*Obra
de Walkala. -Luis Alfredo Duarte
Herrera- http://galeria.walkala.eu
PUERTO
MADERO*
Conocí el
viejo puerto en los años
duros
en que decenas de barcos de carga
de todas las banderas
arribaban a sus muelles, y por sus
callejones
iban y venían camiones, marinos,
estibadores
y alguna que otra mujer de falda
corta.
Un aire singular y recio reinaba
en las dársenas,
mientras resonaba algún grito, en
algún idioma
lejano, entre las cubiertas y las
grúas,
que la ciudad había hecho suyo y
de su borde.
Después todo pasó; y sólo el agua
marrón
quedó sin ser tasada ni vendida;
y comenzaron
duros
en que decenas de barcos de carga
de todas las banderas
arribaban a sus muelles, y por sus
callejones
iban y venían camiones, marinos,
estibadores
y alguna que otra mujer de falda
corta.
Un aire singular y recio reinaba
en las dársenas,
mientras resonaba algún grito, en
algún idioma
lejano, entre las cubiertas y las
grúas,
que la ciudad había hecho suyo y
de su borde.
Después todo pasó; y sólo el agua
marrón
quedó sin ser tasada ni vendida;
y comenzaron
las
demoliciones donde ahora
se elevan
hoteles 7 estrellas, espléndidos
y raros
restaurantes, y bárbaras torres
primer mundo,
que no pueden verse si no con
extrañeza,
entre licenciados guante blanco,
algún
Lamborghini, algún turista, y
una brisa
que nos sabe tocar y recordar
la historia
con más despojos y zanjones
que ganancias.
se elevan
hoteles 7 estrellas, espléndidos
y raros
restaurantes, y bárbaras torres
primer mundo,
que no pueden verse si no con
extrañeza,
entre licenciados guante blanco,
algún
Lamborghini, algún turista, y
una brisa
que nos sabe tocar y recordar
la historia
con más despojos y zanjones
que ganancias.
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
DEJA LA IRA EN LA CENIZA MUERTA...
DOÑA JUANA, PÁJARO Y PRADERA.*
“No hay que tener miedo ni de la pobreza, ni del destierro, ni de la
cárcel, ni de la muerte.
De lo que hay que tener miedo es del propio
miedo”
...
E. DE FRIGIA
Doña Juana es gorrión y pradera.
Carga sus ochenta rosas penitentes.
Levemente.
Cual si fueran pétalos de seda.
De
cristal. De vuelo de palomas.
Ha
evadido el valle de las amarguras.
Y
ama, apasionadamente.
Esta arena, esta tierra arcillosa que es su boca.
No
le teme a la pobreza.
Es
solo un monstruo ponzoñoso, dormido.
La
ha escuchado llegar como el retumbe de mil potros salvajes.
Y
le ha abierto la puerta, de par, en par.
La
puerta de entrada y la puerta de salida.
-Solo es cuestión de tiempo-
Conoce la pobreza, como el río natal.
La
ha visto trepar sobre la roca niña.
En
los jazmines, en los sauces, en los palos santos.
En
las madre - selvas varicosas.
En
su luz. En las alas del sol.
En
los techos espejados de escarcha.
En
el agua oculta bajo la hiedra seca.
En
su sed y en sus vides.
En
su hambre y su saliva amarga.
En
dulcísima pulpa de duraznos tempranos.
En
sus benditas manos rocallosas.
En
su oficio de ayeres.
En
su canto de salvaje alegría.
En
su canto... y su perenne eco.
Un
eco, y otro eco, y miles ecos más.
*De
Amelia Arellano.
amelia.arellano01@yahoo.com.ar
ESCRITOR
FANTASMA*
"Deja
la ira en la ceniza muerta."
María Magdalena Álvarez
María Magdalena Álvarez
Nace la
sombra del sol en la ventana.
Apenas lo nota el ojo
difícilmente parpadea
y pesado cae sobre la hoja.
Apenas lo nota el ojo
difícilmente parpadea
y pesado cae sobre la hoja.
El cuerpo de
palabra
desnuda un grito en la boca,
inicia el encabalgamiento de voces
entre la soledad y el goce inmaterial de tinta.
desnuda un grito en la boca,
inicia el encabalgamiento de voces
entre la soledad y el goce inmaterial de tinta.
Escribe y
fuma. Duelen sus manos.
Ha dejado agonizar el canto de las cerraduras
en el gris de lluvia de la página.
