pequeños círculos, como pequeñísimos
instantes que carecen de sentido. Su aliento humedece los bordes mi abanico.
Lejos,desde muy lejos, me parece oír la voz de un vendedor ambulante.
Mi mano tiene
una cadencia consagrada a la imperfección de un círculo. A mi mano le molesta
la quietud del aire, la blancura casi invisible de sus minúsculos componentes.
La cara de mamá está blanca, pero su aliento es húmedo. Mamá abre su boca y
entonces toda su cara, sometida a la persistente exposición de la luz de la
araña de caireles, alcanza un blanco un poco más blanco todavía. Sólo su melena
negra quiebra la monotonía de la claridad.
Tengo en mi
mano un abanico que aniquila hasta las más insignificantes partes de un
círculo. Mi mano inventa un círculo sobre una cara blanca, una cara compuesta por
infinitos puntos de luz, infinitos instantes que hacen de la nada una auténtica
visión. Puedo oír el sonido que emite la luz al traspasar el vidrio, al burlar
los extremos estirados del toldo para luego franquear otro vidrio, más la
cortina de encajes –tan blanca como el tiempo de la muerte- y arrastrarse por
la habitación, sobre los muebles oscuros. Oigo perfectamente el ruido que esa
luz hace al condensarse en una gran chispa quieta. Muy pronto, muy pronto, lo
sé muy bien, la luz cubrirá todo aquello que ahora está bajo la penumbra.
Después habrá que acostumbrarse a moverse en el silencio, un silencio más
grande que este que ya empezó a
reinar. La
muerte, supongo, cuando llegue por fin será como si la araña de caireles se
cayera con todo su peso sobre el cuerpo
de mamá para llenarlo de luz.
Mientras tanto
hay que soportar esta penosa caminata por la orilla, una orilla finita, casi
invisible por la que nos desplazamos las dos, mamá y yo, encerradas aquí bajo la luz
irreprochable de la araña de caireles.
LA CASA DE LOS
INFELICES*
En casa eran
todos tan infelices que yo me sentía sin el más mínimo derecho a estar
contenta. Si me acordaba de algún chiste o de las canciones que nos habían enseñado
en el colegio, no tenía otro remedio que subir a la terraza para reírme o
cantar bajito. De lo contrario las caras largas iban a considerarlo una ofensa.
A simple vista
mi familia se parecía a la del resto de la gente. Pero en el fondo eso no era
cierto. Mi abuela iba de aquí para allá y de allá para aquí, de una punta a otra
de la casa, arrastrando su escoba. Ella decía que estaba barriendo. Según mi
modesto entendimiento eso no era barrer sino arrastrar la escoba. Aunque mejor sería
decir que mi abuela era arrastrada por una escoba mientras protestaba y
despotricaba a más no poder diciendo que barría, repitiendo hasta el cansancio
que una casa con semejantes anchuras como la nuestra y con tanto patio, le
quitaba las fuerzas y las ganas de vivir a cualquiera. Sé que mi abuela nunca
tuvo ganas de vivir ni antes ni después de venir a casa. Y nadie puede
contradecirme.
Años atrás mi
abuela había llegado con su escoba. Fue al día siguiente de la muerte de mamá,
justo tres meses antes de que muriera papá. Entró con la escoba al hombro y
empezó a barrer a diestra y siniestra; desde entonces no ha dejado de hacerlo.
El problema principal de mi abuela siempre fue el de sufrir de baja presión,
por ese motivo sus tareas tenían un aire desganado que, la verdad sea dicha,
daban lástima.
-A Dios gracias
que estoy yo para limpiar este desquicio- decía mi abuela a cada rato.
Y dale que
dale, la pobre escoba la arrastraba por los patios con sus baldosas blancas y
negras, por las piezas con maderas carcomidas sin lustrar del primer piso, por
la terraza, los húmedos baños y esa cocina roñosa que juntaba grasa en los
rincones, en las hendiduras de los azulejos y en los lugares más insospechados.
Mi abuelo, por supuesto, no barría. Él se ocupaba de limpiar los retratos y de
ponerle flores frescas a los jarrones alegóricos. Y lo hacía llorando a moco
tendido.
Causaba
tristeza ver a un hombre grandote y ya bastante viejo llorando a mares; sin
embargo no había nada que hacerle porque los retratos eran de gente muerta.
Muerta y todo
hacía mucho o poco tiempo, la gente en los retratos sonreía. A mí, a veces, se
me daba por pensar que aquellas sonrisas de los retratos podían haberle
inspirado a mi abuelo, aunque más no fuera, una pizca de felicidad. Pero no. Mi
abuelo no miraba las imágenes sino que en él prevalecía la idea: él sabía que se
trataba de gente muerta. Y listo. Mi abuelo era una de esas personas que al
mirar las cosas que lo rodeaban no se dejaba distraer así nomás. Él pensaba,
siempre pensaba y nunca pensaba bien. Mi abuelo veía primero la idea y después
la cosa. Si miraba un perro pensaba: “Me puede morder”. Así que no veía al
perro sino a la mordedura. Si veía una planta, se le cruzaba la desdichada
ocurrencia de que iba a secarse algún día. De manera que en vez de la planta
veía cualquier desastre. En
fin, mi abuelo
era un idealista.
Además de mis
abuelos, en casa vivía una tía. Mi tía había perdido tantos amores en su larga
existencia que se consideraba en la obligación de mostrar al mundo sin desparpajo
su cara de escupida. Andaba por ahí con sus vestidos chingueados augurando
males e infortunios. A la hora de comer se juntaban todos con esas caras largas
que tenían y masticaban y masticaban, absortos en su amargura, sin decir esta
boca es mía. Un espectáculo desolador.
Hasta los perros que nos habían tocado en suerte completaban el cuadro de
desolación a las mil maravillas. El primero fue uno de esos que tienen
flequillo largo. Nunca le pude ver los ojos. Era rengo y ladraba bajito. El
segundo sufría de depresión aguda, ni siquiera ladraba.
Mi naturaleza,
por el contrario, era muy distinta a la de mi familia. A mí cualquier cosa me
causaba gracia. Desentonaba de lo lindo en medio de tía, abuelos y perro.
