*Obra de Claudia
Marting.
Rosario.
Argentina.
*
Entre mis
pestañas y el mundo
sucede una
historia
que a veces me
salva
y otras
me ahoga.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
ES TAN CÓMODO EL TERRITORIO DE LA NADA…
Paisaje*
Era ya la
cuarta o quinta vez que le veía ahí sentado, bajo la primera arcada del Puente
de Piedra, contemplando el río o tal vez las torres del otro lado. Una hora más
tarde volví a pasar y ahí seguía, en la misma postura.
Así que me
acerco y le digo:
-¿Qué hace?
Él me mira sin
amabilidad. Tarda, pero al fin responde:
-Estoy pintando
un cuadro.
-¿Del río?
–pregunto- ¿De la Basílica?
-No.- dice
después de un rato.- Yo, soy el cuadro.
*De SERGIO
BORAO LLOP. sbllop@gmail.com
Piel de
lecturas*
Tu mano
acaricia
creando en
contra del olvido
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
*
ya no tendrá
nombre el río.
no sabrás
nombrar su orilla
a las piedras
hundidas en su cuerpo
las llamarás
con ruidos guturales
a los pájaros
que lo cruzan
los señalarás
con el dedo.
ya no tendrá
nombre el paisaje
las nubes, las
violentas nubes
la noche
impasible y lejana
estrellas
mecánicas que mires
nada tendrá
nombre.
habitarás un
mundo donde las cosas
carezcan de
nomenclaturas
podrá hacerte
daño la roldana invisible
que permite a
la mariposa agitar sus alas,
una mísera gota
de agua
podrá
agujerearte el brazo extendido
y sentirás
dolor mas no sabrás nombrarlo.
ya no tendrá
nombre el río
y tu propio
rostro en el espejo
te será ajeno
como un jabalí,
como el amor,
como la lluvia, serás
ausencia/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
Angustia*
¿Cómo se hace
para tolerar
la angustia?
Se escribe, se
escribe...
Insisto:
se escribe!
*De Cecilia
E. Collazo. psic_collazo@hotmail.com
ESTACIÓN DEL
DESEO*
"El que
siente deseo desea lo que no tiene a su disposición, lo que no posee, lo que el
no es y aquello de que carece, desea aquello de lo que está falto
y no desea si
está provisto de ello."
PLATÓN- El banquete.
ESTACIÓN DE LOS
NÓMADES
Sin patria.
Andróginos. Nidos nómades. Luto.
¿Adonde irán
los pájaros cuando llueve ceniza?
Pasajeros de un
mundo leve. Insustancial. Insípido
Universo
excluido del tronco y de la rama.
ESTACIÓN DE LA
DUDA
Ella, sintió
que si abrazaba al árbol.
Ocurriría lo
que no deseaba.
-Es tan cómodo
el territorio de la nada-.
Sola con su
temblor de espejos empañados.
ESTACIÓN DEL
EMBATE
Él, sintió que
si no la despojaba de armaduras.
El alma no se
atrevería entrar al cuerpo.
Curso fluvial
gigante. Catarata. Bautismo sideral.
La empapó.
Calada hasta los huesos. Plena.
ESTACIÓN DEL
DILUVIO
Diluvio
Universal. Jazmín de leche. Toro salvaje.
Les sangraba el
deseo entre las uñas.
Y fueron uno.
Mitad mujer. Mitad hombre. Uno.
Una cabeza. Dos
caras. Un solo sexo.
Asombro de
dioses. Tiempos inmemoriales
-El oficio del
agua es la continuación del fuego-
Fundidos para
siempre, como ayer, mañana, hoy.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
SEGUNDA
OPORTUNIDAD*
*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
DOS
“Do you believe
that we can change the future
Do you believe
I can make you feel better
Can we get
together
I really, I
really wanna be with you” (Madonna)
Sólo después de un rato consigue
descifrar aquel sonido que la acuna desde que saliera de su letargo: es el
rumor de las olas. Respira profundo, con el sabor de la sal aún adherido sobre
sus labios y lengua. Gira el cuerpo sin darse cuenta, volcándose de cara al
cielo, y abre los ojos. Inmediatamente se los refriega, ardiéndole por efecto
de la sal y del sol de la mañana. Tose varias veces, escupiendo un poco de agua
marina, obligándose a ponerse de costado a fin de no ahogarse. Apenas percibe
que las olas le lamen los pies. En este instante, lo que más le importa es que
el conjunto de estos detalles le indican que afortunadamente continúa con vida.
