*Foto de Natü Zacarías.
*
De soslayo ver
el reborde de una hoja cotidiana
el verde nervado recién nacido
trascender
los sentidos
precipitarse
al cristal difuso
palpar
lo que habita más allá de la mirada
habitar
la brisa que sopla entre las hojas.
epifanías
segundos de silencio
la vida en la hoja
los ciclos
nervadura y cristal
seguir viviendo.
-Inédito-
-Lorena Suez es Licenciada en
Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social. Participa en los talleres de
Siempre de Viaje y en los eventos de Viajera Editorial desde el año 2012. Forma
parte de la Antología compilada por Virginia Janza, Tetas.
Historias de Pecho (Textos Intrusos 2015).
Publicó "Intemperie".
Por Viajera Editorial. 2016.
Su libro infantil-juvenil "Mis vendavales"
ha sido recién publicado por Editorial Peces de Ciudad.
LO QUE HABITA MÁS ALLÁ DE LA MIRADA…
PÉRDIDA*
Como si uno mirara un gato y no supiera qué hacer
el vacío caminaba por el desierto de una ciudad rota, vencida
el vacío no entraba en las casas de la peste y de las mariposas
muertas
clavadas en un álbum,
el vacío se comía cada mañana la cosa oscura de la noche,
se llevaba la masa sospechosa del mundo, el maullido de
las olas del mar.
El vacío
que veía las situaciones del revés.
Cualquiera es copia errónea de un arquetipo inconcebible, ya lo
sabemos
pero el vacío
ese antiguo vacío
te ayudaba a llorar con el agua mansa de sus ojos,
o te adelgazaba el sueño
para que pudieras guardarlo de una vez en tu bolsillo.
En el agujero del mundo
era un poco de luz.
RECORDANDO A JUANELE
ORTIZ*
Juan Laurentino Ortiz, natural de Puerto Ruiz, como gustaba
repetir, habitante de Gualeguay hasta su jubilación en 1942 de su trabajo como
empleado del Registro Civil, se trasladó a Paraná donde prosiguió su
experiencia de trabajo en la soledad del río y su paisaje.
Antes había integrado un grupo con sus amigos gualeyos desde una
biblioteca, que conformaron entre amigos muy cercanos: Carlos Mastronardi,
Amaro Villanueva, Juan José Manauta y Emma Barrandeguy, única mujer del grupo.
Allí, casi en entera soledad, rodeados de sus gatos y sus boquillas
largas y exóticas, pero atento al conocimiento mundial de la poesía, ejerció un
extraño y no buscado magisterio que orientó una poética que debía contener en
ese paisaje acompañado por el gran río Paraná y el vuelo marcial de los
siriríes y las calandrias, que según él reproducían los ideogramas chinos,
civilización que admiraba y que lo llevó a traducir algunos de sus poetas, que
había conocido en su viaje a la entonces Unión Soviética y a la propia China,
en el único viaje que hiciera en su vida al exterior, un viaje cultural con
otros escritores en 1959.
Rodeado siempre de jóvenes que buscábamos allí al Maestro y sus
enseñanzas, que obsedidos por sus palabras enriquecedoras encontrábamos en él
al poeta que no era. Lo buscábamos por vanguardista, pero él era mucho más que
eso; era un simbolista como Mallarmé o Rimbaud o Juan Ramón Jiménez. Puedo
recordar casi todas las veces en que viajaba con mis amigos: cada sesenta días,
riguroso, en sus últimos 6 años de vida.
Era un hombre capaz de suturar con el trato afable y convincente
cualquier trastorno a que nos pudiera someter la realidad, y sumergirnos en ese
estado de gracia poética en la que siempre estaba inmerso, y con su palabra
atenta y comprensiva nos daba cuenta y nos introducía en la más alta poesía de
todos los tiempos. Con la misma naturalidad con que respiraban las grandes
tipas del Parque Urquiza o esos jacarandás que le daban sombra mientras se
internaba en ese hálito propicio y protector con un libro entre las manos y sus
boquillas que alargaba con cañas de Indias donde fumaba sus cigarrillos armados
con tabaco negro.