Cuando estaba
contenta me las arreglaba para escabullirme a la terraza. Creo que con el
tiempo empecé a sentir que la terraza era algo parecido al Cielo y la casa propiamente
dicha, donde mi abuela barría, mi abuelo mejoraba floreros y mi tía iba
sembrando el pánico con su cara de escupida, era ni más ni menos que el Infierno.
Durante la mayor parte del día yo estaba en la terraza: iba a leer, a cantar, a
contarme chistes, a no hacer nada. Una verdadera fiesta.
Sucedió –porque
tarde o temprano siempre sucede algo, aún en casas como la nuestra- que por
encima de la pared medianera del vecino empezó a asomarse un loro.
Era obviamente
verde y enemigo acérrimo de nuestro pobre segundo perro. El loro –hay que
reconocerlo- se asomaba con soberbia y provocación. Nuestro perro, que era
prácticamente mudo, al verlo aparecer tan radiante, gemía para sus adentros con
infinito dolor. Condolida por aquel espectáculo, a mi tía se le dio por llorar.
Mi abuelo, que no necesitaba en estos casos ninguna clase de estímulos, lloró
más fuerte que nunca. Y mi abuela lo amenazó con la escoba. En cambio a mí, aquel
loro me dio una risa bárbara. Hasta aquí podríamos decir que los hechos se
presentaron con bastante normalidad si lo comparábamos con el paisaje doméstico
al que estábamos acostumbrados. Pero el loro resultó ser más arriesgado de lo que
cualquiera podía suponer. Entonces, sin que ninguno hubiese sido capaz de sospecharlo,
el loro se suicidó. Así de simple: se dejó caer con cierto impulso. Fue
espantoso. Lo vimos descender desde lo alto hasta estamparse contra el piso. Allí quedó el pobre
bicho hecho una cataplasma sobre el salpiqué gris de las baldosas. Perplejos
frente a semejante hecho, hicimos un silencio unánime y profundo.
Después nos
echamos miradas sugestivas con la boca un poco abierta. Tía estaba ya acercando
una de sus manos a su cara, mi abuelo buscaba un pañuelo en el bolsillo del
pantalón, mi abuela estaba a punto de dejar caer el mango de la escoba cuando,
de repente y sin el menor anticipo, el loro resucitó. Lo vimos ponerse de pie y
salir caminando como Panchito por su casa. En realidad no se había muerto.
Mejor para él, pobre bicho. Digamos que se había desmayado logrando casi una destreza,
una demostración circense, una proeza sin precedentes. La actitud del loro
despertó furias y ataques de ira en todos menos en mí: me agarró una risa tremenda.
Una risa inexplicable para mi familia que, según su opinión, yo debía ahogar en
la terraza. Y a la terraza subí, aunque no para ahogar nada sino para dar rienda
suelta a mi tentación de risa. Estuve horas y horas a las carcajadas limpias.
Me acuerdo de que se hizo prácticamente de noche y que, al asomarme a la calle,descubrí
que en el baldío de enfrente estaban levantando un edificio de departamentos.
Un hecho verdaderamente importante en nuestro barrio, sencillote y chato a más
no poder. ¡El primer edificio en la historia del barrio justo enfrente de mi
casa!
Al día
siguiente del suicidio y la resurrección del loro, los miembros más
representativos de mi familia fueron a hablar con la vecina para advertirle que
no estaban dispuestos a soportar nuevamente aquel espectáculo. Hacia allí
partieron endomingados mi abuelo, mi abuela y mi tía. El perro y yo nos
quedamos en casa. Cuando mi tía y mis abuelos volvieron tenían el mismo aire soberbio
que tuvo el loro un momento antes de lanzarse desde las alturas.
Aquel mediodía
las caras largas almorzaron intercambiándose guiños y codazos imperceptibles.
Pocos días después el loro se volvió a asomar y, para mi regocijo y frente a la
concurrencia de la familia entera, hizo lo mismo que la primera vez. La alarma
cundió de una punta a otra de la casa. Yo me deshice entre carcajadas en la
terraza, desde donde podía verse el armazón de maderas del futuro edificio.
Hubo nuevas quejas ante la vecina que resultaron tan ineficaces como la
primera.
Así que pasando
el tiempo. A aquel loro le debo los mejores momentos de mi vida y mi abuelo una
úlcera y mi abuela sus ataques al hígado. Y mi tía una cantidad mayor de
arrugas en su cara de escupida.
De entre el
montón de hechos rutilantes que la presencia del loro provocó, algunos son
dignos de mencionarse: una vez una visita, al ver al loro de repente, de puro susto
nomás, dio un grito y quedó afónica tres meses. Otra vez mi abuela se
enfureció. Apenas vio al loro trató de
pegarle con la escoba, pero no hubo caso.
La distancia era mayor que el largo de la madera percudida. Mi abuela, a
pesar de comprobar lo inútil de su esfuerzo, siguió intentándolo. Después no
fue necesario porque el loro se murió y después, resucitado, ya era al divino
botón. La cuestión es que mi abuela se quedó con las ganas de hacerlo morir de
nuevo.
Afortunadamente
las apariciones del loro con sus posteriores muertes y resurrecciones
mantuvieron bastante regularidad. En otros momentos, al verme montones de días
alzando los brazos y doblándolos sobre mi vientre para lanzar carcajadas, los
albañiles que construían el edificio de enfrente se rieron de mí.
Como era de
esperarse, nada habían podido hacer mi
abuela ni mi abuelo ni mi desdichada tía contra aquel loro. En más de una
ocasión se me dio por pensar que aquel loro se burlaba de la muerte y eso le
causaba a mi familia mucha contrariedad. Para ellos la muerte era un evento
demasiado serio. No para mí. En otras oportunidades pensé que el loro padecía
cierto trastorno que podía catalogarse como un complejo de Jesucristo, lo que
no dejaba de ser absolutamente insultante para nuestro enquistado catolicismo.
Llegó un momento en que el loro hizo crecer la infelicidad de todos y multiplicó mis escapadas a la terraza, donde pude crear por
un espacio auténticamente celestial.