Ha dejado agonizar el canto de las cerraduras
en el gris de lluvia de la página.
Sepultada su
ira en ceniceros
habla consigo mismo. es un fantasma.
Nadie lo reconoce.
habla consigo mismo. es un fantasma.
Nadie lo reconoce.
En su boca la
alegría es irreal como su
vida
como su muerte.
como su muerte.
*de
Darío Oliva.
oliva_angeldario@hotmail.com
- Pertenece
al libro "Epígrafes", publicado en 2008.http://arcadiavillamercedina.blogspot.com
http://elojoenlacornisa.blogspot.com
http://elojoenlacornisa.blogspot.com
GUARDANDO EL
JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES*
Mis cabellos
matan el sol. Son negros mis cabellos; negros como la boca del traidor, como la
nariz de un perro en el bosque, negros son como el centro de tus ojos.
Mis cabellos son negros.
Diría que ensortijados, diría que espléndidos en su derrame móvil sobre mi espalda y mis hombros desnudos. La belleza lisa y bruñida de cada cinta de resumida oscuridad es un fustazo de dicha nunca apropiada, nunca gozada por mortal.
Ah mis cabellos. Ondulo mi cintura blanca, tiendo acuáticos brazos fantasmagóricos. Observo con fascinación mi sombra arbórea y móvil. Y aguardo.
Junto a mis hermanas aguardo, y guardo la puerta del jardín donde los hombres no tienen cobijo.
Mis cabellos son negros.
Diría que ensortijados, diría que espléndidos en su derrame móvil sobre mi espalda y mis hombros desnudos. La belleza lisa y bruñida de cada cinta de resumida oscuridad es un fustazo de dicha nunca apropiada, nunca gozada por mortal.
Ah mis cabellos. Ondulo mi cintura blanca, tiendo acuáticos brazos fantasmagóricos. Observo con fascinación mi sombra arbórea y móvil. Y aguardo.
Junto a mis hermanas aguardo, y guardo la puerta del jardín donde los hombres no tienen cobijo.
Yo guardo y
aguardo y espero.
Te espero.
Con los ojos del corazón te veo, y no con los del peligro. Detrás de los párpados, detrás de los velos te añora mi frágil corazón de hembra sola.
Te llama mi anhelo. Transparentes vahos de deseo te atraen hasta la puerta que no debes cruzar, que no debo permitir que cruces.
Sé que vendrás.
Sé que por tierra y agua marchas hacia mi destino. Y que más pronto que tarde tu sombra dibujará tu belleza sobre mi tierra yerma. Aquí estarás para cumplir la promesa de la muerte y las espadas. No ruego otra baraja ni otros dados.
Sé que vendrás. Me basta.
Sé que puedo recorrer tu cuerpo duro con mis manos, que puedo atrapar el hombre con mi boca anhelante. Pero sé asimismo que la dicha está contaminada de brevedad, que la fugacidad de la carne tibia se transformará en piedra contra mis senos ansiosos. Te matará mi amor, amor. Mi fatal mirada.
Mi amor te transformará en estatua de piedra. Sólo la dicha de contenerme en tus ojos es mi anhelo, y tal dicha, lo sabemos, sería tu sentencia. Mis cabellos de serpiente se retuercen y anudan en deseo e ira.
Mi amado, debieses comprender que Medusa te ama aunque mi amor confluya con la muerte. No será para nosotros la ternura. Morir o destruir al objeto de mi amor, tal es la torpe suerte que me ha tocado.
Perseo, dejaré que me decapites y te ufanes de tu hazaña.
Te espero.
Con los ojos del corazón te veo, y no con los del peligro. Detrás de los párpados, detrás de los velos te añora mi frágil corazón de hembra sola.
Te llama mi anhelo. Transparentes vahos de deseo te atraen hasta la puerta que no debes cruzar, que no debo permitir que cruces.
Sé que vendrás.
Sé que por tierra y agua marchas hacia mi destino. Y que más pronto que tarde tu sombra dibujará tu belleza sobre mi tierra yerma. Aquí estarás para cumplir la promesa de la muerte y las espadas. No ruego otra baraja ni otros dados.
Sé que vendrás. Me basta.
Sé que puedo recorrer tu cuerpo duro con mis manos, que puedo atrapar el hombre con mi boca anhelante. Pero sé asimismo que la dicha está contaminada de brevedad, que la fugacidad de la carne tibia se transformará en piedra contra mis senos ansiosos. Te matará mi amor, amor. Mi fatal mirada.