Si la sabiduría acaso existe sobre el lomo de este planeta, él fue
lo más parecido a un hombre sabio. Atribuía, en esa su honorable amabilidad
criolla, su mudo interlocutor las ideas que se le iban ocurriendo, tal como
Borges afirmó alguna vez de Macedonio Fernández.
Puestos a ubicarlo en un espacio que cumplió en nuestra poesía
argentina, siempre ocupó el centro aunque se lo considerara en los márgenes, a
juzgar cómo lo esquivaban todos los editores de entonces. Pero la Poesía estaba
siempre donde él estaba. Por derecho propio y por el magisterio que ejercía
sobre gran parte de los jóvenes de entonces.
Él mismo, según Juan José Saer, es un país dentro del país de la
lengua. Un idioma dentro del idioma al que acceden los pocos elegidos, y que
hace que uno pueda leer sus textos sin que estén firmados y recomendarlos sin
dudar un instante.
Ignoro si estas desordenadas cuartillas dan cuenta del hombre que
cifraba su nombre y pueda quedar claro, y si una pizca de su talento inmenso se
pueda percibir si uno asegura con certeza que fue nuestro más grande poeta, que
por suerte seguirá vigente cuando esté respondida esta trémula pregunta:
"¿Cuándo amor mío/cuándo el amor no tendrá frío?"
Tal vez cuando la justicia sea para todos y estemos listos todos,
los hombres y las mujeres, para poder gozar del arte sin miserias ni
limitaciones.
Testigo será el futuro venidero de estas esperanzadas palabras que
escribo aquí.
Juan Laurentino Ortiz nació en Puerto Ruiz, departamento de
Gualeguay el 11 de junio de 1896 y falleció en Paraná el 2 de septiembre de
1978.
Y nosotros lo venimos a recordar así.
El viaje y el espejo*
Vienen pasos de luz, marcan un nuevo día.
Me digo: será hoy, hoy me decido.
Se inicia la danza de rumores y a su orden...
se alzan manos, cuerpos, lazos,
de rutina. Como sutil veneno, el vértigo
desenrosca instintos hasta ser fijación
de horas obsesivas. Me nace el grito.
Lo arrojo invertido, hacia adentro.
Partida, descentrada, me desprendo
del avance inexorable de mi tiempo
rechazo el escándalo de ritmos prefijados,
destruyo relojes de mecanismos perfectos
en un mundo ajeno al pulso de mi pulso.
(Desde un punto Omega
crearé bandadas que me presten
su aire y su donaire
para saber los cielos)
Crecen los pasos de luz.
Me fijan horarios y emociones,
salen a buscarme y no hallan
sino el grito metido en el silencio
exterior de mi cuerpo.
Parto hoy
Lleno una maleta de recuerdos,
me visto de aromas olvidados,
enfundo muebles y prejuicios…
Antes de echar llave me acuerdo del espejo,
nigromante sin piedad, me da la imagen real:
marca un rostro surcado de ansiedades
y en un juego de luz y sombras, en la frente
una cruz de ceniza me coloca. Es el signo
que deshace el viaje…
Al volverme, ingreso
bajo el mando de la luz,
al vértigo.
-De RAÍZ AL AIRE -1981-
Encuentros inesperados *
El aire es frío y te acompaña mientras las puertas abren sus hojas
de alta tecnología. El ronroneo eléctrico de las escaleras te lleva a la
terraza, donde puedes observar el cielo contenido, a la ciudad que no entiende
de tristezas, de mañanas huérfanas de sol, llenas de bostezos. Entras al baño
para verte en el espejo, tu rostro aburrido te asusta y acercas las manos al despachador
de papel, como si la sola proximidad fuera suficiente para comprender el
complejo mecanismo que deja en libertad las toallas. Sales del baño justo
cuando la luz se convierte en una escala de grises; la observas detenerse en
las tazas de café, en los ojos de la mujer que contempla las rebajas de una
boutique. Deambulas por el piso reluciente. Entras a la tienda de mascotas y te
solidarizas con los descoloridos canarios, con las tortugas amontonadas en una
piedra, con los peces que inventan nuevas formas de nadar en su cárcel
perpetua. Sales de la tienda con pensamientos tristes y eso te lleva a sentarte
en una banca, a tratar de imaginar los pensamientos de la chica que reparte
propaganda. Su sonrisa perfectamente ensayada hace que te levantes de tu
asiento. Pasas junto a un mapa, pero prefieres seguir tus instintos y caminas
sin rumbo entre anuncios luminosos, entre gente de vidas planeadas y boletos de
estacionamiento. Encuentras un poco de consuelo cuando llegas a la fuente;
algunas monedas están en el fondo, y piensas en los deseos que formuló la gente
al aventarlas. Buscas en los bolsillos y sacas una pequeña moneda plateada, la
pasas entre los dedos mientras dejas que alguna vana esperanza llegue a tu
mente. Al no presentarse ninguna, la colocas en tu uña como una piedra lista
para ser impulsada por una catapulta. Inicias la cuenta regresiva. Cuando el
momento cumbre se acerca, sabes con exactitud lo que vas a pedir. El pulgar se
acciona como un resorte y la moneda gana altura, gira sobre su eje varias veces
hasta que se zambulle entre las burbujas que custodian el chorro de agua.