El edificio de
enfrente fue terminado sin alharaca; cubrieron su fachada con mármoles color
arena y bebieron sidra en el hall de entrada. Limpiaron los vidrios y después
aparecieron cortinas de distintos colores con sus frunces, sus volados y sus
firuletes. Justo en la ventana que estaba a la altura de nuestra terraza, vino
a vivir una familia con una muchacha que tendría más o menos mi edad. Sólo que
ella era rubia y a cada rato su cara de escupida bastante parecida a la de mi
tía, se asomaba en la ventana.
Desde el primer
día la muchacha se puso a espiarme. Claro que ella lo único que conocía de mí
era mis carcajadas limpias y el movimiento continuo con que abrazaba mi
vientre. Creo que, a juzgar por su cara, no le debía imaginar que la causa de
mis tentaciones de risa era un simple loro. Un loro chamuscado con las alas
cortadas y el pico averiado de tanto darse contra el suelo. Es preciso agregar
que el loro, luego de resucitar, se iba por el fondo y volvía a su casa
atravesando una pared más bajita que había y que, lógicamente, mi familia
estaba enojada con los vecinos.
La terraza era
un rectángulo imperfecto, sin una sola maceta, con paredes despintadas,
baldosas color ladrillo y junturas grises. De esta manera podía describirla cualquier
persona y sin duda, también, la muchacha del edificio; aunque yo, secretamente,
sabía que la terraza se desbocaba hacia el cielo, porque era el sitio desde donde se le volaban los sesos a la
casa.
Una tarde, casi
al principio de la noche, después de reírme hasta no dar más, me confesé que si
no hubiera sido por el loro me hubiera ido directamente a vivir a la terraza.
De pronto, en la ventana del edificio de enfrente, se asomó la muchacha con
cara de escupida y ahí se quedó, redonda y chata, del otro lado del vidrio.
Inmóvil y con
los ojos muy abiertos, contemplé su cara, largo y tendido, hasta muy entrada la
noche. Poco a poco las otras ventanas del edificio se fueron oscureciendo. Dejé
de oír el ruido de la escoba de mi abuela, que allá abajo desgastaba los
mosaicos y me pareció que ascendía un olor a flores viejas, descompuestas,
desde los jarrones llenos de agua de color verdoso. Creí también que las
chancletas de mi tía iban haciendo un ruido después de otro sobre el portland
de la escalera. Pero me equivoqué. La terraza estaba tranquila cuando,
demasiado rápido, las dos hojas de la
ventana de enfrente se abrieron. Por un instante la cara de la muchacha flotó
en el aire y su cuerpo dio una vuelta carnero extremadamente veloz, pero muy
suave, también en el aire. Y después quedó sólo el aire hasta que se escucharon
las sirenas de la policía y un poderoso murmullo de fondo y pasos y gritos.
La noche siguió
avanzando. Yo no bajé a dormir; me senté en el centro de la terraza, tensa, con los ojos agrandados, muy seria,
como esperando el segundo acto.
Cuando la noche
le abrió paso al otro día, me animé por fin a pensar que en este caso ya no
habría resurrección. Titubeando me acerqué a la baranda de la terraza.
Tendido sobre
los adoquines estaba el cuerpo de la muchacha. Su cara no se veía, una sombra o
la melena la tapaba.
Por un momento
llegué a creer que aquel loro había terminado por demostrar que la vida y la
muerte describían un círculo sin principio ni fin. Con esta creencia, después
de aquella noche, desaparecieron muchas otras. En lo demás no hubo grandes
cambios, salvo que mi familia miró al loro con menos furia y más esperanza.
Mi tía, con una
sonrisita sarcástica, solía comentar:
- No hay nada
seguro en estos tiempos.
Mientras tanto
la escoba siguió arrastrando a mi abuela de aquí para allá, de allá para
aquí. Mi abuelo, al verme subir la
escalera hacia la terraza, me miraba de costado, con bastante compasión, como
quien espía a alguien que va en busca de su premio consuelo.
Lo cierto es
que yo seguía yendo a la terraza a esperar que algo sucediera en aquella
habitación. Esperé mucho tiempo hasta que por fin se encendió la luz. Una mano se
asomó y colgó una jaula con un canario
amarillo. Me quedé mucho tiempo con el cuello largo, ansiosa de que el canario
revoloteara. Pero permaneció quieto. Sin embargo en seguida empezó a cantar. Me
acerqué un poco más. El canario cantaba siempre el mismo sonido con una
perfección que espantaba. Y volvía a empezar otra vez. Y
otra vez. Y otra vez más. Me acerqué cuanto pude: Vi que tenía las plumas
brillantes, de nylon, y el ojito inmóvil de piedra azul y las patitas de
alambre.
Cantó
incesantemente una y otra vez la misma melodía, sin equivocarse y sin cansarse,
como si estuviera vivo.
LAS PIERNAS DE MI ABUELA*
Si los árboles
crecen de abajo hacia arriba, por qué, cuando yo era chica, se esperaba que mi
cerebro creciera antes que mis piernas. Se pretendía que lo entendiera todo
cuando era casi imposible que pudiera entender lo más elemental. Elementales
eran, por ejemplo, las caminatas de mi abuela por el patio enlosado.
Sus piernas
flacuchas entre el ir y venir de esas
polleras diciendo no y sí y olas de mar y pajarracos sueltos y el sol siempre
arriba. Y el tiempo pasando. Las piernas de mi abuela eran muy largas, sí, y lo
siguieron siendo todo el tiempo en que las mías no crecían. Sus piernas y sus
manos de dedos afilados. Sus manos que trataban de enmendar lo que sus palabras
y sus pensamientos destrozaban. Poco podía hacer con sus manos o con sus caminatas bajo el sol una mujer
que, como mi abuela, tenía una lengua que masticaba los hechos hasta hacerlos
desaparecer.
El tiempo pasó,
para bien y para mal, mientras fui comprando cuadernos con márgenes azules y
delgadísimos renglones que llené año tras año hablando de mi abuela. Yo la
criticaba en aquellos cuadernos y ella, por la noche, los leía. A la mañana
siguiente me miraba con rencor y una risita sobradora que se iniciaba al costado
de su boca. Pero para entonces yo ya tenía también las piernas bastante largas
y los ojos estirados hacia la puerta de calle, tratando de mirar un sol que no estuviera
opacado por el enorme y mugriento techo de vidrio del patio. Porque mi abuela
había mandado techar el patio igual que si se hubiera tratado de hilvanar el ruedo
de un vestido. Ella había querido atrapar el sol y, por supuesto, había logrado
lo contrario.