Mi amor te transformará en estatua de piedra. Sólo la dicha de contenerme en tus ojos es mi anhelo, y tal dicha, lo sabemos, sería tu sentencia. Mis cabellos de serpiente se retuercen y anudan en deseo e ira.
Mi amado, debieses comprender que Medusa te ama aunque mi amor confluya con la muerte. No será para nosotros la ternura. Morir o destruir al objeto de mi amor, tal es la torpe suerte que me ha tocado.
Perseo, dejaré que me decapites y te ufanes de tu hazaña.
*de
Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Hay
ojos sin olvido*
*Cuento
de Eduardo Pérsico.
epersico@telecentro.com.ar
Cada
añoranza suele sernos amable, siempre que nada escarbe con otras
presunciones.
El hombre que
volviera de recorrer el barrio sin hallar un solo recuerdo sin distancia, esa
vez se bromeó que su paso no detendría el ciclo planetario ni a los autos que
apuraban la calle. Volviendo a ese contorno donde viviera Agnieszka pero Ani era
más sencillo, por más que igual ella cargara un apellido eslavo de arduas
consonantes, estudiaba astronomía y le resaltaban sus ojos claros al decir
‘Saúl, así somos más nosotros’ al culminar el divertido amor que los juntaba.
Porque ellos que ya andarían por los treinta años, sin debates complejos habían
aprendido a naturalizar esa ternura sin metas ni futuros homenajes; algo que él
no volvería a percibir en ese ámbito barrial ya sin viejos
perfiles.
- Espero que
tus ‘papis’ no llamen a la puerta – comentó la primera noche
juntos.
- Ellos viven
en planta baja y nos envidian, no te inquietes - dijo Ani y se
rieron.
Quizá el ayer
es una sombra astuta o lluvia sumergida en algo incierto, y ya nada devuelve el
teatral gesto de silencio de Agnieszka al salir él de su cuarto en cualquier
amanecer, con sus padres cómplices del encuentro y algún vecino que lo saludaría
ya bien crecido el día. Pero el amor de ayer es tiempo congelado y al fin queda
en su sitio, igual que retomar la voz de una mujer lejana es intención perdida.
Y acaso en ese ámbito de jardines desaparecidos, Saúl se sonriera por esa
pretensión de revivir instantes que siempre era tarea de los dioses
antiguos…
Cada añoranza
suele sernos amable siempre que nada escarbe con otras presunciones, y al
acordarse Saúl de algún viejo acertijo que Ani le dijera cuando comenzó aquella
mala historia de hipotecas y préstamos familiares, de ese tiempo él prefirió
imaginarse caminando al aclarar por su auto estacionado por ahí, comprar el
diario y demorarse en el café antes de ir a la financiera de su padre. Pero en
cuanto a la memoria no siempre le coincide el recuadro del paisaje, en ese mismo
atardecer le habló el diariero.
- ¿Usted
busca el chalet de los polacos? Supo estar donde ahora hay dos edificios altos.
Era muy buena gente, y la hija Ani una rubiecita que estaba buenísima – y de
pronto ahí el tipo lo sacudió al Saúl fijándole los ojos bien firme y sin
olvido.
- Y usted
debe imaginarlo, señor; hace como veinte años un malparido que nunca falta los
estafó hasta dejarlos sin la casa y ellos debieron irse lejos- le recalcó sonoro
el patrón del viejo kiosco y ornato de ese barrio, al seguir con lo suyo.
-Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en
Lanús, Buenos Aires, Argentina.
*
Con tu
silencio de aves acuáticas
Navegas por
los mares
Buscando en
las fondos
Otros seres
que residen sumergidos
Entre las
olas y la luminiscencia
No escucho
casi tu voz templada
Cubierta de
instrumentos musicales
En el enigma
de la profundidad
En la
inmensidad del agua salada
Contemplo tu
estampa tan singular
*De Azul. azulaki@hotmail.com
Cuando hemos
perdido todo*
En su última
novela, Pablo de Santis escribe a propósito de un personaje que se ve obligado a
decir cierta verdad a la persona que ama: "dudó, porque toda verdad es una forma
de despedida". Como ese personaje, siento que la terrible crisis argentina es la
hora de decirnos la verdad; que es la
despedida de todo aquello que creímos ser, engañados por una ficción política que muchas veces no tuvimos el valor o la lucidez de desbaratar. Y que asumir el casi insoportable dolor de esta despedida, utilizarlo como acicate para nuestra creatividad y nuestra solidaridad, es nuestra única posibilidad de sobrevivir.