Después de flotar unos instantes, tu deseo convertido en moneda desciende entre
vaivenes. La travesía no termina al hacer contacto con el fondo, porque una vez
ahí, es impulsada por las corrientes surgidas de las entrañas de la fuente.
Después de superar las intersecciones de los mosaicos, se detiene junto a otra
moneda similar en tamaño aunque de color dorado. Sonríes porque tu deseo se
está cumpliendo. En ese momento la mujer de la moneda dorada, que había lanzado
sus pensamientos al agua minutos antes que tú, sabe que algo está pasando, que
debe regresar inmediatamente al centro comercial. Vas por un café de máquina,
le pones mucha azúcar y regresas a tu lugar junto a la fuente. Mientras esperas
la conclusión del deseo, la mañana congrega más nubes, se disfraza de tarde. Un
empleado del centro comercial pasa frente a ti, lo llamas, te mira extrañado
cuando mencionas algo sobre los encuentros inesperados.
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra
Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional
de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha
participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
El gris (blues del viejo barrio)*
Resuenan los zapatos contra el gris,
el monótono acorde acompasado
del que retorna viejo y fatigado
a las calles que un día le miraron
partir con su mochila de ilusiones.
Han cambiado los nombres de las plazas,
los juegos de los niños y los pájaros,
las luces de neón, los automóviles,
permanece el gris, sólo el gris...
El barrio es otro y es el mismo:
los mismos perros en los mismos parques,
idénticos ladridos atronando
sobre el gris, sobre el gris...
Volver es un catálogo
de olvidos y de ausencias:
Huellas sutiles que el pasado
dejó en el gris, el gris...
Un suspiro es la suma
del tiempo transcurrido,
de las noches perdidas
bajo el gris, bajo el gris...
Se oye el paso cansino contra el gris,
la sombra de un viajero que retorna
fundiéndose en la niebla, recayendo
en la quietud estática del gris.
-De Por si mañana no amanece
EL REVÓLVER Y LA FOTO*
Mi padre mira por el agujero de su revólver después de quitar la
bala. Un ojo cerrado y el otro muy abierto y el tambor del revólver girando,
girando. De pronto su ojo siente el vértigo de esa velocidad bastante más
rápida que la del mundo que viaja alrededor de nuestra gran estrella
amarillenta. Pero mientras el tambor gira, el ojo de mi padre no percibe
ninguna luz, la velocidad la consume en su propio vértigo, no permite que se
filtre la más mínima claridad ni siquiera cuando el orificio sin la bala, por
un instante liliputiense, coincide con la curiosidad del ojo abierto de mi
padre. Él sabe que ese tambor que gira puede abrirle la puerta a la contracara
oscura del espejo, donde su rostro se multiplicará hasta decir basta. Hace años
que mi padre realiza esta tarea, sin cansarse, con enormes esperanzas; pretende
vencer la idea de la muerte y se ejercita como un colegial haciendo girar el
tambor de su revólver en el que falta un solo cartucho. Y lo mira, simplemente
lo mira. Es una ruleta rusa sin contrincantes, aunque tal vez el único
contrincante sea la idea de la muerte, sólo una idea, aunque más poderosa que
cualquier adversario. La idea le ha venido girando en la cabeza desde el día de
su nacimiento y, a tal punto se le ha hecho insoportable, que se ha visto
obligado a comprar ese dichoso revólver para ejercitar su mirada una y otra
vez. Mi padre quiere mirar a la muerte, pero sólo ve el agujero donde no está
la bala. Ese sitio hueco dentro del arma mortal le hace figurarse su propio
cuerpo entre algunos espacios de tierra, su mismísima persona en las innavegables
cabinas de la muerte. De este modo, cuando el tambor gira, imitando con torpeza
el girar del mundo, mi padre se estremece. Y la idea de la muerte lo acompaña.