Vuelve a abrir los párpados,
quizá con temor. El cabello rubio pegoteado sobre la cara le dificulta la
visión. Intenta incorporarse con dificultad, apoyándose sobre un codo. Siente
que le duele todo, aunque no pareciera haberse roto nada. El intenso mareo, una
contractura feroz, mucho frío sobre la ropa mojada, pero nada grave. Extiende
apenas una mano: arena blanca. Conchillas. Alza la vista. Una playa. Tierra
firme. Dios acaba de regalarle una segunda oportunidad. Una en la que su vida
parece haber sufrido un antes y un después. Pero donde aún, presa del shock
causado por el accidente, no llega a evaluar las dimensiones de tal
consecuencia.
Una ola mayor que las anteriores
la cubre hasta la cintura, haciéndola tiritar. Comienza a arrastrarse playa adentro,
impulsándose con los codos y las rodillas. Hasta que pocos metros después se
topa con una palmera caída, alza un brazo, se iza sobre un flanco del tronco,
con las piernas aún sobre la arena, y mira en derredor. Playa… En otras
circunstancias, un paisaje de ensueño. Un cielo profundamente azul, donde los
matices apenas consiguen distinguir la línea del horizonte, que recorta un
océano inmenso y rumoroso. El sol de media mañana brillando por encima de
apenas unas mínimas nubes, algunas gaviotas, una suave brisa tropical. El
intenso verde de las palmeras, los cocos desparramados sobre la arena,
vegetación selvática allí donde la línea de la playa se desvanece. Y a pocos
metros de distancia, yaciendo de costado, está él.
La marea parece haberlo
arrastrado más lejos, ajeno al mar que besa la costa. Desde donde ella se
encuentra, parece estar en buenas condiciones, aunque le resulte imposible
descifrar si está vivo o muerto. ¿Se habrá ahogado? De pronto, necesita saber
si él se encuentra bien, …si aquella mirada del avión aún persiste…, tanto como
necesitó darse cuenta de que ella misma seguía viva. Se limpia los párpados con
el dorso de la mano y lo observa con mayor detenimiento. Su abdomen se mueve;
continúa respirando. Suspira, aliviada… Es un completo desconocido, y aún así,
la impronta de su mirada a bordo del avión le ha conmovido hasta el alma.
¿Quién será? En este momento, el único ser vivo a la redonda.
Ella se arrastra, sostenida del
tronco caído, intentando bordear la palmera, hasta que decide incorporarse
sobre ambos pies. Casi se desploma; se encuentra exhausta. Con paso vacilante,
se desprende del árbol y camina lentamente hacia él, aún mareada. Ha perdido
los zapatos en el accidente, y el trajecito celeste de Tommy Hilfiger se le
adhiere al cuerpo, todo empapado y cubierto de arena; la blusa blanca ha
perdido algunos botones, aunque no los suficientes para perder la poca decencia
que le resta. Alcanza a llegar donde está él y se desploma de rodillas a su
lado. El inspira profundo, como si adivinase su presencia, y tose del mismo
modo que lo hiciera ella un rato antes, sacudiéndose un poco más. Se cubre la
cara con una mano, parpadea, intenta moverse al acodarse. Aún conserva la
camisa blanca y los pantalones oscuros, además de un zapato. Recuperado el
aliento, acusando el mareo y con dolor de cabeza, consigue enfocar la escena,
identificar esas sombras luminosas que danzan delante de sus ojos, y vuelve a
reparar en ella, a centímetros de él, mirándola con el asombro de quien ha contemplado
su propia salvación.
[Imagen temblorosa otra vez.
Extraño cambio de lente. Realidad que necesita estabilizarse, sin poder
descifrar si mi mirada es propia o la del otro]
El contacto visual se asemeja al
que tuvieran a bordo del extinto avión. Un puente casi telepático, gracias al
cual ni siquiera necesitasen hablar. A pesar de esta desolada imagen que
presentan ambos, vulnerables y desharrapados, se contemplan como si aquel ser
humano que les devuelve la mirada fuese el más hermoso y contenedor de la
Tierra. El silencio se impone entre ambos; les basta con mirarse, saberse allí,
vivos. Hasta que ella tiembla a causa del frío que le genera su propia ropa
mojada, abrazándose a sí misma, y él extiende desde el suelo una de sus manos.
—¿Te sentís bien? —le pregunta,
temeroso, con la voz rasposa.
—Sí, no es nada… Necesito
sacarme esta ropa.
El mira alrededor, como si
tuviese a su alcance un nutrido placard del cual pudiera elegir la ropa más
cómoda que la situación amerita. Acodado en la arena, intenta incorporarse con
esfuerzo, tambalea, y ella lo toma de una mano, luego de otra, ayudándolo a
ponerse de pie, sostenidos ambos de su solitaria precariedad. Una breve
inspección al paisaje los desalienta: puro contexto natural. La civilización
occidental no ha llegado hasta aquí. O quizás sí… Ellos, por ejemplo. Han caído
de un avión en vuelo, hacia el exacto centro de una tarjeta postal. Y si ellos
consiguieron arribar a la costa, quizá algunos de los restos del naufragio
también los hayan acompañado.