Ahora he
cumplido veinte años y me miro en el espejo: mis piernas alargadas por unos
tacos negros, tan negros y espeluznantes como la línea artificial con los que delineo
mis ojos. Mi abuela mira la televisión. Y la televisión la mira a ella.
Entonces el tiempo, digo yo, va pasando
para bien, aunque nunca se sabe. Dios me espía y yo me hago un ovillo en el
viejo sofá desteñido. Me quiero ir, y me quiero ir. Repito: me quiero ir y el
aire que entra, sale enseguida por mi boca; entra y sale y no se va. Un día,
gracias al tiempo que ha pasado, me voy, como quien dice, arañando otros
horizontes, pellizcando un hilván, un hilo demasiado delgado del que no podré colgarme.
Miro el horizonte desvanecerse cada día en un azul más desteñido que el sofá de
la casa de mi abuela, donde ella se reclina suavemente y sus piernas blancas,
blancas, se dejan estar, medio colgando, laxas, viejas y largas como siempre.
A mi abuela le
han instalado un teléfono y yo me he comprado una computadora. Ella me llama
cada día mientras, con los ojos clavados en la pantalla de mi computadora, yo
intento evitar que un muchachito gris caiga en un pozo, sea matado por un árabe
o salte el puente. Va y viene cien veces el muchachito dentro de la pantalla.
Hasta el momento no he logrado salvarlo: me ha vencido la computadora. De
pronto suena el teléfono y yo miro el teclado y la luz verde, muy verde y encendida,
pensando: debe ser mi abuela. No me equivoqué. Oigo la voz de mi abuela que me
dice:
-¿Hoy tampoco
saliste de tu casa?
-No- le
contesto.
Imagino sus
largas piernas, blancas por demás, aflojarse en el sofá para que ella mantenga
conmigo, igual que cada día, una interminable conversación. Mientras tanto el
muchachito gris corre torpe y frenético por la pantalla de mi computadora.
Corre, corre, entra en mi cerebro, se confunde y me asfixia. Y sigue escapando.
La computadora
emite un pequeño ruido, un ruido insignificante, apenas un timbre lejano. La
voz de mi abuela continúa resonando en el aparato del teléfono como un cuerpo
vivo metido dentro de un ataúd.
HISTORIAS DE
ANIMALES MUERTOS*
Según se cuenta
en la familia todo comenzó, allá en el campo,
cuando mandaron a mi bisabuela a matar una gallina. Ella tenía apenas
ocho años, le pusieron un cuchillo en la mano y le señalaron el corral. Mi
bisabuela no necesitó muchas explicaciones para
darse cuenta de qué tenía que
hacer. Lo había visto infinidad de veces: Una mano toma firmemente por el cogote a la gallina
mientras la otra emplea con agilidad el
cuchillo, que para algo Dios nos ha puesto dos brazos y dos manos al echarnos
al mundo. Aunque el cuchillo tenía una hoja
en extremo filosa, la mano de mi bisabuela no era aún lo
bastante robusta para realizar semejante tarea. De todos modos le
mostraron el camino y allí fue ella despacio,
un paso lento después de otro, acompañada por su cuchillo y por el
miedo. El miedo creció tanto en su interior que el camino hacia el corral se le
hizo interminable. No recuerdo si aquel día logró matar a la gallina. No sé si
me lo contaron. Lo que sí sé es que la vida de mi bisabuela fue algo parecido a una interminable caminata
hacia un corral donde la esperaba una gallina.
Mi bisabuela,
igual que yo ahora, no soportaba ver animales muertos y menos que menos la
cabeza expuesta sobre la mesada de mármol blanco con la sangre chorreando,
porque no se trata simplemente de animales muertos, se trata de animales que
fueron asesinados. Y están allí para que los comamos. Cuando la gente come no
piensa de qué manera llegó a su plato lo que meterá en su boca. Mi bisabuela sí
lo pensaba; y yo también.
Después del
episodio del corral, a lo largo del
tiempo aparecieron, por supuesto, pescados
a los que mi bisabuela tuvo que
quitarle las espinas, pollos descuartizados, conejos con su suave pelaje para desollar, tajadas de muslo, el reino animal en pleno asesinado y
recostado a la vez sobre la blancura del mármol antiguo de su cocina. Lo cierto es que a mi bisabuela se le estrujaba el estómago en cada comida.
Por un lado se encontraba la hilera de
las bocas abiertas de sus hijos esperando el alimento, por el otro, el recuerdo de la interminable caminata hacia
el corral donde la gallina también temblaba de miedo al escuchar sus pasos.
Mi bisabuela
nunca pudo sobreponerse al espectáculo
antinatural de una cabeza desprendida de su cuerpo. Lo lamentable es que era ella misma la que
ejecutaba la acción, ya sea de un pollo, de un conejo o de lo que fuera,
justamente ella que creía que la sangre
de los seres vivos no estaba hecha para escaparse desde adentro del cuerpo sino
para mantener el calor de la vida sin ser derramada. De cualquier forma hizo de
tripas corazón y ahí la vieron dale que dale realizando su trabajo de alimentar
a la prole. Cuentan que las cosas
andaban lo que se dice bien hasta que aquella tarde la llevaron a un campo vecino a pasar el día. Allí fue
donde ella vio las tres cabezas de
carnero con los ojos abiertos. Súbitamente
mi bisabuela se preguntó dónde estaban los cuerpos y algo le traspasó
los huesos y un vértigo le bajó desde la nuca hasta que, de buenas a primeras,
se desmayó. Como los demás conocían su desagrado ante los animales muertos,
nadie pensó que el desmayo fuese otra que un soponcio, un golpe de disgusto que empezó por el alma y le llegó
hasta el cuerpo. Pero no, aunque mi bisabuela era una mujer ya entrada en años para
aquel entonces, pronto se supo que estaba otra vez embarazada.