El estremecimiento convierte a papá en un hombre vulnerable. Eso lo asusta. Sin
embargo papá lo soporta porque sabe que dentro de él la idea de la muerte
palpita también e, igual que él, se estremece para volverlo más y más
vulnerable. Con el correr de los años la idea de la muerte terminó por
transformársele en una especie de lombriz solitaria que le hizo crecer el
hambre. Y el hambre está en sus ojos que, aunque se esmeran, ya no pueden
agrandarse más para ver mejor el orificio que se hace pequeño, muy pequeño, que
ya es casi un punto que se adelgaza hacia delante, como si viajara por un espacio
profundo, interminablemente profundo como esa caída en la pesadilla que no
terminaría nunca si una no despertara. La idea de la muerte, entonces,
convertida en un punto que cae o viaja o se aleja, se pierde de una vez por
todas en un lugar que no existe ni puede entrar en su ojo o en la amplitud
estrecha de ese ojo bien abierto o, digamos mejor, abierto hasta donde la buena
voluntad del cuerpo de mi padre lo permite. De manera que la idea de la muerte
es lo que es o es lo que parece ser, según se la mire desde este rincón o desde
aquel otro. Me pregunto quién combate a quién en esta lucha antiquísima. Gira
el tambor bajo el ojo vigilante de papá mientras la idea de la muerte se
encrespa y se prepara para sobrevivir dentro de él. Los ojos de mi padre –especialmente el
izquierdo que continúa abierto frente al girar del tambor- han perdido fuerza.
Cuando yo era chica, de tanto observar a papá haciendo siempre lo mismo con el
revólver en una mano y un ojo abierto y el otro no, se me antojaba que la idea
de la muerte era un animal poderoso que, muy despacio, le arrancaba vigor a su
mirada. Es difícil no recordarlo, hasta creo que lo estoy viendo exactamente de
la misma manera en que ahora aparece en la fotografía, esta vieja fotografía
que he mirado hasta el cansancio en la que el revólver brilla un poco más abajo
de los dos ojos de papá. A un costado, mi hermano y yo sonreímos en segundo
plano. Claro que mi hermano es prácticamente invisible: la luz entra en la
fotografía desde la izquierda y lo borra, lo deja casi blanco, fantasmal.
No me canso de mirar la foto, han pasado tantos años. Es muy
extraño: han pasado tensísimos años; yo soy una mujer cuarentona y mi padre ya
no está. Lo raro es que siempre creí que si la muerte y mi padre se andaban
buscando, en el medio, indefectiblemente, iba a estar aquel revólver. Aquel
dichoso revólver. Pero no fue así. El revólver sobrevivió a mi padre, estuvo
guardado en un armario de metal años y años hasta que entraron en casa los
parapoliciales, hurgaron en todas partes, dieron vuelta cajones y muebles y se
llevaron el revólver. Se lo llevaron con otras muchas cosas, confundido entre
el revoltijo de los cuerpos y las voces, sin darle demasiada importancia. Es
extraño, sí: mi padre encontró la muerte de otra forma. Y si digo que él la
encontró y no a la inversa es porque papá deseaba más toparse con la muerte que
la muerte arrimarse a él.