—Veamos si encontramos algún
equipaje por acá cerca —propone él; y aún tomados de la mano –gesto impensado
pero cálido-, caminan por la playa, acostumbrándose de a poco al paso
tambaleante sobre la arena.
La fortuna los acompaña. No han
caminado muchos metros aún cuando divisan sobre la costa algunos bultos
arrastrados por las olas. Restos de butacas, partes del ala, astillas del
fuselaje, algún otro cuerpo –aunque la errática postura les indique que carece
ya de vida, y la poca razón que van recuperando les prevenga de pensar
demasiado en la cercanía de la muerte, que muy de cerca les ha rozado una
mejilla, queriendo abrazarlos para siempre-. También hallan equipaje. No
demasiado, pero algunos bolsos al fin.
Se aproximan y revisan de
rodillas. Húmedas, pero aún existen cosas que quizá les sirvan hasta que los
auxilien... ¿Los auxiliarán…? Uno de los bolsos contiene ropa de mujer. Otro es
una mochila de camping. Por allá, un par de maletines ejecutivos, no muy
impecables. Botellas vacías del carrito de bebidas. Bolsas de polietileno
abiertas con restos de las viandas del avión. Nada comestible y en buen estado,
pareciera; justo cuando la adrenalina del impacto los abandonase, dejando a su
paso un apetito voraz. Ambos revisan con detalle. Hasta que él alza la vista, descubre
los cocos, y abre la mochila.
—¡Bingo! —exclama, sorprendido
del propio tono divertido que acaba de utilizar, ajeno quizás al momento. Se
pone de pie, extrayendo de la mochila una navaja multiuso Victorinox en una
mano, tomando con la otra una correa de la mochila y arrastrándola sobre la
arena, dispuesto a realizar por primera vez en su vida aquello que ha
contemplado cientos de veces en las películas.
Ella lanza un suspiro,
adivinando el gesto. Su estómago ya está croando a viva voz. Y toma el bolso
con la ropa de mujer, siguiéndolo de cerca. No quiere quedarse sola.
El se arrodilla al pie de una
palmera y golpea un coco contra el otro. Nada. Agita uno de ellos; escucha el
batir de la leche en su interior. Vuelve a golpearlos entre sí hasta que aparece
una pequeña grieta. Apoya uno de ellos contra la arena, despliega la hoja de la
navaja, y la hunde dentro del fruto. Forcejea un poco hasta conseguir realizar
un agujero, rasquetea los pelos exteriores del coco, y lo alza para beber.
—A ver qué tal es —anuncia, y
bebe. —Mmmm… Muy dulce. Pero líquido al fin. Te quita la sal del mar.
Le extiende el coco a ella, y se
sonríen por primera vez. Ajenos por completo a la situación catastrófica.
—Gracias.
—No hay de qué.
Mientras ella bebe, él practica
los mismos cortes sobre un segundo coco. Los rugidos del estomago de ella son
atronadores, y ambos emiten una breve, liberadora carcajada. Por extraño que
parezca, la complicidad, aún en circunstancias tan terribles, se produce de
inmediato. El bebe del segundo coco, hasta que el apetito puede más, y vuelve a
forcejear con la navaja hasta partir la corteza y extraer esa deliciosa pulpa
blanca que no los satisface, pero les permite al menos iniciar de otra forma el
día. ¿O quizá, …su nueva vida?
Sentados en la arena, chupándose
hasta los dedos bajo la sombra de la palmera, despejándose gradualmente del
shock del accidente, van desgastando los cocos hasta dejar pelada la cáscara
peluda. Al terminar, él abre la mochila y hace un recuento de pertenencias. Oro
en polvo: encuentra fósforos, linterna, mantas, papel higiénico, mapas
–inservibles en este rincón del mundo-… Ella investiga entre la ropa del bolso.
Nada muy práctico; pareciera que su dueña sólo vestía faldas y objetos de lujo.
Se consuela con hallar ropa interior limpia y una toalla de mano. Selecciona
algunas prendas.
—Necesitaría bañarme… —analiza
ella. —Pero a falta de ducha, tendría que sacarme esta ropa y cambiarme.
—Okey —se excusa él, poniéndose
de pie. —Voy a dar una vuelta, a ver si encuentro algún dato que nos ayude a
salir de este lugar, o ver la manera de subsistir.
—¡NO!!! —lo detiene ella.