Quizá porque todo lo que construimos en la adultez parece a punto de destruirse definitivamente, a menudo creo revivir situaciones de infancia que me cuesta mucho recordar con precisión. Los primeros días, por ejemplo, creía reconocer aquel momento de la misa en que uno se sentía mirado por un
Dios al que era imposible mentir y sobornar; pero de inmediato me corregía, porque el temor de Dios entrañaba una fe en su bondad de padre. Hasta que hace unos meses, en un bar al que llego todos los fines de semana por las calles de Buenos Aires entre asaltos y mendigos, mi amigo Pablo Pérez el
equilibrista me dio una clave: "¿Sabés? Una noche, en Mendoza, a los once o doce años, soñé que despertaba y saltaba de la cama y al abrir la puerta de mi casa sólo encontraba una inmensa llanura, y allá, a lo lejos, una casilla cerrada que corrí a abrir y en donde estaba Dios. Estaba encogido y
tembloroso, Dios, con unos ojos enormes que parecían pedir piedad. Cuando le pregunté por qué estaba asustado, Dios me dijo que ya no podía volar. Y desde que me desperté", termina Pablo, "yo mismo empecé a treparme a los árboles y a aprender este oficio que todavía no sabía que existiera". De
alguna manera todos nosotros, aun los que no creemos, sentimos que "Dios está asustado" porque nuestra imagen del mundo y de la historia, la que justificaba hasta ahora todas nuestras acciones, nos ha mostrado para siempre sus propios límites, sus incapacidades de entender y actuar. Sí: hemos asumido que Dios está demasiado asustado para ayudarnos. Y en el dolor del abandono, sentimos que sólo nos quedan dos posibilidades: o morir o vivir. Y sobrevivir es mirar valientemente aquello con que todavía contamos, y sobre todo, como aquel chico en los árboles de Mendoza, disponerse a aprender. Porque, ¿qué nos queda cuando parecen habernos robado todo? En principio, aunque suene a lugar común, nos queda la memoria, pero no ya como mero sitio de homenaje, ni siquiera como utopía realizada y perdida, ese paraíso de los padres fundadores que nos inmoviliza en veneración y nostalgia. La lección de los tiempos es, incluso, contraria: no somos una identidad inmutable, sino los sujetos de una historia de inevitables mutaciones que debemos tener siempre presente para que el cambio no derive en traición.
Tenemos la memoria, digo, como sitio del presente repleto de herramientas todavía utilizables. Impedidos de comprar CDs, resucitamos las bandejas y los wincos y vamos por la ciudad rebuscando discos de vinilo que familias en bancarrota salen a vender o a trocar a las plazas: así resucita, casi
intacta, la música de una argentina empeñada en escucharse a sí misma y a hacer escuchar sus voces, desde los alumnos del Mozarteum a los bagualeros de Yala, desde los baladistas del Di Tella a la gota de agua o el silbido de un barco que Leda Valladares perseguía por la ciudad con un diminuto grabador Geloso: Una Argentina que de pronto sabemos que sonaba para hoy y para nosotros. En las reuniones, ya cantamos distinto.
Muchos de mis amigos, escritores y foniatras, cantores y hasta reparadores de electrodomésticos, se han puesto a escribir manuales: no ya para aprovechar tal o cual demanda de las editoriales, todas al borde de la quiebra. Todos tenemos la misma urgencia de compartir esos saberes que creíamos haber olvidado simplemente porque nadie nos lo requería, porque nos habíamos acostumbrado a hacer nuestros trabajos según órdenes ajenas o extranjeras o porque, en fin, nos habíamos resignado a que nos hubieran
arrebatado nuestro puesto de trabajo. Una de esas amigas me dice que en los talleres de escritura, por ejemplo, han sido muy pocas las deserciones: lo que era, hasta diciembre una actividad secundaria se ha revelado como el último lugar en que un pueblo defiende la posibilidad de decirse, de imaginarse, de elaborar, contra la alienación, un lenguaje nuevo y propio.