Hay quienes aseguran que hay objetos cercanos a la vida de la gente
–por ejemplo mi gata y el jarrón de cerámica que se rompió un día después que
la gata y la muerte se encontraran- objetos hechos de materiales delicados que
esperan las resoluciones de nuestros cuerpos para continuar sobre el mundo. Yo
hubiese jurado que aquel revólver y mi padre tenían vidas paralelas y muertes
encontradas. Es tan extraño, todavía hoy me sigue asombrando que el revólver no
estuviese involucrado con la vida de papá. A mi hermano y a mí nunca nos
gustaron las armas de fuego, tampoco nos gustaba aquel gesto vanidoso con que
papá hacía girar el tambor. Una adivina
me dijo, hace bastante tiempo, que fue una suerte que mi padre se muriera
naturalmente, de lo contrario el revólver hubiera obligado a la muerte a
encontrarse con él de un modo intempestivo. Yo no creo en palabras de adivina,
pero quién sabe qué voluntades pesan en estas cuestiones cuando aún no se
conoce qué sucederá. Cuando los cuerpos vivos de la gente van y vienen con
negligencia, lejos o cerca de armas de
fuego o de cualquier otro tipo, subyugando al destino que nunca está del todo
decidido por alguna clase de final. Lo cierto es que mi padre murió por mal
funcionamiento de sus órganos en un hospital muy grande. El revólver no tuvo
nada que ver en este asunto. Se trata de algo simple: papá, cuyo instinto le
hizo sospechar con anticipación que estaba por encontrarse con la muerte, le
dio a mi abuelo un papel, un sencillo recibo para retirar el revólver, que
había dejado escasos días antes en arreglo en una vieja armería de la calle
Sarmiento. Mi abuelo fue a buscarlo y, no bien salió de la armería, corrió
hacia el hospital. Papá y la muerte acababan de encontrarse. Cuando el médico
le dio a mi abuelo la noticia, el revólver frágilmente se escapó de sus manos,
bien envuelto como estaba con la mitad de una hoja de papel madera. Al caer el
revólver hizo un ruido fuertísimo que repercutió en cada uno de los pasillos,
los rincones y recovecos del enorme hospital. Cuentan que el médico, al notar
que mi abuelo tenía los brazos y los ojos entumecidos, se agachó para agarrar
el paquete. Siempre he pensado en lo irónico que resulta que precisamente el
médico levantara el paquete sin adivinar que se trataba de un revólver, de ese
revólver, el mismo que después se
llevaron los parapoliciales cuando entraron en casa en mitad de la noche. Junto
con el revólver se llevaron también a mi hermano. Fue de repente, ni tiempo
tuve para pensar en lo que estaba sucediendo. Y no pensé durante un rato muy
largo. Por fin, cuando logré pensar, sentí que en realidad no había sucedido nada. La casa
había quedado vacía o llena de muerte. Mejor dicho, llena de la idea de la
muerte mientras yo trataba de abrir bien los ojos para que la oscuridad no se
acostumbrara a permanecer en mí. La casa se había convertido en el agujero del
revólver que, agrandado a extremos inauditos, obligaba al mundo a adelgazarse
infinitamente, infinitamente, infinitamente. Pasado un tiempo llegué a suponer
que la idea de la muerte podía ser suave y torneada como el mango de aquel
revólver, lisa y blanca como su empuñadura. Quiero creerlo ahora que miro de nuevo
esa foto en la que mi padre sigue guiñando un ojo y el caño del revólver es un
puntito negro, un ojo que no se cierra, redondo, perfecto. Intento tapar con mi
mano el puntito y, casi sin darme cuenta, cubro la foto íntegramente. Allí la
dejo, un larguísimo rato para que los recuerdos y las ideas se desvanezcan.
Entonces, de pronto, los recuerdos y las ideas –todas las ideas- se desvanecen.
Irma Verolín ha publicado los libros de cuento: "Hay
una nena que gira", "La escalera del
patio gris", “Una luz que encandila”
y “Una foto de Einstein tocando el violín”.
Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer
invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en
distintas editoriales.
-Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio
Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo
Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio
Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico,
Primer Premio Internacional de Novela Mercosur.
-Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La
Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al idioma
inglés y alemán.
-En poesía publicó “De madrugada”
en Ediciones del Dock y “Los días”,
editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014
otorgado por la misma fundación y “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos
de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del
Fondo Nacional de las Artes en 1999.
Furia de lo vivo*
La carne de las flores cae en racimos
Resbala en el aire
Agujeritos de luz en la mancha verde
Por donde los espías del cielo
Nos dan señales...