Así es que a la fila de sillas alrededor de la mesa para comer, habría
que agregarle otra. Iba a nacer mi abuela. Y mi abuela nació exactamente ocho
meses después que aquella tarde en la que su madre tuvo el espectáculo de las
tres cabezas de carnero frente a sus ojos. Lo que vino a continuación desde el nacimiento de mi
abuela hasta mí fue como el resonar de aquellos pasos de una nena de ocho años
obligada a matar una gallina. Bien sabemos que la vida de cada uno de
nosotros avanza hacia alguna parte, la
de las mujeres de mi familia ha ido en
una sola dirección: hacia ese sitio del que intentamos rehuir. Las tres cabezas
de carnero degollado se multiplicaron hasta el infinito en la imaginación de mi
bisabuela como si en el mundo no hubiera otra cosa más que cuchillos y cuerpos
desprendidos de sus cabezas. Así la
imaginación, de mi bisabuela de tan florida y poderosa, creció a través de los calendarios
y las festividades y traspasó el milenio. Ya no está su persona
entre nosotros, pero en mí persiste lo que en su momento no pudo expresarse
con palabras. Es una memoria
deshilvanada de aquel cuerpo grueso que mi bisabuela abandonó en mil novecientos sesenta y siete.
Yo entonces tenía catorce años y ella, ochenta. Esa memoria ha sobrevolada las
casas que habitamos las mujeres, es una memoria lejana que roza los pequeños pies que caminan hacia un corral
donde la hoja plateada de un cuchillo brilla con un esplendor que hace temblar
al mundo.
ALMUERZO CON CEBOLLAS*
Una mujer que
no ha dejado descendencia
-delantal con
volados, manos de piel fruncida
de tanto
sumergirse en el agua, la radio en altísimo volumen-
está cocinando
en esta mañana de domingo.
Blancas rodajas
de cebollas son esparcidas
a lo largo de
la madera oscura
brillosa de
aceites y humedades, dale que dale
con el cuchillo
en la blandura de las cebollas
que una tras
otra pierden su redondez sobre la tabla.
Brilla y brilla
con una asombrosa persistencia. En cada corte
en cada
respiración de esta mujer
que no ha
dejado descendencia
se acurrucan
voces
muchas voces
que de pronto
se enmarañan
entre los dedos
impregnados de cebolla.
Y las voces
ruedan
sobre la madera
húmeda
brillante.
Después
cuando la
comida nacida de la cebolla
se convierta en
alimento
la mujer que no
ha dejado descendencia
se sentirá
feliz.
Las voces
enmarañadas
despertarán
nuevas voces
en el interior
de las bocas jugosas.
En este raro
domingo
la mujer
cocina,
permite que el
vapor del agua
en el que van
cayendo las cebollas
-con pesadez y
hasta con tristeza-
enturbie las
facciones
de ese rostro
que un momento
antes observó
cómo la
redondez de la cebolla se desgajó
cómo fue
perdiendo su integridad
su íntima
fortaleza.
Habrá más voces
y serán
devoradas
con la comida
más tarde,
al mediodía:
los chicos del
barrio mirarán
absortos
el mantel que
cubrirá la mesa
y una jarra con
flores
arrancadas de
una maceta
por la mujer
que no ha dejado descendencia
en el patio del
fondo.
PROSPERIDAD*
Un buen día las
mujeres de la casa decidimos utilizar nuestros ahorros para construir un baño
chico. La verdad es que nos hacía falta. Tuvimos en cuenta que, si bien íbamos a perder un trozo de patio,
obtendríamos un poco de alivio para nuestras esperas y reproches. Todas
estuvimos de acuerdo enseguida, menos la tía Margarita. ¡Cuándo no! Apenas se enteró de nuestra decisión vimos a
la tía Margarita sentarse en el último
escalón de la escalera de pórtland en señal de protesta. Así pasó la tarde,
llegó la noche y de nuevo la siesta: la luz alta y cuadrada que emergía desde
el rectángulo de la puerta de la terraza iluminó la espalda de mi tía que
continuaba allí, iluminó también su pelambre teñida por la mitad y su gruesa
cintura. Pasamos mil veces delante de ella como frente a un funeral.
Después,
inevitablemente, debió salir de allí para ir a la cama, se notaba que tía
Margarita ya no daba más. La protesta la había extenuado. Y a nosotros también.
No importa, nos recobramos pronto,
pusimos manos a la obra y nos ilusionamos con el proyecto.
Enseguida
sospechamos que iba a presentarse un inconveniente: encontrar al hombre
apropiado para tal tarea. Por desgracia
no nos equivocamos. Nuestra experiencia nos
demostraba que encontrar un hombre para lo que fuese no era una labor sencilla.
De manera que nos abocamos a ello con tesón y desconfianza.
Recorrimos el
barrio de cabo a rabo hasta que, a las perdidas, logramos dar con un albañil
del que habíamos obtenido escasas referencias. Pero a falta de otro, lo recibimos
con los brazos abiertos. Entró por la puerta del zaguán con un balde percudido
y cubierto de costras blancas en una mano y una damajuana de vino tinto en la
otra. Sobre el salpiqué gris de las baldosas del patio, el albañil trazó un
cuadrado que amagaba ciertamente asemejarse a un paralelogramo. Luego cantó tangos
hasta volvernos melancólicas, no sin interrumpirse a cada rato con sorbidas del
pico de su damajuana.
Comprar los
sanitarios blancos y los blanquísimos azulejos fue una durísima empresa.
Tuvimos que ir hasta los confines del barrio y casi arriesgarnos a salir de él.
Necesitábamos
tubos, grifos, y la taza con su clásica forma bombé del inodoro y un montón de
chirimbolos más. Las tramitaciones, compras y traslados tardaron mucho, porque
doña Pepa era lerda para las elecciones. Tía Margarita se recluyó en su pieza
en señal de contundente disconformidad, mientras yo miraba con ojos desorbitados
desconfiando de los beneficios de la llegada de un hombre tan bamboleante a
nuestra casa. Cuando el hombre, que se llamaba Pedro, empezó a levantar las dos
paredes laterales que se apoyaban en las dos que formaban ángulo en el patio,
percibimos un desajuste en las proporciones. Pero no dijimos nada.