—¿Dónde vas? No me dejes sola… Por favor…
—Está bien. Cambiate.
Y le da la espalda, alejándose
un par de pasos, mirando hacia el horizonte al cruzarse de brazos, sin voltear
demasiado la cabeza hacia el costado para no espiarla, ni hacerla sentir
incómoda. Ella se desviste trabajosamente de esa ropa húmeda y enarenada hasta
quedar desnuda, sin quitar los ojos de esa espalda de camisa blanca
estrujada, que él comienza a quitarse sin darse vuelta, dejando a un lado
cualquier pudor, acalorado por este sol tropical, volviendo a cruzarse de
brazos con la camisa en un puño.
Aunque la desnudez de él la
tiente, es demasiado pronto para entrar en confianza de esta manera. Apenas lo
conoce. Alto, delgado, canoso, algo desgarbado… ¿Cómo será bailando? ¿Y
haciendo el amor? ¿De dónde habrá sacado esa idea??? El hecho mismo de que él
mantenga distancia hallándose tan cerca y le genere privacidad, a ella le
fascina.
Se sacude un poco la sal del
cuerpo con la toalla, y se calza una bombacha diminuta –todas parecen iguales-,
junto a un vestido verde de falda muy corta y espalda al descubierto, que no
necesita corpiño y le permite caminar sin enredarse, como le ocurriría con los
pliegues de cualquiera de las otras faldas que encontró. Guarda todo en el
bolso, se cuelga la correa estilo bandolera, cruza su trajecito por encima del
equipaje, y anuncia, sonriente:
—Listo. Podemos irnos.
A él no hizo falta espiarla para
darse cuenta de su silueta, marcada sin disfraces debajo de ese atuendo de
corte europeo. Sólidos hombros, al igual que la cadera, con un torso tentador y
unos muslos cautivantes. La contempla sin tapujos, gustándole mucho lo que ve.
También piensa que es demasiado pronto… Y que sus vidas han tomado un giro
inesperado al subirse a aquel avión, por motivos muy distintos para cualquiera
de los dos.
Se descalza el único zapato que
le queda, tirándolo a un costado junto con las medias, guarda en la mochila los
pocos enseres que dejara esparcidos, se cuelga una de las correas al hombro,
ata la camisa en la otra correa y le extiende una mano, apostando al contacto:
—Vayamos a investigar. Después
cortamos más cocos.
Ella lo toma de la mano, sin
dejar de sonreír, aunque la situación en la que se hallan no tenga nada de
divertido. Algo en él la tranquiliza, sin saber muy bien de qué se trata. Ambos
emprenden la marcha a lo largo de la costa, rastreando la arena con la mirada
en busca de mayores tesoros. Nunca se sabe lo que uno pueda llegar a necesitar
en caso de una emergencia.
(Continuará…)
***
http://inventren.blogspot.com/
La muerte y J.
V. Cilley*
(De la Estación
J. V. Cilley)
La muerte de
las personas es como la muerte de los objetos, o quizás debiese haberlo dicho
al revés. Pero la muerte de los objetos, esos seres inanimados que portan
cierta alma que aflora, también es reconocible.
Cómo no decir
en la estación "esta estación, que estaba viva, ha muerto". Cómo,
frente al patio borrado por la Pampa que devora las construcciones humanas,
frente al andén inexistente, los rieles levantados, las paredes apenas
esbozadas por una línea de ladrillos ancha y baja, cómo, entonces, no decir
"esta estación, que tuvo vida, ha muerto".
Dicen que a la
estación la derrumbaron, que a los rieles los levantaron, que dejaron que los
yuyos tapen el pozo cegado, y que permitieron que el patio apenas se dibuje
brevemente por el perímetro de árboles desolados. Pero a la casa del guarda no
la tiraron las manos de las gentes que mataron la vida del ferrocarril. La casa
se derrumbó de tristeza, sola por el peso de la pena de ya no ser, de haber
quedado despoblada. La vivienda del guarda sin guarda se derrumbó por el peso
del vacío, sin ayuda.
La casa se cayó
sobre sí misma, como un árbol, como un farol que se apaga, como un amor que
desvanece su anhelo y se repliega en el olvido.
Es una tumba la
estación J. V. Cilley. Si las personas mueren, si la historia tritura y demuele
y desaparece, entonces esta estación, que ya no está, que es apenas un rastro
bajo los cielos enormes y definitivos, esta estación es una tumba como la de
los gringos, una tumba en tierra fundida en la tierra, un rectángulo de soledad
bajo el perfecto azul.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Próxima estación para escribir:
J.J. ALMEYRA.
Estaciones literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
-Próximas estaciones literarias por visitar en el ferrocarril
Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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