Caos sin simetría
La belleza está en lo inesperado.
Una hoja se suelta casi con dolor
Emisario que trae la noticia.
"Los ángeles no existen
son ustedes"
INGRAVIDEZ*
Escribir pintando, con una paleta de colores en una mano, el pincel
en la otra, el lienzo todavía sin trazo. Esa posibilidad absoluta de decir lo
que jamás se dijo, lo que no figura en catálogos o lo que ha sido dicho miles
de veces pero que necesita una nueva imagen más ajustada a nuestra percepción
de época.
Y nada al fin de cuentas, si decir algo es resumir y recortar.
Y qué decir cuando afuera llueve, cuando el espejo es irremediable,
cuando los cuandos son todos a contrapelo.
La belleza de los reflejos del agua en un vidrio de cien años,
magnífico en sus colores netos, en la sutil complejidad de flores en relieve.
Debería ser motivo de dicha. La seguridad de un ambiente cálido con las
bruñidas superficies de la costumbre. Qué más requerir a la confusión de lo
aleatorio. Nada alcanza hoy cuando la lluvia es el invierno y la absurda
desazón de creer que hay una felicidad que podría estar pero se aleja, que
debería estar pero a la vez es decepcionantemente ilusoria.
Todos han dejado por escrito y por cantado que la felicidad de uno
es el reflejo de los vínculos felices con personas que nos atañen. Y quememos
de una vez para siempre los librejos del ámate a ti mismo, que no funciona
cuando el espacio está vacío y la puerta tiene llave. Quién soy cuando no ocupo
lugar en ninguna vida. Puedo pesar ciento cuarenta kilos, no habrá gravedad que
me retenga sobre el suelo.
Caminata sobre la luna.
Escafandras de buzos en la profundidad. Trajes neumáticos.
Esa imposibilidad de contacto con gente que parece estar ahí delante
pero que también, esto es así, está protegida de mí por su propio traje de
sospechas, entretejido de pasado y de palabras dichas y gestos supuestos y capa
sobre capa de su propia atmósfera.
Hoy llueve, los cables hacen perceptible el viento, mi madre
escucha abajo y detrás de ventanas cerradas su música compleja. Hoy es invierno
y llueve. Hoy no hay remedio para los destinos divergentes fuera de esta
vinculación monógama y única, lo poco seguro y estrecho dentro de un mundo
absolutamente amenazador. Mi madre y yo, decididas a perdonarnos cualquier
agravio, a presuponer buenas intenciones, a sostener las penas de la otra para
darnos un respiro con el aire compartido.
Seguiremos intentando mañana o la semana que viene hacer esos
esfuerzos por estrechar alguna mano sin guantes. Mientras tanto, la cocina con
el trapito debajo de la mesa para la Gutxi es la cueva contra la intemperie, el
mate tibio y la tostada cristalizan el punto de reunión a nivel del suelo, el
lastre benigno que permite sentir peso y presencia.
Habrán sido demasiado débiles, será que las sogas que até a tantas
amarras pecaban de fallas de elaboración. No es la humanidad toda un
innumerable conjunto de seres conjurados en contra de una única buena persona.
Mi ingravidez me pertenece y debo de haber elaborado constante y eficazmente mi
propio traje de astronauta. Qué cosa rara, creo que no me gusta caminar en el
aire y sin embargo parece un destino visceralmente propio.
*
Hagamos un silencio como el de las orillas oscuras
para escuchar esta voz innumerable y tenue.
*De Juan Laurentino Ortiz.
-Fragmento de La noche en el arroyo.
Inventren
Crónica de hombres y
noche*
La noche atesora, en su negro edificio, todas las formas para sí:
cada partícula somnolienta de la atmósfera, cada movimiento y balanceo que las
lentas sombras, sus insustanciales subordinadas, apenas nos dejan entrever. La
noche también es dueña del búho, del perro y del grito, ya que ellos presienten
en el silencio ese antiguo rito que precede al alarido. La noche, en su oficio,
es también dueña de los hombres, su alimento predilecto, a los cuales viste de
mortajas grises como una gigantesca araña, que los va atrapando en su
insondable tela para devorarlos en el secreto olvido.