Era ocupación
de hombres y hubiese sido bochornoso inmiscuirse. Cuando Pedro empezó a planear
el techo, nos dimos cuenta de una vez y para siempre de dos cosas
lamentables: que nuestro baño estaba decididamente inclinado hacia un costado y
que Pedro se había olvidado de dejar el agujero para la tan solicitada ventanita.
Mientras tanto nuestro hombre iba y venía desde el almacén hasta un rincón del
patio arrastrando su damajuana. Largas
negociaciones no lograron persuadirlo de que tirara todo abajo y
empezara de nuevo, ni siquiera considerando que estábamos dispuestas a correr
con los gastos de los materiales. Cuando el baño quedó terminado y, por
supuesto, carecía de ventanita, descubrimos que finalmente teníamos dentro de
nuestra propia casa algo parecido a una réplica de la torre de Pisa, de la que,
de manera alguna, podíamos enorgullecernos.
Pero, al fin de
cuentas, un baño es un baño. Con esa definición escueta convinimos en que el
hombre había tenido buenas intenciones, aunque su vista y su modo de caminar
dejaran bastante que desear. La que quedó con la sangre en el ojo fue tía
Margarita. Se notaba por su forma de mirarnos que no estaba dispuesta a dar el brazo
a torcer; jamás entró en el baño. Ni siquiera en casos de extrema urgencia, no
lo incluyó en su conversación ni le dedicó una distraída, escueta ni chanfleada
mirada. El baño chico fue su particular habitación innombrable, el Sancto
Sanctorum de su vida cotidiana, la camisa del hombre feliz del cuento del rey
desdichado.
Así es que tía
Margarita no llegó a corroborar que las canillas giraban para el lado contrario
al que usualmente giran o para el lado que una espera que giren, es decir en
sentido inverso al de la rotación de la tierra ni que durante el día, si una
entraba en el baño y cerraba la puerta, se sentía ingresando a una tumba
egipcia.
Tampoco pudo
enterarse de que los mosaicos estaban colocados sobre un piso con desniveles,
ondulaciones y lomitas caprichosas y que los dibujos no respetaban su combinación.
Todo esto no hubiera sido un impedimento para que ella si se considerara que,
de un modo oblicuo, había ganado la batalla. Su rencor era tan inmensamente
grande que daba la impresión de que una amnesia, especialmente dirigida a
cualquier cosa relacionada con el baño, gobernaba su vida. "Mejor así”, murmuró
doña Pepa. Y no se habló más del asunto.
Fue justamente
a doña Pepa a quien se le ocurrió una buena idea. Las finanzas no andaban
demasiado bien en casa, por eso ella propuso que cobráramos la entrada con el fin de que los vecinos vinieran a ver
el baño chico. La idea se le ocurrió mirando un documental titulado “Maravillas
de la Italia actual”. Bien dicen que la desesperación tiene cara de hereje.
Ella insistió en que la idea no estaba mal porque si la gente iba a Pisa a ver
esa torre rasposa, bien podía deslumbrarse con el desquicio de las formas
lineales de nuestro pobre baño chico. Yo apoyé la propuesta. En cambio los otros no estuvieron de acuerdo en lo más
mínimo. Se opusieron fervientemente
a que nuestro baño terminara convertido en atracción turística. Fue por una
razón bastante poco razonable: íbamos a perder intimidad. Se equivocaron de
cabo a rabo. Algo hay que perder por un poco de plata. Y la intimidad nuestra
no lucía demasiado bien como para que nos lamentáramos por perderla.
Más aún: me
atrevería a decir que prácticamente era imperdible porque carecíamos de ella.
El negocio nos estaba tragando la casa con sus cajones de bebidas apilados en
el zaguán, sus paquetes de caramelos desparramados arriba de las sillas, sus
pilas de cuadernos sobre los muebles y las latas de cera puestas en cualquier
parte y a la bartola. Como el proyecto de doña Pepa no tuvo aceptación, así
quedaron las cosas. El baño no nos sirvió para nada por un motivo muy explicable:
la inclinación era opuesta a la boca de la rejilla, de modo que los caños se
orientaban tanto en dirección desafortunada que nunca logramos que saliera una miserable gota de agua de aquella dichosa
canilla. Tampoco nos animamos a usar el bañito para guardar objetos inservibles
o menudencias por el estilo. Quizá, en el fondo, es muy probable que por
asociarlo con la torre de Pisa creyéramos que en verdad se trataba de un
santuario. Y quién sabe, a lo mejor con el tiempo algún hecho, situación o
peripecia o la gran casualidad de las casualidades terminarían convirtiéndolo
en eso. El tiempo siempre transforma las cosas, aun en un barrio como el
nuestro.
PAPÁ SOÑABA CON HACER LA GUERRA*
De mi padre
sólo sé que pasó su vida preparándose para hacer la guerra. Todos los días,
todas las mañanas, no bien se despertaba, empezaba a limpiar su revólver.
Y lo hacía con
lentitud, lo acariciaba despacio, muy despacio, hasta se diría con cierta sensualidad.
Los ojos un poco bizcos, los dedos ágiles y una atención excesiva.
Yo me figuraba
que al final sus dedos debían quedar muy pero muy fríos. Lo imaginaba en el
borde de la cama, con su revólver, dejándose estar, suave,
calculadoramente,
a esa hora en la que únicamente la luz de la lamparita eléctrica iluminaba la
habitación, donde mamá dormía con los párpados hinchados. Y arriba, el cielo raso.
Abajo, el piso cubierto con capas y capas de cera, brillando casi tanto como la
hendija de la luz que horas más tarde tajeaba las persianas.
Se decía que
papá estaba más preparado que nadie para este asunto de guerrear. La verdad es
que él se esforzó mucho, siempre, en sus preparativos. Era capaz, incluso, de
predecir acontecimientos, gracias al mapa del mundo que había colgado entre el
almanaque y la hornalla de la cocina. Lo llenaba de chinches puntudas con banderines
multicolores, que eran signos evidentes de avance o retroceso.
No está de más
decir que papá hablaba muy poco de este asunto, aunque, por cierto, no era
necesario: su vida entera giraba alrededor de aquel revólver como en torno a un
eje. Sus ojos conocían de memoria el camino de las chinches con las banderitas
que, en el mapa del mundo, interrumpían ríos, oscuras cadenas de montañas o la
orilla delicada de los océanos.