Por supuesto, no confundo estas formas de resistencia con ninguna victoria final, ni siquiera la auguro; pero las señalo como lo que son, luces imprevistas que nos permiten seguir dando pasos en medio de esta oscuridad, apostando a que nos suceda lo mismo que al protagonista de aquel cuento danés que, después de toda una vida de aventuras durísimas, subió a la cima de una colina y vio que su itinerario por la comarca había dibujado una figura precisa: la figura de una cigüeña. Y que esa figura le daba, porque
había sido fiel a su deseo, un premio más cierto y profundo que la felicidad: el premio de la comprensión.
En verdad, escribo estas vivencias y me doy cuenta de que en medio de la tragedia aprendimos a aprender de todo y de todos: y que el cuidado de una planta o un animal, de pronto tanto menos frágiles que nosotros, o la escritura de una novela, tanto más espaciosa y acogedora que nuestra propia vida, me han enseñado mucho sobre el tiempo, en estos meses que he vivido con la intensidad de los muy viejos, incapaz de concebir la idea del futuro.
Por eso, contra esa obligación "políticamente correcta" de estar tristes, me parece urgente contraponer esta evidencia, obvia desde siempre en todas las militancias, aun -y acaso especialmente- en las que surgen como respuesta a una de las tragedias más horrendas; esa evidencia obvia, digo, en el increíble fenómeno de las asambleas populares o del movimiento piquetero: el dolor, en lo que tiene de verdad, abre camino siempre a la belleza, "porque la belleza es verdad, la verdad es belleza y nada más importa saber sobre la tierra". Más aún: el dolor exige convivir con la alegría, nunca con la tristeza, que es negación y muerte. La alegría de crear, la alegría de servir, la alegría de saberse útiles.
Y si no, fíjense en esta última historia verdadera. Mi amigo Ivo Machado, que es poeta y controlador aéreo en Portugal, recibió una noche la llamada de un piloto que volaba solo en medio del océano Atlántico. cuando el piloto le describió su situación, Ivo le dijo lo que el otro quizá no se atrevía a
admitir: que carecía de combustible suficiente como para llegar a cualquier costa, y que debería prepararse para acuatizar. Durante unos minutos, el piloto siguió haciendo preguntas vacilantes, preguntas que eran excusas para no quedarse en el silencio del mar y que Ivo respondía con precisión y
solidaridad: no, en esas latitudes no había tiburones; sí, claro, la temperatura de esas aguas, aun en invierno, no representaban peligro alguno.
Creo que el piloto mandó entonces algún mensaje, y que Ivo prometió retransmitirlo. pero cuando ya no hubo más que decir, el piloto intentó despedirse. Ivo, sin saber por qué, le preguntó si, en lugar de quedarse en silencio, no quería oír poesía. El piloto dijo sí, y durante casi una hora, hasta que finalmente el piloto se perdió en el silencio final, la voz de Ivo cruzó la inmensidad llevando los versos que había amado durante toda su vida. Ivo nunca me contó si el piloto era portugués: en tal caso, el piloto habrá sentido que toda la cultura de su pueblo acudía en su ayuda; si no era portugués, y aunque el sentido se le escapara, igualmente habrá podido percibir que el ritmo de los versos se plegaban dócilmente al del mar y al de la luna, y que ésa es la conquista de la aventura humana.
Pienso en Pablo, el equilibrista, planeando sobre las mesas del bar y en Ivo diciendo sus poemas. Pienso en el chico que fui y en el que, de algún modo, somos todos en medio de esta tragedia y me parece oír, en todos los casos, el mismo silencio, y es el silencio de una ceremonia, y es un silencio sagrado. El comienzo de un rito, sí, que repetiremos siempre para saber que una vez nos salvó esta verdad: "Dios nos abandonó, y cae la noche. Pero estás vos y estoy yo. Vamos volando".
despedida de todo aquello que creímos ser, engañados por una ficción política que muchas veces no tuvimos el valor o la lucidez de desbaratar. Y que asumir el casi insoportable dolor de esta despedida, utilizarlo como acicate para nuestra creatividad y nuestra solidaridad, es nuestra única posibilidad de sobrevivir.