Invisible hasta para sí misma, la negra noche, despliega su manto y
cubre los confines que el hombre teme y desdibuja. La gigantesca noche escucha,
siempre, extiende sus sentidos sobre un pequeño lugar del mundo, presta
atención, apoya su codo sobre el horizonte y mira hacia la profundidad del alma
de los seres incautos, dejando al descubierto sus miedos y sus casi olvidados y
recurrentes sueños, los gritos de la niñez en duermevela, un dolor de dientes
ancestral que no permite dormir. La noche misma teje su crónica, su tapiz de
hombres y noche. La noche cuenta una historia que una y mil veces repetirá en
trazos de ébano u oscuro polvo, el olvido.
***
La Banda, Santiago del Estero, ramal C-7 del Ferrocarril General
Belgrano.
¿Cuántas veces, Cornelio Bass, pasaste frente a la solitaria
estación que es una tachuela de zinc en tu trayecto? ¿Cuáles pensamientos se
agolpan en tus sienes cada vez que, raudamente, corre ante ti el cartel
amarillo y negro que nombra las paredes olvidadas por el tiempo? Tenías
cuarenta años de caminos y de vías cuando contemplaste por primera vez el
polvoriento edificio y lo has observado mil veces y tal vez, mil más. El
cartel, las maderas descascaradas, la pintura gris de obra, los tanques de
agua, el viejo vagón abandonado en la enterrada vía paralela, la pirámide
irregular y oxidada de rieles en descanso eterno y los sonidos: el crujido
familiar de los viejos durmientes, dominio de la carcoma y su voraz tenacidad,
y el lamento de los grandes clavos de hierro ¿No estás harto Cornelio Bass, de
todo esto? ¿No estás cansado?
Te preguntabas lo mismo esa noche, el viento roía suavemente tu
piel curtida y envolvía tus pocos cabellos desordenados. No prestabas atención
a los movimientos automáticos de tus manos conduciendo el carguero. El vaivén
cansino de la lucha de los metales y el rezongar de los bogies remolcados
contra el sendero imperturbable de hierro te sumía en la conocida somnolencia.
Mirabas el paso de lo aromos que iluminaba el fanal de la inmensa locomotora
Fiat-Transfer y te decías a ti mismo: ¡He visto un arbusto, dos, cien, ya no
importa, ellos me han visto también, aunque soy uno y soy todos, como ellos,
una filosofía de aromos y noche! ¡He pasado tantas veces en ambos sentidos, y
deben estar tan cansados de mí como yo de ellos!
¿No es hora de que te detengas Cornelio Bass y digas adiós a este
mundo de aromos? Estas viejo Cornelio y la noche ha comenzado a asustarte
¿Verdad? Conoces la respuesta, no la digas, el viento nocturno puede
desplazarla en muchas direcciones y ella se enterará, viejo amigo, y te
buscará. ¡Pero no te rías Cornelio! Sonrisa de enano, peor que carcajada de un
coloso ¿Dónde leíste eso? Es de Hugo ¿Recuerdas? Lo sacaste del viejo libro que
encontraste en los Talleres de Alta Córdoba, el libro te atrajo siempre porque
su título era un número ¿Lo terminaste de leer? ¿O terminaste por ignorarlo y
lo dejaste olvidado y roto en algún banco de estación? No entiendes aún el
poder que vigila tus pasos, pequeño hombre. Arrastras tu vida con esfuerzo ¿O
ella te arrastra a ti?
Las dispersas y escasas luces de la estación te salieron al
encuentro, te rodearon, te atrajeron como a un insecto alucinado. Hoy no
pararías, no detendrías tu marcha, no lo habías hecho nunca. Disminuirías la
velocidad del convoy por instinto y mirarías el cartel y esos terrenos áridos
donde nunca pondrías un pie, solo recorrerías con la mirada cansada, como
siempre, como ahora. Cada vagón visita por turno el viejo edificio de estilo
inglés y luego se retira con quejas de metales torturados dando lugar a otro
vagón, es un juego repetido incansables veces. Tu ayudante se asoma por la pequeña
ventana y mira hacia atrás, hacia el furgón de cola, un viejo Brake Van
británico, que en la noche parece como distante y difuminado, cuya única
indicación de vida es la diminuta linterna verde que balancea el solitario
guarda ya después de haber divisado la señal mecánica del solitario apeadero
Antonio Talbot.