Pero la guerra
no llegaba. Llegaban, sí, rumores confusos, que quedaban vibrando en las bocas
por donde iban y venían o en algunas páginas del diario con las que, tarde o
temprano, mamá terminaba empapelando el tacho de basura.
Lógico es
suponer que en ínterin el tiempo desparramó su harina y que mi padre trajinó
por campos gastados, amarillentos, adentro de esos enormes bichos de metal. Me
lo imagino acurrucado, hecho un ovillo, fumando uno de aquellos inaguantables
cigarrillos negros, como Jonás en el vientre de la ballena, como tragado por un
dinosaurio o de regreso, nuevamente, en la panza de la abuela.
Alguien dijo
que papá soñaba la guerra igual que una jornada de fuegos artificiales, una
fiesta muy importante, sin final feliz, con cuerpos humanos que danzaban camino
al cielo. También se rumoreó que, en alguna ocasión, hubo un amago tan
contundente que vieron a mi padre en la vereda con gesto desconocido, gallardo,
desafiante, más atento que nunca, con los ojos mirando muy lejos. Mientras
tanto el tiempo se iba deslizando igual que aire y pasó, pasó, pasó hasta
desaparecer por un resquicio o por una grieta inimaginable.
Lo cierto es
que a papá jamás nadie lo vio declinar en su espera. No olvidó limpiar su
revólver cada mañana con la misma parsimonia con que mamá se retocaba el maquillaje
de sus párpados. Ni tampoco dejó de curiosear el dichoso mapa atravesado por
chinches y banderas. Entre tanto pasaron muchas cosas: pasaron de moda algunos
que otros bailes y sus melodías, mi persona llegó al mundo en una tarde
lluviosa y se quedó arrinconada en la casa de alguna tía, un hombre del
hemisferio norte pisó la luna, crecieron y bajaron las mareas, se hizo más
grande el agujero de la capa de ozono y se llenó de murciélagos el árbol de la
vereda de enfrente.
Sé que los
párpados de mi madre se fueron pareciendo cada día más a la piel de las
tortugas y que el revólver de mi padre gastó pólvora en chimangos y que las banderitas
adheridas con las chinches describieron infinidad de figuras con contornos que
hasta llegaron a ser muy armoniosos. Y que el tiempo se escurría, blanco, y que
se desbordaba como la leche cuando, sobre la hornalla, hierve a todo vapor.
No tengo dudas de
que al pintar sus párpados mamá acostumbraba tener el mismo gesto que solía
tener mi padre cada vez que se acercaba al mapa del mundo, como quien va a
controlar algo que ya conoce demasiado. Tampoco tengo dudas de que todo fue muy
lento para algunos y desmesuradamente veloz para papá.
Una noche
entraron en casa muchos hombres dando gritos. Grandes alaridos. Papá venía con
ellos. Que dejara lo que estaba haciendo, le ordenó a mamá, porque en la guerra
no se hace nada. Entonces mamá primero se desmaquilló los párpados y después se
fue corriendo a buscar aquellos pesados borceguíes, el casco, la chaqueta y el
pantalón. Cuando mamá quiso tomarlos, una bandada de polillas escapó volando,
se alzó, violenta, desde la ropa gastada, subió, se arremolinó y sobrevoló la
cabeza canosa de mi padre. Y el almanaque se deshojó una y otra vez, se
deshizo, se convirtió en finísimo polvillo, se pulverizó delante de los ojos de
mi padre, que buscaba encontrar los números y las letras con sus días y sus
meses, inútilmente. Así quedó papá durante varias horas, estático, mirando el
almanaque con la cara de
quien contempla un campo seco o bombardeado o una vieja foto de su
adolescencia.
Hay quienes
afirman que entonces la tierra se abrió, que se partió en dos mitades y los ríos
salieron de su cauce. Que hubo terremotos, se dijo también. Sin embargo mamá
sostiene lo contrario. Nada pudo pasar, nada había pasado. Sólo tiempo, tiempo
tras tiempo, porque aquel día el patio se llenó como siempre de gorriones, los
murciélagos del árbol de la vereda de enfrente continuaron allí y en la radio
anunciaron que la temperatura iba a ser alta aunque soplaría un poco de viento.
De todos modos
mamá asegura que aquella noche papá tuvo un sueño. En aquel sueño yo aparecía
caminando desde el fondo de la casa, descalza, vestida de blanco y de pronto
volaba o me deshacía en el aire. Lentamente el aire de la casa se volvía
blanco. Y llegaba la noche y mi padre se despertaba y allí está todavía
caminando por el patio. Entre las paredes blancas el cielo hondo lo está
llamando. Mi madre lo mira dar vueltas y vueltas con la cabeza echada hacia
atrás; le dice con voz muy baja, casi con miedo:
-Es hora de
dormir.
Como mi padre
ya está bastante sordo entiende que es hora de morir. Por eso no baja la
cabeza, no quiere dejar de mirar la danza titilante de las estrellas. Se me ocurre
que, observado desde arriba, papá ha debido parecer un pequeño punto blanco
encerrado en un cuadrado que, siguiendo la ley primordial del Universo, da vueltas
o gira, gira, gira.
EL NOVIAZGO*
Con preferencia
a la hora de comer, las mujeres hablaban. Y si el abuelo se quedaba en el
negocio hablaban más. La comida sobre la mesa no era otra cosa que un incidente
o una excusa de supervivencia, pero en
realidad yo tenía la certeza de que lo único que nos permitía sobrevivir eran
las palabras que entre panes, verduras y restos de carne se mezclaban, iban y
venían con sus giros amenazantes y sus bruscos altibajos. Se trataba tan solo
de un deslizamiento de lo que no podía quedarse nunca dentro de nuestras bocas:
eso era el mundo, lo más inasible entre lo inasible, una gran mesa alrededor de
la que se sentaban todos, absolutamente todos, menos mi abuela, mi tía, doña
Pepa y yo.