Quizá porque todo lo que construimos en la adultez parece a punto de destruirse definitivamente, a menudo creo revivir situaciones de infancia que me cuesta mucho recordar con precisión. Los primeros días, por ejemplo, creía reconocer aquel momento de la misa en que uno se sentía mirado por un
Dios al que era imposible mentir y sobornar; pero de inmediato me corregía, porque el temor de Dios entrañaba una fe en su bondad de padre. Hasta que hace unos meses, en un bar al que llego todos los fines de semana por las calles de Buenos Aires entre asaltos y mendigos, mi amigo Pablo Pérez el
equilibrista me dio una clave: "¿Sabés? Una noche, en Mendoza, a los once o doce años, soñé que despertaba y saltaba de la cama y al abrir la puerta de mi casa sólo encontraba una inmensa llanura, y allá, a lo lejos, una casilla cerrada que corrí a abrir y en donde estaba Dios. Estaba encogido y
tembloroso, Dios, con unos ojos enormes que parecían pedir piedad. Cuando le pregunté por qué estaba asustado, Dios me dijo que ya no podía volar. Y desde que me desperté", termina Pablo, "yo mismo empecé a treparme a los árboles y a aprender este oficio que todavía no sabía que existiera". De
alguna manera todos nosotros, aun los que no creemos, sentimos que "Dios está asustado" porque nuestra imagen del mundo y de la historia, la que justificaba hasta ahora todas nuestras acciones, nos ha mostrado para siempre sus propios límites, sus incapacidades de entender y actuar. Sí: hemos asumido que Dios está demasiado asustado para ayudarnos. Y en el dolor del abandono, sentimos que sólo nos quedan dos posibilidades: o morir o vivir. Y sobrevivir es mirar valientemente aquello con que todavía contamos, y sobre todo, como aquel chico en los árboles de Mendoza, disponerse a aprender. Porque, ¿qué nos queda cuando parecen habernos robado todo? En principio, aunque suene a lugar común, nos queda la memoria, pero no ya como mero sitio de homenaje, ni siquiera como utopía realizada y perdida, ese paraíso de los padres fundadores que nos inmoviliza en veneración y nostalgia. La lección de los tiempos es, incluso, contraria: no somos una identidad inmutable, sino los sujetos de una historia de inevitables mutaciones que debemos tener siempre presente para que el cambio no derive en traición.
Tenemos la memoria, digo, como sitio del presente repleto de herramientas todavía utilizables. Impedidos de comprar CDs, resucitamos las bandejas y los wincos y vamos por la ciudad rebuscando discos de vinilo que familias en bancarrota salen a vender o a trocar a las plazas: así resucita, casi
intacta, la música de una argentina empeñada en escucharse a sí misma y a hacer escuchar sus voces, desde los alumnos del Mozarteum a los bagualeros de Yala, desde los baladistas del Di Tella a la gota de agua o el silbido de un barco que Leda Valladares perseguía por la ciudad con un diminuto grabador Geloso: Una Argentina que de pronto sabemos que sonaba para hoy y para nosotros. En las reuniones, ya cantamos distinto.
Muchos de mis amigos, escritores y foniatras, cantores y hasta reparadores de electrodomésticos, se han puesto a escribir manuales: no ya para aprovechar tal o cual demanda de las editoriales, todas al borde de la quiebra. Todos tenemos la misma urgencia de compartir esos saberes que creíamos haber olvidado simplemente porque nadie nos lo requería, porque nos habíamos acostumbrado a hacer nuestros trabajos según órdenes ajenas o extranjeras o porque, en fin, nos habíamos resignado a que nos hubieran
arrebatado nuestro puesto de trabajo. Una de esas amigas me dice que en los talleres de escritura, por ejemplo, han sido muy pocas las deserciones: lo que era, hasta diciembre una actividad secundaria se ha revelado como el último lugar en que un pueblo defiende la posibilidad de decirse, de imaginarse, de elaborar, contra la alienación, un lenguaje nuevo y propio.
Por supuesto, no confundo estas formas de resistencia con ninguna victoria final, ni siquiera la auguro; pero las señalo como lo que son, luces imprevistas que nos permiten seguir dando pasos en medio de esta oscuridad, apostando a que nos suceda lo mismo que al protagonista de aquel cuento danés que, después de toda una vida de aventuras durísimas, subió a la cima de una colina y vio que su itinerario por la comarca había dibujado una figura precisa: la figura de una cigüeña. Y que esa figura le daba, porque
había sido fiel a su deseo, un premio más cierto y profundo que la felicidad: el premio de la comprensión.
En verdad, escribo estas vivencias y me doy cuenta de que en medio de la tragedia aprendimos a aprender de todo y de todos: y que el cuidado de una planta o un animal, de pronto tanto menos frágiles que nosotros, o la escritura de una novela, tanto más espaciosa y acogedora que nuestra propia vida, me han enseñado mucho sobre el tiempo, en estos meses que he vivido con la intensidad de los muy viejos, incapaz de concebir la idea del futuro.