Luz verde, eso significa vía libre para ti y tu seccionado gusano
de treinta segmentos idénticos, y también para la noche que ahora devora en su
negro atuendo, toda la longitud del carguero. Trasvasada la estación, la rutina
retoma su presencia entre los hombres y sus miedos. El freno suelto, el
acelerador ya en posición abierta. El monstruo metálico, el moderno dios trueno
avanza confiado, los motores diésel ganan cada vez más velocidad, la tierra
vibra y se desgrana. La brisa rápida los mece y los adormece en un sueño suave
y extraño, lleno de recuerdos e historias mientras a sus pies el corazón de la
máquina despliega su monótona vibración y calienta todos los metales.
¿Qué pensabas, Cornelio Bass, cuando sucedió lo insólito? Tal vez
ya lo presentías, con ese conocimiento que algunos animales poseen y en la
antigüedad nos legaron ¿Fue por eso que te despediste de tus amigos, uno por
uno, y te quedaste mirándolos desde el andén? Quizás ¿Pero si lo sabías, porque
elegiste la oscura noche, tan fría y solitaria como tú para olvidar, para
alejarte? Solo tú conoces las respuestas.
El faro delantero volvía a iluminar los eternos aromos y a los
insectos rasantes que semejantes a estrellas fugaces van desapareciendo al paso
del carguero. De pronto, él estaba allí. Y es casi seguro que tú lo viste
primero, tu ayudante adormecido cabeceaba, conocías instintivamente el momento
exacto en que aparecería. Aun así te sorprendiste y dejaste salir de tu boca un
grito ahogado y sentiste el sabor de la saliva amarga. Echaste, como ordena el
manual estoy seguro, el freno a fondo, con casi desesperación, apretando tus
gastados dientes, con los ojos dilatados. La máquina acaso protestó como un
animal antediluviano por la brusca desaceleración, todo el metal luchando
intentando continuar su inercia, todas las calzas se cerraron aún más y los
patines generaron un calor creciente al detener el movimiento de las ruedas de
acero.
Creo, estoy seguro, que pensaste que era muy tarde ya. Te habías
demorado demasiado, tu movimiento había sido lento, letárgico, condenado al
destiempo. El tren se había deslizado más allá del lugar en que vieras la fugaz
figura. También pensaste que lo habías atropellado, tu corazón se encogió como un
puño y el dolor te hizo tambalear sobre el piso metálico de la locomotora. Y a
la luz mortecina de la cálida cabina dejaste escapar el ahogado grito del
reconocimiento, cuando observaste los largos cabellos del niño, su vestido de
noche y el lienzo blanco agitándose frente a ti. Viste sus ojos y en ellos la
misma emoción de los tuyos, el mismo estremecimiento.
¿Por qué estabas, a pesar del delirio, tan contento? ¿Por qué
abriste la pequeña puerta de acero y vidrio de la locomotora Transfer y te
lanzaste decidido a la los elementos de la noche fría? Tus exiguos pasos de
hombre cualquiera tomaron la dirección del niño que tenue y flotante comenzó
también a alejarse. El faro delantero, penetrante en la oscuridad, te siguió
con su ojo blanco Cornelio, hasta que tus ropas grises se perdieron en la
noche. Mientras, tu ayudante salía de su estupor y te llamaba, te pedía
llorando que volvieras, pateaba la tierra al costado de los durmientes, se
estrujaba las manos. Pero tú no oías Cornelio Bass, estabas lejos ya, o quizás
no tanto, solo lejos de los hombres y de las máquinas. Te habías ya inmerso en
un mundo de sonrisas, niños y sombras, y continuabas caminando, lo hiciste
durante toda la noche y al amanecer el paisaje ya era otro, maravillosamente
otro. Entre los rieles, solo quedaban las huellas del hombre que temía a la
noche y que al despuntar el alba comenzaron a disolverse en el entretejido de
las pasturas y el rocío de este mundo.
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