Los temas de
conversación nunca fueron variados, quien mucho abarca poco aprieta, solían
decirse mientras pensaban seguramente que con manos pequeñas como las nuestras
lo mejor era no ambicionar. La vida en general
se perfilaba como el tema preferido por todas nosotras, vale decir esa
suma de percances, contratiempos, ilusiones quebradas o la biografía hecha y
derecha de alguien que nos rozó alguna vez para irse quién sabe adónde y con
quién. Otro de los temas ineludibles, por supuesto, era el de los hombres.
Hablar de los hombres en forma genérica, de la misma manera en que absorbíamos
ese peliagudo asunto del vivir nos llenaba las horas. Posiblemente la vida y
los hombres tenían en común para las mujeres de la casa su indiscutible calidad de abstracción. La
vida, quién lo dudaba, es inapresable, incomprensible, inaudita. Y los hombres
también.
De entre
nosotras cuatro sólo mi abuela demostraba la capacidad de opinar sobre los
hombres concretos y reales, porque lo que verdaderamente importaba, según ella,
era la tarea que el hombre desarrollaba, eso daba un indicio claro de su
poderío en relación con el mundo. Al pronunciar la palabra “mundo” el acento de
mi abuela se volvía empalagoso. Sus aspiraciones se orientaban a estudiantes de
medicina, prósperos comerciantes del barrio o sencillamente a muchachos cuyas miradas
le dieran la certeza de que brillaba en ellas alguna clase de ambición. Y, por
sobre todas las cosas habidas y por haber, me recomendaba diariamente que por
favor por el amor de Dios y la devoción a la Sagrada Virgen, no viniera a casa
con uno de esos cursientos, uno de
esos granujas de siete suelas que proliferaban en las calles de nuestro barrio.
Por eso cuando aparecí con Alberto supe que la elección iba a traerme
problemas.
La abuela miró
a Alberto de arriba abajo, fríamente, sopesando lo visible y lo oculto que
había en él. Después de no haberle detectado en ninguno de los dos ojos un pálido
brillo de ambición y, dejando caer sus párpados en abierta actitud de desafío o
de cansancio, dijo:
-¿Y usted,
joven, a qué se dedica?
Percibí lo que
las palabras de mi abuela causaron en el cuerpo de Alberto y me adelanté a
contestar:
- Está en el
comercio.
Yo sabía que la
palabra “comercio” era muy amplia y suficientemente desprestigiada para mi abuela, que padecía
junto con la tía, doña Pepa y yo la
usurpación del clima hogareño perpetrado por mi abuelo desde que había
instalado ese dichoso negocio en lo que debió haber sido un garaje.
- A ver,
explíqueme un poquito qué ocupaciones le atarean a usted la vida, si es que se
puede saber.
Cuando Alberto
pronunció las palabras “papel picado” y “almanaque”, a mi abuela se le fueron
los colores de la cara. Por cierto se
trataba de dos palabras opuestas con relación a lo temporal. El papel picado se
circunscribe a una época del año muy acotada y muy breve. Un almanaque, un
artículo a todas luces tan perdurable o permanente, se compra una sola vez al
año y por lo que se ha visto hasta hoy no ha hecho millonario a nadie, salvo a
las muchachas que se dejaron fotografiar semidesnudas y por motivos externos o
posteriores al almanaque mismo.
Mi abuela, sin
poder creer lo que había escuchado, quiso conocer pormenores, simuló mostrarse
interesada en la fabricación del papel picado y en el modo de abrochar los
cuadernillos a la lámina ilustrada de los almanaques. Alberto, ahora muy suelto de cuerpo, confesó que él no
sabía nada de eso, él era simplemente un humilde repartidor. Lo odié por haber
pronunciado la palabra “humilde”. Le llevó un tiempo considerablemente largo a
mi abuela comprender qué clase de relación había establecido con el mundo mi
candidato Alberto. El jolgorio del carnaval que simbolizaba una bolsa de papel
picado y la desnudez incuestionable de las chicas de los almanaques la llevaban
a ubicarlo en el borde de la mayor de las frivolidades; sin embargo la idea del
tiempo que transcurre, la tristeza que le producían los números apiñados debajo
de tanta muestra de carne femenina, forjaron en la cabeza de mi abuela la idea
de que oscuros, perdidos o metafísicos impulsos guiaban la vida de este
muchacho. Podía considerarse que se dedicaba a una tarea nada rentable pero
metafísica al fin.
Cada vez que
llegaba a casa con mi candidato, mi abuela lo miraba de reojo, sin saber muy
bien dónde ubicarlo en su personal escala de valores. Y, aunque no la impresionaba,
nunca pudo mirarlo con desprecio. Lo trataba con cierta compasión porque para
mi abuela, cerca de fin de año y en los carnavales se juntaba la tristeza más
inmensa del mundo, lo que inducía a la gente a salir desaforada a la calle en
busca de alguna clase de alegría. De manera que, no bien aparecíamos por el patio,
mi abuela miraba a Alberto confundida y enseguida me miraba a mí con una
inconsolable pena. La vida le había dado la oportunidad a ella de tener ante sus propios ojos a un hombre sin
porvenir en el más desventurado sentido de la palabra.
LIGERO CORRER*
Yo soy esa
mujer
que siempre
huye de la escena
-la escena
candente
crucial-.
Tengo muchas
muchas piernas
para poder
huir:
tengo piernas
en la cabeza
piernas
apretadas en el pecho
en las manos
piernas dentro
de mi boca.
Ligero correr
ligero
bienestar
destroza
cualquier vida posible
en su persistente continuidad.
Corro conmigo a
cuestas
y el mundo se
hunde en mí
con todos sus
lugares.
*Poemas &
relatos de Irma Verolín.
Irma Verolín ha publicado los libros de cuento: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”.
Novelas: "El puño del tiempo",
"El camino de los viajeros"
y “La mujer invisible”. Y también una
serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales.
-Obtuvo
diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer
Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio
Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio
Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional
de Novela Mercosur.
-Tres de sus
novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta
de Argentina y Clarín. Algunos de sus
relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán.
-En poesía
publicó “De madrugada” en Ediciones
del Dock y “Los días”, editorial de
la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la
misma fundación y “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus
poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo
Nacional de las Artes en 1999.
Inventren
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE. FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
-Por Ferrocarril Midland-
Km 55
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO
GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO
BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
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