Por eso, contra esa obligación "políticamente correcta" de estar tristes, me parece urgente contraponer esta evidencia, obvia desde siempre en todas las militancias, aun -y acaso especialmente- en las que surgen como respuesta a una de las tragedias más horrendas; esa evidencia obvia, digo, en el increíble fenómeno de las asambleas populares o del movimiento piquetero: el dolor, en lo que tiene de verdad, abre camino siempre a la belleza, "porque la belleza es verdad, la verdad es belleza y nada más importa saber sobre la tierra". Más aún: el dolor exige convivir con la alegría, nunca con la tristeza, que es negación y muerte. La alegría de crear, la alegría de servir, la alegría de saberse útiles.
Y si no, fíjense en esta última historia verdadera. Mi amigo Ivo Machado, que es poeta y controlador aéreo en Portugal, recibió una noche la llamada de un piloto que volaba solo en medio del océano Atlántico. cuando el piloto le describió su situación, Ivo le dijo lo que el otro quizá no se atrevía a
admitir: que carecía de combustible suficiente como para llegar a cualquier costa, y que debería prepararse para acuatizar. Durante unos minutos, el piloto siguió haciendo preguntas vacilantes, preguntas que eran excusas para no quedarse en el silencio del mar y que Ivo respondía con precisión y
solidaridad: no, en esas latitudes no había tiburones; sí, claro, la temperatura de esas aguas, aun en invierno, no representaban peligro alguno.
Creo que el piloto mandó entonces algún mensaje, y que Ivo prometió retransmitirlo. pero cuando ya no hubo más que decir, el piloto intentó despedirse. Ivo, sin saber por qué, le preguntó si, en lugar de quedarse en silencio, no quería oír poesía. El piloto dijo sí, y durante casi una hora, hasta que finalmente el piloto se perdió en el silencio final, la voz de Ivo cruzó la inmensidad llevando los versos que había amado durante toda su vida. Ivo nunca me contó si el piloto era portugués: en tal caso, el piloto habrá sentido que toda la cultura de su pueblo acudía en su ayuda; si no era portugués, y aunque el sentido se le escapara, igualmente habrá podido percibir que el ritmo de los versos se plegaban dócilmente al del mar y al de la luna, y que ésa es la conquista de la aventura humana.
Pienso en Pablo, el equilibrista, planeando sobre las mesas del bar y en Ivo diciendo sus poemas. Pienso en el chico que fui y en el que, de algún modo, somos todos en medio de esta tragedia y me parece oír, en todos los casos, el mismo silencio, y es el silencio de una ceremonia, y es un silencio sagrado. El comienzo de un rito, sí, que repetiremos siempre para saber que una vez nos salvó esta verdad: "Dios nos abandonó, y cae la noche. Pero estás vos y estoy yo. Vamos volando".
*De
Leopoldo
Brizuela.
-publicado en la edición del diario Clarín del jueves 6 de junio del 2002.-
-publicado en la edición del diario Clarín del jueves 6 de junio del 2002.-
HOMENAJE A BERTOLT*
Brecht detestaba a los poetas
comediantes
(inclusive a los buenos poetas
comediantes),
ésos que cantaban (y hasta
bailaban)
lejanos de la tan perturbadora
vida
que gruñía hosca más allá de
la platea.
Brecht prefería el aire abierto
o cerrado
y los charcos donde la vida
pudiera
reflejarse, y el hombre cierto
tuviera
al fin derecho a la palabra
y al pan
(que no son lo mismo, pero
cuando falta
uno escasea el otro). Yo no
creo,
no obstante el horizonte, o
estas luces,
que el recorrido soberano
de su lápiz
haya caído en saco roto.
comediantes
(inclusive a los buenos poetas
comediantes),
ésos que cantaban (y hasta
bailaban)
lejanos de la tan perturbadora
vida
que gruñía hosca más allá de
la platea.
Brecht prefería el aire abierto
o cerrado
y los charcos donde la vida
pudiera
reflejarse, y el hombre cierto
tuviera
al fin derecho a la palabra
y al pan
(que no son lo mismo, pero
cuando falta
uno escasea el otro). Yo no
creo,
no obstante el horizonte, o
estas luces,
que el recorrido soberano
de su lápiz
haya caído en saco roto.
***
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